Revista de Historia Indígena

El número 5 de la Revista de Historia Indígena, correspondiente al año 2001, prueba que ya es una publicación consolidada que, además, va creciendo en volumen. Su contenido es variado, aunque muy irregular en calidad.

En forma entusiasta, el director de la publicación, José Luis Martínez, señala cómo se ha ido enriqueciendo la etnohistoria y ha avanzado cronológicamente al período propiamente histórico, aun hasta el siglo XX. Este hecho justificaría la designación de “historia indígena”, en un sentido abarcador digno de ser tenido en cuenta 1.

El criterio parece razonable, en el doble sentido de que pasa a ser parte de la historia y que, en el aspecto epistemológico, cuenta con las categorías analíticas de las disciplinas antropológicas. Constituye, en consecuencia, un área especializada. Como tal, es una parte más de la “Historia” con mayúscula, igual que la historia económica, la cultural o la del espacio geográfico. Es decir, es uno de los tantos sectores en que puede dividirse el estudio del pasado.

Bajo esa premisa, no debe exagerarse su importancia ni buscar una autarquía. La historia indígena solo es parte de un cuadro de grandes dimensiones, la historia del país, y de otro mayor aún, la historia mundial. Su papel ha sido limitado, como el correspondiente a tantos pueblos que se van desdibujando en el tiempo, diluidos en el gran acontecer, que asimila y transforma a las entidades menores. ¿Qué fue de los celtas, los hicsos y los ostrogodos? ¿Dónde están los diaguitas y los picunches?

Se dirá que algunas etnias, como la araucana y la pascuense, son núcleos vivos; pero solo es cuestión de tiempo su desaparición en el gran amasijo de la historia predominante, la que se abre al futuro y arrastra a todos los hombres.

Pensar de otra manera sería ignorar lo que es la historia, encerrarse en parcelas sin perspectiva.

Nuestros conceptos dicen relación exclusiva con el estudio de la historia. No tiene vinculación con las medidas que se han tomado, se toman y deberían seguir adoptándose para el bienestar de los mestizos descendientes de indígenas, que viven en el país. Hacemos esta aclaración en cuanto muchos de los indigenistas y los estudiosos de los indígenas, llevados por sus obsesiones y sus clichés, no entienden lo que leen.

Debemos hacer una objeción a la carta introductoria del director de la revista, que se refiere a las relaciones interétnicas para aludir a los contactos entre la sociedad capitalista, occidental y moderna y las sociedades menos evolucionadas dominadas por ella. Comprendemos que la clasificación de etnias es correcta para las últimas, pero darle esas características a la cultura occidental es una enormidad. En esos contactos, por lo tanto, no hay una relación interétnica.

En caso contrario, habría que conceder que Sócrates y Santo Tomás se encuentran en la “etnogénesis” de occidente, que Napoleón perturbó el orden interno de la etnia y que el desarrollo del capitalismo dio un gran dinamismo a la etnia. Reduciéndonos a Chile, tendríamos que José Joaquín Pérez y Domingo Santa María mandaron en la etnia de la estrella solitaria, que Andrés Bello y Diego Barros Arana fueron mentores de la etnia chilena, etc.

Ya nos habíamos referido con cierto detenimiento a esta incongruencia en el número 2 de la misma revista en el artículo titulado Avance de la historia fronteriza que, al parecer, no ha ejercido ninguna influencia para enmendar fallas metodológicas y conceptuales. Es indudable que el señor José Luis Martínez no lo ha considerado para nada y tampoco el profesor Osvaldo Silva, según veremos luego.

El asunto va más allá del punto específico. Se relaciona con la forma de hacer la historia y la responsabilidad con que se trabaja en ella. Se prescinde de los aportes anteriores que contradicen el punto de vista personal, en una actitud que puede tener varios sentidos: simple omisión por descuido, por no conceder importancia al tópico, o por menosprecio a un punto de vista.

En los dos últimos casos, la ética del investigador obliga a refutar el punto de vista contrario y no prescindir de él. Es cuestión de solvencia intelectual y de respeto a otras posiciones, dentro de un debate necesario dentro de la disciplina.

