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Máquinas/dispositivos/ agenciamientos. Arte/afecto y representación | José Luis Barrios

Ante este libro del Dr. José Luis Barrios, resulta problemático acudir a la operación acostumbrada cuando uno hace las veces de reseñista. Aludo, pues, al bosquejo realizado, con más o menos fortuna, en el que uno intenta pergeñar un marco de referencia. Y resulta problemático porque en el libro que nos ocupa el contenido está poniendo en tela de juicio este angosto y manido continente: se apela a una transgresión anatemática de la noción de marco en uno de sus emplazamientos críticos. En concreto, aquel que pone a dialogar la obra de Melanie Smith con la de Kazimir Malevich (Cuadrado rojo, imposible rosa): transgresión que resulta revulsivamente estético-política. En este sentido, quiero que se entienda este, de raíz torpe, conato de acuñar un marco de referencia en la dirección rizomática que plantea el propio libro (esto es, contra sí misma): un marco que es contigüidad copular en lugar de claustro, abertura que –en virtud de la vocación que le es inherente–, desata de modo recursivo las potencias suturantes que, contrarias a su naturaleza desplegada, pudiere albergar hacia noveles flujos semánticos.

Por otra parte, no quiero contar el libro: no atentaré contra el autor ni contra los buenos oficios de los reseñistas finos. Diré, empero, desde este proceloso sitio enunciativo, que lo integran dos partes bien diferenciadas: una en la que se hilvana una serie de ponderaciones teórico-críticas, otra en la que una ringla de emplazamientos críticos se ciñe sobre gramáticas artístico-estéticas tangibles (la de Melanie Smith, la de Thomas Hirschhorn, la de Jordi Colomer, etc…). A lo anterior agrego que el eje de pensamiento es nítido: un aspa que entrevera los discursos de Gilles Deleuze y de Walter Benjamin. Aunque también hay un manejo excelso de los postulados de Foucault, Derrida, Lacan y del inefable Kant.

Voy, entonces, con el marco referido. El concepto de arte que se maneja en esta publicación de la Universidad Iberoamericana está por completo desacralizado. Pienso en lo sagrado como el culmen del apartamiento humanístico. Y con el apartamiento humanístico remito a cierta “autoconcepción” gestada en el seno de las controvertibles “Humanidades”. Esto es: que las “Humanidades” son algo elevado, escindido de la sociedad en que se producen y de los usos políticos del momento. Siempre he creído que esta autoconcepción, particularmente vinculada al “Ser de España”, debería activar una incisiva conciencia crítica en esta Latinoamérica que es hija bastarda de la “Hispanidad” (sé, de buena fuente, que muchas de las cavilaciones de Barrios –y, a mi parecer, esta obra así lo constata– tienen origen en la imperiosa necesidad que existe de generar este momento crítico). Si, verbigracia, leyéramos dicha autoconcepción echando mano de los paradigmas teóricos que nos brinda Edward Said –el palestino enclava su crítica en otras tesituras– nos percataríamos de que, lejos de ser algo encerrado en su esclusa, el pensamiento humanístico actúa como un dispositivo de apropiación politico-simbólico de la materialidad económica. Dispositivo a través del cual se instrumentaron la discutida “Reconquista” y las ulteriores “Conquista” y “Evangelización” de América: de más está decir que, a todos estos procesos, los acompañó la consustancial erección de un protocapitalismo (si no es que un capitalismo a ultranza). Lo primero que hay que comprender, en consecuencia, es que el arte, desde el materialismo/inmanentismo radical que se esgrime en el libro, se incardina en el proceso de producción de objetos. Es decir, esa rama de las llamadas, o –mejor– mal llamadas “Humanidades”, que es el arte, está inmersa, sin medias tintas, en los circuitos de producción y de consumo. A partir de esta concepción, que debe acompañar señeramente cualquier tránsito por estas páginas, el autor puede proponer el arte, o cierto arte, tal un paraje fecundo que propicia las condiciones de posibilidad para estructurar una crítica radical al sistema (sistema –capitalista– del que el arte mismo, en cuanto proceso social, tal y como lo entendemos hoy día, es progenie). Es decir, a la estrategia mendaz, en razón de la cual, mediada una cadena de culpables abstracciones, se disocian vida y cultura, o, dicho en términos más económico-marxistas, valor de uso y valor de cambio. Juzgo, de la mano de la obra que tenemos enfrente, que merece la pena abundar en lo antecedente.

