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Variaciones de la república. La política en la Argentina del siglo XIX | Hilda Sabato, Marcela Ternavasio

No dudo en calificar el libro que han coordinado Hilda y Marcela como un libro indispensable. Y lo hago por un doble motivo: es indispensable para sus colegas – a mi personalmente me ha abierto nuevos caminos para seguir pensando e investigando- y también es indispensable para todos aquellos que se internen en el fascinante territorio de la praxis republicana. Y añadiría –lo digo con un énfasis semejante al de las coordinadoras- un territorio durante aquel siglo en el que la Argentina se formó con temperamento republicano. Un siglo en fin -esta es una opinión discutible pero que comparto- de ascenso histórico.

Con una introducción y un epílogo a cargo de las coordinadoras, el lector podrá recorrer este libro, como nos ha dicho Hilda, en diez capítulos. No los voy a enumerar sucesivamente. Más bien los insertaré en los temas que he seleccionado para esta presentación. En ellos intentaré reflejar argumentos, para mí, significativos.

Voy pues al primero, a lo tantas veces dicho y que en este libro se presenta de manera novedosa. El acontecimiento de la primera década del 800 que marca en palabras de las coordinadoras “un cambio radical frente a la herencia del orden monárquico y colonial”. Y al plantear esta fractura, Sabato y Ternavasio plantean la autonomía de la política. Es decir, la visión que comparto plenamente desde hace tantos años, de que la política es “una instancia del quehacer humano no reductible a ninguna de sus otras esferas”. Este es un punto de partida importantísimo. Decirlo ahora es mucho más fácil que decirlo hace 40 años, cuando la política para la historiografía estaba precisamente reducida a otras esferas. Este libro muestra que esta instancia del quehacer humano mantiene una plena y significativa autonomía. De aquí, creo, se derivan los conceptos de repertorios republicanos, que incluyen ideas y acciones, y de lo que yo llamaría la producción republicana del siglo XIX. Esta producción implica un doble juego de roles: el papel de la participación popular y el papel de las dirigencias. Son roles, uno colectivo, el otro más individualizado, que se imbrican en situaciones cambiantes. Como dice Hilda Sabato en “Hacer política en tiempos de la república”, el capítulo primero, el autogobierno en clave republicana, los hechos consistentes “en instaurar la soberanía popular” suponen una combinación de modelos y de adaptaciones.

El segundo tema es comparable a lo que habrá de acontecer en la orilla opuesta del siglo XX. Me refiero a la íntima relación que se presenta a lo largo del siglo XIX entre Nación y República. Como señalan las coordinadoras en el epílogo, “la República y la Nación habían llegado a funcionar prácticamente como sinónimos”. Más aún, según Elsa Caula y Marcela Ternavasio en las “Las repúblicas provinciales frente al desafío de crear una república unificada, 1824-1827”, capítulo 5, en aquellos años cobra sentido una circunstancia paradójica: pese al fracaso de la constitución unitaria de 1826 la república es sin embargo asumida como forma de gobierno y como orden moral. Ya lo habían hecho, en efecto, las provincias a partir de 1820. Mientras tanto la Nación, nos dicen estas autoras, fue en cambio un proyecto a poner en marcha. Acá tenemos por consiguiente un cuadro sugestivo. No estamos frente a una nación precedente, como resulta del artículo primero de la constitución de 1853, donde la señora Nación adopta una forma de gobierno. Estamos, al contrario, frente a una república precedente. Vale la pena subrayar, entonces, esta fusión entre Nación y República que progresivamente habrá de desaparecer en el siglo XX, cuando la Nación en tanto concepto englobante al servicio de varias experiencias autoritarias se desvincula de la teoría y la praxis republicana en busca de otros proyectos legitimantes que, por cierto, fracasaron.

El tercer tema de esta revisión crítica alude a la tensión inevitable que según mi entender se plantea en el argumento republicano. Es la tensión entre dos dimensiones de la república. La primera, que alude a su conformación institucional, y la segunda, que alude al comportamiento de los actores. Estos vínculos ponen en evidencia un concepto objetivo de República, su constitución y sus leyes y, asimismo, remiten a la subjetividad de los agentes que interiorizan o rechazan esas instituciones por medio de sus demandas y expectativas. Dicho esto, estas dimensiones son las de la participación en la esfera pública, que precisamente se va creando al ritmo de dicha participación y, por otra parte, la representación del pueblo soberano en las instituciones de la república mediante procedimientos electorales. Esto se corresponde, en parte, con el doble papel que acabo de señalar acerca de la producción republicana: el papel del pueblo y el papel de la dirigencia. Pero el argumento va más lejos, como dice Hilda Sabato en el texto ya citado “no se puede entender la política decimonónica sin atender a la intervención popular en sus diferentes manifestaciones e intensidades con su mayor o menor autonomía respecto de los dirigentes”.

