Se trata de una obra de altas calidades que constituye un paso más en un proceso de investigación en marcha desde hace varios años en uno de los “laboratorios de investigación histórica” de la École des Hautes Études en Sciences Sociales (París). La obra presenta textos de una quincena de investigadores, organizados en ocho capítulos dedicados a aspectos sustantivos de lo que desde principios del siglo XX se designó como historia social, y se acompaña, además, de una conclusión, de una introducción general y de unas palabras preliminares de la directora de edición, que presenta y aclara el proyecto general de trabajo.
La obra busca renovar el conocimiento del Nuevo Mundo, y su aspecto más sobresaliente y original, aunque no el único, es el de abordar la historia americana en su conjunto, partiendo del hecho básico e innegable de que durante los siglos XVI a XVIII el continente conoció un proceso de ocupación territorial y dominio social que abarcó el conjunto que designamos como América, empresa que comprometió a las principales potencias europeas de la época (España, Portugal, Inglaterra, Francia y Holanda) y puso en marcha procesos simultáneos de destrucción y creación que se encuentran bien caracterizados con la expresión recurrente y justa —casi una consigna en la obra— de “nuevas sociedades americanas”. Un proceso de destrucción y de creación que desde el principio supuso un intercambio activo —aunque asimétrico en términos de poder—, entre sociedades europeas y americanas, intercambio en el que pronto se vieron implicados grupos sociales africanos trasladados al Nuevo Mundo, que se constituyeron en una de las fuerzas sociales que marcaron la historia americana.
El énfasis de la obra no es el de la “historia global” o la “historia atlántica”, cuyos resultados me parecen ser ya una conquista del análisis histórico, si bien reconociendo los desafíos de método a que dan lugar esos enfoques. El énfasis se encuentra de manera explícita —como una propuesta historiográfi ca— en el intento de abordar en conjunto la historia americana, desde el extremo y helado norte hasta la solitaria y desértica Patagonia, es decir, una extensísima geografía de una variedad social y cultural innegable, pero que de manera visible muestra elementos comunes en sus siglos iniciales de conformación. Este enfoque, que plantea sus propios problemas —cuyo inventario completo sería largo de hacer aquí—, impone desde el principio una condición, que el lector de la obra no puede obviar. Se trata de romper con un hábito de lectura que es el producto de una convención historiográfica heredada del siglo XIX, que hay que neutralizar y controlar. Esa convención, un verdadero hábito mental, nos invita como un automatismo a separar las historias de “las Américas”, como si ese conjunto no hubiera conocido procesos sociales y culturales coincidentes derivados de la dominación europea. Una proposición que debe especificarse, para ser mejor comprendida, señalando que un proceso común, por ejemplo, la aculturación del continente americano a raíz de la ocupación que se inició a finales del siglo XV, puede incluir al mismo tiempo elementos comunes y elementos singulares, un punto de consecuencias grandes sobre el uso del método comparativo, tal como se plantea en la obra. Volveremos sobre este punto.
Como se indica en las conclusiones de la obra, y este es un elemento que constituye una adquisición historiográfica precisa desde hace un cierto tiempo, ese esfuerzo de trazar una historia común, o por lo menos relacional, exige romper con el cuadro nacional como el organizador mismo del relato histórico. Esto no quiere decir que lo que llamamos los “países” no exista como historia diferenciada de sociedades particulares que combinan rasgos comunes y rasgos propios, en función de su pasado y de sus evoluciones. Los “países”, como las historias locales, existen, pero su proceso de formación no ha sido nunca endógeno, como no lo fue su “pasado colonial”. América, como Europa, es el producto de interacciones, de conexiones, de condicionamientos mutuos, que permiten a la investigación histórica plantear nuevos problemas de relación entre sociedades, y un nuevo examen de las formas de experimentar diferencialmente un conjunto de imposiciones comunes.