Pensemos, así, que la “producción” comporta una complejidad inusitada. Brota con base en una necesidad e implica una aporía intrínseca entre condiciones objetivas dadas e imagen. Esta aporía se dirime, a su vez, en una objetivación de nuevo cuño: la transformación del mundo que conlleva la confección del objeto que satisface la necesidad. No hay aquí númenes, magias ni dioses. Y si los hay, su existencia está relacionada con las condiciones de producción material.

Pensemos, asimismo, sin embargo, que en esta dinámica –necesidad, imagen, transformación, satisfacción– surge una distinción de gran relevancia para la temática de la obra en liza: la que separa producción de objetos económicos stricto sensu de la de objetos artísticos. Los primeros satisfacen una necesidad primaria y, por tanto, auspician una afección estrecha que se agota en sí misma. Los segundos, por atender, en una trabajosa espiral recursiva, a una necesidad de otra índole, provocan una afección compleja: afección que compromete, de suyo, como lo hacía la necesidad originaria, el estatuto de lo sensible, esto es, en esta afección compleja, necesidad y afección no se agotan sino que se confunden. Porque, para seguir con la desenvoltura de esta enmadejada red que acarrea lo artístico, hay que añadir que el vínculo entre imagen y materialidad se manifiesta –en esta esfera de la producción artística– enfáticamente enrevesado: el arte no sólo desemboca en la transformación del mundo que deviene objeto, sino que ese objeto, en cuanto gramática inscrita en la materia, prevé encender una efervescencia aporética de segundo orden, habida cuenta de que la mencionada gramática se aparta de la referencialidad inmediata2 a través de una cáfila de singularidades expresivas que no me gustaría llamar mediaciones (por la explícita discusión que el inmanentismo radical de esta obra sostiene con el trascendentalismo que en la categoría de la representación pudiere, a decir de una de las estirpes teóricas del autor –la deleuziana–, radicar) e incide en la materialidad incoando un afecto bisoño (como ya veíamos) en el estatuto de lo sensible, esto es, en el cuerpo; y, por tanto, crea una nueva gama de efectos/afecciones: el régimen de lo estético.

Si voy asediando, entonces, la tesis de mayor calado que se subsume de esta obra, compruebo que ésta se enreda con varias discusiones teóricas de importancia suma. Me conduzco, pues, hacia dicha tesis: si esta gramática inscrita en el objeto artístico prevé un régimen de afectos/efectos que incide en el cuerpo, en cierto modo lo está administrando y, si lo está administrando, este régimen de administración puede estar alineado a un proyecto de aprehensión politico-material como, en el momento histórico que vivimos, resulta ser el (alto/tardo) capitalismo…; o, a la contra, esa gramática podría plantearse como una gramática de liberación corporal y, por ende, politico-material. En este segundo caso, dicha gramática sería liberadora (estética y políticamente hablando) en virtud, justo, de que está fincando las condiciones de posibilidad de una crítica libertante, antihegemónica. Y ésa es la crítica que, ya no mixturada con lo artístico, sino crítica de manera aséptica (en la expresiva contigüidad material-copular de lo artístico), trata de actualizarse en este libro. Como ya apuntaba: 1) como mera reflexión teórica, 2) circunscrita a objetos concretos. Pero esto –ya lo decía– nos sitúa en un trasmallo de discusiones teóricas que no se deben desatender si pretendemos elucidar la denodada postura asumida por el autor: un radical materialismo inmanentista que deviene revulsivo en el seno de los materialismos más tradicionales, como el materialismo dialéctico e, incluso, en el seno de las versiones más innovadoras y revolucionarias (desde el viso teórico) del materialismo dialéctico, esto es, la Escuela de Fráncfort.

