La Revolución Mexicana: las huellas del trauma/Historia y Grafía/2021
Fue Hauréau quien recordó en 1842 que en la noción de revolución se encontraba lametáfora de un movimiento circular, un retorno, un regreso a cierto punto departida.1 En su mente se hallaba nosólo la memoria del intento fallido de coronar a Napoleón II como rey de Roma, sino elcúmulo de acontecimientos que denotaban en la política francesa los intentos por volveral camino de la restauración. En la primera parte del siglo XIX, el síndrome del retornoal orden monárquico cubrió un amplio es pectro de sus expectativas. La pregunta poraquello que instituía a una revolución aparecía como abierta. Si el texto de Hauréau sehallaba sin duda influido por la connotación que el término había adquirido desde elsiglo XV en manos de los astrónomos re nacentistas -la metáfora del movimiento circularde los planetas, encontró su paralelismo político en los escritos de los filósofos y loshistoriadores del mundo clásico: la idea de Aristóteles y Polibio de asignar estemovimiento circular al proceso recursivo de las constituciones en el mundo griego-.2 Escribe Koselleck:
Según la teoría antigua sólo existiría un número limitado de formas constitucionales que se sustituyen y alternan por turnos, pero que, conforme a la naturaleza, nunca podrían ser rebasadas. Se trata de los tipos de constitución y sus formas de degeneración que nos son familiares aún hoy y que se sucedían unos a otros con una cierta secuencia forzada. Hauréau citaba a Louis LeRoy como testigo principal y olvidado de este mundo pasado. Éste enseñaba que la primera de todas las formas naturales de gobierno era la monarquía, que tan pronto degenera en una tiranía es reemplazada por la aristocracia. Entonces seguía el conocido esquema según el cual la aristocracia se transformaría en una oligarquía que sería eliminada por la democracia, que degeneraría finalmente en los síntomas de decadencia de una oclocracia, en el gobierno de las masas.3
En realidad, sería el propio imaginario de la Revolución francesa el que inscribiría su legitimación en una lógica del retorno, aunque en el sentido opuesto al que Hauréau señalaba en 1842. Para Robespierre, Danton y Marat la revolución cobraba vigencia como un regreso a la tradición de la república codificada por el Imperio romano. En esos mismos años, Condorcet, Sade y, más tarde, Michelet acuñarían la visión que haría de la metáfora circular de la revolución un término incomprensible. Se inauguraba una nueva narrativa que veía el asalto a la Bastilla como un punto de partida original, sin parangón, revestido de una novedad: el principio de una historia abierta y esperanzadora, una suerte de “comienzo de los tiempos” que dejaba atrás al ancient régime.
Pero incluso visto desde la perspectiva del contenido que adquirió el concepto a partir de las rebeliones durante la “primavera de los pueblos” en 1848, en la que la Revolución cifraba el acontecimiento axial que definía la partición de la historia a través de la sustitución de un viejo orden por uno nuevo, la idea de un movimiento de retorno quedaría fijada en una manera inédita. Ya desde los escritos de Locke en el siglo XVII, para la tradición libe ral la noción de revolución devendría un sinónimo no sólo de la ruptura de un orden, sino la posibilidad de reencontrar el “estado de naturaleza” original. La utopía recobrada. En El contrato social, Rosseau comparte esta idea y la amplifica. En los escritos del anarquismo de la primera mitad del XIX, el término se asociaría a la recuperación de una condición originaria de la comunidad emancipada, desembarazada de las constricciones impuestas por el Estado. Y en el Marx de 1846 la revolución es vista como el cumplimiento -“la realización”, en sus propias palabras-, de las aspiraciones que la antigua comunitas cristiana había asignado al principio de emancipación.
Así, a partir de 1848, la revolución entendida como un fenómeno que debía encontrar su inspiración y, sobre todo, su legitimación, en la simbólica de la historia, devino un concepto doble: de un lado, la apertura de una historia abierta que estaba por configurarse: del otro, la restitución de (o el retorno a) los símbolos de un pasado antiguo.
