El espacio hodológico es aquel que vivimos y sentimos, un espacio no euclidiano sino subjetivo, vinculado al trayecto o los caminos que emprendemos para desplazarnos de un lugar a otro (camino en griego se dice hodos, ὁδός). Aunque el concepto procede de la psicología de principios del siglo XX (Kurt Lewin) y haya sido depurado por autores como Otto Friedrich Bollnow o el propio Gilles Deleuze, en el dominio de la cartografía fue el italiano Pietro Janni quien lo consagró con su libro La mappa e il periplo, Cartografia antica e spazio odologico (Bretschneider, 1984).
Ricardo Padrón es profesor en la Universidad de Virginia y autor de otro libro sobre las relaciones entre literatura y geografía en el Imperio español (The spacious world, The Chicago University Press, 2004). En The Indies of the Setting Sun retoma el tema del espacio hodológico para aplicarlo a las dos Indias en el siglo XVI, un mundo en construcción, separado y unido por la mayor mancha azul del planeta, el Océano Pacífico.
Estamos ante un libro sobresaliente. Lo es por las fuentes que maneja y la lectura personalísima que hace de ellas: mapas del Consejo de Indias y aledaños, cartas portuguesas, alemanas, italianas, bocetos, mapas iluminados, la Descripción de Velasco, las Décadas de Herrera, las relaciones de Loaysa, Saavedra y Urdaneta sobre las Filipinas, las descripciones de la China de Mendoza y Escalante, o los relatos sobre Argensola y la empresa de las Molucas. Lo es también por el diálogo fructífero que mantiene con literatura secundaria que comprende desde clásicos como O’Gorman o Lestringant hasta las más recientes aportaciones al inagotable tema de los descubrimientos geográficos, los nuevos mundos y los encuentros culturales en el Renacimiento, así la de Surekha Davis sobre la etnografía en los mapas (Renaissance Ethnography and the Invention of the Human, Cambridge University Press, 2016) o la de Nicolás Wey Gómez sobre los viajes colombinos (The Tropics of Empire, MIT, 2008).
Pero sobre todo, éste es un libro sobresaliente porque Ricardo Padrón logra componer con esos ricos materiales un argumento propio, uno de ésos que reconoce las deudas cuando procede y que hace fluir los temas, los protagonistas, los rastros visuales, la palabra escrita y las anécdotas en pos de una dirección, un objetivo que además resuena con otros argumentos reconocibles en historia de la geografía y del conocimiento, a saber, la maleabilidad del espacio, su carácter construido y cultural, es decir, efímero e histórico. Los continentes y los océanos no son realidades dadas e inmutables en el tiempo, sino entidades cargadas de nociones metageográficas. En este punto, la referencia fundamental quizás sea el libro de Lewis y Wigen, The Myth of Continents (University of California Press, 1997). No es lo mismo un océano navegado que un océano navegable.
Así como La Española o Cuba debían ser islas adyacentes a Cipango, las vastas regiones que se extendían al norte de la Nueva España debían conducir al Catay de Marco Polo, a la China. Antes de la invención de América, antes de que fuera probada su insularidad, su radical independencia respecto a los viejos mundos, existió la posibilidad de Amerasia, la continuidad entre las estribaciones orientales de la geografía ptolemaica, las regiones transgangética y el Aurea Chersonesus (la península malaya), y las Indias recién halladas por los conquistadores españoles en Occidente. Presas de esta fantasía vivieron Coronado, Cabrillo y quienes buscaron ciudades doradas y reminiscencias asiáticas y bíblicas por praderas y desiertos americanos. Por una de esas paradojas inadvertidas (su naturalidad la hace invisible) las Islas de Oriente se convirtieron en las Islas de Poniente. Las Filipinas eran una prolongación occidental del Virreinato de Nueva España; las Molucas, un archipiélago deseado y conectado por una ruta hodológica con las propias Filipinas y el Japón; la China, una continuación militar o evangélica de la conquistas americanas.
El subtítulo del libro es elocuente: cómo la España moderna mapeó o representó el Lejano Oriente como un Occidente Transpacífico. Durante buena parte del siglo XVI, la lógica de los climas, las teorías geográficas antiguas que dividían el globo en franjas horizontales con una zona tropical central y dos zonas templadas y otras dos polares, se impuso a la lógica de los continentes. En su libro mencionado arriba, Wey Gómez abrió definitivamente este debate cuando demostró por qué Colón navegó hacia el Sur. Sus viajes obedecieron a la latitud y no a la longitud: las zonas tórridas habían de ser calurosas, deshabitadas y ricas en oro. Otra historiadora de la cartografía, Patricia Seed, también subrayó la importancia de la latitud en la cosmografía ibérica frente a la postrera victoria de la longitud en los imperios neerlandés y británico. Bajo la perspectiva de la latitud, lejos de ser extraña, la continuidad de las Indias occidentales y orientales era natural y aplastante. La lenta emergencia de América, cómo se fue primero adornando y luego pausadamente desprendiendo de sus atributos orientales, es la historia de una proyección fallida, de unas expectativas simultánea y parcialmente colmadas y frustradas. Toda historia de descubrimiento es la historia de una confusión. En este caso, la sola denominación de Indias la encierra sin lugar a equívocos.
