Las aguas de Santiago de Chile 1541-1999. Tomo I: Los primeros doscientos años 1541-1741 | Gonzalo Piwonka Figueroa
Desde hace mucho esperábamos un libro que, como el que se nos ofrece en esta oportunidad, nos permita hablar de un tema tan importante como lo es la evolución en los usos y abusos del agua. De la mano del experimentado historiador Gonzalo Piwonka disfrutamos ahora de una obra que nos introduce en el complicado tema de cómo se llevó a cabo el uso de este elemento referido a un servicio público tan elemental, enfocándolo, como debe estarlo todo análisis histórico, con fuerte imaginación, con talento, paciencia, laboriosidad y mucho trabajo.
Siendo el agua una entidad última como se pensó en la Antigüedad y en la Edad Media, Piwonka ha asumido una osada tarea, puesto que ha tomado valientemente como tema de su análisis histórico una de las partes constituyentes de la realidad material que nos rodea. No obstante, consciente de su osadía equilibrándose en esta amplísima realidad y buscando la manera de aterrizar lo más airosamente posible, ha escogido solo un aspecto de aquel elemento, el más humano y sencillo como lo es el que analiza el uso que puede hacerse de él, tomando el problema de la bebida de la población, en este caso, de la población de Santiago de Chile.
En todo caso, el análisis del tema de las aguas que han servido a la ciudad de Santiago y a sus habitantes hace necesario una investigación acuciosa. Igualmente la manera como sus autoridades han encarado en el pasado y en el presente el problema del abasto urbano diario de este vital líquido. Todo ello y muchos otros aspectos comprenden una gama tan variada de fases, matices y circunstancias que un historiador sagaz y estudioso puede devolver al relato de su pasado toda la grandeza que este elemento ha poseído a través de los tiempos, aunque sea introduciéndose en los sencillos usos domésticos que la población puede asignarle.
Sin embargo, este tema, que parece integrarse en los trabajos sobre historia urbana, no ha sido privilegiado por quienes se dedican a esta disciplina histórica. Una historia general urbana no puede quedarse en el desarrollo de este capítulo y solo dará los datos e interpretación más relevantes acerca de las circunstancias de su desarrollo. Por lo mismo, hay que buscar en las monografías de esta especialidad donde muchas veces verificaremos que ahí se habla poco de este tema, el que suele diluirse en el capítulo dedicado a la sanidad ambiental, la higiene pública, la segregación espacial y otros tema relacionados.
Encontramos también estudios acerca de la historia del agua potable, en ponencias editadas por algunos congresos científicos. Así, hurgando en las publicaciones de estas eruditas asambleas, saltan detallados informes sobre la producción del agua para la bebida que muchas veces contienen preciosos datos acerca de su uso, especialmente si se trata de congresos realizados en el pasado. No obstante, quiero destacar que dentro de los estudios escritos por ingenieros existe un trabajo de excepción que es el que se debe a la pluma de Ernesto Greve. Me refiero a su no superada Historia de la Ingeniería en Chile entre cuyas páginas hay muchas dedicadas a las obras públicas construidas para hacer posible el uso de agua para el regadío y la bebida.
Un tercer tipo de estudios y muy propios de los tiempos que ahora corren son aquellos que tratan a los recursos hídricos según el grado de contaminación que sufren. Pensamos que el historiador señor Piwonka que comentamos, insistirá en la segunda parte en esta clase de temas que, hasta ahora, han sido campo exclusivo de los especialistas.
En cambio, como lo señala el autor, no teníamos hasta ahora en Chile una obra general sobre las aguas en el país, ni menos sobre las aguas de la capital de Chile que permitiera una visión pormenorizada del proceso en cuanto a su abasto, pero también en cuanto a los problemas de sanidad, reparto, distribución y uso de las aguas de regadío.
La obra que comentamos acomete en forma muy satisfactoria esta magna empresa aunque -repetimos- se dedica solo al agua para la bebida. Toca temas de mucho detalle como las medidas usadas para cuantificar el agua desde las “bateas” coloniales hasta el “regador”, deteniéndose en éste, en sus definiciones y su precisión antes de su desaparición en 1951.
