La sombra de la sospecha. Peligrosidad/ psiquiatría y derecho en España (siglos XIX y XX) | Ricardo Campos

El nuevo ensayo publicado por Ricardo Campos, investigador del Instituto de Historia del CSIC y uno de los mejores conocedores de la historia de la psiquiatría en España, no es simplemente una tentativa para reconstruir el pasado de las relaciones entre medicina mental y derecho penal en nuestro país. Se trata ante todo de elaborar un diagnóstico de la situación actual de este problema, un verdadero ejercicio de historia del presente. ¿Por qué la noción de peligrosidad, que funciona como un instrumento administrativo, policial y jurídico y no como un concepto científico, se empeña en persistir dentro de nuestro sistema penal interpelando al psiquiatra para que justifique la primacía de un derecho punitivo de autor y no de actos y circunstancias?

El proyecto de modificación del Código Penal presentado en 2013 por Ruiz Gallardón, entonces Ministro de Justicia o las controversias recientes sobre la vigencia de la “prisión permanente revisable” revelan la actualidad del problema planteado en el libro. A diferencia de lo que sucedía hasta hace muy poco, la psiquiatría española, al menos la representada en la Asociación Española de Neuropsiquiatría, no es proclive a legitimar este revival del concepto de peligrosidad, pero la ambigüedad persiste. Esta tiene que ver, como señala el autor en la Introducción del ensayo, con una tensión inherente al saber psiquiátrico desde su origen; su funcionamiento a la vez como disciplina con pretensión de cientificidad y como instrumento de orden público. Aquí se inscriben las dos interrogantes que el ensayo trata de responder: ¿por qué la psiquiatría, nacida con el noble anhelo de conocer, cuidar y recuperar al demente, acabó desembocando en la patologización del crimen y en la criminalización de la enfermedad mental?; ¿por qué esta disciplina unió su destino al derecho penal reforzando el tránsito de una punición dirigida al acto hacia un castigo centrado en la personalidad del potencial perpetrador?

Para afrontar estas preguntas ciñéndose al caso español, la investigación de Ricardo Campos recorta una cronología larga, que arranca a mediados del siglo XIX con la cristalización del concepto de monomanía y el despliegue de las controversias que generó, y finaliza con la aprobación en 1995 del Código Penal de la democracia, que supuso la definitiva derogación de la ley franquista de Peligrosidad y Rehabilitación Social.

Para dar forma a este vasto fresco histórico el autor ha recurrido a un sinnúmero de fuentes conformando un corpus de lo más variado: legislación, actas del Diario de Sesiones de las Cortes, artículos y monografías jurídicas, psiquiátricas y criminológicas, material fotográfico, referencias literarias, prensa y expedientes criminales de los Tribunales de Vagos y Maleantes y de Peligrosidad Social. Estos recursos se completan con el dominio de una bibliografía abundantísima, especializada y transdisciplinar, combinando la historia del derecho, del periodismo, de las disciplinas “psy”, de la literatura y también la historia social y cultural.

El ensayo se divide en siete capítulos formando un conjunto equilibrado; cada uno de ellos recoge un estrato histórico del problema planteado, analizándose en cada caso los debates predominantes y el entrelazamiento de las pugnas discursivas, las propuestas de intervención práctica y el trasfondo de conflictos sociales y políticos subyacentes. La batalla es descrita en toda su complejidad, esto es, no se reduce al simple enfrentamiento entre médicos y jueces sino que cada etapa reviste una especificidad propia, con fracciones de psiquiatras asociados a menudo con profesionales del derecho y viceversa. Las mismas relaciones obedecen a una lógica variable, trazándose antagonismos, alianzas parciales, complementariedades, silencios e incoherencias.

