Sergio Grez es autor de un libro ya clásico sobre la historia del movimiento popular chileno en el siglo XIX y su rica experiencia organizativa e intelectual. Prolongando esa historia, en esta obra estudia el desplazamiento del foco popular, que con el cambio de siglo pasó de los artesanos ilustrados a los obreros militantes, y el correlativo surgimiento y apogeo de los grupos anarquistas.
Vale la pena leerlo en paralelo con el excelente libro de Juan Suriano Anarquistas. El anarquismo chileno, tan vigoroso como el argentino, tuvo rasgos específicos, visibles no tanto en sus textos como en sus prácticas sociales y políticas. Una de las principales diferencias radica en la ausencia en Chile de la inmigración masiva, que en la Argentina ayudó a implantar los primeros núcleos libertarios. En Chile los anarquistas surgieron de la decantación de tendencias existentes en el interior del movimiento popular. Los primeros anarquistas aparecieron en sociedades populares y periódicos de combate, que tomaban distancia del mutualismo dominante. Allí coexistían y discutían con otros militantes: los socialistas, que todavía no tenían partido, y los “democráticos” – del partido Demócrata– que desde 1887 impulsaban en Chile la luchas políticas y sociales.
La primera gran experiencia anarquista se desarrolló en el ciclo de huelgas que se inició en Santiago en 1902 y culminó en las pampas salitreras del norte en 1907. Los anarquistas ganaron reconocimiento y prestigio, no tanto por sus ideas generales cuanto por su capacidad de liderazgo y por la eficacia de su línea de acción: la huelga dura e intransigente, y un cierto uso de la violencia, que contrastaba con la tibia moderación de sus principales competidores, los demócratas. Por entonces los principales dirigentes libertarios decidieron instalarse en Tarapacá, la provincia salitrera, donde comenzaba un ciclo de intensas luchas. A diferencia de la mayoría de los estudiosos de esa cuestión, Grez duda de la importancia de la implantación anarquista; sin embargo reconoce que la huelga salitrera tuvo en su dinámica una impronta libertaria, tanto en sus éxitos como en el trágico final: la matanza de Santa María de Iquique en 1907.
Grez sigue luego al anarquismo en los oscuros años posteriores, de retracción del movimiento social y de fuerte represión por parte de un gobierno convencido –como el argentino de entonces– de que la “conjura anarquista” debía ser suprimida con métodos radicales. Por un curioso efecto de imitación, también se pensó en una Ley de Residencia, aunque en Chile no había casi militantes de origen extranjero. Desde 1912 resurgió el conflicto social, en las fábricas y en las calles, y reaparecieron los grupos anarquistas, liderando su organización. 1913 fue su momento de esplendor: una huelga general, y la creación de una organización de alcance nacional, la Federación Obrera Regional Chilena. También –quizá por las mismas razones– el debate interior, presente en todo el ciclo anarquista, cristalizó en dos o tres grandes corrientes –sindicalistas, anarco sindicalistas, anarco comunistas, y alguna otra–, preanunciando la próxima escisión sindicalista.
Sergio Grez ha combinado en este estudio una investigación de base digna de la mejor tradición erudita y una original perspectiva sobre los problemas, que integra a escuela francesa de Annales y la historia social marxista inglesa. Dentro de ese horizonte, incorpora de manera fructífera los enfoques y cuestiones que recientemente renovaron la historia política, y propone una mirada que –con el horizonte de la historia total– transita simultáneamente por las dos vías. De entre las varias cuestiones que surgen de su texto, voy a referirme a dos: el problema de la caracterización del grupo que es el sujeto de esta historia y el de su vinculación con el vasto movimiento social que los siguió.
¿Quiénes eran, exactamente, los anarquistas? ¿Quiénes participaban, de alguna manera de “la Idea”? Muy pocos. Grez estima que en Chile había unos 90 dirigentes y algunos centenares de militantes de base. Frecuentemente los anarquistas han sido considerados como un grupo pequeño y cerrado, adecuado para estudios de tipo etnográfico. No es el caso de Grez, quien reiteradamente señala que se trataba de un grupo abierto, cuyos miembros entraban y salían permanentemente. Si bien en sus textos de combate el anarquismo se definió por oposición a los democráticos de Malaquías Concha o a los socialistas de Luis Emilio Recabarren, el grueso de sus cuadros militantes circuló fluidamente entre estos tres grupos.
La mayoría de sus dirigentes hizo una experiencia inicial en el partido Demócrata, y frecuentemente volvió a él, cuando se desilusionó con el anarquismo y sus posibilidades. Algunos hicieron este ciclo dos veces. Por otra parte, los anarquistas animaron otros movimientos de opinión, como el internacionalismo, el pacifismo, el antimilitarismo, la reivindicación de los derechos de la mujer, así como varios ligados con la salud corporal, la higiene, la alimentación y hasta la espiritualidad. En esa práctica militante, muchos salieron de la vía anarquista y tomaron otro ramal, así como otros que venían de alguno de estos movimientos se incorporaron al anarquismo.
