“Y matar, además y especialmente el ojo, puntualmente cada ojo, pues uno solo es sarcástico, folclórico, agorero, matar, pues, sin asco los dos ojos y todo el ojo, porque el ojo es el hombre [y la mujer], es la parte del ser que contiene más cantidad del hombre [y de mujer]”. (Carlos Droguett, 2019: 58)
Con este dossier nos proponemos examinar las relaciones entre imagen y poder desde una perspectiva interdisciplinaria y, desde esa interdisciplinariedad, pensar cuestiones relativas a la cultura, la sociedad, la política, la historia, la comunicación y la estética. Como se sabe, la relación entre imagen y poder es de larga data y ha interesado a filósofos/as, historiadores/as, antropólogos/as, sociólogos/ as, semiólogos/as e historiadores/as del arte, entre otros/as. En este sentido, el antropólogo francés Georges Balandier (1994: 116), en su libro El poder en escena, plantea que “la demostración de poder acaba siempre recurriendo a la exhibición de poderío”, afirmación con la cual hace notar que uno de los componentes del poder consiste en la mirada, en el del ver y el ser visto; de ahí que el poder necesite recurrir a los distintos dispositivos visuales, pues las imágenes cumplen una función mediadora a través de la cual el poder puede ser representado, entendiendo que este, como observó Michel Foucault (1999: 239), “no es un cuerpo unitario en el que se ejerza un poder y solamente uno, sino que en realidad es una yuxtaposición, un enlace, una coordinación y también una jerarquía de diferentes poderes, que sin embargo persisten en su especificidad”. Por otro lado, el poder de las imágenes y las imágenes como poder sugieren, como ha observado Georges Didi-Huberman (2012: 26), intentar “distinguir ahí donde las imágenes arden, ahí donde su eventual belleza reserva un lugar a un ‘signo secreto’, a una crisis no apaciguada, a un síntoma”. En tal sentido, la importancia de las imágenes radica no solo en su capacidad para representar el mundo, sino también en la historicidad que las envuelve y que hace de ellas un índice histórico que, como nos recuerda Walter Benjamin (2016: 465), “no sólo dice a qué tiempo determinado pertenecen, dice sobre todo que solo en un tiempo determinado alcanzan legibilidad”. Por lo tanto, examinar la relación entre imagen y poder es pensar en un doble movimiento que nos conduce a reflexionar sobre la visibilidade del poder como imagen, así como pensar acerca de la legibilidad de las imágenes como poder.
Las imágenes, como ha observado Jean-Luc Nancy (2003), han estado sujetas, en Occidente, a un cierto desprestigio que ha sido tan intenso como su proliferación polimórfica. En una línea similar, Jacques Rancière (2014) sostiene que el exceso de imágenes que inunda a nuestras sociedades no tiene tanto que ver con la abundancia y la sobreexplotación de las imágenes, sino más bien con una reducción que opera y ordena una puesta en escena, un teatro de imágenes que nos ciegan, no porque disimulen la verdad, sino porque la banalizan. Es decir, se elimina “toda singularidad de las imágenes, todo lo que en ellas excede la simple redundancia del contenido significable” (Rancière, 2014: 74). Por otro lado, las imágenes no solo se han configurado como desconfianza, desprestigio o banalización de lo visible y lo enunciable (lo que la imagen dice, lo que la palabra da a ver), sino que también las imágenes se han ido constituyendo y posicionando como documentos de veracidad, como prueba irrefutable: “la evidencia del esto ha sido” (Barthes, 2006: 21), que se estabelece como un límite común que pone en relación, como diría Gilles Deleuze (1987: 94), las “dos caras asimétricas, palabra ciega y visión muda”. La oscilación constante que va de la imagen como mentira a la de la imagen como verdad, se constituye como un núcleo de poder que establece una problemática compleja que, como ha observado Didi-Huberman:
“Nunca antes, según parece, la imagen –y el archivo que ella conforma […]– se había impuesto con tanta fuerza en nuestro universo estético, técnico, cotidiano, político, histórico. Nunca antes mostró tantas verdades tan crudas y, sin embargo, nunca antes proliferó tanto y nunca había sufrido tantas censuras y destrucciones. Así, nunca antes (…) la imagen había experimentado tantos desgarramientos, tantas reivindicaciones contradictorias y tantos repudios cruzados, tantas manipulaciones inmorales y execraciones moralizantes” (2012: 10).