La primera cuestión, para ir dibujando las citadas discusiones y las coordenadas en que al respecto se ubica nuestro autor, guarda relación con la coyuntura histórico-material en la que estamos envueltos: un sistema (ya denunciado en este texto) que aprehende simbólicamente la materialidad, el (alto/tardo) capitalismo. Es decir, la reconduce, la explota. Introduce nuestra vida, en cuanto hecho material, en una inercia parásita, abstracta in crescendo pero con consecuencias materiales concretas y definidas a la perfección, que la disocia en su sustantividad (la vida vale en tanto cuanto nutre al sistema y no al revés; de ahí, el desplazamiento que se ejecuta sobre los cuerpos que no “valen”: los enfermos, los que van a morir, los que mueren, los precarizados que sólo importan cuando fungen como mano de obra de bajo costo). Inercia parásita que nada más halla razón de ser en la lógica instrumental que encamina la consecución de su exclusivo cometido: la entelequia de la ganancia que posee como envés tangible la administración de la vida. Antaño, en el capitalismo industrial, esta lógica instrumental se encauzaba en una secuencia temperada, con hipocresía, de esfuerzos y extenuaciones. Hogaño, en las latitudes y subjetividades más “favorecidas” por el (alto/tardo) capitalismo, las condiciones materiales platican de un reagenciamiento hacia un contexto de ociosidades, deseos y desenfrenados consumos. Barrios, no refutando su legado francfortiano, robora aquello que nadie como Herbert Marcuse con su hombre unidimensional ha podido aseverar: que este sistema, diseñando una maquinaria estetizante sin parangón, cuasiirrebatible –por su perfección– a un nivel de razón instrumental, ha conseguido redirigir lo ilógico –o sea, el ansia, el deseo: cualesquier rastro de atavismo y de pulsión– hacia una sinergia meticulosamente lógica, recursiva y autocomplaciente que, de manera perversa, nunca permite la satisfacción, pues su éxito es generar el diferencial avorazado que compele al ininterrumpido consumo.

Esto da pie al segundo momento reflexivo. Tiene que ver con cuanto ya he argüido. Barrios, consciente de que nos encontramos ante una vida rota, fragmentada (en aras de un enloquecido y, a un tiempo, bien diseñado consumo), indaga en el arte las condiciones críticas para la restitución de ésta… Queda claro, pues, con lo dicho en esta reseña, su posicionamiento crítico, ¿pero cuál es, entonces, la ruta teórica emprendida –a la que aludía– para la ubicación de dichas condiciones críticas? El académico mexicano es, aquí, muy consciente de dos vías teóricas, con las que negocia de seguida en estos escritos.3 Ambas se incardinan en la mentada advocación crítica del materialismo dialéctico que proviene de los francfortianos. La primera, la de Theodor Adorno en trabajos como (a título de paradigma) su Estética, Mínima moralia y La industria cultural (este último junto con Max Horkheimer), reivindica cierta asunción del sujeto como instancia foránea al proceso histórico-material y se remonta así al instante filosófico kantiano, por lo demás “moderno” con rotundidad, en que el sujeto se intuye como una sustracción, en mucho (a)histórica, desde la que se puede emplazar la crítica racional. Desde este ensalzamiento de la razón, la razón subjetiva, valga la redundancia, auspiciará las condiciones para establecer una crítica de la articulación (H/h)istórica4 de la razón misma, columbrando la cauda de exclusiones que ha ido propiciando ésta en su desenvolvimiento material. Concomitando con el ya citado Marcuse, esta vía argumenta que un grado elevado de racionalidad es quien está capacitado para escrutar y defenestrar determinadas lógicas instrumentales de la razón estructuradas, precisamente, para aprehender y reconducir la materialidad. Siendo fiel a esta vía, en la coyuntura del (alto/ tardo) capitalismo, el arte debe rescatar la criticidad que le ha sido vedada por la lógica instrumental disociatoria del sistema, legataria de una subjetividad estética construida, a su vez, desde las prácticas disociantes de la contención y de la contemplación. Dicho rescate crítico repondrá con innovadoras gramáticas artísticas (puesto que el diagnóstico es, en La industria cultural y Mínima moralia, por igual pesimista para la “alta” y la “baja” cultura) que prevean una estética negativa5 de la inmersión y del abandono. Es decir, esta vía arriesga una subjetividad crítica que, a partir del arte como lugar propiciatorio, incluya el cuerpo (de una inclusión de esta laya nos habla Barrios en su opúsculo El curador como dispositivo de visibilidad) como categoría trascendental (alterando, en parte porque sigue siendo gregaria de la razón, la cavilación kantiana afianzada en el tiempo, en el espacio…). Se comprende que la dirección “introspectiva” inaugurada por esta vía desconfíe de los flujos y de las alteraciones materiales en cuanto subversivas potencias subjetivas (que abomine, por ejemplo, del jazz cuya genialidad desciende del hiato ocasionado por un pueblo históricamente diasporizado y esclavizado que arrostra unos instrumentos con un registro musical diferente al que él fija en su imaginario; que enaltezca, por ejemplo, la planificación innovadora de Schoenberg en detrimento del eclecticismo irracionalista de Stravinsky…).