Con la derrota de la mayor parte de las revoluciones de 1848, este doble sesgo adquirió un complemento decisivo. Cada nueva revolución haría de las revoluciones anteriores parte de su propia narrativa histórica. Así, la Comuna de París en 1872 se sintió heredera de los barricades de 1848; la Revolución de Ayutla en México, un intento por desembarazarse del “bonapartismo” de Santa Ana, y la Revolución turca de 1905, la continuadora de un movimiento de secularización que provenía del concepto de libertad cifrado por el liberalismo en el siglo XIX.
La Revolución rusa de 1905 y la Revolución mexicana de 1910 codificaron su propia historia inmediata también a lo largo de esta doble signatura. Fue Lenin el que vindicó a Robespierre para interpretar los “límites” de la rebelión de 1905; más tarde, en 1917 lo evocaría de nuevo para cifrar una suerte de manual de instrucción para legitimar la toma del Palacio de Invierno. Y todas las narrativas iniciales de la Revolución mexicana están inscritas en un doble movimiento circular: el primero, el retorno de la premisa de la democracia en la República restaurada ocluida por el Porfiriato; y, el segundo, vindicado por el zapatismo, la legitimación de los derechos sobre la tierra en las prerrogativas que “los tiempos antiguos” -léase Nueva España- habían conferido a “los pueblos de la nación”.
A partir de 1918, la Revolución de octubre devino el horizonte de referencias de las revoluciones sociales del siglo XX. Ya sea para distanciarse de ella radicalmente por el compulsivo orden estatal que trajo desde sus primeros años, como las revoluciones de los consejos en Alemania, Italia e Hungría en los años veinte; o bien para adscribirse a sus paradigmas, como en los movimientos impulsados por las organizaciones de la III Internacional hasta llegar a la Revolución china de 1949 y los cambios en Europa del Este durante los años cincuenta.
Sin embargo, desde los años sesenta, la parte más oscura de la Revolución rusa -la del terror del stalinismo-, empezó a dominar el debate, primero, sobre el sentido mismo del fenómeno soviético, después sobre el concepto moderno de revolución, para dar un giro de 180 grados en los años setenta y ochenta. Ese pasado empezó a dejar de ser visto como una referencia emancipatoria para cobrar el estatuto de una experiencia traumática. La signatura del retorno estaría dada ya no por una historia instituyente, sino por un pasado destituyente. Un pasado ahora cada vez más indecible para quienes habían conformado parte de sus ataduras, un pasado que retornaría ya como una zona de lo ominoso. El concepto de revolución se vería entrecruzado por los paradigmas del acontecimiento traumático.
Vistas desde la perspectiva de la escritura de su historia, las narrativas de la Revolución mexicana pueden discernirse en dos campos: el estatuto de una historia oficial, definida por su carácter celebratorio y la conformación de una ideología de Estado, basada en la noción de las “instituciones” y la institucionalización de la vida pública; y un cúmulo de narrativas críticas que, desde los años veinte, harán énfasis en el temprano carácter caudillista y clientelar, y a partir de los años sesenta, derivarán de su historia la formación de un régimen autoritario y corporativista, encargado de mantener a una sociedad escindida política y socialmente.
Y, sin embargo, en ninguna de estas dos versiones aparece, de acuerdo con las reflexiones de Luis González y González, una historia soslayada por las épicas de la Revolución: las huellas de su carácter traumático.4
Fue la literatura, y en particular la novela mexicana de la época, la que acaso percibió este carácter en las páginas de Martín Luis Guzmán, Rafael Muñoz, Juan Rulfo y José Revueltas.
Una experiencia inscrita en los ámbitos más diversos de la sociedad que, vinculada al concepto de revolución, retorna, en palabras de LaCapra,5 siempre como el ámbito de lo reprimido, de la voz apenas decible.
El propósito de este expediente es explorar algunos de las zo nas traumáticas provocadas por la lógica de la propia Revolución en tres ámbitos: la indiscernibilidad del cuerpo femenino como una zona de vulnerabilidad y patriarcado expuesta a una violencia ocluida por sus propios estatutos; la historia de la resistencia obrera que data desde los años del Porfiriato y quedaría eclipsada por el síndrome del corporativismo, y el hundimiento de las experien cias democráticas que trajo la misma Revolución, ejemplificado aquí en la visión que el mundo jesuita se hizo del propio proceso.
