La magistral pluma de Solange Alberro nos deleita nuevamente con un texto de controversia, inteligente, informado y de una gran actualidad. En él nos muestra a los indios coloniales, en especial a los grupos dirigentes, como sujetos a una gran movilidad y no como entes pasivos y sufrientes. El libro es una muestra de la dificultad de utilizar el término indio como una categoría de análisis. Aunque en la época dicha palabra era comúnmente usada por las autoridades españolas, Solange Alberro postula la necesidad de enmarcar el problema del indio dentro de las clasificaciones sociales de la época: estamento, nación, corporación. Desde fechas muy tempranas, los indígenas se insertaron en el esquema jurídico y social español, dentro del sistema que dividía a la sociedad en clérigos, nobles y plebeyos; por otro lado, las personas se distinguían a partir del término nación, bajo el cual diferentes grupos humanos se definían básicamente por la lengua (zapotecas, vascos, otomíes, gallegos), aunque estaban jurídicamente sujetos a entidades políticas mayores (reinos e imperios); por último, se consideraba a los individuos insertos en esquemas corporativos por medio de los cuales ejercían sus derechos (como el sufragio para elegir a sus representantes) y cumplían con sus obligaciones bajo la normatividad de estatutos y constituciones. Las comunidades indígenas no sólo se organizaban como corporaciones cuyos cabildos las representaban, sus miembros también pertenecían a diversas cofradías y hermandades, formando cuerpos sociales diversos. Sin negar la situación de miseria y marginación de la mayor parte de los macehuales, el sistema español homologó a todas las poblaciones campesinas indígenas bajo el esquema de los comuneros europeos. Sin embargo, no todos los denominados “indios” eran campesinos.
A lo largo de ocho capítulos desfilan ante nuestros ojos nobles nativos de varios estratos, desde los encumbrados descendientes de la aristocracia prehispánica mexica y los caciques y cacicas de la Mixteca, Tlaxcala y Michoacán, hasta los alcaldes y regidores de los cabildos, los prósperos mercaderes, los apoderados, gestores, escribanos e intérpretes de los juzgados y la gente de la Iglesia, incluidos tanto los sacristanes, mayordomos, músicos, cantores y demás ayudantes, como los consagrados sacerdotes, vicarios y monjas. Desde el capítulo uno, la autora cuestiona los criterios utilizados por algunos historiadores, sobre todo estadounidenses, que han considerado el periodo colonial español a partir de un esquema basado en la raza (la pigmentocracia de la que hablaba Magnus Mörner), en una clara contaminación de sus propios esquemas racistas, llegando incluso a asegurar que la presencia del término casta remite a sociedades semejantes a las de la India.
Frente a estas falaces percepciones, Alberro argumenta que quienes las sostienen no toman en cuenta la enorme porosidad del término indio. Caciques mestizos que se dicen indios porque al serlo tienen gran cantidad de privilegios que no tendrían como mestizos. Mestizos e incluso españoles que también se vuelven indios para librarse de los elevados derechos parroquiales, e incluso indomestizos que se españolizan por medio del vestido o bautizan a sus hijos como españoles para evadir el pago de tributos al que estaban obligados los naturales. Miguel León Portilla utilizó el término “nepantlismo” (tomado de una anécdota mencionada por fray Diego Durán) para hablar de esas situaciones intermedias tan comunes en las comunidades virreinales.
Un segundo concepto cuestionado por Alberro al hablar de este tema es el de pobreza. Para la autora la percepción de ese término ha sufrido cambios de una época a otra y así, mientras que para los frailes del siglo XVI la pobreza era una virtud que asemejaba a los indios a las primeras comunidades cristianas, para el siglo XVII Palafox y algunos otros obispos la consideraban un medio para conseguir la salvación de quienes ejercían la caridad hacia los pobres y convertían a los indios en un modelo a seguir para los españoles. En abierto contraste, el siglo XVIII veía la pobreza como un reflejo de la falta de civilidad a la europea y como algo que debía ser superado gracias al progreso. Para entonces, el concepto de caridad cristiana sería sustituido por el de la filantropía ilustrada. A partir de una perspectiva más amplia sobre la Nueva España como parte de la civilización occidental, Alberro compara a los macehuales indios con los campesinos europeos, los cuales no podían ser considerados absolutamente pobres, pues tenían un huerto, tierras, animales domésticos y, en el caso de los nativos americanos, una milpa. Humboldt consideraba incluso, a principios del siglo XIX, que los indígenas estaban en mejor situación que los siervos de los países del norte de Europa o de Rusia. Debemos señalar que, en abierto contraste con las condiciones del campesinado, entre las plebes urbanas americanas, asiáticas y europeas, podían encontrarse numerosos desclasados viviendo en condiciones de flagrante miseria, alimentándose de la caridad pública y careciendo incluso de un techo para cobijarse.