Pudiendo partir de aquí –aunque en cierto sentido lo hace porque las vías no son exacta ni necesariamente enemigas–, en su búsqueda de un materialismo radical, Barrios se percata de que en esta primera vía el sujeto moderno y su criticismo semejarán –en su grado más elevado, más crítico en puridad– ser premisas cuasiinmutables, cuasiontogenéticas, que descuidan la apreciación de la historicidad material que les es inherente (esto es –advierto– una reducción matizable –de mi parte–, en virtud de la profundidad –siempre grata, ajena a la superficialidad que pulula en la academia– de la crítica adorniana). Por ello, se decanta por el materialismo –acaso más netamente marxista y menos kantiano/hegeliano– de la segunda vía: la benjaminiana. Walter Benjamin, en trabajos como El autor como productor y La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, colige que la subjetividad, y la subjetividad moderna en particular (si es que, acaso, hay otra antecedente: Michel Foucault, en la etapa ética de su investigación alegaría que sí), es un constructo (H/h)istórico que evidencia su conflictividad para con el sistema que la configura en las contradicciones materiales que provoca, o que imprime, a la hora de “trabajar/transformar” el mundo (verbigracia: la constatable fractura entre “Libertad, Igualdad, Fraternidad”, conditio sine qua non para la erección de la subjetividad moderna del capitalismo industrial, y la gris materialidad proletaria, en la que, contradictoriamente, el alto ideal revolucionario-francés es, a su vez, conditio sine qua non –valga la iteración– para el acto “libre” que produce la reificación del sujeto atado al tiempo de producción –fabril, en cadena–). En el terreno del arte, estas contradicciones encarnan en determinadas técnicas o dispositivos que ponen de manifiesto su “ruinicidad potencial”. Abundo en esto. Estas técnicas ponen en claro que, tarde o temprano, devendrán ruina en el criminal despliegue del sistema (H/h)istórico que las arroja como productos.6 Benjamin quiere develarlas en estaciones modernas abigarradas de manera enfática en lo que a contradicciones se refiere: el Barroco, el Romanticismo, el Alto Capitalismo –ya en su época, este último, transfigurado en un incipiente (alto/tardo) capitalismo–. Estos dispositivos (como el cine, como el jazz) son, en sí, lugares materiales, inmanentes, para la crítica: no necesitan ser articulados desde sustracción alguna, puesto que se constituyen, de suyo, en pura articulación, puro montaje (activan, en consecuencia, una mirada herética, melancólica y, en cierto modo, empática hacia los “montajes” anteriores: hacia el triste abandono en que pervive la ruina). Luego esclarecen el montaje que comporta el arte y su impregnación aurática7 (ruina potencial de sí mismo), que, por supuesto, va de la mano con el montaje que comportan la subjetividad y las categorías en que ésta se desplaza (ruinas potenciales de sí mismas), que, por supuesto, va de la mano con el montaje que comporta el mundo disociado –a la mayor gloria del sistema que escinde vida y cultura, ganancia capital y necesidad– del (alto/tardo) capitalismo ya de modo absoluto implantado en la época en que Barrios escribe (ruina potencial de sí mismo). Nótese que la segunda vía –con qué fortuna la activa Barrios en sus artefactos teórico-críticos– no enuncia, desde las categorías (H/h)istóricas de la subjetividad moderna, la negatividad generada por la (H/h)istoricidad del sistema; es mucho más visceral: desmonta la Historia, su temporalidad cruel (y con ella, claro está, la subjetividad moderna y sus categorizaciones). Y abre la posibilidad, en la terminología de Benjamin, de una redención del pasado, o más bien de los pasados que han dejado de contar para la Historia, de un tiempo otro –que sólo persisten, el pasado y el tiempo otro, en las ruinas materiales, tristemente diseminadas en los márgenes del proyecto (H/h)istórico–.