El libro está organizado alrededor de ocho capítulos. El primero (The Map behind the Curtain) tiene un carácter introductorio y programático. Arranca con el Cabo Alfa y Omega, el lugar que Colón identificó en el Caribe como el punto donde acababa un mundo y comenzaba otro, y avanza la tesis de Amerasia y su pervivencia durante largas décadas del siglo XVI. Aparecen Waldseemüller, Balboa, Legazpi y otros imprescindibles del Pacífico, un océano que tardó mucho en adoptar su morfología actual y estabilizarse. Padrón reflexiona sobre el tema de los espacios en blanco (blank spaces) y los silencios de los mapas (Harley). Extiende la noción de la invención de América y recoge a historiadores de la cartografía como Carla Lois y a los citados Lestringant, Wey Gómez, Lewis y Wigen. ¿Por qué ocuparse de una geografía fracasada, de una teoría que acabó arrumbada por la implacable lógica continental y la demoledora anchura del Pacífico? Hace tiempo que sabemos que la historia de la ciencia no es sólo y exclusivamente la de las teorías exitosas, las que anticiparon las nuestras, la de nuestros egregios precursores.
Los capítulos segundo y tercero abordan los sueños y pesadillas del Mar del Sur. La arquitectura de los trópicos precedió a la de los continentes. Pese a nuestra propensión a identificar los espacios en blanco como áreas bañadas por los océanos cuando contemplamos cartas náuticas como la de Reinel, nuestro autor nos invita a desprendernos de este tipo de miradas presentistas, a recuperar las retóricas de la navegación apacible, los mitos áureos y la presunta estrechez del Mar del Sur. Pese a que Oviedo y otros defendieron la insularidad de las Indias Occidentales, Amerasia se resistía a esfumarse. Ni se confirmaba ni desaparecía por completo. Las penalidades relatadas por Pigafetta y sus sucesores no hacían sino corroborar la navegabilidad de océano en el que era posible naufragar o alcanzar la gloria. Las pretensiones territoriales hispanas llegaban hasta Malaca. Realmente, fijar el contrameridiano (aquella línea imaginaria estipulada en el Tratado de Zaragoza que dividía el globo en las antípodas) superaba las posibilidades técnicas de la época.
El capítulo cuarto trata de los naufragios y las frustraciones, precisamente, de cómo se fue imponiendo la invención de América a la figuración de la Terra Australis. Es el triunfo de Oviedo y López de Gómara, plasmado en mapas como el de Diego Gutiérrez. La lógica continental con sus hemisferios oriental y occidental parecía suplantar a la hipótesis Amerasia, sustentada en la teoría de los climas y la tropicalidad. El Pacífico se alzó como frontera entre la América hispánica y la Asia portuguesa. Es un mapa que nos resulta familiar.
Sin embargo, la conquista del Pacífico (capítulo quinto), inaugurada por la expedición de Legazpi y el célebre tornaviaje del agustino Urdaneta, dio paso al Galeón de Manila y la creación por parte del cosmógrafo real Juan de Velasco de unas Indias (orientales) españolas entendidas como un espacio transpacífico. Amerasia parecía evaporarse de nuevo: Coronado no daba con la ciudad dorada en la India mayor, ni Cabrillo lograba alcanzar la China siguiendo la California. Allí no había fauna asiática. Pero quizás un fabuloso estrecho de Anián comunicaba los dos continentes. ¿Y los habitantes del Nuevo Mundo? ¿Cómo habían llegado allí? ¿De qué tribu descendían? ¿De qué sucesor de Noé? Eran humanos, pero menos civilizados. Arias Montano (al que María Portuondo ha dedicado otra reciente y extraordinaria monografía, The Spanish Disquiet, Chicago University Press, 2019) fue uno de los más brillantes exegetas a la hora de conciliar los nuevos hechos con los antiguos relatos bíblicos. Padrón se acoge a la sociología cognitiva de Eviatar Zerubavel para indagar en el descubrimiento mental de América, la penosa tarea intelectual en la que se embarcaron los europeos durante toda la Edad Moderna. Mientras tanto, la plasticidad de las longitudes hacía el resto para que la China se vislumbrara como el próximo México o el próximo Perú. Velasco inventaba las Indias de Poniente.