La existencia permanente de élites indígenas a lo largo del periodo virreinal, continuamente cambiantes en cuanto a su conformación, es una muestra clara de las profundas transformaciones que introdujo el régimen español en los territorios americanos. Solange Alberro ha optado por centrarse sobre todo en aquellos sectores medios y dejar de lado a los mejor estudiados linajes señoriales, los cuales poseían escudos de armas y eran en su mayor parte mestizos, pues los indios de las clases privilegiadas emparentaron a menudo con españoles. Entre estos nobles indígenas hubo quienes perdieron sus apellidos originales y adoptaron los nombres españoles de sus padrinos de bautismo, los conquistadores o autoridades, por lo que abundan entre ellos los Mendoza, Cortés, Tapia, Guzmán, Alvarado; por esa causa es dificultoso saber si algunos individuos eran indios o españoles. Por otro lado, muchos europeos casados con cacicas aparecían en los registros como caciques, aunque no fueran indios.
Junto a ellos, las autoridades civiles y religiosos permitieron ascender a diversos sectores nativos considerados macehuales y propiciaron con ello una gran movilidad. Un factor fundamental en este proceso fue la consolidación de los cabildos indígenas y la elección anual en ellos de alcaldes ordinarios y regidores. Con el fin de afianzar las congregaciones de pueblos, los cabildos recibieron todo el apoyo de las autoridades virreinales y comenzaron a reducir el poder de los señores que se oponían a las reformas, aunque muchos de estos nobles fueron integrados en ellos como regidores perpetuos. Con tales políticas, los cabildos indios dieron origen a una nueva nobleza cuyo prestigio estaba avalado por la vara de justicia que otorgaba el virrey a sus miembros. La novedad respecto al mundo antiguo era que estos cargos eran anuales. Con la posibilidad de elección de “oficiales de República” en los cabildos, se trastocó profundamente la realidad social y se facilitó una gran fluidez y renovación de las élites indígenas coloniales durante la segunda mitad del siglo XVI. Sin embargo, con el paso del tiempo, esta nueva élite concentró el poder en un grupo limitado de individuos, los caciques, pues la elección se hacía por un concejo de los principales del pueblo, por lo que los cargos, aunque rotativos, comenzaron a recaer siempre en un grupo limitado de individuos.
Además de la consolidación de los cabildos, varios otros factores hicieron posible esta movilidad: el comercio y la producción de carne (de cerdo y borrego) para el consumo urbano, la participación de macehuales en los aparatos de justicia, su inserción en los ámbitos de la religión, la educación de jóvenes plebeyos en los conventos, el sistema clientelar por el cual aquellos más cercanos a los alcaldes mayores españoles o a los frailes fueron quienes ocuparon cargos más prestigiosos. Durante el siglo XVI, miembros de la plebe se colocaron en los estratos dirigentes gracias a su bilingüismo, a su inserción en el mundo urbano español y a sus habilidades de gestión.
Al mismo tiempo, muchos de los miembros de los antiguos linajes se fueron empobreciendo a partir de la pérdida de propiedades y privilegios. Junto con esto, desde mediados del siglo y a instancias de las autoridades virreinales, el puesto de gobernador comenzó a recaer en personas distintas a los tlatoque de las antiguas noblezas indígenas. Al ser diferentes el gobernador y el tlatoani, sobre todo en momentos críticos, cuando no había sucesión legítima, se rompían los vínculos prehispánicos que habían sobrevivido tres décadas. Al parecer, desde entonces también se comenzó a introducir el sistema electivo en la designación del gobernador, que, ratificado por el virrey, rompía el método de sucesión dentro de un linaje. La vulgarización del término “don” precediendo a los nombres es una muestra de ese proceso de “macehualización” de la nobleza indígena.