No descansa Barrios, sin embargo, en su escrutinio en favor de la radicalidad. Aun cuando se presente en una advocación severamente alterada, en virtud de la negatividad o de la retrospección, ambas vías asumen la dialéctica. Por muy tergiversada que, desde un viso crítico, ésta pueda manifestarse, la dialéctica conlleva un encuadramiento específico (una diánoia) de la dinámica aporética explicitada, esto es, una ordenación instrumentada desde cierta noción de la (H/h)istoricidad que acarrea secuenciación, jerarquías representativas y una, quizá remota y vilipendiada y sometida a implacables juicios críticos, pero al fin y al cabo presente en algún sentido, trascendentalidad; trascendentalidad que se resuelve en una insoslayable, muchas veces a pesar de los esfuerzos teóricos, noción de absoluto.

En aras del materialismo radical que debe resolverse en un inmanentismo que evada el trascendentalismo dialectizante, Barrios introduce el tercer momento teórico desde el que se cifran sus coordenadas enunciativas: el momento deleuziano-postestructuralista. Contra la consecución de un absoluto que le hurta –a pesar de Adorno, pero con él en cierto modo– a cada una de las partes de su secuencia su potencialidad expresiva, la apertura hacia la red de marginalidades desplazadas; contra una violencia dicotómica y trascendentalista sobre la materialidad que supone la sumisión a las categorías espacio-temporales del tiempo dialéctico –a pesar de Benjamin, pero con él en cierto modo–; contra la linealidad teleológica, contra la imaginería representativa, contra la trascendencia escatológica y superadora…, Barrios responde –desde Deleuze–: inmanentismo sin concesiones. Inmanentismo sin concesiones en el que fluyen, transgrediendo cualquier demarcación lineal hacia una cópula reticular (de significados, jamás de significantes), subjetividad, imagen, producción, arte, transformación, crítica, teoría…: como singularidades expresivas. De esta guisa, como colofón de esta reseña, deseo retomar el paradigma de la cartografía que abre el libro y preside su (anti)comando argumentativo: porque éste emplaza una discusión nada disimulada con la propuesta de mapa de Fredic Jameson. Jameson, un adorniano-kantiano confeso, al postular el mapa se sustrae de la superficie y del terreno, colocando la figuración, que en su caso es crítica, en una suerte de extrapolación abstrayente. Barrios, con un Benjamin al que subvierte Deleuze (como hemos visto), propone la cartografía, que implica una contigüidad a la expresión superficial del terreno (expresividad que se adiciona a la expresividad, arboreciendo en efectos y afectos) que se está recorriendo: la “subjetividad” cartográfica es un paisaje más en el inmanentismo radical, cuajado de intensidades y remansos, en que acontecen las afluencias materiales.