En el capítulo 1 (“La sospecha: enajenados que se confunden con los cuerdos”) el eje del argumento lo ocupa la disputa sobre el concepto de monomanía – avalado principalmente por Pedro Mata al mediar la centuria decimonónica- y su proyección en grandes casos criminales difundidos por los textos psiquiátricos y por la prensa de la época: los asesinatos perpetrados por Pedro Fiol, el atentado de Francisco Otero contra los soberanos, los destripamientos practicados por Juan Díaz Garayo, la balacera de Samuel Willie contra sus socios. En este cuadro, que abarca aproximadamente hasta 1900, se advierten las hechuras eclécticas del marco conceptual utilizado por los facultativos, combinando a menudo las viejas categorías del alienismo (como la noción de monomanía), el discurso organicista sobre la degeneración y la referencia a los “atavismos” lombrosianos. Después de un forcejeo intenso implicando a psiquiatras, penalistas y antropólogos, que culminó en la década de 1880 con la recepción de la criminología italiana, algunos médicos mentales encontraron, gracias al degeneracionismo, una solución de compromiso que rechazaba la irresponsabilidad total del loco y defendía la existencia de una responsabilidad atenuada o total por parte de los degenerados. Se recusaba así la teoría fatalista del “delincuente nato”, pero se superaba el derecho liberal clásico fundado en la noción de “libre arbitrio”. A partir de entonces el cometido del psiquiatra no era tanto discernir la responsabilidad como diagnosticar la “temibilidad” del acusado.

El capítulo 2 (“Vagos y Trabajadores”) impone un cambio de escenario. De los resonantes casos criminales que daban lugar a la discusión psiquiátrico-penal sobre la relación entre locura y delito, se pasa al examen de los diagnósticos higiénicos y médico-sociales acerca de los vínculos entre pobreza y criminalidad. Estas reflexiones apuntaron desde los años 40 del siglo XIX al asunto del pauperismo. El desarrollo de la civilización industrial, con el éxodo rural, el crecimiento urbano y el colapso de los tradicionales controles comunitarios, propició la formación de una masa de pobres y de trabajadores en condiciones precarias. El fenómeno fue percibido por filántropos e higienistas como causa de una desmoralización social generalizada, manifiesta en el aumento de los suicidios, la prostitución y el crimen. El socialismo y las crisis revolucionarias se consideraban también como una secuela de este proceso, pues el emergente movimiento obrero soliviantaba ilusoriamente a los grandes contingentes de miserables. Se produjo así una asociación entre el vago, el obrero levantisco y la delincuencia. La higiene pública y posteriormente la medicina social y la psiquiatría conceptualizaron esta realidad en términos de patología social, convirtiendo así el discurso organicista del degeneracionismo en un verdadero programa de intervención política.

El capitulo 3 (“La Horda”) prosigue el estudio de esta proyección social y política de las prácticas y disciplinas científicas, pero el núcleo del análisis lo ocupa ahora un discurso referido al submundo de la gran ciudad; se trata de las reflexiones y encuestas sobre la “mala vida”. Ricardo Campos ofrece aquí una síntesis completísima, recurriendo tanto a los estudios de corte criminológico y médico-social como a las aproximaciones literarias de la novela realista y naturalista y a los reportajes de factura periodística y policial. El enfoque tiene además, como por otra parte sucede en el conjunto del libro, un alcance transnacional, contrastando las indagaciones españolas sobre la “mala vida” con sus correlatos latinoamericanos y europeos. Ocupa también un lugar importante en el análisis la referencia a la prensa de sucesos, que contribuyó a difundir a escala popular las representaciones degeneracionistas y lombrosianas de la criminalidad. En un contexto marcado también por el regeneracionismo y las meditaciones acerca de la decadencia española, estas descripciones de la mala vida, reforzadas con material fotográfico, contribuyeron a perfilar al personaje del “malviviente”, situado en las fronteras del crimen e identificado con la población obrera alojada en los suburbios de las grandes capitales como Madrid o Barcelona. El discurso sobre la mala vida funcionó entonces como una tecnología social que permitía distinguir entre el trabajador honrado y el vago o parásito social. Este último se equiparaba también con el proletario amotinado, alcanzando su clímax en el extremo final del siglo con la patologización de los campesinos sublevados en Jerez de la Frontera (1892) y con la divulgación de la figura del anarquista anormal a partir del caso de Mateo Morral (1906).