Muy acertada me parece la manera de conceptualizar la noción de “sequía”, lo que permite percibir mejor lo que tratan de decir los documentos de la época. Explica que esta noción debe ser entendida según el tipo de necesidades de la explotación agrícola de su época. Así, en el llamado “siglo del sebo” sequía no será otra cosa que una escasez de precipitaciones que no permite hacer crecer los pastos naturales alimento básico de los ganados que producían el sebo y otros productos que se exportaban al Perú. En cambio, a partir del siglo XVIII, además de las precipitaciones invernales, se requería existencia de caudales de agua en los ríos durante la primavera para permitir el riego de los trigos que, durante aquel siglo y el siguiente. Chile exportaba al Perú y otros países. De ahí la necesidad de construir cauces artificiales para completar el regadío. En nuestros días, ha aparecido una nueva variante en esta conceptualización y es la existencia de las empresas hidroeléctricas que, en épocas de escaseces de agua, compiten con los agricultores por el uso de las aguas represadas en los numerosos embalses construidos por el Estado de Chile.
Con todo y sin desmerecer la riqueza de la obra que comentamos, creo que continúa pendiente la publicación de una historia del uso de las aguas en otros menesteres como puede serlo el regadío. No me refiero a una historia de la agricultura ni tampoco a la de las obras públicas necesarias para aprovechar al máximo la productividad de las aguas. Más bien una obra que proporcione una explicación o satisfacción para saber por qué en un país, donde una tercera parte de su superficie son desiertos y pampas carentes casi totalmente de este elemento y donde otra tercera parte es de “rulo” y sufre de perenne escasez de agua, no se haya dedicado una obra completa al análisis de este fenómeno y de la o las soluciones que los hombres han puesto en obra para solucionarlo.
Sería muy importante seguir el curso de las obras que se han realizado en las partes más secas de Chile, en los valles transversales del Norte Chico, y la manera cómo hoy día son vergeles los que antes eran arenales improductivos. Sería estupendo contar con una obra que nos relatara lo que se ha hecho y cómo se ha hecho para que el valle de Casablanca en la zona central de Chile, famoso por su sequedad, sea actualmente un centro productor de vinos de alta calidad gracias al regadío por goteo. Por supuesto no es éste el tema que preocupa al autor que estamos comentando, pero sí lo sería de una obra que tratara acerca de la agricultura y del regadío de la Cuenca de Santiago que cuenta con todo el tipo de zonas que se dan en Chile: de secano en su parte norte y con otras que han sido agrícolas desde antiguo como las tierras de Quilicura, Tango, Malloco y Talagante.
Me parece ver que la historia de Chile fluye presionada por todos sus lados por los factores hídricos. Todos hablan de la escasez o del exceso de agua, llegando a convertirse el tema del clima y la distribución de las precipitaciones (donde las hay) en un verdadero tópico.
En sus relaciones de vecindad internacional, el agua está constituida en factor de perturbación de sus relaciones tal como ha ocurrido con nuestra vecina Bolivia y los ríos Salala y Lauca que nacen en su territorio pero discurren parte de su tránsito por territorio chileno donde hay empresas y empresarios ansiosos por aprovecharlas. También motivo de conflicto, aunque por causas diferentes, suelen ser los tratados internacionales cuando se apoyan en las corrientes de agua. Así ocurrió cuando se quiso determinar las fronteras que dividirían Chile de Argentina, creyendo los redactores del tratado de 1881 encontrar la solución recurriendo a las altas cumbres y al “divorcio de las aguas” pensando equivocadamente que ambos fenómenos geográficos eran coincidentes.
Ya Pedro de Valdivia hizo manifiesta esta preocupación por la versatilidad traducida en la abundancia o en la escasez de las aguas lluvias. En carta al rey de 4 de septiembre de 1545 dice sobre el clima de la zona central que éste “tiene cuatro meses de invierno, no más, que en ellos, si no es cuando hace cuarto la luna que llueve un día o dos, todos los demás hacen tan lindos soles que no hay para qué llegarse al fuego”.
Sin embargo, el mismo conquistador quedó asombrado con el año 1544, como lo representa Piwonka, durante el cual en el mes de junio “que es el riñón del invierno, Je hizo tan grande y desaforado de lluvias y tempestades que fue cosa monstruosa y como es toda esta tierra llana, pensamos de nos ahogar”. En aquellos benditos tiempos, a diferencia de ahora, cuando se decía ahogar era lo que esta palabra significa para el Diccionario de la Real Academia. Por Jo tanto Valdi via y los suyos no exageraban cuando decían que tuvieron esta posibilidad de muerte muy presente mientras duraban aquellos “desaforados” y “monstruosos” temporales y seguramente sus aluviones, inundaciones y otras consecuencias que, hasta nuestros días, y cada cierto número de años, se repiten en la zona central y en sur del país.