Un caso estudiado con insistencia en el libro que reseñamos y que sirve como ejemplo del enfoque comparativo presente en la obra es el de las poblaciones africanas trasladadas al Nuevo Mundo. La esclavitud a que se sometió a la gente negra y sus formas de acomodo y resistencia a la nueva sociedad presentan rasgos comunes, lo que desde luego no hace desaparecer los elementos diferenciales de las historias concretas de esas poblaciones y de la institución esclavista a lo largo de la geografía americana. Un caso igualmente visible, aunque menos obvio, es el que tiene que ver con el papel de la religión, pues en el pasado muchos historiadores y sociólogos, acudiendo a una perspectiva weberiana relativamente superficial, hablaron de dos formas de conquista y dominación diferenciadas en función de que se tratara de potencias imperiales que habían asumido la reforma protestante, como en el caso de Inglaterra y Holanda, o de aquellas que, como Portugal, España y Francia, ligaron de manera directa la monarquía y sus conquistas coloniales a los fines espirituales y políticos de la Roma papal. En realidad, como muestra la obra, las diferencias existen, pero sobre un fondo común: el cristianismo, en su gran elaboración medieval, presente no solo en la religión católica, sino en las iglesias reformadas, en todas sus variantes.
Todo esto habla de un problema de método mayor, que la obra aborda de manera explícita, con lo que abre un filón de enriquecimiento concreto de un difícil problema del análisis histórico: el método comparativo. Tomemos un caso que la obra examina con brevedad: el de la existencia del clero —una burocracia especializada en los bienes de salvación—, común al conjunto americano, aunque bajo formas diferenciadas según se tratara de una iglesia centralizada afianzada en la distinción entre clero y seculares, o una iglesia de estructuras más bien disueltas en la sociedad y con gran presencia de las comunidades en su organización, diferencias que existían en el marco de un proceso común de conversión y adoctrinamiento, de cuyos avatares singulares no puede dar cuenta sino una historia social concreta que no pierda de vista, además, que se trató de procesos de mucho más de dos siglos, que incluyen inflexiones y modificaciones que impiden hacer de ellos una continuidad homogénea.
La obra recoge en su título un elemento central de su enfoque: “Historia social”, y es bueno detenerse en ese punto. Los nombres de los capítulos indican la dirección de la obra: Migraciones y movilidades, Trabajo, Mercados, Territorio y propiedad, Familias, Religiones, Derecho y justicia y Orden social, es decir, el conjunto de temas básicos que la historia social más clásica ha mantenido como centro de interés a lo largo del siglo XX, a pesar de las variaciones en el tratamiento de cada uno de los temas en función de su relación con las ciencias sociales. El punto es importante, porque desde hace dos o tres décadas, la llamada “historia cultural”, casi siempre una forma extrema de “culturalismo”, ha dominado el campo historiográfico, con pérdidas significativas para el análisis histórico, en términos de lo que habían sido algunas de sus mejores tradiciones, entre ellas, la no separación de los elementos sociales y culturales en el análisis, la aspiración a mostrar el curso y sentido de una estructura social determinada, la no reducción de las interacciones sociales a sus formas discursivas o la idea de una relación compleja entre prácticas, representaciones y discursos. La obra hace suyas esas viejas adquisiciones de la historia social e intenta practicar un tipo de análisis que engloba y conecta elementos de procesos diversos, pero que por principio se definen como sociales, es decir, como procesos inscritos en el conjunto social, sometidos a un régimen de interacciones e intercambios, cuyo contenido los historiadores deben poder definir en su particularidad espacial y temporal, sin acudir a ninguna forma de determinismo de “última instancia”.
Desde luego que, como ocurre con toda obra colectiva, el lector puede encontrar desigualdades de elaboración en cada uno de los capítulos, bien sea por los mayores o menores avances disciplinares respecto de los temas tratados, bien sea por diferencias de enfoque en algún punto concreto, bien sea en relación con la sociología general que atraviesa la obra. El punto es difícil de presentar, porque la obra es cuidadosa en la presentación de los matices. Pero aun así hay un cierto sentido general que se impone en la lectura de los capítulos. Señalaremos algunos puntos discutibles, sin temor a que deba en algún momento rectificar y sin olvidarme que se trata de capítulos breves, donde no es posible decirlo todo, y que en muchos casos operan como síntesis de una amplia literatura.
