San Manuel Bueno, Mártir | Miguel de Unamuno
Dentro de la narrativa de La Generación del Noventa y ocho en España, resulta imposible obviar a don Miguel de Unamuno y, con él, a una de sus obras menos difundida, San Manuel Bueno, Mártir. Novela que, según mi parecer, refleja de manera más intensa el conflicto mismo de su creador, dos fuerzas justificadas en una pugna irreconciliable: la razón y la intuición; esto es dos formas de conocer el mundo externo, lo que se traduce en el texto entre una oposición entre ciencia y fe; conocimiento positivo y saber significativo; un drama muy generalizado en el hombre globalizado y que resulta ser, en definitiva, una actualización del sentido trágico de la existencia propio del mundo griego; con Unamuno vivimos una incorporación de esta visión trágica que, en la literatura contemporánea, se universaliza en la oposición sistema-individuo, fundamento de la angustia contemporánea, drama que se refleja prácticamente en la totalidad de la literatura actual en cuyo contenido de la expresión subyace esta concepción dramática de la existencia humana.
Todo problema de lo trágico necesariamente encuentra sus raíces en la tragedia ática antigua, primer gran intento de objetivación de lo trágico1 (1) y es de allí que se proyecta de manera intermitente en la evolución de la literatura y del pensamiento occidental, reflejado en la obras de períodos inminentemente críticos. Don Miguel de Unamuno es uno de esos grandes centelleos, próximo a nuestros tiempos con plena vigencia y que resulta ser contradictorio en el tratamiento del tema en cuanto, cronológicamente se inserta en un período en que el positivismo de las ciencias lo copa todo y en donde es muy difícil el surgimiento de la percepción trágica de la existencia y, por cierto, de la angustia contemporánea; por lo que podemos suponer que su manifestación es un precedente importantísimo para las letras europea contemporáneas. Asimismo, en el seno de nuestra tradición hispana que, por su carácter religioso, aleja aún más toda posibilidad de manifestación trágica con una dimensión cósmica.
Durante la Grecia antigua estás dos aperturas vitales al mundo externo, racional e irracional (intuitiva), conformaban una unidad indivisible; coexistían armónica y se potenciaban recíprocamente; así fueron capaces de crear la máxima expresión de la irracionalidad para entender y justificar el cosmos: la mitología; y, por otra parte, de la forma paralela a ella y, a su vez, la máxima expresión de la racionalidad, la filosofía. De acuerdo a nuestra historia y consecuencia del sofismo, cuyo propósito será racionalizar todo el ámbito de la existencia humana, se rompe esta unidad y no se vuelve a recuperar a lo largo de la evolución histórica y literaria de nuestro Occidente Cristiano; apareciendo de manera exclusiva y excluyente o la postura racional o la irracional en épocas de inestabilidad en que las ciencias y la realidad objetiva no permiten responder a la inquisición que el hombre hace por los fundamentos de la realidad externa y por el qué de su propia existencia; así podemos reconocer y asociar tanto el romanticismo como el existencialismo como expresión de ese sentimiento. Este antagonismo, en la obra, se expresa a través de la interioridad misma de San Manuel y de Lázaro de modo irreconciliable; de igual manera se puede constatar en la oposición que se da entre Blasillo y el pueblo de la aldea de Valverde de Lucerna. El racionalismo encarnado en la figura del párroco de la villa, Manuel; y el ciudadano progresista, el uno en franca retirada y, el otro, habiendo ya rechazado su posibilidad de trascendencia, pero, contradictoriamente, lidiando (agonizando) y con una esperanza, escondida bajo la razón, de una posibilidad de trascendencia, debido a que mantienen una mínima cuota de sentido que permita una existencia más allá del aquí y del ahora entre las cosas y con los otros, vale decir, una actitud materialista pragmática de la existencia humana; pero esta mínima posibilidad los obliga a perdurar, a “insistir”. Así Lázaro entra en el juego o, de acuerdo con don Miguel, a la vida. De esta manera su postura ética (en este caso lo que debe ser) se va modificando por un “creer que puede ser”. Por otro lado, el pueblo, de algún modo personificado por el “estúpido”, este último visto reducido a la mínima expresión de la condición humana, en su forma más primaria; tal vez por ello, sean quienes profundamente “existen” en la fe; por tanto, al carecer de racionalidad, en la práctica, se presentan como no vivientes al prospectarse con la idea de una trascendencia siempre, desde luego, bajo el prisma racional.