Sin duda que esta preocupación de Valdivia por el clima y la pluviosidad de la tierra conquistada nació de la circunstancia de haber estado obligado a atenerse a las rígidas condiciones que imponía el uso de las aguas desde que entró en el que hoy es territorio de Chile.
Si observamos el total de las distancias recorridas en el viaje hacia Chile por él y sus expedicionarios, resultan en línea recta entre Arica y el valle del Mapocho 2.911,5 kilómetros habiendo hasta el oasis de San Pedro de Atacama 261 leguas, algo más de la tercera parte del viaje. Esta región fue recorrida por Valdivia y su hueste sin dificultades ya que a distancias cortas se extendían y extienden 19 oasis, algunos muy grandes como el de Tarapacá y el propio San Pedro de Atacama. En ellos pudo abastecerse de agua, comida para los hombres y forraje para los animales. Con una adecuada programación de los viajes, siempre Valdivia y los suyos alcanzaron a pernoctar en uno de estos oasis, pudiendo abastecerse con regularidad.
La segunda mitad de esta travesía requirió en cambio una mejor preparación en lo que toca a aprovisionamiento de alimentos y agua. Se iniciaba e inicia todavía al sur de San Pedro de Atacama, el temible despoblado de Atacama, el desierto más desierto del mundo. Valdivia demoró cuatro semanas en recorrer las 183 leguas (732 kilómetros) de arenales hasta Copiapó a razón de unos 23 kilómetros diarios. Cada detención debía coincidir con la llegada a un jaguey o pozo cavado por los incas, lugar donde se detenían a beber.
Casi al final del Despoblado y según cuenta la leyenda, don Pedro de Valdivia y su compañera doña Inés Suárez o Juárez descansaron al pie de un alto monte y en ese sitio doña Inés ordenó cavar hasta que surgió una fuente de agua fresca que hasta hoy corre en medio de vegas pastosas y con buena y abundante leñas en sus alrededores. En su recuerdo y hasta hoy día esta aguada y lo mismo el cerro y la sierra que la rodea se denomina, agua, cerro y cordillera de doña Inés.
Si esto es así, el descanso junto al manantial de doña Inés permitió a los expedicionarios lograr su empeño y llegar en octubre de 1540, sin pérdida de soldados, a Copiapó, donde, el 26 de dicho mes, Valdivia tomó posesión de Chile en nombre del rey.
La última etapa de este viaje fue más fácil en cuanto a aprovisionamiento de agua, aunque parece la más difícil por la enérgica resistencia presentada por los indígenas a medida que dichas huestes la atravesaban. Finalmente, el 15 de enero de 1540 arribó al valle del Mapocho, término y meta de este viaje como lo dice el cronista Jerónimo de Vivar en diversas referencias de su obra.
La vista que tuvieron los castellanos fue muy hermosa, ya que el valle del Mapocho y otros aledaños estaban cultivados desde antiguo por los indígenas naturales de esta zona. La llegada de los incas proporcionó nuevos alicientes a la agricultura de la Cuenca del Mapocho con lo que el paisaje alcanzó esa amenidad y hermosura, que todos los cronistas chilenos y extranjeros, reconocieron en sus crónicas.
La Cuenca de Santiago quedaba entonces inserta en lo que los arqueólogos llaman “Complejo cultural Aconcagua” que se extendía por el territorio comprendido entre los ríos Petorca y Cachapoal. El espectáculo que Valdivia tuvo de dicho valle al llegar, no desmerecía de lo que se le había informado en Cuzco antes de salir. Es decir, una cuenca fluvial con una cultura importante como se aprecia a través de su alfarería y, con una tecnología para la labranza de la tierra muy avanzada. Tanto el cultivo del valle de la Chimba donde primero se instaló Valdivia con su hueste, como la explotación del pie de mont cordillerano desde Apoquindo hasta Peñalolén, del valle de Tango entre los cordones de Chena y Lonquén y otras partes de la cuenca, denotaban también la intervención de los “mitimaes” del Inca instalados en diversos “pueblos” de indios desde el pie de mont de la Cordillera hasta los cordones de cerros del poniente, colonos que habían construido acequias y canales de regadío y realizado otras obras de ingeniería agrícola que les dio merecida fama. Las construcciones de fortalezas como la de Chena, denotaban también la presencia del conquistador peruano en esta región y la mantención de sus autoridades y estructuras políticas.