Ya se ha hecho costumbre no atender a los planteamientos contrarios, como se deja ver en la Historia del pueblo mapuche de José Bengoa que, además, presenta una falla fundamental en el método, y en diversos trabajos de Jorge Pinto, no obstante ser aportes muy importantes.

El primer artículo de la revista es el de Osvaldo Silva Galdames, Butanmapu mapuche en el parlamento pehuenche del faerte San Carlos, Mendoza, 1805, que aclara en forma específica un episodio en las relaciones de las etnias pehuenche y mapuche con las autoridades de Cuyo que, de paso, contribuye a aclarar las características de los butalmapus2.

Llama la atención que en el trabajo en cuestión no haya la menor referencia al libro de Leonardo León Salís, Maloqueros y conchavadores en Araucanía y las Pampas, que presenta el cuadro general de las mencionadas relaciones. Tampoco se cita un libro titulado Los pehuenches en la vida fronteriza, que incluye las mismas relaciones y los antecedentes de ellas.

En las páginas del profesor Silva aparece un ejemplo de lo que indicábamos anteriormente: prescindir de planteamientos anteriores. En efecto, para referirse a los mapuches escribe “los mapuche”, repitiendo un engendro gramatical que es del gusto de muchos indigenistas. La expresión no es castellana ni mapuche, pues en el primer caso debería ser “los mapuches” y en el segundo, “pu mapuche”, que es el plural en el mapudungun. Es como si en castellano reapareciese el ténnino mater en lugar de madre. Hay que conformarse con que el lenguaje avanza junto con la historia. Muy sabiamente, Antonio de Nebrija señaló en 1492 que la gramática siguió siempre el imperio (cito de memoria).

Sobre esta materia tratamos en el artículo ya mencionado y pensamos que habíamos dirimido el punto. Parece que no ha sido así, dado que diversos autores siguen utilizando “los mapuche”.

El fondo de nuestras consideraciones es que la lengua dominante incorpora vocablos de la dominada y viceversa, produciéndose un mestizaje lingüístico. Al realizarse ese fenómeno, ocurre una adaptación, en este caso al castellano, que aplica las variaciones y declinaciones según las reglas de su gramática. No tenemos la menor duda de que los antropólogos, no estando en actitudes sensibleras, emplean a sus anchas los plurales “guatas”, “canchas”, “pichines”, “copihues” y conjugan en todas las modalidades castellanas los verbos “atrincar”, “cahuinear”, “enchuecar” y tantos otros.

El uso de rasgos mapudungu no pasa de ser una postura falsa, en que mediante una concesión de mimetismo anímico, se pretende una comprensión del otro. Es lo que ocurre con el mal empleo del plural y la inserción de vocablos nativos, como huinca, que aparece como una renuncia a la identidad chilena y lleva a congraciarse con los nativos y sus descendientes. Cabe preguntarse si los intelectuales mimetizados conocen realmente el idioma araucano o solo exhiben cinco o diez palabras repetidas por el amaneramiento.

Muy interesante, en la publicación que comentamos, es el trabajo de Margarita Iglesias Saldaña, Pobres, pecadoras y conversas: mujeres indígenas del siglo XVII a través de sus testamentos.

Valioso es el planteamiento inicial sobre la profunda transformación social y mental que revelan los testamentos; aunque adolece de un defecto que apenas se vislumbra. La adopción de la costumbre de testar y el cambio en la religiosidad no solo fueron imposiciones del sector dominante, sino que representan también la aceptación de los dominados. Cuando una persona emite su testamento, es porque está inmersa en la sociedad cristiana, en lo material y en lo espiritual, y actúa voluntariamente. Estamos seguros de que la autora así lo entiende.

Es una lástima que Margarita Iglesias no haya analizado el contenido de los testamentos, en cuanto penniten diagnosticar muy bien gran variedad de aspectos del testador: su vida familiar y relaciones sociales, posesión de bienes, deudas recíprocas, nivel de la existencia, conexiones, etc. En este sentido, no puede dejar de recordarse el libro de Julio Retamal Ávila, Testamentos de “indios” en Chile colonial, que la autora cita debidamente.