Ahora bien, si por un lado la intervención popular o participación política es expansiva, con alzamientos en armas que impugnaban a los gobernantes y con las voces de la opinión pública que recogían tribunas y periódicos, por el otro, el sistema representativo formado por ciudadanos, legisladores y electores que emiten votos fue más restrictivo. Como nos muestran Leonardo Hirsch, Hilda Sabato y Marcela Ternavasio en “Representar la República”, capítulo dos, la representación del pueblo tuvo diversos momentos y sobre todo diversas intensidades. Hay en ellos dos momentos extremos. Un extremo hace referencia a la unanimidad, un horizonte que atrae constantemente la praxis del régimen de Rosas merced a la combinación del sufragio universal masculino, establecido en la provincia de Buenos Aires en los años 20, con los procedimientos electorales de la lista única y del plebiscito. Más adelante, Marcela Ternavasio y Micaela Miralles Bianconi en “Guerra y política durante el terror rosista entre el 38 y el 42”, capítulo 6, señalan que ese sistema de dominación preanuncia “un tipo de cesarismo democrático” que hasta el mismo Sarmiento reconoce cuando admite que al fin de cuentas Rosas era “la expresión de la voluntad del pueblo”. Inevitablemente estas apreciaciones desembocan en el Marx del Dieciocho de Brumario de Luis Napoleón Bonaparte, entronizado éste último por el plebiscito y el sufragio universal masculino. Añadiría, como nota al pie de este párrafo, el juicio condenatorio de Tocqueville al reeleccionismo en la Democracia en América y la rotunda aversión del mismo al Bonapartismo tal como quedó registrada en sus Souvenirs de la Revolución de 1848 en Francia. Claro está que este texto no era conocido en tiempos de Rosas, recién se publicó veinte años después. Pero el aire de familia que circula por estas memorias y por la enorme preocupación de la generación del 37 acerca de los efectos posibles del sufragio universal en tanto resorte de un despotismo popular es muy significativo.

En segundo lugar, vuelvo al texto ya citado de Hirsch, Sabato y Ternavasio, el desarrollo de la competencia electoral nos ofrece un contrapunto con el horizonte de la unanimidad. Es un contrapunto que conlleva, por cierto, variaciones. En la primera década, que comienza en 1810, los ensayos electorales coexisten con la participación directa de vecinos y de gente movilizada en el foro popular de los cabildos abiertos. En la segunda década, tal vez por temor al tumulto y por las ansias de orden y moderación, se establece en Buenos Aires una muy avanzada ley electoral en aquella la época de sufragio universal masculino para elegir legisladores que posteriormente designarán los cargos ejecutivos. El remedio que encontraron Sieyès y más tarde Tocqueville en la elección indirecta para mejorar la calidad de la representación y contener las pasiones populares se difundió también en Buenos Aires al depositar en la legislatura la misión de designar al Gobernador. Por cierto, lo que se estaba haciendo en la provincia de Buenos Aires practicante se repitió en todas las provincias, salvo alguna que otra elección– recuerdo, por ejemplo, el estatuto del 19 en Santa Fé establecía, creo que textualmente, que el pueblo elige a su caudillo de manera directa. Pero, en general, el sufragio indirecto nació en la Argentina mucho antes de 1853. La competencia electoral, según estos autores, tuvo momentos fuertes y otros menos intensos; vibró, por ejemplo en las décadas del 20 y del 60; se apagó en la década del 80, cuando en el Partido Autonomista Nacional se encapsularon –no sin sobresaltos- los procesos atinentes a la sucesión de los gobernantes; y se intensificaron al principio de los años 90. En todo caso, como apuntan Laura Cucchi, Irina Polastrelli y Ana Romero en “Construir y Limitar el poder en la República”, capítulo 3, aún en el sistema de hegemonía gubernamental posterior al 80 y a la llegada de Roca a la presidencia, jamás se clausuraron los debates en torno al gobierno limitado. ¿Cómo, en efecto, -pregunto- establecer el poder político y simultáneamente limitarlo? Dos momentos distinguibles en el plano histórico que se funden en términos republicanos en una operación única. El problema que introdujo Madison en una página del federalista recorre este texto.