Siguiendo esta problemática compleja y candente, con este dosier buscamos abrir un espacio de reflexión en torno a los vínculos y relaciones que el binomio imagen/poder establece con los distintos objetos de estudio que son analizados en este volumen, los cuales son pensados desde distintos campos disciplinarios. Poner el foco de atención en el binomio imagen/poder exige de nosotros/ as, por un lado, hacer funcionar nuestra imaginación en relación con los imaginarios y los contextos culturales, sociales, políticos e históricos que nos envuelven para, desde ahí, intentar una interpretación sobre lo visible y lo enunciable, sobre el poder y las relaciones de fuerza que constituyen la conformación de saberes y subjetividades (Deleuze, 1987). Por otro lado, también exige de nosotros/as enfrentar la imagen y el poder como dispositivos situados que “supone[n] la implicación del ser-afectado” (Didi-Huberman 2014: 41) por aquello que miramos y que nos interpela acerca de la contingencia, la historicidad, el devenir y el habitar el mundo.
Antes de comenzar a reseñar los artículos que componen este dossier, quisiéramos poder consignar algunas cuestiones de orden teórica respecto del poder y la hegemonía de lo visible, así como de los estratos y regímenes de visibilidad que se articulan como dispositivos de enunciación visual, que permiten aprehender cuestiones relativas a la cultura, la sociedad y la política. Estas breves definiciones teóricas tienen el propósito de establecer un marco de referencia conceptual que nos permita situar el dossier y los textos que lo componen dentro de un campo teórico mayor que es, a la vez, discursivo, político y estético.
Como sostiene Barry Barnes (1990), el poder se manifiesta –al igual que la gravedad o la electricidad– a través de sus consecuencias; por ello, siempre ha resultado más cómodo describir sus efectos que identificar sus fundamentos. Quizás esto se deba a que el poder posee una estructura variable, puesto que es dinámico, transitivo y fragmentario. El poder, como señala Michel Foucault (2017; 2013; 2010; 2005; 2000; 1999), no emana hacia el exterior a partir de un centro jerárquico, sino que se localiza en todos los lugares, no porque lo abarque todo, sino porque viene de todas partes, de todas las direcciones. Es decir, el poder no funciona socialmente de manera centralizada, ni siquiera de forma unilateral, sino que –como ha apuntado Jean Baudrillard (2006: 61)– el poder “es distribucional, vectorial, opera por relés y transmisiones. Campo de fuerza inmanente, ilimitado, no siempre se comprende con qué tropieza, con qué choca, puesto que es expansión, pura imantación”. El poder, visto como ubicuidad difuminada, se configura como algo que se intercambia, no en el sentido económico del término, “sino en el sentido de que el poder se consuma, según un ciclo reversible de seducción, de desafío y de astucia” (Baudrillard, 2001: 62). Entonces, podemos inscribir el poder como ese “algo” que circula y que funciona en cadena y que “nunca se apropia como una riqueza o un bien. El poder funciona. El poder se ejerce en red y, en ella, los individuos no sólo circulan, sino que están siempre en situación de sufrirlo o ejercerlo” (Foucault 2000: 38). Entendiendo que el poder se configura como un tejido que, no obstante ello, implica también una jerarquización de poderes operando dentro de un contexto histórico particular, de modo que no existe un solo poder, sino una pluralidad de aquellos. En ese sentido, poder en plural quiere decir diversidad de dispositivos de dominación, formas complejas de sujeción y subjetivación que operan, de acuerdo con Michel Foucault,
“[a través] de formas locales, regionales de poder, que poseen su propia modalidad de funcionamiento, procedimiento y técnica. Todas estas formas de poder son heterogéneas. No podemos entonces hablar de poder si queremos hacer un análisis del poder, sino que debemos hablar de los poderes o intentar localizarlos en sus especificidades históricas y geográficas” (2005:19).