La intransigencia estética de Barrios, que es, de seguida, una intransigencia ética, nos convoca a un nivel de reflexión que elide cualquier dejo de ramplonería. Un libro difícil, sin duda. Pero sólo lo difícil compromete, sólo lo difícil estimula.8

Notas

1 El texto reseñado fue elaborado en el marco de la cátedra de investigación “Desterritorializaciones del poder: cuerpo y exclusión (estética, política y violencia en la modernidad globalizada”, apoyada y financiada por la Dirección de Investigación de la Universidad Iberoamericana Ciudad de México.

2 De este modo argumenta Maurice Blanchot desde el campo literario; argumentación en la que se subraya el dédalo cabalístico, en lo que a complejidad respecta, que comporta la incorporación a esa herramienta –a ese sistema, a ese mecanismo, a esa estructura–: el lenguaje (natural); herramienta que, en principio, presenta, por la superlativa cotidianidad de su presencia, un inocuo visaje de inocencia. El ingenuo no es el lenguaje: la ingenua es esta consideración. Hablamos, en realidad, de un sistema de signos cuya estructura se ordena en razón de su función capital: la valencia simbólica (a diferencia de los lenguajes formales); sistema que, en la innúmera mudanza de su desdoblamiento (H/h)istórico, se manifiesta como una arbitrariedad y que, por ende, como bien anota Alfredo López Austin en su conferencia “Mito y oralidad en la tradición mesoamericana” – nótese que con la mera mención de este académico he saltado, con una intencionalidad aleve, de la ramplonería de la herramienta cotidiana a la penetrante hondura de la antropología–, es un ingenio heredado que trae consigo una tara simbólica de prosapia (H/h)istórica que no se puede desdeñar pues, per se, al incorporarnos a él, nos sume en estructuras narrativas y campos semánticos que construyen el mundo y nos construyen (identitariamente) más allá de lo sospechado (verbigracia, sumergiéndonos en comandos discursivos de carácter mítico, aun cuando nuestra intención primigenia hubiese sido la supuesta superación del mito que es urdir modelos científicos). Esta acertada restitución del sitial complejo que ocupa el lenguaje en lo literario-estético es de agradecérsele al francés, puesto que el autor al que de modo velado estoy refiriendo para desentrañar algunas de las concepciones (artístico-materialistas) del Dr. Barrios, Adolfo Sánchez Vázquez, parece eludir esta relevante ponderación (con la salvedad de algunas tímidas negociaciones –no pretendo ser taxativo–, en cierto sentido obligadas, al tener que bregar con la obra de Galvano della Volpe y con los herederos de la urbanización heideggeriana –a decir de Maurizio Ferraris– perpetrada por Gadamer: los estetas de la recepción; he tenido noticia, además, a través de César Andrés Núñez –con quien compartí mesa magistral en el Congreso Estudiantil de Crítica e Investigación Literarias XVI de la Universidad Autónoma Metropolitana– de unos textos tempranos en los que el filósofo español reconoce el tratamiento singular que amerita el lenguaje –posición que, quizá, el andaluz desdeña en su obra posterior por la filiación estalinista que de estos textos dimana–: aguardo, con liminar azoro, la publicación de la pesquisa crítica de César). Lo que llama mi atención es que Barrios maneja con magisterio este aquilatamiento del lenguaje (natural), que lo restaura en una posición que no se debe relegar para un análisis a profundidad de las gramáticas artístico-literarias, en pos del análisis de gramáticas artísticas no literarias y, por consiguiente, no estrictamente “lingüísticas”: el lenguaje (natural), para Barrios, rezuma en todas las esferas de la existencia, precede a su explícita y específica puesta en acto, nos sujeta a lógicas cosmovisionales, identitarias y, por tanto, performativas. A juicio de Barrios, lo artístico-estético debe militar (por apelar, de seguida, a una instancia foránea, a una ilogicidad constitutiva: lo sensible, lo corporal) con empecinamiento contra esta sujeción. De ahí, el idiolecto erudito que empapa el libro, sesgado por incisivas categorías filosóficas, antropológicas y psiconalíticas que, de manera continua, debaten con el estructuralismo y el postestructuralismo (y, por descontado, con la afición de estas teorías a la perífrasis y a la, a veces hiperbólica, búsqueda de una jerga de la autenticidad).