No queremos dejar de llamar la atención a un dato que aparece en la página 50. Una india poseía, indudablemente en calidad de esclavo, a un indio y una india viejos. Es un caso más del goce de una institución tan cruel por parte de indígenas adaptados a la sociedad hispanochilena. Quizás la práctica de la esclavitud no resultaba extraña para los nativos, dado que en sus propias comunidades las mujeres y los niños eran objeto de robo, venta y otras transacciones.

  1. Cecilia Sanhueza Tohá presenta un buen aporte con su estudio Las poblaciones de la Puna de Atacama y su relación con los estados nacionales. Una lectura desde el archivo. Es un tema que hasta ahora no había tenido un tratamiento especial.

Aunque la documentación disponible es escasa, se vislumbra la existencia de pequeñas agrupaciones aisladas, divorciadas de la vida de las naciones que disputaron el territorio hacia fines del siglo XIX. Los testimonios los califican de gente en un nivel absolutamente primitivo, al margen de la civilización, sin agricultura y manteniéndose de la caza de la vicuña y la chinchilla.

La postguerra del Pacífico y el problema de soberanía planteado por Chile, Bolivia y Argentina atrajo la atención de los respectivos gobiernos, que procuraron manifestar su acción. Hubo actividades oficiales superpuestas y se dio el caso curioso de que un indígena de cierta localidad, el único que sabía leer y escribir, fuese investido de autoridad por La Paz y Santiago.

En esas disyuntivas, los nativos trataron de acercarse al estado que más les beneficiaba o, mejor dicho, que menos perjuicios les causaba. Pero los intereses de las pequeñas comunidades no definieron nada y los acuerdos diplomáticos adjudicaron el destino nacional de los territorios, que, después de todo, no importaba mucho a los lugareños.

Un tercer trabajo, Antecedentes históricos y ambientales de Lumako y la identidad Nagche, se debe a Carlos Ruiz Rodríguez, doctor en historia e investigador del Centro Mapuche de Estudio y Acción y del Consejo Amplio por la Nueva Relación.

Curiosa, por decir lo menos, es la mención de la adscripción del autor a dos organismos de acción práctica, que hay motivos para sospechar sean de carácter ideológico y político, es decir, mediatizan la investigación y el estudio a una lucha determinada. La historia sería utilizada ideológicamente como inspiración para la acción. No sería un motivo científico el que los orienta.

Llama la atención, además, que el autor anote junto a su grado académico la militancia en esos grupos activistas, haciendo ostentación de una posición vital difícil de calificar. Más extraño es el afán de aparecer en entidades carentes de relieve y que nadie conoce. Es evidente que el propósito ha sido hacer alarde de una posición. Traspiés del autor y también de la revista.

En el desarrollo de su investigación, Ruiz Rodríguez, hipnotizado por el afán de enaltecer la vieja acción araucana, entra en apreciaciones carentes de base. Afirma en la página 85 que los aborígenes administraban sabiamente las energías materiales y espirituales de la nación. Es verdad que en la preparación de sus ataques meditaban planes adecuados y disponían muy bien de sus escasos recursos; pero una vez producida una victoria o un fracaso, les abandonaba la sabiduría y se gastaban en acciones irracionales, como eran el robo, la dispersión, la borrachera y hasta la disputa entre ellos. Así las cosas hasta una nueva ofensiva, si llegaba a producirse.

Esta era una tendencia general, que tuvo algunas excepciones relativas durante el mando de Lautaro y algunos otros toquis y caciques.

Otra falsa cortina tiende el autor en la misma página al afirmar que astutamente los españoles procuraron enemistar a las parcialidades indígenas, esto es, “dividir para reinar”. Aunque así ocurrió en ciertas oportunidades, no puede desconocerse que los levos vivían en viejas disputas, choques y venganzas, propias de su escaso nivel de organización, la lucha por los recursos y la funesta actuación de los machis.

No era necesaria la inducción por parte de los hispanochilenos, que más bien se valían de los conflictos vigentes o latentes.