No debemos asombrarnos: así ocurre normalmente. Nuestro problema es que las clasificaciones con las que nos manejamos nos impiden centrarnos en este aspecto dinámico e inestable de la militancia. De los anarquistas, como de muchos otros grupos, cabe decir –más con Heráclito que con Parménides– que no son sino que están siendo. Una metáfora adecuada para caracterizarlos es un tren, con sus pasajeros que suben, bajan, y a veces llegan al final del recorrido.
Para Grez es posible hablar de “movimiento”, o “corriente”, para conceptualizar esta fluidez, que no solo se refiere a sus integrantes sino a la misma “Idea”. Quienes se identificaban como anarquistas –finalmente, esta auto identificación resulta un factor importante– compartían algunas ideas pero sobre todo, muchas discusiones en torno de algunos puntos comunes. Es cierto que esto puede decirse de cualquier movimiento político, pero está especialmente marcado entre los anarquistas, por la ausencia de una organización partidaria que fije algún tipo de creencia básica. Esto es aún más fuerte entre los anarquistas chilenos: a diferencia de la Argentina, donde un grupo de intelectuales trajo permanentemente al debate las posiciones que se desarrollaban en Europa, en Chile el sector intelectual pesó poco, y abundaron en cambio los trabajadores autoeducados, con más referencias en la lucha social que en los libros.
Un punto indiscutido del ideario anarquista era la negación del Estado y de la política. Grez precisa: se rechazaba la política de partidos, la representación y las elecciones, pero se hacía política permanentemente, intensamente. Agrega un punto importante: a diferencia de los socialistas, o inclusive de los democráticos, los anarquistas no pusieron un énfasis especial en la construcción futura de una sociedad justa, y se volcaron más al mejoramiento presente, tanto en lo social como en lo personal. Hubo poca teleología; más bien, una llamarada individualista, de un liberalismo radical, en el seno de un movimiento social que en el mundo entero marchaba hacia formas colectivistas.
Aquí está, para Grez, la clave de la segunda cuestión: la formidable capacidad anarquista para integrarse en el movimiento social y, a la vez, su incapacidad para hacer permanente esa inserción. Los anarquistas, en Chile, en la Argentina y en muchas otras partes, fueron grandes conductores de la lucha social. Se especializaron en lo que Suriano llamó “militancia de urgencia”. Grez nos dice que no se trata exactamente de táctica o estrategia –una distinción carente de sentido en un movimiento tan poco teleológico– sino de una “línea de acción”. Ninguno de los dos cree que las masas que siguieron a los anarquistas en las huelgas compartieran las ideas más generales de sus dirigentes. Esto sería tan erróneo como suponer que quienes en la Córdoba de 1970 reconocieron el liderazgo de Agustín Tosco o René Salamanca coincidieran con sus ideas sobre la sociedad futura.
En esta perspectiva, Grez duda de que los anarquistas condujeran la huelga salitrera de 1907, pero considera que seguramente se produjo una confluencia empática entre unos y otros. En su opinión, la fortaleza anarquista estuvo en su capacidad para percibir y potenciar los estados de ánimo de los sectores populares cuando estaban movilizados, mientras que su debilidad radicó en la falta de una organización política que les permitiera remontar los momentos de baja y uniera ambos momentos de la lucha social –el alza y la baja– en un designio común. Esto es lo que hicieron, en el mundo entero, los socialistas y los comunistas, que arraigaron poco después en Chile, y también en la Argentina, aunque ambos países tendrían desarrollos muy diferentes en la segunda mitad del siglo XX. Es paradójico, pero en realidad bastante lógico, que en el momento en el que los anarquistas chilenos se encaminaron hacia la organización, con la creación en 1913 de la FORCH, simultáneamente crearan el escenario y las condiciones para la escisión.
La última reflexión de Sergio Grez se refiere a la declinación del anarquismo. Los anarquistas resistieron la dura represión estatal de principios de siglo, y aún se fortalecieron con ella: la acción estatal demostraba lo correcto de su diagnóstico. En la década de 1920 el Estado comenzó a andar el camino de la reforma social: en ese nuevo escenario el discurso anarquista dejó de ser creíble y su influencia decayó, mientras crecía la de quienes tomaban al reformismo, y al Estado que lo practicaba, como datos para su propuesta.
Resenhista
Luis Alberto Romero – Universidad de Buenos Aires. Universidad del General San Martín. CONICET.
Referências desta Resenha
TOSO, Sergio Grez. Los anarquistas y el movimiento obrero. La alborada de “la Idea” en Chile, 1893-1915. Santiago de Chile: Lom Ediciones, 2007. Resenha de: ROMERO, Luis Alberto. Tiempo Histórico. Santiago, n.1, p. 151-154, 2010. Acessar publicação original [DR]
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