Es decir, las relaciones de poder, los mecanismos y los dispositivos por virtud de los cuales el poder funciona, se constituyen como una problemática local, e incluso particular, que nos permiten comprender problemáticas de orden general. En ese sentido, los artículos reunidos en este dosier responden a objetos y momentos históricos particulares que nos ayudan en la comprensión de lo visible y lo enunciable como un poder que confecciona campos de visibilidad que conforman, producto de la preponderancia que ha ido alcanzado la imagen como discurso, una hegemonía de lo visible que establece un régimen de comunicación visual, que se instituye como un saber/poder que contribuye de manera significativa en la fabricación de subjetividades. En estas, los/as individuos/as no solo se encuentran inmersos/as y producidos/as por la hegemonía de lo visible, sino que también son ellos/as mismos/as quienes producen dicha hegemonía. De este modo, las imágenes y la mirada que ellas producen “supone[n] la implicación, el ente afectado que se reconoce, en esta misma implicación, como sujeto” (Didi-Huberman, 2012: 33). Las imágenes como poder se conforman a veces como documento y otras tantas como un objeto onírico, como obra y objeto de tránsito, de montaje, como imaginarios e imagen mental que, a fin de cuenta, va conformando un síntoma (una huella) que exige de nosotros una elucidación que abre la posibilidad para una legibilidad histórica y política de las imágenes como relaciones de poder.
Uno de los aspectos que interrogamos en este dosier, consiste en el modo en que el poder de las imágenes y las imágenes como poder van conformando una hegemonía de los visible que fabrica unos modos de ver modernos, según los cuales la imagen como poder no solo es una construcción cultural sino también es una estrategia, es decir, es un elemento que pone en juego cuestiones relativas a lo social, lo político, lo psicológico y lo estético, puesto que “sus efectos no son atribuibles a una apropiación, sino a dispositivos de funcionamiento” (Morey, 2001: 10). En tal sentido, la imagen como poder y el poder de las imágenes en tanto dispositivos de enunciación iconográficos, no son unívocos sino coyunturales y, por lo mismo, el poder nunca está fijo o consolidado, por el contrario, puede cambiar en un momento dado. Desde esta perspectiva, el binomio imagen/poder y su consecuente hegemonía de lo visible sitúa la subjetividad al menos dentro de dos tipos de relaciones: las de producción y las de significación, las cuales devienen en relaciones de poder (Foucault, 2017). Las relaciones de poder, tal como observa Michel Foucault (2013), no son exteriores a otros tipos de relaciones (procesos económicos y políticos, relaciones de conocimientos, saberes, sexuales, artísticas, entre otros), por lo tanto, el poder no es una superestructura ordenadora que cumpla un papel de prohibición o reconducción, sino que se trata de un componente activo que desempeña un papel productor (relaciones de fuerza que poseen una parcialidad objetiva) y de significación (relaciones simbólicas que se expresan discursivamente y que poseen un componente subjetivo) que da cuenta de “la multiplicidad de las relaciones de fuerza inmanentes que son propias del campo en el que se ejercen, y que son constitutivas de su organización” (Foucault, 2013: 89). De ahí que el poder, tanto en su capacidad simbólica o material, esté siempre bajo una condición descentralizada y productiva a la vez.
Esta reflexión se enmarca también en la concepción foucaulteana de que las relaciones de poder provienen de abajo, en el sentido de que no existe una matriz general que emane de un centro jerárquico que va de arriba hacia abajo, sino que el poder está en todas partes porque es multidimensional lo cual, en todo caso, no quiere decir que lo abarque todo, que lo englobe todo. Lo que el poder “tiene de permanente, de repetitivo, de inerte, de autorreproductor, no es más que el efecto de conjunto que se dibuja a partir de todas esas movilidades, el encadenamiento que se apoya en cada una de ellas y trata de fijarlas” (Foucault, 2013: 89). En ese sentido, el poder se configura mucho más como una estrategia que como una institución o una estructura; más bien, nos dice Foucault (2013: 90), se trata de “relaciones de fuerza múltiples que se forman y actúan en los aparatos de producción, las familias, los grupos restringidos y las instituciones, sirven de soporte a amplios efectos de escisión que recorren el conjunto del cuerpo social”. En esta concepción del poder lo relevante son las diversas relaciones que este adopta y que son posibles de identificar dentro de una sociedad dada y, por lo tanto, analizar sus especificidades y jerarquías permite captar los modos en que el poder circula y se expresa. En consecuencia, la hegemonía de lo visible que es posible determinar dentro de la episteme de la modernidad se constituye, a nuestro modo de ver, como un espacio privilegiado para captar la especificidad de las relaciones de poder.