Ruiz Rodríguez, fascinado con su punto de vista, ignora esas luchas y ni siquiera se da por enterado de que existían los “indios amigos”, inclinados espontáneamente hacia los dominadores y que eran también la expresión de los odios entre las parcialidades. Fue frecuente que los indígenas de uno u otro levo o grupos de éstos, solicitasen la cooperación bélica de los hispanochilenos para atacar a parcialidades enemigas con las que tenían agravios, de modo que la utilización ocurrió por ambas partes.

En el caso de los pehuenches, mencionado por el autor, lejos de ser una intromisión maquiavélica de los españoles, hubo una verdadera alianza, en que los aborígenes cordilleranos acudieron a los cristianos para ser amparados e imponerse a sus enemigos.

Los ejemplos anotados prueban cuan improcedente son los puntos de vista unilaterales y como puede ser funesto unir “estudio y acción”.

Digamos que el afán actual de “acción” descansa en un falseamiento de la “acción” ancestral, que no fue uniforme, coherente ni integral.

El autor ignora, por otra parte, la política oficial, puesta en práctica no pocas veces con el correr de los años, de mantener la tranquilidad entre las parcialidades e impedir disputas y agresiones que mantenían alterada a la Frontera y que en cualquier momento podían volverse contra los hispanochilenos o los chilenos, fuese en la Colonia o en la República. Esas disputas solían perjudicar a los colonos establecidos en medio de los indígenas, a los mercaderes y a los misioneros, y obligaban a despachar destacamentos de resguardo.

Digno de análisis, en sentido parecido al anterior, es el siguiente párrafo de Ruiz Rodríguez: “la división propiciada por los primeros gobiernos independientes, entre mapuches aliados de los patriotas en contra de los aliados de los realistas, fue un mecanismo de atomización que ayudó al sometimiento de los pueblos indígenas y a la mantención de la frontera, evitando la unión de todas las parcialidades en tomo de objetivos comunes de autonomía y recuperación de su espacio ancestral”.

Lo primero que salta a la vista es la carencia de perspectiva para enfocar la situación global. El mundo fronterizo, que había alcanzado un estado de estabilidad, se descompuso a raíz de las luchas de la Emancipación. La sociedad fronteriza hispanochilena, incluidos todos sus estratos, entró en efervescencia al cortarse la hegemonía de las autoridades y romperse los lazos del sistema social. El desorden de la lucha y las perturbaciones de toda clase atrajeron a los indígenas con la posibilidad de botín, robo y venganza. Por esa razón, algunas parcialidades se plegaron alternativamente al bando español o al criollo que, a su vez, los utilizaron para sus propósitos. Esa situación dista bastante de una “división propiciada por los primeros gobiernos independientes”. Dicho sea de paso, fueron más bien los realistas los que contaron mayoritariamente con el apoyo indígena.

Agrega, nuestro autor, que esa supuesta maquinación de los primeros gobiernos patriotas “ayudó al sometimiento de los pueblos indígenas y a la mantención de la frontera”, términos contradictorios, que además encierran un error: en los comienzos de la República no se dio un paso para someter a los araucanos. Solo en 1862 se inició la integración final de la Araucanía.

En la página 87 de su escrito, Ruiz Rodríguez da relieve a la famosa ciénaga de Purén como centro de resistencia y omite citar el tomo IV de nuestra Historia del pueblo chileno, donde el tema está tratado con detenimiento hasta el ataque victorioso del gobernador Merlo de la Fuente, hecho que es ignorado por el autor. En cambio cita hasta la saciedad la Historia del pueblo mapuche de José Bengoa, que fue la cantera de sus informaciones.

Siguiendo sin mayor discernimiento la obra de Bengoa, en varios puntos, el señor Ruiz Rodríguez acepta como prueba histórica las declaraciones de mestizos araucanos actuales, haciendo suyo el error metodológico del autor indicado.