Empero, culminar este empeño, aunque más no sea parcialmente, será preciso que el ánimo belicoso se atempere y que las instituciones más benignas del Estado de derecho implanten otros valores sobre los recientes campos de batalla. Es lo que nos muestran Alejandro Rabinovich e Ignacio Zubizarreta en “De la Guerra a la construcción de la paz en el Estado de Buenos Aires posterior a Caseros”, capítulo 7. Es la historia de una transición circunscripta a una provincia dominante convertida en Estado independiente. La transición de una sociedad guerrera, según el concepto de Rabinovich, a una sociedad pacificada en la cual, sin cancelar la coacción, cobraba importancia la acción de jueces, de policías y de un ejército más profesionalizado. Obviamente no faltaba la educación pública en esta empresa. Educación básica que transmitía valores de libertad y de orden. Sarmiento nunca dejó de acentuar este doble cometido de la educación. Y, por cierto también, aquí intervendría Alberdi, educación moderadora de las costumbres asistida por el papel extendido que van representando la Iglesia y las órdenes eclesiásticas. Esta combinación entre liberalismo y clericalismo no tiene por qué extrañar, si reparamos en lo que nos dicen Ignacio Martínez y Julián Feroni en “Entre la República católica y la Nación Laica”, capítulo 4. En este texto asistimos a otra transición, cuando caduca el régimen de unanimidad católica de la monarquía hispánica. Es una transición que aún no ha terminado, pues consiste “en el abandono de un modelo de imbricación entre poder temporal y espiritual jalonado por sucesivos intentos de redefinir el vínculo sin disolverlo del todo”. Lo que ocurrió en el siglo XIX abrió las puertas a lo que acontecerá en el siglo siguiente. Es un relato que trasunta un itinerario muy lento -si lo comparamos por ejemplo con el itinerario del Uruguay- que en el 800 partió de una concepción republicana con religión de Estado y luego recaló en el eclecticismo de la constitución de 1853 y en su reforma de 1860.

Voy por fin, amigas y amigos, a la última parte de esta presentación. Es un análisis para mi fascinante y que recorre varios capítulos. Un análisis y una cuestión que alude a la relación conflictiva entre, por un lado, el pueblo en armas que con un sector de la dirigencia provoca revoluciones –según el término entonces tan difundido- y por otro lado, es una cuestión que alude al principio representativo que condena esos alzamientos. Este conflicto queda enmarcado por dos artículos de la constitución nacional, para colmo sucesivos, que parecen dispuestos como dos aguijones a punto de entrar en combate. Los recuerdo: el artículo 21 afirma que todo ciudadano argentino está obligado a armarse en defensa de la patria conforme a leyes y decretos; de inmediato el artículo 22 postula que el pueblo no delibera ni gobierna sino por medio de sus representantes y autoridades. El artículo 22 remata con esta sentencia: toda fuerza armada y reunión de personas que se atribuye los derechos del pueblo y peticiona a nombre de este comete delito de sedición. En el epílogo, Hilda y Marcela observan que “las revoluciones armadas se convirtieron en una práctica habitual que coexistió con los mecanismos de legitimación electoral a lo largo de todo el siglo.” Por su parte, Cucchi, Polastrelli y Romero destacan la praxis de un “derecho de insurrección”; un derecho, añado, asimismo incesante, como si a partir de las primeras asonadas que se manifestaron en los años 10, se hubiese decantado en las provincias unidas o desunidas una legitimidad habitual, cercana acaso, pese a su corta duración, al concepto de legitimidad tradicional de Max Weber. El alzamiento en armas era, por consiguiente, una suerte de rutina establecida. Y, además, esta retórica la respaldaban unas interpretaciones, abonadas precisamente por esa retórica, del artículo 21 de la Constitución. Hay una cita, creo que en el trabajo sobre el alzamiento del 74, o tal vez el del 90, en el diario La Prensa que lo dice todo: el alzamiento está revestido como una empresa de reparación moral. Sin embargo,, los alzamientos implicaban, en la medida de lo posible, una respuesta del poder constituido que ponía en marcha el dispositivo coercitivo del artículo 22. De esta manera se generaba un choque entre dos legitimidades: la habitual del alzamiento y (prosigo en la vena weberiana) la de los procedimientos propios de la legitimidad racional legal. En estos procedimientos, parece redundante recordarlo, sobresale la coacción legal. Es decir, no hay legitimidad racional legal sin coacción legal.