La autora señala como otro de los medios fundamentales de ascenso social la educación, sobre todo aquella que se adquiría dentro de las instituciones eclesiásticas, como los seminarios y la misma universidad. Al igual que en la sociedad civil, por medio de su inserción en la Iglesia podemos observar una gran diversidad de situaciones entre los indios: desde sacerdotes que llegaron a ocupar cargos rectores (como el otomí Francisco de Siles, quien fue nombrado arzobispo de Manila, aunque nunca ocupó el cargo), hasta los curas y vicarios hablantes de lenguas indígenas, cuyo número aumentó de forma considerable en el siglo XVIII. Las instituciones eclesiásticas fueron también excelentes instrumentos de ascenso gracias a la erección de capellanías o a la promoción de instituciones que otorgaban prestigio (y la salvación eterna) a sus mecenas, como las tres fundaciones conventuales que nacieron para albergar a las monjas cacicas en la ciudad de México, Pátzcuaro y Oaxaca. Las manifestaciones externas del estatus que requerían dichos sectores quedan claramente reflejadas en los registros testamentarios; en ellos se puede observar cómo vestirse a la española. Tener propiedades y ganados, caballos y armas, instrumentos musicales, ropa lujosa, joyas y libros era parte del tren de vida que manejaban dichos sectores privilegiados
En su último capítulo, bajo el título de “Ministros de las sombras”, la autora trata de la que denomina: “una elite clandestina, compuesta por brujos, hechiceros, curanderos, hueseros, hierberos, tiemperos, graniceros etc., que mantienen con el cosmos, la naturaleza y la vida humana relaciones milenarias que las nuevas creencias cristianas no lograron desterrar del todo ni sustituir”. En ese mundo de lo cotidiano, para el cual el cristianismo no ofrecía soluciones, estos intermediarios prometían lograr caza abundante, combatir las hormigas, entender los mensajes de los animales y los astros, encontrar colmenas o protegerse de los eclipses y de los rayos. Ese mundo, al mezclarse con el de los santos cristianos, propició sincretismos sorprendentes. Los personajes que estaban insertos en estos espacios también a menudo intervenían en las esferas comunitarias e incluso religiosas. Muchos de ellos estaban alfabetizados y hasta poseían textos calendáricos y rituales de raigambre prehispánica, aunque escritos ya con caracteres latinos.
En esa última sección Alberro habla también de la corrupción de la que fueron acusados algunos de los miembros de estos grupos. La autora de nuevo insiste en situarnos en los términos de la época. Muchos actos que en la nuestra se calificarían de corrupción, como el nepotismo y el tráfico de influencias, en aquella eran tolerados como parte de un sistema clientelar. Los nuevos nobles se habían aprovechado para medrar de los cambios introducidos por la conquista, las migraciones, las epidemias, la imposición de códigos ajenos como la propiedad privada, los cargos electivos y el clientelismo. El oidor Alonso de Zorita criticaba a estas “aves de rapiña” que buscaban el ascenso al poder y a la riqueza a costa de la verdadera nobleza, pero su avance era imposible de contener, pues en esta materia el sistema español se mostraba menos rígido que el mesoamericano, en el cual sólo las hazañas bélicas posibilitaban el ascenso social. Sin embargo, sí eran considerados como actos de corrupción los abusos de poder, los repartimientos forzosos de trabajo, mercancías o animales, actividades en las que los funcionarios de los cabildos estaban coludidos con los mercaderes y alcaldes mayores en perjuicio de los macehuales. Esta nobleza se insertó también en los conflictos entre religiosos y autoridades civiles a menudo aliándose con quien prometía mayores ventajas personales o familiares.