3 En el recorrido por el problema de lo aporético en la producción que he trazado –que, como hemos visto, también compete al arte–, una de estas vías pareciera abundar en el papel que juega la imagen; la otra, en el papel del objeto transformado; aunque esta afirmación es un esquematismo preliminar en el que habrá que ahondar.

4 En el sentido instituido por José Gaos en sus Notas sobre la historiografía –esto es, el distingo no exento de ironía entre Historia como género discursivo y la historia como materialidad/acontecer–, este texto plantea obcecados juegos con la tipografía mayúscula/minúscula.

5 Negatividad que pelea contra las relaciones de identidad de una dialéctica positiva; que responde a “lo mismo de lo mismo” con lo “otro de lo otro”.

6 La “ruinicidad potencial” hace que el sistema se vuelva sobre sí mismo; en otras palabras –atendiendo al étimo de ruina–: que colapse.

7 El auratismo artístico/estético es ruina de sí mismo porque en él hiberna una sacralidad desplazada hipalagéticamente hacia la positividad en curso de lo estético. En efecto, habita en Benjamin una crítica feral a los usos político/elitistas del aura, pero tampoco se puede descartar, en la riqueza oximorónica de su poética filosófica, cierta melancolía de lo sagrado.

8 Si el espacio sustantivo del texto es el lugar para el reconocimiento, el análisis e, incluso, el encomio…, la adjetiva marginalidad, este margen final –creo que esto a José Luis le agradaría–, puede ser el sitio propicio para que incursione una sucinta crítica. Crítica que, lejos de clausurar, perviva como un rescoldo para encender nuevos debates.

Dos cosas me preocupan, y las dos tienen que ver con el salto hacia la radicalidad inmanente del tercer momento teórico.

La primera apunta, en la línea de Alain Badiou en Deleuze el clamor del ser: una teoría que aventura un inmanentismo radical no brinda las claves suficientes para contemplarse a sí en el campo del inmanentismo. Por lo mismo que una teoría lógico/formal no puede autoformularse justificando todas sus premisas, al menos debe haber una indemostrable: esta teoría que postula el radicalismo inmanentista tiene preceptivamente que pensarse como una trascendencia foránea al propio discurrir de la inmanencia. En este sentido, es –acaso– una fascinación trascendente ante una torrentera de inmanentes flujos materiales, de una multiplicidad que, en el momento teórico, se transfigura en una unidad plotiniana, una unicidad venerada.

La segunda, en la línea de Georg Lukács en El asalto a la razón: una teoría que pugna, desde el arte, por una restitución visceral de una suerte de vitalismo de prosapia cuasiirracionalista podría estar desdeñando algunos de los logros cuya consecución se debe, precisamente, a una disociación entre vida y cultura. Logros que auspicia y ensalza la razón, por considerar, justo desde la razón, que la cultura debe ser superior a la vida (verbigracia, la polis de Sócrates a la physis de Trasímaco: la justicia del espacio público a la naturaleza injusta), y que, desde las instancias normativas que de la razón emanan, la vida, en una incesante praxis, debe irse transformando hacia el ideal que fija la cultura. El vitalismo (cuasiirracionalista) de Barrios tiene una gran, yo diría que incluso necesaria, contundencia estetizante: de sus riesgos políticos también tenemos noticia (H/h)histórica.


Referencias

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Resenhista

Joseba Buj – Departamento de Letras-Universidad Iberoamericana México.


Referências desta Resenha

BARRIOS, José Luis. Máquinas, dispositivos, agenciamientos. Arte, afecto y representación. México: Universidad Iberoamericana, 2016.1 Resenha de: BUJ, Joseba. La técnica y el sujeto: rutas críticas para una lectura. Historia y Grafía, n.49, p.257-269, 2018. Acessar publicação original [DR/JF]

Itamar Freitas

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