Nos parece, por ejemplo, que en el capítulo sobre el trabajo, hay momentos en que se cede al anacronismo por el lenguaje que se introduce. Así que, al lado de la discusión excelente sobre las relaciones entre formas de libertad y servidumbre en el mundo laboral, y las condiciones de surgimiento del trabajo libre, o las muy correctas afirmaciones sobre la centralidad de las formas de trabajo en la constitución de las nuevas sociedades, se acude a veces a fórmulas de la economía contemporánea que difícilmente dan cuenta de las realidades que se quiere describir: en alguna parte, por ejemplo, se habla de “desregulación”, o de “segmentación” laboral, o de mercado, en singular, aunque el capítulo siguiente: “Mercados”, por su propio título y por su contenido, pone de presente la importancia de considerar el asunto en plural, que es lo que empíricamente resulta más productivo, y lo que resulta más ajustado en términos de análisis, hablando de la época y del tipo de sociedades de que se ocupa principalmente la obra.
Igualmente, quedamos con la idea de que en el texto sobre familia —titulado en plural “Familles”— se trabaja con menos información de la que sería requerida para poder avanzar en muchas de las proposiciones que allí se presentan, y se cae con facilidad en la ilusión de que existía desde temprano una realidad que respondía a ese nombre, lo que abre la puerta a la creencia en la universalidad de tal institución, y a veces parece operarse con distinciones del tipo “familia extensa” y “familia nuclear”, que no parecen resultar muy adecuadas, sobre todo para los no “europeos” de los siglos XVI y XVII.
Estas pequeñas objeciones no anulan desde luego el mérito de la obra y sus aciertos notables, como se observa, por ejemplo, en el texto sobre “Migraciones y movilidad”, con que se inicia la serie de capítulos de la obra, que examina la idea en la gran escala atlántica del paso de miles de seres humanos de unas sociedades a otras, aunque bajo formas diferenciadas en cuanto al vínculo inicial que liga a esos seres con su nuevo lugar de acomodo, pero que muestra al mismo tiempo las movilidades internas, microscópicas, de corta distancia, locales, que constituyeron un hecho permanente de las nuevas sociedades americanas y que dieron lugar a formas de nomadismo hasta ahora no estudiadas de manera suficiente, y que se relacionan con búsquedas de libertad, en el sentido elemental de la expresión, como en el caso de los “indios huidos” o “forasteros”, o en el de los negros cimarrones, todos los cuales desertaban de la opresión en el trabajo y en la vida comunitaria.
Lo mismo en lo relacionado con esos grupos particulares de mestizos que vagabundean arrastrando una existencia precaria y picaresca, en parte permitida por el estatuto jurídico que los caracterizaba y la percepción social que de ellos se tenía, dos formas de clasificar y representar que recuerdan mucho más un “no lugar”, que un puesto preciso en las jerarquías sociales. Menciono también el capítulo sobre “Territorio y propiedad”, que no solo aborda el tema evitando la simplificación del esquema dual “propietarios/no propietarios”, mostrando la diversidad de situaciones y condiciones que tuvo esa unidad ficticia que llamamos “propiedad”, sino que realiza el examen del problema bajo una forma pedagógica de una claridad que asombra, sobre todo si se recuerdan los lugares comunes dominantes, tanto del lado de los juristas de ayer —quienes pensaban que las categorías jurídicas explican por ellas mismas las formas sociales—, como por parte de la crítica simplificadora que hace de las sociedades amerindias y afroamericanas a lo largo y ancho del continente americano un universo social que padece la negación absoluta de toda forma de propiedad, lo que supuestamente contrastaría con el igualitarismo de la propiedad en un pasado del que en términos concretos poco se nos informa.