Los primeros existen bajo la sujeción de la incertidumbre que se traduce en un verdadero avance espiritual en cuanto incertidumbre y duda mueven a los hombres a la actividad y al cuestionamiento; aunque lacerantemente productivo, pues abre la herida trágica sin posibilidad de sutura; pero, a la vez, permite la noción y la posibilidad de trascendencia. Los segundos, sujetos a una felicidad ilusoria dada por la seguridad de las cosas objetivas; regalada mas no cierta que genera, todavía alejándose de la incertidumbre, la incapacidad de comprender y, por tanto, soportar la presión de lo que está más allá de la razón. Pero todos, es decir, tanto quienes se mantienen con una actitud irracional o racional frente a la existencia, necesitan vitalmente del otro para poder vivir; en este sentido, el pueblo de Valverde, en sí mismo, no sólo personifica al hombre en su totalidad, sino que, además, contiene el conflicto de la persona humana a lo largo de todos los tiempos.
Entre esta pugna de extremos irreconciliables y, a su vez, interdependientes, bajo el estigma de la resignación y de la aceptación de la irreconciabialidad, está Ángela pujando en los dos extremos; pues bien, es ella quien, en definitiva, asume el peso del conflicto; se resiste a involucrarse en él, hace la suerte de eje o medio entre el mártir y el bobo, opuestos más extremos; y Lázaro y el pueblo, si bien con una actitud antagónica, presentan una oposición de menor grado. Y como centro del contraste será ella quien de alguna manera sobrepasará esa agonía de opuestos, pues, sin dudas, ella no niega su fe como tampoco silencia sus inte rrogantes; y será Ángela, nada más que en ella, en donde perduren trascendentalmente San Manuel, Lázaro y el bobo. Recordemos qué significativo resulta el hecho que, junto con el párroco, muera también Blasillo.
Y, ¿no es acaso? Esta oposición presentada a través de estos personajes un reflejo fiel de ese gran antagonismo que Unamuno señala como el principal sustento de nuestro mundo cristiano y, él como tal, lo haga suyo a pesar del sufrimiento lacerante que provoca; que persiste por “ser” frente a la cultura post-helenística racional. Conflicto que se traduce en la destrucción del otro, esencialmente necesario para su propia existencia; única posibilidad para mantener su particular esencia y hacer frente a la irracionalidad de la fe.
Al cristianismo, a la cruz, a la irracionalidad en que Cristo había resucitado para resucitarnos, le salvó la cultura helénica racionalista, y a ésta el cristianismo
Y, ¿no es, acaso, a través de esta radical antonimia que podemos considerarnos parte de esa gran lucha que copa nuestra historia? Alternándose en Occidente de tiempo en tiempo y que en nosotros, individuos, se verifica en una constante oposición entre creer y nos creer, o querer creer y no poder, pues vivimos bajo la supremacía de la razón. Acaso, ¿no actúan las dos actitudes vitales señaladas cambiándose el papel dominante de estrato-sustrato constantemente?, o, como diría don Manuel: “de devorador a devorado, pero nunca destruyéndose recíprocamente”. ¿Quién puede negar que allí, en ese conflicto, o gracias a ese conflicto, el hombre vive? Negar uno de los opuestos consecuencialmente significa negar nuestra voluntad de vivir, de permanecer, de ser en la eternidad. Significaría negarnos a nuestro destino, negar nuestra individualidad, negar nuestra condición humana. Pues, éste y no otro, es el conflicto trágico que Unamuno presenta en San Manuel, pero haciendo notar que no todos pueden o están capacitados para sufrirlo y, a la vez, su redención está, precisamente, en que no viven por sí ni para sí, si no que viven por y para su pueblo, viven para la felicidad de otros, los más débiles; en cambio, otra actitud y otro sentido es la de aquellos que con un egoísmo enfermizo crean ídolos e ideologías para no hacerse cargo de esta aparente paradoja y poder vivir tranquilos, con una certeza aparente que los mantiene alejados de esta herida.