El capítulo 4 (“La era de la higiene mental”) sumerge al lector en el periodo situado entre 1915 y el arranque de la Guerra Civil. En el ámbito de la psiquiatría se trata de una época surcada por vientos de reforma y modernización. El despegue de la escuela de Ramón y Cajal y de la política auspiciada por la Junta de Ampliación de Estudios dio lugar a una brillante generación de psiquiatras (Lafora, Sanchís Banús, Sacristán, Ruiz Maya, Emilio Mira, Joaquín Fuster) tanto en Madrid como en Barcelona. De aquí surgió el renovador movimiento de higiene mental, vinculado a la Asociación Española de Neuropsiquiatras y a la Liga de Higiene Mental, fundadas ambas en ese periodo. Ricardo Campos deslinda con detalle los factores, tanto endógenos como foráneos, que coadyuvaron en la formación de esta iniciativa. Se trataba de superar el confinamiento del psiquiatra en el espacio manicomial, propugnando un modelo que minimizara la reclusión (open door y non restraint) y proyectara a la medicina mental como una verdadera empresa de acción social recurriendo a los servicios libres y a los dispensarios de higiene mental. El ambicioso programa de reformas se vio frenado muy pronto a pesar del respaldo inicial por parte de la Dictadura primorriverista. La administración republicana, sin embargo, sí impulsó esas iniciativas, aprobando en 1931 el anteproyecto legislativo defendido por los psiquiatras. No obstante, el propósito de medicalizar completamente la experiencia de la enfermedad mental, tomando distancia de su imbricación con el crimen o la disidencia política, no llegó a cumplirse. La categoría de “peligrosidad” y la perspectiva de la medicina mental como instrumento de “defensa social” no sólo se mantuvieron sino que se ampliaron más allá del enfermo mental diagnosticado para abarcar potencialmente al conjunto de la población. Esto no implica reducir el movimiento de higiene mental a un mero dispositivo de control social, pues el impulso humanitario y promotor de una ciudadanía democrática se mantuvo. Sin embargo esta pulsión emancipatoria coexistió con el despliegue de nuevas tecnologías para prevenir la peligrosidad; desde el intento de establecer criterios rigurosos para medir la “temibilidad” de un sujeto hasta el psicoanálisis, pasando por la eugenesia. Los planteamientos de la higiene mental, por otra parte, contaron también con el apoyo de importantes penalistas, destacando figuras como Dorado Montero o Jiménez de Asúa.

El capítulo 5 (“Las Reformas Republicanas”) toma la medida de los avances modernizadores de la psiquiatría durante la Segunda República, un régimen que contó con adhesión mayoritaria dentro de los profesionales de la disciplina. La nueva administración se comprometió activamente con la voluntad transformadora de los psiquiatras españoles, promulgando en 1931 un decreto ajustado a sus reivindicaciones, desarrollándolo con la apertura del primer dispensario en Madrid, la creación de nuevas cátedras y consagrando la primacía del criterio médico en relación con los pacientes mentales. Sin embargo la República no sólo mantuvo en la nueva legislación la categoría de peligrosidad y el vínculo de la psiquiatría con la defensa social, sino que en la nueva ley de Vagos y Maleantes (1933) otorgaba a aquella un sesgo de “defensa política” y asociaba el estado peligroso, no ya con la criminalidad ex post facto, como había hecho el Código Penal de la Dictadura (1928), sino con la criminalidad predelictual. Este planteamiento, respaldado entonces por Jiménez de Asúa y por las eminencias progresistas de la psiquiatría del momento, consagraba el derecho penal de autor, atenuaba las garantías y hacía posible la proliferación de abusos producidos durante el bienio derechista y posteriormente en la etapa franquista.