China y Japón ocupan los capítulos sexto y séptimo. En cuanto a la primera, Padrón repasa los proyectos de los sinófilos y los sinófobos hispanos para evangelizar o conquistar el “Imperio del Centro” a finales del siglo XVI. Mendoza y Escalante destacan entre los primeros; Martín de la Rada, otro agustino y cosmógrafo, fue el principal adalid de la que Manel Ollé bautizó como La empresa de China (Acantilado, 2002). Hodológicamente hablando, la China no estaba tan lejos, a un tiro de piedra figurado desde Manila y literal desde Macao, el enclave portugués que pasaba a integrarse en la Monarquía tras la unión de coronas. La China estaba ubicada en la zona templada, sus habitantes eran más civilizados, su administración observaba conductas de policía y leyes justas. Por la fuerza quizás no, pero bajo la luz de la verdadera religión sus almas se entregarían. Algo semejante podría suceder en Japón, cuyos habitantes, según Francisco Javier, eran “los mejores hombres jamás descubiertos”. Los bonzos budistas eran el único obstáculo para ser cristianizados. El archipiélago de Japón era una estación de paso entre el reino de la China, las Filipinas y las Indias Occidentales, una suerte de Antillas asiáticas. El martirio de los misioneros en Nagasaki en 1597 (solo la propaganda ignaciana llevada al cine por Scorsese logró invertir la mayoría franciscana) provocó la huida de personajes como Marcelo de Ribadeneira, historiador de la presencia europea en aquellas regiones, uno de los orientalistas ibéricos que las convirtieron en un Occidente transpacífico.
El octavo y último capítulo está dedicado a Herrera y Argensola, cuya Conquista de las Molucas es una continuación de las Décadas y una respuesta al reto protestante en el Pacífico. A principios del siglo XVII el Mar del Sur dejaba de ser un lago español (¿alguna vez lo fue?), un espacio aún fragmentario y por definir donde holandeses y británicos penetraban esporádicamente y en el que la Monarquía ocasionalmente podía recuperar un isla pero en absoluto afianzar una hegemonía. En el lenguaje de Antonio de Herrera, América no era América, sino las Islas y Tierra Firme del mar Océano que llaman Indias Occidentales, tal y como reza el título original de sus Décadas. Incluidas en estas Indias Occidentales las había Septentrionales, Meridionales y de Poniente, unas geografías donde tuvieron lugar biografías tan asombrosas como las de Pedro Sarmiento de Gamboa, navegante, cosmógrafo y tal vez nigromante desde el Perú hasta las Islas Salomón y por el laberinto de Magallanes.
El libro se remata con una conclusión en la que aparece Pedro Fernández de Quirós y su memorial nº 8, un documento que transpira el milenarismo joaquinita que asistió a su alumbramiento de la Austrialia del Espíritu Santo en las playas de Vanuatu (Nuevas Hébridas). Esas páginas corrieron como la pólvora por las cortes europeas e incluso pudieron inspirar la Nueva Atlántida de Bacon. Australia no era aún una colonia penitenciaria, esto es, Australia no era Australia, como América no era América, ni el Pacífico un océano dividido en dos fragmentos, a derecha e izquierda de los mapamundis, esos mapas centrados en el Atlántico y que ahora, en el declive del imperio americano y de Europa, ante el empuje de China, quizás también cedan paso a la enésima reorientación de nuestras concepciones geográficas.
Bien escrito y pensado, ameno, original y a la vez honesto con sus deudas intelectuales, este libro es un modelo y una fuente de aprendizaje e inspiración para los historiadores de la geografía y la ciencia, para los estudiosos de los imperios transoceánicos y la primera globalización, y en general para cualquier lector que se interese por formas de entender y dibujar la Tierra que un día fueron, que dejaron de ser y que tal vez mañana resuciten o conozcan adaptaciones o versiones, pues aunque nada permanece inalterable (ni tan siquiera las placas continentales) el globo es esférico y las cosas regresan.
Resenhista
Juan Pimentel – IH, CSIC. E-mail: juan.pimentel@cchs.csic.es
Referências desta Resenha
PADRÓN, Ricardo. The Indies of the Setting Sun. How Early Modern Spain Mapped the Far East as the Transpacific West. Chicago: The University of Chicago Press, 2020. Resenha de: PIMENTEL, Juan. Asclepio. Revista de Historia de la Medicina y de la Ciencia. Madrid, v.73, n.2, 2021. Acessar publicação original [DR]
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