Así, una de las aristas que buscamos problematizar con este dosier es la de la preponderancia de las imágenes en tanto dispositivos de enunciación dominante. De este modo, la hegemonía de lo visual, en tanto campo epistémico de la modernidad, implica entender aquellas relaciones de poder que se encuentran mediadas, representadas o inscritas en la producción de imágenes, las cuales van conformando un entramado o régimen de visibilidad en el que es posible advertir “que cada formación histórica ve y hace ver todo lo que puede, en función de sus condiciones de visibilidad, al igual que dice todo lo que puede, en función de sus condiciones de enunciado” (Deleuze; 1987: 87). Analizar y reflexionar acerca de estos estratos de visibilidad conlleva pensar la relación entre imagen y poder como un territorio dotado de una multiplicidad de tiempos sociales, culturales y políticos que establecen una historicidad a través de la cual es posible entender el estatuto visibilidad (o invisibilidad) del poder, en tanto discurso, representación y práctica.
Hay una segunda cuestión teórica que nos parece necesario consignar y que tiene directa relación con el modo en que la visión y lo visible, la mirada y lo perceptible, se han estabelecido como elementos estéticos y políticos en el capitalismo. Fredric Jameson (2002) plantea que la historia de la modernidad encuentra en el campo de la teoría de la visión y lo visible un espacio propicio para pensar la episteme de la modernidad y que ella muestra, a lo menos, tres grandes etapas o momentos de visibilidad: un momento en el que predomina una mirada colonial, un momento en el que prevalece el ojo-burocrático y, finalmente, un momento en el que sobresale una visualidad de corte posmoderno (Silva-Escobar, 2019). Cada una de estas etapas puede ser comprendida como estratos de visibilidad que se constituyen –según Gilles Deleuze– como “capas sedimentarias hechas de cosas y de palabras, de ver y de hablar, de visible y de decible, de superficies de visibilidad y de campos de legibilidad, de contenidos y de expresiones” (1987: 75). En tal sentido, los estratos de visibilidad son formaciones históricas, positividades que se materializan en forma de discursos (hablados, visuales, escritos) y visibilidades (enunciadas, indexadas, significativas) que le son propias a un momento histórico, y se encuentran profundamente ligadas al carácter sociopolítico y cultural que permite su aparición. Al respecto, Deleuze señala:
“Una ‘época’ no preexiste a los enunciados que la expresan, ni a las visibilidades que la ocupan. Esos son los dos aspectos esenciales: por un lado, cada estrato, cada formación histórica implica una distribución de lo visible y de lo enunciable que se produce en ella; por otro, de un estrato a otro existe variación de la distribución, puesto que la visibilidad cambia de modo y los enunciados cambian de régimen” (1987: 76).
Veamos brevemente cómo se produce esta distribución de lo visible y lo enunciable en el estrato de visibilidad colonial. Las conceptualizaciones vertidas de la mirada colonial/ decolonial le debe mucho a la problematización filosófica desarrollada por Jean Paul Sartre (1993), quien en su libro El ser y la nada, publicado por primera vez en 1943, introduce la problemática de la mirada como un problema filosófico relativo a la objetivación del otro en objeto sensible, y postula así un quiebre “radical entre la vista y la conciencia, que planteaba un desafío directo a la ecuación del ‘Yo’ y del ‘ojo’ establecida por la tradición ocularcéntrica” (Jay, 2007: 216).1 La mirada sartreana nos proporciona un conjunto de reflexiones de orden fenomenológico que nos permite comprender el modo en que la problemática de la mirada se configura como dispositivo para cosificar al sujeto como objeto visible. Jameson argumenta que la conceptualización sartreana puso en el centro del debate filosófico europeo la idea de que “la mirada es lo que postula mi relación inmediata con los otros; pero lo hace mediante una inesperada inversión en la que pasa a ser primaria la experiencia de ser mirado, y mi propia mirada se convierte en una reacción secundaria” (2002: 142). La mirada, cuando actúa para objetivar, cosificar y colonizar al otro requiere ser inscrita dentro de ese proceso que dice relación con “ese fenómeno protopolítico llamado dominación” (Jameson, 2002: 142). Por otro lado, la problemática de la dominación conlleva procesos de resistencia y, por ende, el ojo colonial también abre paso a la emergencia de variadas corrientes políticas y estéticas que apuntan a “una nueva política de la descolonización (…), por ejemplo, en Franz Fanon; un nuevo feminismo en Simon de Beauvoir, y, en una especie de inversión reactiva, una nueva estética del cuerpo y su carne visible o pictórica en Merleau-Ponty” (Jameson, 2002: 142). De este modo, si el fenómeno de la mirada se constituye como un dispositivo para cosificar y dominar, al mismo tiempo ese proceso de colonización es resistido desde luchas descolonizadoras, pero siempre dentro de un contexto de asimetría entre el mirar dominante (o colonizador) y la mirada contrahegemónica (o descolonizadora).
