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Territorialidad y poder regional de las intendencias en las independencias de México y Perú | Scarlett O’phelan, Ana Carolina Ibarra

Los vínculos entre poder y territorio han constituido un fructífero campo de investigación desde que, en la década de 1990 -principalmente, aunque con algunos antecedentes significativos-, se pusiera mayor énfasis en la interdependencia entre lo político-institucional y la dimensión espacial. En el caso de la monarquía hispánica, durante el lapso transcurrido entre las reformas borbónicas y el nacimiento de las repúblicas americanas, asistimos a una redefinición de la territorialidad y de las relaciones de poder, especialmente perceptible en el ámbito regional. Lo acontecido en los virreinatos del Perú y Nueva España durante el largo periodo de las guerras de independencia constituye un laboratorio de experiencias para comparar y explicar procesos complejos, no siempre bien interpretados. Sobre ambas vastas áreas tuvieron especial impacto los cambios organizativos introducidos por la corona española a finales del siglo XVIII, las crisis derivadas del estallido de movimientos insurgentes y revolucionarios, las dificultades para aplicar la legislación liberal, la preponderancia que adquirían las armas en la resolución de los conflictos y la configuración variable de límites fronterizos. Así, el control del territorio, en sus diversas posibilidades, constituyó un asunto prioritario en ese tiempo de cambios acelerados e incertidumbre. Políticos, funcionarios, eclesiásticos, comerciantes y militares, entre otros, tomaron plena conciencia de que el dominio del espacio y el buen conocimiento de la geografía eran la mejor garantía para sus distintos intereses.

Los aspectos que hemos mencionado constituyen algunos de los objetos de atención del volumen colectivo coordinado por Scarlett O’Phelan y Ana Carolina Ibarra. Dicho libro es resultado de dos paneles organizados en el marco del trigésimo quinto congreso de la Latin American Studies Association (LASA) que tuvo lugar en Lima, en 2017. A su vez, forma parte de lo que se está constituyendo como un fructífero proyecto colectivo de investigación entre académicos del Instituto de Investigaciones Históricas, de la Universidad Nacional Autónoma de México, y de la Pontificia Universidad Católica del Perú. Además, el trabajo cobra mayor interés en la coyuntura de los bicentenarios de las independencias en que nos encontramos. Las ricas ilustraciones que lo acompañan y la claridad expositiva de los autores constituyen un elemento que puede resultar atractivo para el público interesado, no necesariamente especialista. Así, los diez capítulos que conforman el volumen presentan un panorama amplio y variado, aunque articulado en torno a los problemas derivados de las relaciones entre territorialidad, poder y regiones, según hemos adelantado. El Plan de Intendencias de 1786, que supuso un hito en la administración colonial, marca, de alguna forma, el punto de partida de los distintos estudios. Aunque el libro alterna los capítulos sobre el Perú y México, a continuación presento una reseña que engloba diacrónicamente los trabajos de cada uno de dichos países.

En el caso del primer ámbito, la importancia geopolítica del Alto Perú y la centralidad de la ciudad de Cuzco son abordados, desde distintas perspectivas, por Patricio Alonso Alvarado y Rolando Ibérico (capítulos 2 y 4). Alvarado recorre los gobiernos de los virreyes Fernando de Abascal, Joaquín de la Pezuela y José de la Serna, entre 1809 y 1824, para rastrear los ciclos de la contrarrevolución y los cambios que se operaron en la consideración estratégica de la región altoperuana. Hasta 1816, el virrey Abascal se empeñó en sofocar cualquier conato subversivo, tanto en tiempos de constitucionalismo como de reacción absolutista. La anexión del territorio del Alto Perú al virreinato del Perú, después de haber formado parte del virreinato del Río de la Plata tras su creación en 1776, pretendía poner un cordón sanitario a los insurgentes de Buenos Aires. Esa política cambió con el virrey Pezuela, para quien ese territorio pasó a segundo plano ante la urgencia de reconquistar Chile y, tras la consolidación de su independencia, defender a Lima de la amenaza que iban a suponer las tropas de José de San Martín. La llegada del virrey José de la Serna, tras el pronunciamiento de Aznapuquio en enero de 1821 y el repliegue hacia el Cuzco ante el avance del ejército libertador, volvería a convertir la zona altoperuana en el centro de operaciones y conflictos hasta la batalla de Ayacucho y la derrota de las huestes españolas. Durante todo ese lapso, según muestra Ibérico Ruiz, la antigua capital de los incas tuvo un valor simbólico en la articulación de distintas propuestas políticas alternativas al centralismo limeño. En distintos momentos, insurrectos y realistas imaginaron devolver al Cusco su antigua preponderancia para establecer un nuevo orden en América del Sur. Religión y política se sumaron a la reivindicación inventada del pasado prehispánico para legitimar distintas causas y proyectos.