Este proyecto de historia conectada —a su manera historia atlántica—, pero que es ante todo un proyecto de “historia hemisférica”, recuerda con fuerza la importancia del método comparativo para las ciencias sociales —método del que se dice, con razón, que es muy predicado y poco aplicado—. Cuando se observan, como en estas obra, las posibilidades que el comparatismo ofrece a la imaginación histórica, uno se sorprende de que los historiadores no lo hayamos tenido siempre como un elemento de uso obligado, bien sea bajo la forma de una disposición mental incorporada, que sabe que en gran medida pensar es comparar, bien sea bajo la forma de una comparación explícitamente construida que asume que comparar es relacionar objetos, no solo para encontrar puntos comunes de referencia entre procesos, sino para saber cómo se constituyen sistemas de diferencias que incluyen al mismo tiempo rasgos que pueden ser comunes. Por ello la gran lección de la obra no es la de oponer a una historia de la región como supuesto conjunto absolutamente singular de países con historias endógenas, una historia americana única y semejante, monótona y homogénea, a la que la dominación imperial habría dado un carácter único de mundo subalterno siempre igual a sí mismo. Para usar una palabra algo desprestigiada hoy en día se puede decir que algunas de las categorías que la obra introduce en su esfuerzo comparativo son categorías dialécticas. Así por ejemplo, en el caso de la noción de dominación en el ámbito jurídico, al mostrar el derecho funcionando como una “tecnología de poder”, pero no menos como una posibilidad de resistencia, y de modificación, en ocasiones, de determinadas situaciones sociales. Lo mismo en el caso de las nociones combinadas de “sociedad de antiguo régimen”, y “situación colonial”, lo que recuerda que muchas de las formas sociales de las nuevas sociedades americanas remiten a un universo de órdenes institucionales y de diferenciaciones y jerarquías sociales que prolongan las estructuras sociales dominantes en Europa durante los siglos XVI al XVIII, sin perder de vista los condicionantes que para las interacciones sociales introduce el hecho de la “situación colonial”, lo que exige repensar las dos nociones, particularmente, la de sociedad colonial en América Latina, permeada hasta los huesos por los sentidos que la historiografía del siglo XIX, la de los patriotas y los criollos, le dio como elemento de legitimación de las revoluciones del siglo XIX, y cuyo campo semántico permanece vivo y dominante, a pesar de la crítica que desde hace unos años algunos trabajos históricos han adelantado en ese frente.
El libro de Cécile Vidal y sus colaboradores tiene también el mérito de no presentarse como una idea completamente original —algo que no existe—, y no olvida mencionar algunas formulaciones que tempranamente llamaron la atención sobre la importancia de abordar de manera comparativa y relacional la historia del continente americano, una idea que estuvo en la creación misma del Instituto Panamericano de Geografía e Historia, y que en su momento fue presentada por autores como Silvio Zavala o como Lewis Hanke. Pero renueva esa idea sobre la base de los sacudones historiográficos derivados de las historias conectadas (bajo sus diversas formas), y de la crítica del Estado —nación como marco necesario de los estudios históricos—, al tiempo que acoge y potencia muchos de los temas clásicos que la historia social ha desarrollado por lo menos desde hace un siglo. Es un libro exigente con nosotros los lectores, porque nos impone modificar hábitos viejos de lectura, pero no se presenta como la nueva tabla de salvación de los estudios históricos sobre las sociedades americanas. Apenas como una exigente propuesta, llena de promesas y aún con muchos puntos oscuros, como es normal y eso es suficiente para hacer de esta Histoire sociale du Nouveau Monde un buen libro.
Resenhista
Renán Silva – Doctor en Historia Moderna por la Universidad de la Sorbona (París I) (París, Francia). Profesor jubilado de la Universidad del Valle (Cali, Colombia). E-mail: rj.silva33@gmail.com
Referências desta Resenha
VIDAL, Cécile (Dir.). Une Histoire sociale du Nouveau Monde. París: Éditions EHESS, 2021. Resenha de: SILVA, Renán. Historia y Sociedad, n. 44, p. 266-271, ene./jun. 2023. Acessar publicação original [DR/JF]
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