A esta etapa colonialista le sigue lo que podríamos denominar estrato de visibilidad ojo-burocrático, en el cual “lo visible se convierte en la mirada burocrática, que busca por doquier la mensurabilidad del Otro y su mundo, de aquí en más reificados” (Jameson, 2002: 144). Michel Foucault (2010) ha sido uno de los filósofos que más certeramente ha logrado conceptualizar este proceso de burocratización de la mirada, y lo hizo a través de su reconocido libro Vigilar y castigar, en donde muestra cómo el ver y el poder establecen una relación simbiótica, que se estructura a partir de la institucionalidad del poder disciplinario.2 Desde esta perspectiva, la burocratización de la mirada tiene un sustento práctico en los distintos dispositivos de disciplinamiento –el más conocido sería el panóptico, cuyo modelo arquitectónico asegura que un vigilante pueda ver sin ser visto– que actúan no solo para reprimir y someter sino también para producir cuerpos útiles y dóciles o, mejor dicho, útiles en la medida de su docilidad (Foucault, 2010, Castro, 2018). La burocratización de la mirada se configura como un dispositivo de disciplinamiento que contribuye en el proceso mediante el cual se busca someter o dominar al individuo a través de la subjetivación; es decir, según el diagnóstico de Foucault, lo novedoso de los dispositivos disciplinarios es que se configuran como un poder centrado en controlar al individuo a través de un conjunto de técnicas, tendientes todas ellas, a intervenir, conducir, manipular el cuerpo del sujeto y, para ello, se conforma todo un entramado institucional que “trata de regir [sobre] la multiplicidad de los hombres [y de las mujeres] en la medida en que esa multiplicidad puede y debe resolverse en cuerpos individuales que hay que vigilar, adiestrar, utilizar y, eventualmente, castigar” (Foucault, 2000: 220). De algún modo, las técnicas disciplinarias buscan gobernar la singularidad de los sujetos y, con ello, se origina un conjunto de “efectos individualizadores, [que] manipula el cuerpo como foco de fuerzas que hay que hacer útiles y dóciles a la vez” (Foucault, 2000: 225). En consecuencia, el poder disciplinario le debe mucho a la posibilidad de institucionalizar la mirada como dispositivo de disciplinamiento, sujeción y subjetivación.3
La tercera etapa que describe Jameson es la posmoderna, la cual define como el momento en el cual “los verdaderos portadores de la función epistemológica son la tecnología y los medios, (…) [que posibilitan] una afirmación celebratoria de cierta visión macluhanista de la cultura mágicamente trasformada por las computadoras y el ciberespacio” (2002: 149). En este estrato de visibilidad se advierte una transformación en la producción cultural en donde la tecnología, principalmente aquella dedicada a la producción de imágenes hechas por tecnologías digitales, comienza a colonizar el espacio social hasta el punto de hacer de las imágenes no solo el lugar de la representación de una co-presencia, sino también el lugar en donde se articulan las relaciones sociales entre personas mediatizadas por imágenes. El estrato de visibilidad posmoderno encuentra en el pensamiento de Guy Debord (2007), principalmente en su libro La sociedad del espectáculo, un primer acercamiento teórico al predominio tecnológico de la producción de imágenes, en donde se anuncia que estas se constituyen como la forma final de la reificación de la mercancía. Un segundo acercamiento teórico al problema de la imagen, el ver y la mirada, lo encontramos en el libro el Ojo absoluto de Gerard Wajman (2011), quien despliega un análisis en el que sitúa el ver como un poder en el que la ideología de la transparencia se configura como un nuevo orden social. Desde las cámaras de videovigilancia hasta los diversos sistemas de captación de imágenes en medicina, pasando por los innumerables satélites que orbitan el planeta, así como incontables dispositivos de control, son ejemplos del modo en que el mundo se ha impuesto como el lugar de lo visible; un mundo dominado por las tecnologías de lo visible que hacen del escrutinio de la mirada una nueva forma de socialización. En esta fase se establece una política de la mirada que instituye formas de visibilidad, a partir de la circulación e implementación de una serie de dispositivos de tecnologías de visión (cámaras, celulares, dron, satélites, etc.), que se materializan en un conjunto de dispositivos socioculturales (selfies, exacerbación del yo, apatía social, indiferencia política, etc.), que van autorizando y legitimando una sociedad y una cultura de la mirada. Esto trae como resultado la naturalización de la transparencia como mecanismo de socialización y reconocimiento que se ejerce bajo la violencia simbólica, es decir, se despliega como un tipo de violencia respecto de la cual, observa Pierre Bourdieu:
“Una de las consecuencias de la violencia simbólica consiste en la transfiguración de las relaciones de dominación y de sumisión en relaciones afectivas, en la transformación del poder en carisma o en el encanto adecuado para suscitar una fascinación afectiva. […] La violencia simbólica es esa violencia que arranca sumisiones que ni siquiera se perciben como tales apoyándose en unas ‘expectativas colectivas’, en unas creencias socialmente inculcadas” (2002: 172-173).