Precisamente al análisis de la instrumentalización política del discurso sobre la peligrosidad y de la reconversión represiva de la psiquiatría durante el franquismo –en su primera época y en su etapa de plenitud- se dedica el capítulo 6 (“La Larga Noche del Franquismo”). En este apartado, novedoso por su contenido y ejemplar en el relato, se narra el desmantelamiento del brillante movimiento de higiene mental alentado por los psiquiatras republicanos y su transformación en un proyecto biopolítico, destinado a fabricar lo que Salvador Cayuela bautizó como homo patiens, ese individuo dócil ante la autoridad y de costumbres morigeradas. Se exploran también las continuidades respecto al periodo republicano tanto en los códigos teóricos prevalecientes como en la legislación. La estrategia patologizadora del enemigo político se ilustra con un aleccionador estudio de la obra de Vallejo Nágera, cuyo biologicismo se sigue en algunos de sus próximos y discípulos (Merenciano, Echalecu, Bañuelos, Canino), recordando el papel limitador ejercido por la influencia católica respecto a las derivas racistas y las propuestas eugenésicas. Se indaga, ya en la década de 1950, cuando el énfasis en la defensa social respecto al enemigo político se desplazó hacia el vagabundo, la preservación y el ensanchamiento franquistas de la republicana Ley de Vagos y Maleantes, ampliando a homosexuales, gamberros y otros desviados el rubro de la peligrosidad. El capítulo finaliza con el estudio de la aplicación de la ley, utilizando para ello una muestra de expedientes consultados en el Archivo Multijurisdiccional de Barcelona.

El volumen se cierra con un capítulo 7 (“La Peligrosidad en el Tardofranquismo y la Transición Democrática”) que a guisa de conclusión efectúa un recorrido por los nexos entre psiquiatría y derecho penal en la era del desarrollismo y hasta los primeros años de la administración socialista, culminando la Transición. Se subrayan las tendencias a la internacionalización y a la recuperación de la higiene mental –restableciendo algunas de las asociaciones barridas tras la Guerra Civil- y a la rehabilitación del psicoanálisis. Pero el eje de este apartado es el examen de la génesis, la aprobación y el funcionamiento efectivo de la Ley de Peligrosidad y Rehabilitación Social (LPRS), aprobada en 1970 con el objetivo de adaptar el marco legal y de control social a la nueva realidad española marcada por los cambios de costumbres inducidos por el turismo, la expansión de la cultura de consumo, la creciente descristianización y la desafección de los jóvenes hacia el régimen. El análisis se detiene pormenorizadamente en la consideración de la enfermedad mental dentro de la nueva ley, lo que sin duda constituye una valiosa aportación historiográfica, resaltando la vinculación de la peligrosidad con la condición de paciente mental y reconstruyendo con detalle los debates entre los procuradores franquistas en relación con ese problema. Revisando de nuevo una colección de expedientes judiciales se pone en evidencia la distancia entre las pretensiones rehabilitadoras de la nueva legislación y la realidad puramente punitiva y clasista de su aplicación cotidiana. El libro finaliza con una síntesis muy completa de las distintas críticas dirigidas durante el tardofranquismo y la Transición contra la LPRS, resaltando la conformación, en la segunda mitad de la década de los 70, de un movimiento de psiquiatría crítica aglutinando a un grupo de pacientes y de profesionales involucrados en la transformación de la asistencia a los enfermos mentales. Su activismo y su presencia en las abundantes publicaciones periódicas de la época vinculadas a la contracultura y a la izquierda alternativa, contribuyeron decisivamente a visibilizar y a derogar los aspectos más lesivos de la LPRS. Pero la ley como tal se mantuvo hasta 1995 y todavía durante la administración socialista hubo tentativas para reutilizar el discurso de la peligrosidad.

Al comienzo del libro, Ricardo Campos declara su deuda con dos monografías clásicas recientemente reeditadas: Ciencia y marginación, de José Luis Peset y Miserables y locos, de Fernando Álvarez-Uría. Aupado sobre los hombros de estos “gigantes”, el autor de La sombra de la sospecha ha alcanzado a ver más lejos que ellos; su iluminación del presente, gracias al estudio del pasado, debería servir para que políticos, periodistas, juristas y psiquiatras sepan desprenderse de la noción de peligrosidad a la hora de pensar los nexos entre derecho penal y medicina mental.


Resenhista

Francisco Vázquez García – Universidad de Cádiz.  E-mail: Francisco.vazquez@uca.es


Referências desta Resenha

CAMPOS, Ricardo. La sombra de la sospecha. Peligrosidad, psiquiatría y derecho en España (siglos XIX y XX). Madrid: Los Libros de la Catarata, 2021. Resenha de: GARCÍA, Francisco Vázquez. Asclepio. Revista de Historia de la Medicina y de la Ciencia. Madrid, v.73, n.2, 2021. Acessar publicação original [DR]

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