Merced a este enfoque podríamos trazar una frontera imaginaria en el siglo XIX entre las primeras décadas hasta llegar a 1862 y las subsiguientes hasta desembocar en el centenario. Y creo que son dos franjas muy diferentes. En la primera, el propósito de las revoluciones tuvo éxito porque produjo derrocamientos; las armas, salvo algunas excepciones, guiaron los procesos sucesorios en la cumbre del poder político. Así cayeron triunviratos, directores supremos, gobernadores hegemónicos y el segundo presidente – Derqui- según la Constitución de 1853. Esta es la franja de los levantamientos en armas y de las batallas exitosas: Cepeda en 1820, Caseros en 1852, Pavón en 1861. Las batallas que respaldaron poderes constituidos fueron las menos; entre ellas la segunda de Cepeda, que abrió curso a la reforma de 1860. La segunda franja presenta en cambio una situación opuesta. Después de Pavón, la política armada fracasa siempre frente al poder del Estado. En ese fracaso interviene el poder protagónico y paradójico de Bartolomé Mitre en la revolución que él lidera de 1874. Debemos a Flavia Macías y a María José Navajas en “De los comicios al campo de batalla”, capítulo 8, la descripción de una atmósfera revolucionaria por obra de la opinión pública y de la movilización popular porteña que impugnaba por fraudulenta la elección de Nicolás Avellaneda. La revolución se expandió por el país y fue derrotada en dos batallas, en La Verde, pero sobre todo en la de Santa Rosa. Diez años más tarde sucedió otra revolución, casi una guerra civil por la violencia desatada en los combates urbanos -quien no lo leyó recomiendo el libro “Buenos Aires en armas” de Hilda Sabato- que también impugnó por fraudulenta la elección de Julio Argentino Roca. Como sabemos otro fracaso al precio de miles de víctimas. Como ven, las rebeliones van por décadas, se repite en 1890, cuestionando esa vez una legitimidad de origen y una legitimidad de ejercicio. Lo que da lugar a una renuncia presidencial y a una sucesión en regla sin el derrocamiento pretendido por los revolucionarios del Parque. Tres años después, según el relato de Inés Rojkind y Leonardo Hirsh en “La república convulsionada”, capítulo 9, irrumpirá una escena análoga: revolución, estado de sitio y renuncia del presidente en ejercicio que será reemplazado por el vicepresidente. El siglo se clausura pues con ese poder de resistencia legal del Estado Nacional. El último sobresalto revolucionario en 1905 tendrá el mismo destino. ¿Significa acaso esta secuencia que se ha abolido la tradición del pueblo en armas? De aquí cabe señalar otra paradoja que exponen los dos capítulos que acabamos de revisar. Porque mientras era evidente el fracaso a corto plazo de los movimientos revolucionarios estos resultaron ser, en un plazo más prolongado, el acicate para impulsar una ética reformista bajo el supuesto de que los gobiernos que excluían a la oposición no podían sostenerse más. Lo que dijo Pellegrini en los vibrantes discursos en la Cámara de Diputados poco tiempo antes de su muerte.

Bueno pues con estos comentarios concluyo esta presentación de un libro que ha tenido la virtud de avivar las semillas de entusiasmo sin las cuales la investigación del pasado corre riesgo de padecer astenia o esclerosis. Doble entusiasmo por el encanto que proporciona el hecho inexcusable, como decía Raymond Aron, de que cada generación escribe y reescribe la historia de nuestro pasado, bienvenida sea; y por la dicha que despierta en un viejo caminante por la ciudad porteña la contemplación de la puesta en escena de la República en tantas estaciones de dicho pasado, recorrido que nos proponen en el último capítulo Alejandro Eujanian y Ana Wilde. Por todo eso, queridos colegas, muchísimas gracias.


Nota

[1] Disertación llevada a cabo en la Presentación del libro Variaciones de la repúblicaLa política en la Argentina del siglo XIX (Prohistoria, 2020). Conversación entre Natalio Botana, Alejandro Eujanian, Hilda Sabato y Marcela Ternavasio, coordinada por Fernando Rocchi en el marco de las V Jornadas de Historia Política 2021 y XII Jornadas de Historia Política “Formas del Federalismo Argentino y Latinoamericano siglo XIX-XXI” del Programa Interuniversitario de Historia Política el 18 de mayo de 2021. Disponible en https://www.youtube.com/watch?v=0SAD6SUjYGg&t=2422s


Resenhista

Natalio Botana – Es Doctor en Ciencias Políticas y Sociales por la Universidad de Lovaina (1968), profesor emérito de la Universidad Torcuato Di Tella, y ha sido profesor visitante de universidades argentinas, de América Latina y Europa. Es presidente de la Academia Nacional de la Historia y miembro de número de la Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas. Entre sus libros se encuentran El Orden Conservador. La política argentina entre 1880 y 1916, La tradición republicana. Alberdi, Sarmiento y las ideas políticas de su tiempo, La libertad política y su historia y Monarquías y RepúblicasLa encrucijada de las independencias, obras de referencia sobre la caracterización de los sistemas políticos y constitucionales del país, y la región de los siglos XIX y XX.


Referências desta Resenha

SABATO, Hilda; TERNAVASIO, Marcela (Coords.). Variaciones de la república. La política en la Argentina del siglo XIXRosario: Prohistoria Ediciones, 2020[1]. Resenha de: BOTANA, Natalio. PolHis. Revista Bibliográfica del Programa Interuniversitario de Historia Política, n. 27, p. 242-250, ene./jun. 2021. Acessar publicação original [DR/JF]

Itamar Freitas

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