En tal sentido, la transparencia puede ser vista como un tipo de imposición coercitiva que funciona de manera internalizada o naturalizada, puesto que “la coacción de la transparencia nivela al hombre [y a la mujer] […] hasta convertirlos en un elemento funcional de un sistema. Ahí está la violencia de la transparencia” (Han, 2013, p.14). Ahí está también una de las caras que adopta el poder en el capitalismo avanzado, pues al someter al individuo a un proceso de internalización de la exhibición del yo como mecanismo de reconocimiento social, trae como consecuencia “que nuestra libertad no se restringe únicamente al hecho de ser vigilados, sino que, siendo vigilados, nuestros hechos y gestos son puestos en escena por la mirada, controlados en su producción misma” (Wajman, 2011: 192). Esto último trae aparejado la instalación de un tipo de poder –sea este político, cultural, simbólico, económico, geográfico– que “agrega una nueva modalidad a las potencias de la mirada: la de la ciudad que se mira a sí misma, que se vigila. Lo cual perfila esta nueva configuración según la cual el peligro no está afuera, sino adentro” (Wajman, 2011: 165). Por consiguiente, en la fase pós-moderna la imagen como mercancía, la transparencia como dispositivo de socialización, la mirada como mecanismo de control, van hilvanando una sociedad fundada sobre una suerte de “alquimia simbólica […] [que] produce, en beneficio de quien lleva a cabo los actos de eufemización, de transfiguración, de conformación, un capital de reconocimiento que le permite consecuencias simbólicas” (Bourdieu, 2002: 172). Es decir, capital simbólico acumulado como propiedad.4
Si nos ha parecido necesario traer a colación y caracterizar estos tres estratos de visibilidad, es porque ellos permiten inscribir el dominio de la mirada y lo visible dentro de un régimen de historicidad, a partir del cual intentar una eventual interpretación acerca de las relaciones que las imágenes establecen con el poder y el poder con las imágenes. Es decir, estos tres estratos de visibilidad se establecen como un entramado que nos permiten pensar las condiciones de posibilidad histórica, antropológica y política de las imágenes como poder (lo visible y lo enunciable se distribuye por el campo social) y el poder de las imágenes (el poder mediado por las imágenes, las imágenes significando el poder como relaciones de fuerza). En tal sentido, podemos pensar la relación entre imagen y poder como un campo de formas (estéticas, visuales, retóricas) y de fuerzas (políticas, discursivas, sociales, culturales), que positivan visualidades que no solo muestran, crean o representan una determinada realidad, sino también producen o contribuyen a conformar social, política o culturalmente aquellas realidades representadas o creadas visualmente (Didi-Huberman, 2015). Dicho de otra manera, la relación entre imagen y poder se estable como un campo de formas y de fuerzas que se materializa a través de “la incesante dialéctica de una descomposición fecunda y de una producción que jamás encuentra reposo ni resultado fijo, justamente porque su fuerza reside en la apertura inquieta, en la capacidad de insurrección perpetua y de autodescomposición de la forma” (Didi-Huberman, 2015: 284-285). Así, la dialéctica que se establece entre forma y fuerza, entre composición y descomposición, entre producción y consumo, entre estética y política, entre imagen y poder “conservan su fuerza activa solo si se las considera como fragmentos que se disuelven al tiempo que actúan. (…) Las imágenes poseen un sentido solo si se las considera como focos de energía y de intersecciones de experiencias decisivas” (Carl Einstein citado en Didi-Huberman, 2015: 285).