Unamuno no nos deja dudas al mostrarnos a través de estos tres personajes de San Manuel Bueno, Mártir la condición humana del hombre contemporáneo como consecuencia de un proceso vivido en lo profundo de cada individuo, metamorfoseándose espiritualmente al pasar por los diferentes estadios ya señalados, actualizando así, en un solo tiempo y en un solo hombre, esa problemática que por ser verdaderamente individual es, a la vez, universal; abarcando, así, a toda la humanidad en todas las etapas de su formación y a través de todos los tiempos. De no existir la mínima esperanza en la reconciliación y de trascendencia, todo estaría destinado a la destrucción, y, el hombre, a destruirse en todas las formas que nuestra historia ha recogido. No olvidemos que don Manuel y su padre viven bajo esa constante presión que también, en el texto, alcanza a Lázaro; pero ninguno se niega a sí mismo con la autodestrucción; por el contrario, centran sus vidas en una agonía permanente que los obliga a mantenerse en el mundo, a perdurar, a insistir. Esta perdurabilidad no es, acaso, otra cosa que querer trascender, que querer ser, y esto no es otra cosa que voluntad de existir. Y, ¿no es aquí en donde radica la respuesta que Unamuno nos propone?, esa salida o solución que sin negar lo irresoluto del antagonismo, a pesar de abarcar la totalidad del cosmos, genera una esperanza, volverse a la humanidad, al hombre, a vivir por y para el hombre; ser hombre “animal enfermo ”; llamado que parece una reminiscencia del mundo clásico que se registra en todas las tragedias griegas, y recordadas por el coro en cada una de las representaciones: “escuchad a los dioses ” que no es otra cosa que aceptar los límites de la condición humana. Salida que nos impulsa a existir con esta verdad que, como verdad, es real; y por ser tan real, a su vez, tan irracional; tan irracional como la fe.
Don Miguel, mediante San Manuel, evidencia un elevado sentido didáctico, tan verdadero que ya no hay dudas de que el humanismo y la humanidad, gracias al sentimiento trágico de la existencia, ha dado un paso más hacia esa verdad verdadera, privativa de los dioses, y, por eso, es que constituye una realidad universal que nos involucra inevitablemente:
Si el sol tuviese conciencia, pensaría vivir para alumbrar a los mundos, sin duda; pero pensaría también, y sobre todo, que los mundos existen para que él los alumbre y se goce en alumbrarlos y así viva. Y pensaría bien.
Y, por último, ¿quién es San Manuel sino un ser real, tan real como todos, como Cristo, el hijo de Dios? Tan irracional, tan humano: individual y universal a la vez. Tanto que se volvió hacia los hombres. “Nació para la muerte, pero no fue para muerte”. Este no ser para la muerte nos deja un gran espacio de vida, tan grande que, en él, sólo podemos vivir muriendo, pero, ante todo, existiendo. Qué es la muerte, si no más que el último acto de vida frente al mundo; y siendo un acto más de vida, tal vez, no sea el último.
San Manuel de tanto querer creer, existiendo por poder creer, haciendo creer; Dios termina creyéndole.
Nota
1. Lesky, Albin (1996): La tragedia griega, p. 10.
Resenhista
Orlando J. Vidal Leiva
Referências desta Resenha
UNAMUNO, Miguel de. San Manuel Bueno, Mártir. Santiago, Chile: Biblioteca Popular Nascimiento, 1984. Resenha de: LEIVA, Orlando J. Vidal. Contextos – Estudos de Humanidades y Ciencias Sociales. Santiago, n.22, p. 211-214, 2009. Acessar publicação original [DR]