Población Andina de las Provincias de Arica y Tarapacá. El Censo Inédito 1866 – RUZ et. al (C-RAC)
RUZ, Rodrigo; DÍAZ, Alberto; GALDAMES, Luis. Población Andina de las Provincias de Arica y Tarapacá. El Censo Inédito 1866. Arica: Ediciones Universidad de Tarapacá, 2008, pp. 426, Arica. Resenha de: CONTRERAS, Carlos. Chungara – Revista de Antropología Chilena, Arica, v.42, no.2, p.541-542, dic. 2010.
El libro de Ruz, Díaz y Galdames pone a disposición de los estudiosos un documento importante para la historia de una frontera tan convulsionada como la que separan a Bolivia, Chile y Perú. Representa también un producto del trabajo que desde hace varios años ellos llevan adelante acerca del estudio de las poblaciones andinas de una región que ha sido un permanente terreno -ora de olvidos, ora de disputas- entre las élites políticas que controlan los gobiernos nacionales de las repúblicas de Chile, Perú y Bolivia. Estos investigadores, junto con otros colegas, como Jorge Hidalgo, Sergio González, Luis Miguel Glave, Tristan Platt y Mark Thurner (por nombrar a algunos), han tenido el mérito de mostrar cómo paralelamente a las “historias nacionales” construidas bajo el canon académico del romanticismo y el positivismo europeos, fluyeron las historias de otras comunidades, que en cierta forma trascendieron los moldes nacionales modernos. Los pueblos andinos de las provincias de Arica y Tarapacá han debido mutar de “incas”, en “españoles”, “peruanos” y “chilenos”, buscando acomodarse a su cambiante filiación.
El mapa de la carátula del libro recuerda que Arica y Tarapacá correspondieron en el siglo XIX al departamento peruano de Moquegua, que a su vez nació de una escisión de lo que fuera la antigua intendencia de Arequipa en la tardía época colonial. Tensionada entre sus relaciones con el sur peruano (Arequipa) y el altiplano boliviano (la región minera de Potosí), y escasa de agua, la región se caracterizó por su especialización en la minería. Tras la era de la plata, llegó la del salitre, que terminó provocando la Guerra del Pacífico de 1879 y la anexión a Chile de dichos territorios. Pero mientras en los mapas los nombres de letras grandes cambiaron con el tiempo, los de los pueblos, de letras pequeñas, permanecieron, representando con su persistencia la continuidad de una historia, en medio de las turbulencias desatadas por la política de diplomacia y cañonazos de las élites reinantes en las lejanas capitales nacionales.
Tal como mencionan los autores, el censo peruano de 1876 fue el primer censo de esta república organizado según cánones modernos, aunque oficialmente el Estado peruano reconoce tres censos nacionales anteriores, a saber: los de 1836, 1850 y 1862. Con la finalidad de levantar la contribución de indígenas y castas (junto con otras contribuciones, que afectaban a los habitantes no indios) las autoridades políticas de cada provincia peruana debían realizar censos o “matrículas” de los habitantes de sus circunscripciones cada cinco años. Algunas de estas matrículas existen en el Archivo General de la Nación de Lima, para fechas dispersas. Sobre la base de los informes de los subprefectos, las Guías de Forasteros y el diario oficial “El Peruano” publicaban periódicamente cifras de población de los departamentos del Perú, que luego se consolidaban en un total nacional. Desde luego, los subprefectos, que estaban al mando de las provincias, no fueron capaces de mantener el ritmo quinquenal de los empadronamientos y los apoderados fiscales que contrataban para estos menesteres, a veces se contentaban con cotejar los registros de bautizos y defunciones de las parroquias para presentar las nuevas cifras de contribuyentes.
La abolición de la contribución de indígenas y castas en 1854 terminó con la necesidad de tales recuentos para fines fiscales, pero en los años siguientes se discutieron en el Congreso varios proyectos encaminados a reintroducir algún tipo de impuesto general a la población económicamente activa, que reemplazase al abolido “tributo”. Ninguno de ellos llegó a ser aprobado -y cuando llegó a serlo, no alcanzó a ser aplicado-, hasta que en 1865 una revolución estallada en el marco de la crisis del conflicto con España llevó al gobierno al coronel Mariano Ignacio Prado. Su Ministro de Hacienda fue Manuel Pardo y Lavalle. Sin Congreso que se le opusiera, éste consiguió instaurar un impuesto universal al que se denominó “contribución del jornal”, por estar basado en el pago al Estado de doce días de jornal al año. Probablemente el censo de Arica y Tarapacá ubicado por Ruz, Díaz y Galdames conesponda a los esfuerzos de las autoridades nacionales y locales por actualizar las cifras de tributarios con vistas a la nueva contribución. Esta imponía un pago anual al Estado de acuerdo al nivel del jornal prevaleciente en cada provincia, por lo que se requería un “estado” de la población activa de cada una de ellas, con los datos de ocupación económica y oficio, que permitan deducir su nivel de ingresos.
La Guía Política, Económica y Militar de 1858 estimó para el departamento de Moquegua la cantidad de ochenta mil habitantes, con esta anotación: “Su población, según los censos practicados en el año 1858, pasa de 80.000 almas, lo que no puede dudarse desde que es tan considerable la inmigración que hay de bolivianos, chilenos y europeos sobre las provincias de Tacna, Arica y Tarapacá, estimulados por el subido jornal que se paga y facilidades para adquirirlo” (p. 245).
La historiografía peruana sobre el siglo XIX ha sido una buena muestra de ese silencio sobre la población indígena que refieren los autores en su texto introductorio del libro. Falta de fuentes sobre la población indígena, una vez que la crisis del Estado colonial dejó paso a una república que se pretendía más criolla que andina; falta de rebeliones que despertasen la atención de los historiadores; falta de interés del propio Estado por la población andina, desde que la riqueza del guano hizo prescindible su contribución fiscal; todo se confabuló para alejar a los historiadores de los avatares de una población que componía tres quintas partes de la población nacional. Sólo recientemente, gracias al trabajo de los autores antes citados, a los que cabría añadir a otros como Jean Piel, Florencia Mallon, Nelson Manrique y Cecilia Méndez, que desarrollan una historiografía menos étnica pero igualmente preocupada en el “rescate” del papel de los campesinos, ese olvido ha comenzado a corregirse.
En medio de tales esfuerzos es que ubico el trabajo de Rodrigo Ruz, Alberto Díaz y Luis Galdames. Y por supuesto lo saludo y encomio como digno de todo apoyo, allá y acá. Con frecuencia sus autores tropezaron con la incomprensión y los recelos nacionalistas del personal de los repositorios, y nunca fueron considerados por las comisiones binacionales de historiadores, que se reunían en las antiguas capitales virreinales a tratar de curar las heridas de las guerras en la conciencia de los pueblos. Me alegro de que no hayan desmayado frente a los obstáculos y de que ahora podamos tener en las manos este estupendo documento que ayudará a reconstruir un pasado que realmente une a nuestros pueblos.
Lima, julio de 2009
Carlos Contreras – Departamento de Economía, Pontificia Universidad Católica del Perú, Lima, Perú. ccontre@pucp.edu.pe
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