En el primer ensayo, partiendo de la propuesta de James C. Scott en torno a la tensión entre discurso público/discurso oculto, Carlos Arturo Hernández Dávila se refiere a dicha tensión en los pueblos-fábricas del llamado Monte Bajo (hoy Nicolás Romero, Estado de México), a partir del análisis de materiales disponibles en diversas fuentes documentales (archivos, prensa obrera, prensa “burguesa”, testimonios orales). El autor muestra que la tensión entre ambos discursos y sus diversas expresiones (lo mismo en gestos que en murmuraciones, ocultamientos, simulacros, etc.) no sólo moldeó las relaciones entre patrones y obreros, sino además entre estos últimos en su convivencia cotidiana, dentro y fuera de la fábrica, creando un sofisticado “arte de la resistencia”.
El texto de Robert Curley tiene dos propósitos: el primero es explicar cómo la conformación deun archivo histórico es un acto de poder mediatizado por las relaciones de género, y elsegundo, hacer visible a un grupo de mujeres cuya historia ha permanecido sinidentificarse en la historiografía mexicana. Ambos hilos de esta historia se remontan ala década de la Revolución mexicana, en particular al año de 1914. Se trata de unahistoria invisibilizada por partida doble: por ser una historia de mujeres y por ser unahistoria de religiosas. El eje rector del argumento es el testimonio sobre la violaciónde algunas de estas mujeres por los soldados del ejército constitucionalista. Seinterpreta a través del lente analítico de la subalternidad con el objetivo de resaltarlas diferencias entre lo sagrado y lo profano, la pureza y la contaminación. Estalectura estratégica de las fuentes nos abre ventanas sobre la historia de la revolucióncomo guerra, y la violencia como un fenómeno sexuado.
El expediente se cierra con el ensayo de Rafael Ignacio Rodríguez Jiménez, quien, a partir de la pregunta ¿en qué medida los jesuitas estaban implicados políticamente durante la primera etapa de la Revolución?, analiza un proyecto político implementado por algunos jesuitas en la primera década del siglo XX.
En su estudio, el autor muestra cómo al principio de la Revolución este proyecto es confrontado con Francisco I. Madero y analiza las alternativas sociopolíticas que inician los jesuitas después del asesinato de éste. El texto se desarrolla a partir de tres líneas fundamentales: la implementación del catolicismo social en México impulsada por la jerarquía católica, el catolicismo social como una forma de cristalizar la doctrina de la democracia cristiana propuesta por León XIII y el papel de la Compañía de Jesús como instancia articuladora que organiza los esfuerzos de muchos militantes católicos en el país. Como ejemplo de la acción sociopolítica desarrollada por los jesuitas en ese momento, se puede señalar la fundación del Partido Católico Nacional.
Notas
1 Reinhart Koselleck, Futuro-pasado. Para una semántica de los tiempos históricos, Barcelona, Paidós, 1993, p. 67.
2 Para un estudio sobre la relación entre la filosofía de Cópernico y el mundo de las ideas griegas, véase: Alberto Fragio, Paradigmas para una metaforología del cosmos. Hans Blumenberg y las metáforas contemporáneas del universo, México, Universidad Autónoma Metropolitana- Cuajimalpa, 2016, pp. 91-120
3 Koselleck, Futuro-pasado, op. cit., p. 68.
4 Martín González de la Vara, “El mito de la Revolución mexicana: entrevista con Luis González y González”, en Perseo, noviembre de 2013. Disponible en: http://www.pudh.unam.mx/perseo/el-mito-de-la-revolucion-mexicana-en-trevista-con-luis-gonzalez-y-gonzalez1/.
5 Dominick LaCapra, Escribir la historia, escribir el trauma, Buenos Aires, Ediciones Nueva Visión, 2005, p. 46.
Organizador
Jane Dale Lloyd – Universidad Iberoamericana México. Correo: jane.dale@ibero.mx
Referências desta apresentação
LLOYD, Jane Dale. Preliminares. Historia y Grafía, n.57, p.9-15, 2021. Acessar publicação original [DR/JF]