Este último aspecto también es enfatizado por Scarlett O’Phelan (capítulo 9), quien ha dedicado en su dilata trayectoria amplios estudios al papel de los imaginarios incaicos. En esta ocasión, repara en los años en que se consumó la independencia peruana, entre 1820 y 1824, para llamar la atención sobre las relaciones entre diplomacia y territorio. En perspectiva, la autora explica el carácter relativamente desconectado entre los territorios del norte y del sur desde los tiempos de la colonia. Esa división se acentuó en el periodo emancipador cuando, tras el fracaso de las negociaciones de Punchauca, mantenidas entre San Martín y La Serna en mayo de 1821, se establecieron los límites de los territorios que habrían de ocupar las tropas patriotas y realistas. El río Huaura marcaría la división entre las regiones ocupadas por unos y otros. Lima y Trujillo se convirtieron en el centro de los primeros, mientras que el Cuzco, según ya hemos visto, en la capital de los segundos. Esta segmentación territorial se volvería a poner de relieve en los años de la Confederación Perú-boliviana, entre 1836 y 1839.

En este sentido, Álvaro Gompone (capítulo 10) se introduce en los tempranos años republicanos y presenta su investigación sobre los prefectos y subprefectos para los casos de Junín y Ayacucho, entre 1830 y 1839. Ambos cargos fueron de nueva creación, pero estaban basados en las anteriores figuras del intendente y del subdelegado. Sus responsabilidades en materias tan importantes como hacienda, guerra, justicia y policía los convirtió en mediadores entre el gobierno central, la burocracia provincial y la población. Así, sus labores organizativas para que el Estado pudiera seguir operando fueron centrales en unos momentos de guerra e inestabilidad política. Por ello, Gompone propone matizar la imagen de los primeros momentos republicanos como un periodo caótico de caudillismo. Aunque efectivamente fueron años de recomposición general y ensayos autoritarios, el papel desempeñado por los prefectos y subprefectos dio cierta continuidad a prácticas previas que contribuyeron a avanzar en la construcción del país.

Uno de los elementos que resultó clave en esa articulación del Estado fue el servicio de correos. Sobre su papel se ocupa Lizardo Seiner (capítulo 7), centrándose para ello en la intendencia de Arequipa. La interesante investigación demuestra el lugar central de los caminos como ejes ordenadores de las regiones en los que se solían concentrar la mayoría de los centros habitacionales. Junto a la importancia de los mapas como instrumentos para visualizar y dominar el espacio, el autor resalta el valor de los conocimientos adquiridos por los responsables del transporte de la correspondencia y paquetería. Esta inteligencia permitió a las autoridades políticas y militares tener una mejor visualización de las distintas zonas y de los problemas derivados de los fenómenos naturales, accidentes geográficos o fallas en la infraestructura. Aun así, lo cierto es que las inversiones para la mejora de la red vial fueron escasas hasta bien avanzado el siglo XIX.

Si nos trasladamos ahora al virreinato de la Nueva España vemos que los distintos trabajos abarcan amplias zonas de un extenso territorio. Patricia Osante (capítulo 1) repara en los límites del reformismo borbónico en la región norte del virreinato. La autora trasciende el análisis teórico de los planes de reestructuración territorial y administrativa propuestos por la administración borbónica para observar si su aplicación tuvo un impacto real sobre el territorio. Su conclusión resulta reveladora: ni la nueva Comandancia General de las Provincias Internas ni el Plan de Intendencias implicaron una transformación tan profunda y efectiva como se esperaba. En el primer caso, se trató de un proyecto de difícil aplicación y de resultados limitados, en buena medida por el profundo desconocimiento que se tenía del enorme territorio en cuestión. El hecho de que se mudara en seis ocasiones de jurisdicción entre 1776 y 1804 es una muestra de las vicisitudes que tuvo que afrontar. En el segundo caso, Osante destaca que el gobierno de intendencias estuvo lejos de cumplir con los nuevos parámetros de eficacia gubernativa y de terminar con los antiguos vicios y corruptelas, ahora renovados en favor de los grupos de poder local. Por tanto, a su juicio, la reorganización de las provincias norteñas constituyó una quimera y un intento fallido.