Alberro concluye su trabajo señalando que uno de los principales problemas al que nos enfrentamos al hablar de las poblaciones indígenas es el de las generalizaciones, siendo la más grave considerarlas como entidades compactas e igualitarias, sin cambios ni evolución, como una especie de entelequia atemporal, cuando de hecho su desarrollo sufrió profundos cambios a lo largo de las centurias. De ahí se infiere también una crítica a quienes sostienen que hubo una continuidad ininterrumpida con el pasado prehispánico, cuando las comunidades nativas enfrentaron rupturas tan brutales como la conquista, los movimientos migratorios provocados por ella, la mortandad ocasionada por las epidemias, las congregaciones forzadas de pueblos, el surgimiento de nuevas y populosas ciudades. Los sobrevivientes de esa catástrofe mostraron gran capacidad de adaptación a las nuevas condiciones, varios emigraron a las ciudades y se integraron a los lazos clientelares que vinculaban a españoles, indios y castas. Otros, la mayoría, se asimilaron muy pronto a las instituciones impuestas por frailes y autoridades, las cuales utilizaron en su beneficio muchas de las prácticas y organizaciones comunitarias preexistentes. La movilidad social, la adaptación (y también la resistencia) a los nuevos sistemas jurídicos y económicos impuestos, fue más común de lo que las visiones estereotipadas quieren ver.
Alberro atribuye la perspectiva simplista y distorsionada sobre los indios coloniales a que: “algunos o muchos historiadores se sienten moralmente obligados a unirse al numeroso coro de antropólogos y etnólogos que con las banderas indigenistas que dejó la revolución mexicana y luego, con un conformismo ahora mundial respecto del pasado colonialista del mundo occidental, imponen una visión estereotipada de las sociedades primitivas y ahora “primeras naciones”. Con sus impecables argumentos, la autora polemiza con algunos medios académicos sobre una percepción, en palabras de Alberro: “igualitaria, miserabilista, victimaria y proteccionista” de los indios coloniales.
Este magnífico libro nos invita a reconsiderar varios de los lugares comunes repetidos por los discursos demagógicos y por las visiones cargadas de resentimiento que están ahora tan en boga. Se insiste en hablar de “genocidio”, término inapropiado pues la finalidad de los europeos no fue exterminar a los nativos, sino utilizarlos como fuerza de trabajo y convertirlos al cristianismo. Se idealiza a los pueblos “originarios” en términos semejantes a los del buen salvaje de Rousseau, viviendo en un paraíso de igualdad, libres de enfermedades y en armonía con la naturaleza, situación idílica que terminó con la llegada de los conquistadores. La polémica ha despertado reacciones contrarias, sobre todo en algunos medios académicos españoles que, en respuesta a esta “nueva oleada que reaviva la leyenda negra”, exaltan los beneficios “civilizatorios” que trajo la conquista para los pueblos aborígenes. Esta defensa a ultranza, indigna a las nuevas sensibilidades que cuestionan justificadamente los imperialismos y las conquistas, lamentan la devastación de los amerindios y la destrucción de su civilización e insisten en que todas las culturas son igualmente valiosas y no sólo la europea. Su perspectiva parte de una proyección del presente hacia el pasado, pues en nuestros días es absolutamente injustificable el dominio e imposición de un pueblo o civilización sobre otro por razones religiosas, políticas o económicas.
Lo que muestra el libro de Solange Alberro es la necesidad de situar los acontecimientos históricos dentro de sus esquemas de enunciación y no aplicarles los nuestros. Seguir utilizando palabras como pobreza, indios, castas o corrupción con el significado que ahora les damos, para entender realidades distintas a las nuestras, es distorsionar la percepción del pasado. Una de las grandes aportaciones de la historia a las ciencias sociales es que la comprensión de las sociedades preindustriales no debe admitir explicaciones simplistas y que es necesario historizar, es decir, situarlas dentro de sus marcos referenciales, para comprenderlas en toda su complejidad.
Resenhista
Antonio Rubial García – Universidad Nacional Autónoma de México.
Referências desta Resenha
ALBERRO, Solange. Movilidad social y sociedades indígenas de Nueva España: las élites, siglos XVI-XVIII. Ciudad de México: El Colegio de México, 2019. Resenha de: GARCÍA, Antonio Rubial. Historia Mexicana. México, v.72, n. 3 (287), ene./mar. 2023. Acessar publicação original [DR/JF]
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