Los tropiezos de tal método, que lo descalifican por completo, son los siguientes:

  1. Los declarantes no son testigos directos. Saben las cosas de oídas.
  2. Los declarantes exponen en segunda, tercera o cuarta versión generacional.
  3. Los testimonios, al pasar de boca en boca, intensifican los aspectos que se desea valorar.
  4. Cifras y adjetivos aumentan o disminuyen a discreción.
  5. Se equivocan circunstancias.
  6. El orgullo familiar o local campea a sus anchas.
  7. Los enemigos fueron malos sin remedio. No se les reconoce nada.
  8. Cada respuesta persigue un fin provechoso en la práctica.
  9. La forma de preguntar, si no se tiene experiencia, induce el sentido de la respuesta. Esto lo saben bien los antropólogos. El engaño de que fue víctima Margaret Mead en su afán de encontrar sociedades inocentes y felices en la Polinesia es bien conocido. Más realistas fueron Gauguin o Matisse con su finura de artistas.
  10. La transcripción de declaraciones tergiversa su sentido en manos inexpertas. A manera de ejemplo, la versión escrita solo debe contener un largo guión allí donde el declarante hace una pausa o vacila, porque no se sabe cuál fue su intención. Poner puntos, comas, punto y coma o dos puntos, puede cambiar el sentido de la frase.

El tropiezo mayor, sin embargo, es tomar por rigurosa fuente histórica lo que simplemente es el folclor de los descendientes de araucanos, formado con verdades a medias, leyendas, mitos, odios e intereses.

Otro error profundo, que ya se ha extendido entre los indigenistas y los estudiosos imaginativos, es creer que el Estado español o el chileno consideraban de igual a igual a la etnia araucana.

Ruiz Rodríguez comenta que la ocupación de Lumaco por los chilenos se efectuó después del permiso otorgado por los caciques en 1871. Ello demostraría “que el propio ordenamiento jurídico del Estado-nación chileno reconocía derechos inalienables a los habitantes originarios del territorio invadido”.

Suena rotundo y solemne, solo que hay una gran ingenuidad, falta de conocimientos y una apreciación equivocada.

Una vez más recurriremos a una enumeración para demostrar lo erróneo del planteamiento.

  1. La corona española recibió de autoridad legítima, en el siglo XV, reconocida por todos los príncipes cristianos, el dominio sobre todas las tierras y aborígenes de América, en el sector que le correspondía.
  2. El Estado chileno sucedió en ese derecho después de la Independencia.
  3. Los tratados se concertan únicamente entre estados. Forman parte del derecho internacional.
  4. Los araucanos nunca constituyeron un Estado ni fueron reconocidos como tal.
  5. Las autoridades del reino y la república de Chile celebraron parlamentos, acuerdos o convenciones con agrupaciones araucanas, generalmente en situaciones de emergencia.
  6. Institucionalmente, esas convenciones no eran diferentes de las que se podían celebrar con otros súbditos o ciudadanos: los mineros del Norte Chico, el Cabildo de Concepción o los encomenderos de Cuyo.
  7. En ocasiones de apremio se concedió a los araucanos una gran libertad y no se les dominó por imposibilidad momentánea de hacerlo.
  8. El reino y la república jamás renunciaron a la soberanía y al propósito de imponer la dominación.
  9. En el caso señalado por el señor Ruiz Rodríguez, y otros que suelen mencionarse, basta recordar algunas disposiciones constitucionales sobre el territorio, la unidad de la república y la igualdad ante la ley para comprender que cualquier concesión era simple tolerancia.

Para concluir con el artículo en referencia, digamos que resulta probada la identidad nagche, así como existió la identidad lafquenche, la moluche y muchas otras. Siempre hemos sabido que la etnia araucana no poseía unidad. Estaba compuesta de muchas identidades. El tema ha sido ahondado por Osvaldo Silva, Patricio Cisternas y Eduardo Téllez en las mismas páginas de la revista. Nos queda la duda, sin embargo, si las identidades no eran escindidas por la realidad de los linajes.

Viviana Gallardo Porras presenta un trabajo de título tan largo como complicado: Héroes indómitos, bárbaros y ciudadanos chilenos: el discurso sobre el indio en la construcción de la identidad nacional.