De la zona norte del virreinato pasamos a las regiones sureñas de la mano de Ana Carolina Ibarra, quien en esta ocasión vuelve sobre la región de Oaxaca para estudiar el papel de los obispos, como articuladores del territorio a través de su autoridad, jurisdicción e influencia entre 1777 y 1817. La geografía eclesiástica que nos plantea muestra dos aspectos relevantes. Por un lado, la manera en que los mitrados desplegaron su poder sobre la región y trabaron redes de contactos y alianzas; a través de las visitas pastorales los prelados realizaron una radiografía exhaustiva del estado en que se encontraban las zonas que estaban bajo su mando y promovieron medidas de mejora. Por otro lado, el papel de las parroquias como estructuradoras de la vida religiosa, cultural y social; no podemos olvidar la influencia de los párrocos como jueces, maestros y pedagogos. Ibarra concluye su trabajo recuperando la elocuente trayectoria del obispo Antonio Bergosa y Jordán. Éste enfrentó a la insurgencia y, como parte de esa estrategia, se acomodó al régimen liberal gaditano. Ello sirvió para que Fernando VII, una vez restablecido como monarca absoluto, no lo ratificara como arzobispo de México. Ante semejante ofensa el prelado se desplazó a la península en busca del desagravio, aunque, en el ínterin, el rey cambió de opinión y le entregó la mitra de Tarragona.

Ciertamente, el estallido de la insurrección de septiembre de 1810 catalizó las tensiones acumuladas y provocó un conflicto civil que desestabilizó el territorio novohispano durante más de una década. Dicha revuelta tuvo lugar mientras se estaban reuniendo las Cortes de Cádiz, de modo que condicionó la aplicación en el virreinato de la legislación liberal y de la constitución que sancionaron. Es decir, asistimos a dos vías de ruptura con el Antiguo Régimen. En cuanto a la ruptura insurgente, Virginia Guedea (capítulo 5) retoma sus trabajos sobre los procesos electorales de los insurrectos, centrándose pormenorizadamente en la provincia de Tecpan (ubicada entre los actuales estados de Michoacán y Guerrero), erigida por Morelos en abril de 1811. Su creación es evidencia de la importancia que concedieron los sublevados al control y a la organización del territorio como base para institucionalizar la insurrección, organizar los recursos y continuar con la guerra. La provincia de Tecpan es importante, además, porque fue la única que llegó a elegir a su representante para el Congreso que se reunió en Chilpancingo el 13 de septiembre de 1813. Como es sabido, éste declaró la independencia del antiguo virreinato novohispano de la monarquía española.

Por lo que respecta a la alternativa gaditana, Antonio Escobar Ohmstede (capítulo 6) se centra en las Huastecas hidalguense, potosina y veracruzana. Para ello entra en diálogo directo con la historiografía que se ha ocupado de los cambios que supuso la formación de ayuntamientos constitucionales durante los dos periodos liberales abiertos en 1812 y 1820. El autor discute el impacto real que tuvo la constitución doceañista entre las sociedades indígenas y revisa la hipótesis según la cual el pueblo participó activamente en la vida política a través de las elecciones locales, buscando así una mayor estabilidad económica y social. Sin embargo, a su juicio, lo que se observa en las Huastecas son dos fenómenos parcialmente distintos. Por un lado, se articuló un liberalismo híbrido de larga duración en el que se combinaron aspectos del liberalismo doceañista con otros de carácter tradicional, como la defensa de los viejos privilegios por parte de las autoridades indígenas. Por otro, los ayuntamientos de esas zonas, más que ámbitos de concordia o de amortiguación de intereses en el seno de la comunidad, constituyeron puntos de defensa del camino de extracción de la plata que iba desde Zacatecas hasta la costa del golfo de México. En el contexto de la guerra, motivaciones diversas hicieron que unos apoyaran a los insurgentes y otros mantuvieran su fidelidad al gobierno virreinal. En cualquiera de los casos, la proliferación de corporaciones municipales supuso cambios en la forma de concebir el espacio en el que los distintos actores desplegaban sus actividades y se desplazaban.