Los artículos que componen este dossier muestran una diversidad de problemáticas y temáticas que son posibles de analizar respecto de la relación entre imagen y poder. También evidencian la complejidad y el desafío que implica pensar la relación entre imagen y poder en términos teóricos y metodológicos. El conjunto de los textos aquí reunidos da cuenta de análisis y reflexiones que muestran una mirada interdisciplinar, en la que es posible observar las intersecciones entre la historicidad de las imágenes y las problemáticas políticas, culturales, sociales y estéticas que se desprenden del poder, en tanto relación de fuerzas. Los artículos han sido organizados en cuatro ejes que permiten estructurar el dossier a partir de sus vínculos temáticos, temporales o disciplinares en los que es posible observar perspectivas de análisis que buscan establecer relaciones que aportan nuevas miradas acerca de la relación entre imagen y poder.
El primer eje aborda la problemática de la historicidad de las imágenes, la religiosidad y el poder a partir de tres tipos de representación visual: arquitectura, pintura y fotografía. El artículo que abre este eje es “Cuando las cruces hablan. Análisis de los rastros de ritualidad popular sobre la pared desde una óptica antropológica”, de Pedro Javier Cruz Sánchez. En este trabajo se analizan tres escenarios de arquitectura religiosa en la comunidad de Castilla y León en España, presentándonos un relevante estudio acerca de las cruces y la ritualidad popular. A través del concepto de escrituras expuestas, Cruz Sánchez interrelaciona varios campos de estudio, como son la historia social de la cultura escrita, la antropología de las imágenes y la etnografía como mecanismo para la recolección de datos. A partir de una mirada antropológica de las escrituras expuestas, este trabajo nos ofrece una interpretación acerca de la intencionalidad cultural y política de dichas manifestaciones. El segundo artículo de este primer eje es el de Catherine Burdick, “La colección artística del obispo de Santiago de Chile, Luis Francisco Romero, 1707”. En este texto, Burdick desarrolla un acabado estudio de historiografía del arte, a través del cual analiza documentos y obras pictóricas que pertenecieron a la colección del obispo Luis Francisco Romero, ofreciendo no solo la identificación de los contenidos inscritos en las obras, sino también una interpretación acerca del rol diferenciador de estatus social que jugó dicha colección. Este eje se cierra con el artículo “El sonido del silencio: fotografías de Doroteo Giannecchini y Vicenzo Mascio en Turín”, escrito por Josefina Matas, Valeria Paz Moscoso y Mónica Navia. En este texto, las autoras desarrollan un estudio acerca de algunas de las fotografías de Vincenzo Mascio que acompañaron el proyecto de divulgación en Turín de las misiones franciscanas en el Chaco boliviano. Desde una hermenéutica de la imagen se busca explorar las diversas significaciones que pueden adoptar las fotografías como dispositivos de poder cultural. A partir del uso de fuentes primarias, este artículo nos sumerge en los rasgos significativos de las acciones evangelizadoras que emprendieron los franciscanos, así como el rol que desempeñaron los nativos en ese proceso evangelizador y, por último, se problematiza acerca de la mirada externa (fotográfica) que se tejió durante dicho proceso.
El segundo eje aborda la problemática de la imagen, lo político y la representación de la diferencia. El artículo “Arturo Alessandri Palma y la teatralidad de lo político durante su segundo gobierno: La estatua de Manuel Bulnes y el Barrio Cívico (Santiago de Chile, 1937)” de Guillermo Elgueda Labra, analiza en términos históricos-políticos la inauguración de la estatua ecuestre de Manuel Bulnes, que se llevó a cabo durante el segundo gobierno de Arturo Alessandri Palma. A partir de un análisis discursivo y sociopolítico, se argumenta que la ceremonia de instalación de la estatua de Bulnes en el Barrio Cívico de Santiago, tuvo el propósito de legitimar e instalar en el espacio público un imaginario político de orden liberal. El otro artículo que completa este segundo eje es el trabajo de Rodrigo Ruz y Michel Meza, “Fotorreportajes de los semanarios ilustrados Sucesos y Zig-Zag. Representación de la diferencia peruana, boliviana y chilena en la postguerra del Pacífico”. En este texto, los autores reflexionan acerca de la representación de la alteridad peruana, boliviana y chilena en los semanarios Sucesos y Zig-Zag, a principios del siglo XX. El hito relevante que hay detrás de estas construcciones identitarias es la postguerra del Pacífico y sus consecuencias en la conformación de las identidades nacionales en esos tres países. A partir de conceptos como modernidad y progreso, que se inscriben en los fotorreportajes, los autores nos revelan las ideas asociadas a la alteridad en las mencionadas naciones, examinando cómo se establecen relatos y discursos virtuosos respecto a Chile y la chilenidad mientras que, para el caso peruano y boliviano, se hace circular una trama discursiva negativa respecto de la cultura, la sociedad y el pasado de ambas naciones.