A buenas y primeras no es fácil comprender el tema, ni siquiera después de leer varias veces el título, que pudo ser de no más de cinco o seis palabras. Solo al avanzar en el texto venimos a caer en cuenta de qué se trata. En pocas palabras, sería Imagen del indio en los comienzas de la república. Es cierto que este título resulta demasiado claro, en cambio el otro tiene la oscuridad suficiente para pensar que proviene de los arcanos más profundos del saber.

Se cuenta, en España, que en cierta ocasión, Eugenio d’Ors, después de revisar la tesis de un alumno suyo, le manifestó que estaba buena, que era muy clara; pero que la oscureciese un poco …

El contenido mismo del artículo de Viviana Gallardo es sistemático y orientador, aunque dista de gran originalidad. Cualquier investigador conocedor de las fuentes habría podido expresar lo mismo. Holdenis Casanova ya había avanzado en la materia en el N º 3 de la Revista de Historia Indígena y otros antecedentes pueden encontrarse en un libro denominado Tradición y reforma en 1810. Ahí están los testimonios de Francisco de Miranda, Bernardo O’Higgins y Francisco Antonio Pinto.

Cierra el número de la Revista el trabajo de Marco Antonio León León, Criminalidad y prisión en la Araucanía chilena.

El título es preciso, no deja dudas sobre el contenido y, como señala el autor, se refiere en forma comparativa a la criminalidad y represión penal en otras regiones del país, dentro de la política unitaria. Debe aclararse, no obstante, que la criminalidad no es estudiada como tal y que el contenido se relaciona más bien con la realidad policial y carcelaria, todo de manera muy general.

Nos ha llamado la atención que se mencione al trabajo de Rolf Foerster y Jorge Iván V ergara ¿ Relaciones interétnicas o relaciones fronterizas? publicado en el N º 1 de la misma Revista y se ignore por completo la respuesta que dimos en el N º 2, año 1997, de la Revista bajo el título de Avance de la historia fronteriza. Hasta ahora habíamos pensado que había sido un debate interesante.

El aporte de León nos deja un poco en ayunas.

Reparar en el lenguaje empleado en el número 5 de la Revista de comienzo a fin, es materia para sufrir.

Llama la atención que publicaciones como la Revista chilena de historia y geografía, el Boletín de la Academia Chilena de la Historia y Mapocho se presentan con gran dignidad en el campo del idioma, mientras las publicaciones universitarias, revistas y libros, adolecen de una pobreza agresiva. Los autores suelen ser simples amontonadores de palabras y frases, a quienes se lee solo por necesidad y entre los especialistas.

Desconocen la estructura de la obra escrita, la fluidez del relato, la armonía y la eufonía; el ritmo de la frase, el crescendo, el decrescendo y el desenlace. No saben dar relieve a los conceptos fundamentales y al fin, para ordenar el desbarajuste, colocan una conclusión o “a modo de conclusión”, que no son más que resúmenes. Una verdadera conclusión es una proyección de pensamiento.

El uso de ilativos cuando no hay forma de conectar expresiones, causa estrago. Se emplea el “que” hasta formar una verdadera inflación de “queques”. Por otra parte, como se ha criticado mucho el empleo de “de que”, se ha pasado al otro extremo, omitiéndolo cuando es necesario.

No pretendemos que escriban en el estilo gallardo de Jaime Eyzaguirre, pero no estaría demás conocer el lenguaje soberbio del Quijote, la prosa serena de La comedia humana, la agudeza de En busca del tiempo perdido, el maridaje de lengua e ideas en El pensador o la sugerencia mágica de los versos de Neruda. Sin ir tan lejos, sería provechoso detenerse en autores como Barros Arana y Gonzalo Bulnes, que hicieron del relato histórico una muestra de expresión diáfana y correcta.

Una búsqueda de desaciertos en el léxico siempre rinde buena cosecha. En el número que comentamos abundan anglicismos, galicismos, neologismos y cuanta palabreja se usa en las ciencias sociales. Se dirá que por corresponder a nuevos conceptos es imprescindible usar términos recién acuñados. Concedamos que así es, pero también hay expresiones castellanas que pueden entregar el mismo concepto.