Finalmente, Rodrigo Moreno (capítulo 8) también se ocupa de los cambios y continuidades que supuso la aplicación del sistema gaditano. Analiza el papel que desempeñaron las intendencias y los intendentes en la vertebración territorial de las relaciones entre las provincias y la entidad central de poder. La crisis ocasionada por el inicio de la guerra civil propició la unificación de los mandos políticos y militares en la figura del intendente. Las Cortes de Cádiz ordenaron esa separación, crearon la figura del jefe político para gobernar las provincias y mantuvieron la del intendente, aunque con sus atribuciones limitadas a las cuestiones hacendarias. Sin embargo, Moreno resalta el hecho de que en ultramar los intendentes continuaron manteniendo sus anteriores funciones e, incluso, hicieron las veces de jefes políticos. Es decir, en lugar de disminuir su poder, según pretendía la constitución de 1812, incrementaron sus funciones y capacidad decisoria sobre las provincias.

Esta situación se trató de revertir a partir del ciclo revolucionario de 1820, cuando la nueva asamblea impulsó la aplicación efectiva de lo que previnieron los diputados gaditanos. En aquellos momentos existían en Nueva España doce intendencias: nueve de ellas ocupadas por militares y siete por los mandos políticos y militares fusionados. Los comandantes-intendentes se resistieron a apartarse de sus cargos y obstruyeron la formación de la milicia nacional para no perder el control militar de los territorios que estaban bajo su autoridad. El choque de intereses debilitó la estructura defensiva del virreinato y facilitó el avance de las tropas independistas al mando de Agustín de Iturbide. Éste mantuvo las funciones de los intendentes, aunque no todos lo apoyaron. Según Moreno, la mayor colaboración se dio entre quienes no eran comandantes con mandos unificados. Su estudio nos muestra, por tanto, la importancia de la guerra y de los procesos de militarización como ejes centrales en la articulación de jerarquías territoriales; también, los obstáculos a la hora de llevar a cabo las medidas liberales.

En suma, la comparación entre los casos del Perú y México permite ponderar a escala continental los logros, los límites, las semejanzas y las diferencias de los diversos proyectos que entonces se ensayaron. En términos generales se observa que las leyes hispanas encontraron una difícil aplicación en tierras americanas. Ello se agravó durante las crisis de independencia, especialmente por la excepcionalidad que supusieron los tiempos de guerra. Éstos fueron aprovechados por ciertos actores sociales para incrementar su poder sobre los ámbitos regionales, no sin resistencias y dificultades. Así, el tránsito hacia los Estados-nación emancipados estuvo atravesado por líneas de continuidad y de ruptura, por transacciones y acomodos. Sólo desde las tensiones territoriales que se generaron desde el periodo tardo-colonial puede entenderse mejor por qué, en los primeros momentos republicanos, en Perú se estableció un modelo centralista y en México uno de tipo federal. Algunas de las claves para explicarlo se encuentran en el volumen del que me he ocupado.


Resenhista

Josep Escrig Rosa – Universidad Nacional Autónoma de México (México). Instituto de Investigaciones Históricas. Becario posdoctoral. E-mail: josep.escrig92@gmail.com https://orcid.org/0000-0001-8976-5998


Referências desta Resenha

O’PHELAN, Scarlett; IBARRA, Ana Carolina. (Comps.). Territorialidad y poder regional de las intendencias en las independencias de México y Perú. Lima: Fondo Editorial del Congreso del Perú, 2019. Resenha de: ESCRIG ROSA, Josep. Estudios de Historia Moderna y Contemporánea de México, número especial, p. 222-228, sept. 2021. Acessar publicação original [DR/JF]

Itamar Freitas

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