Aunque la llegada de los hispanos desarticuló esta estructura debido a la huida de sus habitantes hacia el sur, la mantención de sus adelantos agrícolas, unida a la situación estratégica de la Cuenca del Mapocho, ratificaron a Valdivia la importancia de instalarse aquí. Como dice el fundador en 4 de septiembre de 1545: “Así que, V.M. sepa que esta cibdad de Santiago del Nuevo estremo es el primer escalón para armar sobre él los demás e ir poblando por ellos toda esta tierra a V.M. hasta el Estrecho de Magallanes y Mar del Norte”.
En noviembre de 1552, durante la última visita que Valdivia hizo a Santiago, dispuso varias medidas relativas a la explotación de la zona. Estableció que “la principal granjería de los vecinos de ella (Santiago) han de ser ganados, y ser útil y provechoso para la tierra de adelante, llevalles de ésta a vender y contratar a ella”, concediéndole diversos privilegios a este comercio. Con esta medida, estaba organizando la producción y el comercio al interior de su gobernación creando, de paso, una estructura económica que determinaría también las fronteras políticas de dicho territorio.
Por lo tanto, la mantención de este comercio, que más tarde se canalizaría hacia el Perú, implicaba el establecimiento de estancias de ganado, las que surgieron de inmediato en las tierras ya cultivadas por los indígenas y los colonos peruanos, que eran sin duda las más valiosas, para luego continuar en los baldíos de secano, tanto de la zona de Santiago como de otras cercanas como Melipilla, el valle de Aconcagua, Quillota, Illapel, todas próximas a puertos de mar. Para su regadío se usaron las antiguas acequias construidas por los indígenas y los colonos incaicos como lo señala Ernesto Greve en su citada Historia de la Ingeniería y, como también lo dice el autor que comentamos a través de los planos que reproduce.
Esta revisión somera de los inicios de la explotación agropecuaria de la Cuenca de Santiago por los españoles, nos indica la importancia de los estudios como el de Gonzalo Piwonka, acerca también del comienzo del regadío artificial en la misma región. El prolongado uso de las acequias que fueron obra de los colonos peruanos y que salían tanto del Mapocho como del Maipo, y los recursos a que los colonos españoles echaron mano durante las sequías como la de dinamitar las lagunas existentes en la Cordillera para hacer aumentar las aguas del Mapocho, es indicador de una evolución muy lenta y un progreso muy limitado durante doscientos años desde la llegada de Valdivia. Solamente en la primera mitad del siglo XVIII y acuciados por las sequías que azotaban al agro chileno, se proyectó el primer gran canal santiaguino sacado desde el Maipo para hacer aumentar las aguas del Mapocho. Pero hubo que esperar casi cien años para asistir a su inauguración en 1819.
Si se continúa con este desarrollo, se llega durante el siglo XIX a la etapa de construcción de los grandes canales de regadío hechos por los propietarios de los fundos y haciendas que se extendían ya por toda la Cuenca de Santiago y más allá. Historia heroica que, además de la riqueza agrícola que implicó, permitió conformar el actual paisaje campesino de Chile central, sustituyendo al antiguo, monótono y achaparrado de espinos y árboles de secano, por uno nuevo, donde las filas de álamos y sauces demarcaban los verdes potreros mientras se diseñaban hermosos parques en tomo a las casas patronales. El hombre chileno nos mostraba con ello su capacidad de creación a través de un paisaje hermoso, cautivante y plácido, absolutamente original, restaurando una arborización legitimada por su belleza y abundancia.
Finalmente llegará el último capítulo, aquel que abordará la historia de las aguas destinadas a la producción hidroeléctrica, última etapa en esta larga evolución. E11a va a ser, sin duda, la más entretenida de todas si atendemos a los conflictos que han ido surgiendo cada vez con más fuerza, a medida que se profundizan acuerdos y desacuerdos y en la medida en que aparecen también intereses extranjeros en la construcción y manejo de las mismas obras y surgen ecologistas nativos y foráneos tratando de detener el proceso con lo cual se está dejando en claro el importante impacto socioeconómico que tiene este uso, hoy en día.
El libro de Gonzalo Piwonka es el primer gran paso de un estudio acabado de la Historia de las Aguas del valle del Mapocho y su urbe.
Resenhista
Armando de Ramón Folch
Referências desta Resenha
FIGUEROA, Gonzalo Piwonka. Las aguas de Santiago de Chile 1541-1999. Tomo I: Los primeros doscientos años 1541-1741. Santiago: Editorial Universitaria-Centro de Investigaciones Barros Arana, 1999. Resenha de: FOLCH, Armando de Ramón. Cuadernos de Historia. Santiago, n.20, p. 197- 201, Diciembre, 2000. Acessar publicação original [DR]