En este caso, la claridad lisa y llana aparece como anodina para quienes cultivan un lenguaje oscuro, solo para iniciados, aparentemente sacado de las sutilezas más abstrusas del saber. Son los nuevos Eruditos a la violeta o Gerundio de Campazas. Tampoco olvidemos a Larra y su Cándido Buena Fe o el camino de la gloria.

Comenzando por el comienzo y finalizando por el fin, podemos captar (no capturar) terminachos variados.

Un primer hallazgo es “ciudadanizó”, palabra que no existe y que por sonido podría estar en un trabalenguas. Imaginamos que el propósito fue señalar que se convirtió o transformó en ciudadano.

En párrafo seguido, quien escribe dice “estoy cierto”, que nos pone en duda si se trata de una referencia al célebre pensamiento de Descartes. Terminamos concluyendo que el autor quiso decir, más bien, que estaba en lo cierto, poseía la certeza o estaba en la certidumbre. ¡Cuánta variedad para elegir!

Luego entramos a un artículo que es un verdadero oasis de corrección.

Después, en otro, caemos en varias originalidades, tal “límite/limitación”, “confrontadas/cohabitadas”, sin que se entienda el significado. Quizás una simple “y” pudo subsanar el inconveniente.

Cabalístico se nos hace “conducta reciprocitaria”, en lo que parece ser “conducta recíproca”. Tan sencillo como eso.

Igualmente descomunal resulta “poblaciones concernidas” ¿Serán involucradas o comprometidas?

Induce a confusión no emplear cursiva en los títulos de obras impresas, como son varias del padre Luis de Valdivia. Agreguemos que cualquier interpolación en una cita debe colocarse con paréntesis cuadrado. En caso contrario se entiende ser una interpolación del propio texto citado.

Más adelante, una autora muestra el contagio de la televisión y los políticos al hablar de tres etapas “o escenarios sucesivos”. Si entendemos que metafóricamente hablando puede aplicarse “escenario” a un lugar físico, no puede ser para referirse a circunstancias o situaciones. Parecido abuso se comete a menudo cuando se dice que un hecho admite diversas “lecturas”, cuando en rigor solamente un libro o un documento puede ser objeto de tal consideración.

También se comete un error, en las páginas que escrutamos, al usar el participio activo “referente” a manera de sustantivo. En sentido real es “lo que se refiere a”, en ningún caso la cosa referida. Por lo tanto, no puede decirse que las tierras eran el “referente” para determinar los recursos. Eran la referencia.

Un atentado contra el idioma y el buen gusto está constituido por un artículo en que los vocablos “funcional” y “discurso” se repiten hasta el cansancio. En el primer caso se le usa en reemplazo de “adecuado” o “apropiado”, cayendo en la cursilería pedantesca. En el segundo caso, derivado legítimamente de discurrir o razonar, aunque no hay error, la insistencia fastidia muchísimo. La palabra aparece repetida seis veces en diez líneas seguidas de la página 133. La autora, además, con todo desparpajo inventa la palabra “discursividad”, que suponemos sea el conjunto de discursos.

Suma y sigue. A la jerigonza de las ciencias sociales se les pide prestado sin recato: “otredad”, “alteridad”, “identitaria” e “internalizar”.

Todavía se inventa el vocablo “constatador”, seguramente derivado de “constatar”, un galicismo que no ha sido admitido en el idioma castellano. Aclaro, para todos los efectos, que me baso en el buen uso del idioma y no las licencias en que ha caído la Real Academia en las últimas décadas.

Una frase de oro es que “los indios fueron asumidos como una variante”. Otra es que Andrés Bello tuvo que “disuadir de las bondades de la instalación de la Universidad”.

Afortunadamente, el ilustre caraqueño pensaba lo contrario y concibió a la Universidad como un centro de altos estudios para el desarrollo de la cultura en todas sus manifestaciones. Por esa razón, el directorio y el consejo editorial de la Revista de Historia Indígena deberían, en el futuro, seleccionar mejor los trabajos que publiquen y tener a la mano la Gramática y el Diccionario de la Academia, ojalá en su antigua versión.

En el mal uso del idioma debe verse no solo el desconocimiento de la lengua por los investigadores jóvenes, sino también la despreocupación de los profesores que los formaron, en cuyos escritos también suelen encontrarse fallas de consideración. Es grave que estas cuesúones se tomen con ligereza, bajo el pretexto de ser formales y no tocar el fondo de los temas. Es una posición cómoda y de menor esfuerzo, que convierte al intelectual en simple técnico de una especialidad.

El idioma es una dimensión del pensamiento, que con su precisión y belleza trasunta la claridad de las ideas y de una manera convincente. Transmitir conocimiento requiere de un lenguaje común, en que todos se enúendan, sin caer en neologismos innecesarios, expresiones forzadas ni uso de términos engañosos.

Para evitar esos tropiezos la solución sería estudiar el léxico y la gramáúca, que si no se hizo a su debido tiempo, ahora puede parecer como un esfuerzo desusado. Bastaría, sin embargo, un acervo de buenas lecturas y, si no se tiene, comenzar a formarse cuanto antes.

No hay que temer al humanismo, tan ligado a las letras, en primer lugar, porque atañe al hombre, y porque unido a las especialidades ayuda a calar profundo en las realidades sociales o individuales. Sin esa perspectiva, no se sale de la barbarie de la especialidad.

La preocupación por el idioma y su culúvo es esencial en los estudios históricos, que construyen fundamentalmente sobre documentos escritos, con las peculiaridades de otros úempos. De ahí la importancia que tiene la lectura de las viejas obras literarias. Quien haya leído el poema del Mio Cid o el Quijote estará mejor preparado para comprender las formas y el lenguaje de las crónicas y documentos coloniales.

El dominio sobre el idioma, además, facilita la expresión escrita, su exactitud y el juego de matices, porque no solamente son conceptos burdos los que se trasladan al papel, sino finas percepciones muchas veces. A medida que el pensamiento se hace sensible, cada expresión, cada palabra adquiere una magia especial, que nos toca hasta el fondo. A veces se une la verdad con la belleza y la sugerencia. Si expresamos que tal señora era una “dama de distinguida belleza”, estamos diciendo mil cosas que no requieren explicación.

Todo esto se encuentra muy lejos de las páginas que hemos analizado.

En la mala expresión idiomática, que sube como una marea incontenible en el espacio universitario, se encuentra a la inconsciencia de los tutores intelectuales y el interés de los jóvenes de andar con prisa y armar un currículum por cualquier medio. Tener pronto un título, obtener una beca, ganar un proyecto en Fondecyt y hacer carrera, son metas dañinas que se procura alcanzar cueste lo que costare.

Si Andrés Bello resucitase, es probable que tratase de “disuadir” de la prolongación de la invesúgación universitaria.

Notas

El director de la Revista de Historia Indígena me solicitó reiteradamente que publicase en ella el presente comentario, pues deseaba dejar de manifiesto su buena acogida a la crítica. Reconociendo ese gesto, decidí, sin embargo, recurrir a las páginas de Cuadernos de Historia, dada su mayor difusión entre los estudiosos de la historia.

1 Osvaldo Silva en un artículo publicado en el número 3 de la Revista de Historia Indígena, ha señalado la diferencia entre etnohistoria e historia indígena, aunque sin plantear el vínculo con la historia total. Fundamentos para proponer una distinción entre etnohistoria e historia indígena.

A nuestro juicio, aún falta una mayor elaboración epistemológica en relación con la historia dominante.

2 Aunque hay razones para emplear la forma ortográfica butanmapu, preferimos mantener butalmapu, que está consagrada


Resenhista

Sergio Villalobos R.


Referências desta Resenha

Revista de Historia Indígena, n º 5*. Chile: Departamento de Ciencias Históricas; Facultad de Filosofía y Humanidades; Universidad de Chile. Resenha de: R., Sergio Villalobos. Cuadernos de Historia. Santiago, n.22, p. 205- 214, Diciembre, 2002. Acessar publicação original [DR]

 

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