El tercer eje aborda la problemática de los medios de comunicación y las redes sociales como dispositivos de poder estético-político, cultural y social. El artículo de Orietta Marquina y Valeri Hernani, “Jóvenes e Instagram: narrativas políticas más allá de la transgresión en el Perú” nos propone una lectura crítica acerca de la utilización de Instagram como herramienta de comunicación estético-política de los jóvenes en la actualidad. Desde un análisis cualitativo, el texto realiza una interpretación crítica de las imágenes y los textos del perfil de Instagram de Rupachay, uno de los tantos jóvenes que han participado en las movilizaciones sociales del último tiempo, en Perú. Estos análisis buscan explicitar aquellas narrativas políticas que subyacen a los conflictos sociales y, de esta manera, entender la forma que adopta la participación política de las y los jóvenes peruanos. El otro texto que compone este eje es el de Juan Pablo Silva-Escobar, “Imagen, poder simbólico y vida cotidiana: Los noticiarios de televisión y la construcción mediática de la realidad social”. Este ensayo propone un acercamiento conceptual acerca de la relevancia que tienen los noticiarios de televisión en la construcción de ideologías e imaginarios y las implicancias sociales en la construcción de la realidad social. A partir de la relación que se establece entre imágenes, poder simbólico y vida cotidiana, el autor problematiza la legitimidad social de los noticiarios de televisión para distribuir informaciones acerca de los acontecimientos del día a día y las implicancias ideológicas que ello conlleva.
El cuarto eje aborda la problemática de la imagen y el poder en la producción simbólica del cine, el teatro y la literatura. El artículo de Heber Leal “La insumisión en las narrativas de Pedro Juan Gutiérrez y Fernando Vallejos”, analiza el contenido político y transgresivo que es posible detectar en las narrativas de estos dos autores. Desde una perspectiva interdisciplinaria que hace uso de conceptos que provienen del campo de los estudios literarios y nociones teóricas que provienen de la filosofía, el texto va tejiendo un análisis crítico respecto de los mecanismos y trasfondos de poder y trasgresión que se inscriben en las ficciones analizadas, dando cuenta de una singularidad nómade que subyace a las narrativas escogidas. El segundo texto de este eje es el trabajo de José Aguirre Pombo, “Arrebato. La revancha de las imágenes”. En este ensayo, se analiza la película Arrebato, de Iván Zulueta del año 1979, la cual es interpretada en dos dimensiones: por una parte, se nos ofrece un análisis detallado acerca del contexto sociocultural en el cual se inscribe la película de Zulueta y se pone en relación los cambios estéticos y políticos que tuvieron lugar durante la transición española y, por outro lado, se nos ofrece una reflexión acerca del modo en que esos cambios estético-políticos se inscriben en la representación del cuerpo dentro del filme, en tanto alegorías de esos cambios. De este modo, para Aguirre Pombo, a la transición política española se le superpone una transición estética que daría cuenta de un giro icónico que la película Arrebato estaría evidenciando. El tercer trabajo que compone este cuarto eje, es el artículo “Una rearticulación de las imágenes que representan el poder de las distinciones de género dominantes a través del teatro feminista chileno”, de Alejandra Morales. En este texto, se analiza una serie de obras de teatro chilenas que en el último tiempo han buscado reconstruir y tensionar la noción de lo femenino a través de una propuesta visual que tiene como finalidad activar un punto de vista crítico respecto de ciertos signos utilizados por la cultura patriarcal para perpetuar la dominación masculina. Para Morales, las imágenes que giran en torno a las problemáticas de género se constituyen como un poderoso medio de control social que el teatro feminista ha logrado repensar, a través de puestas en escena que vienen a mostrar la forma en que el género ha sido definido y como esas definiciones configuran la subjetividad femenina y evidencian el carácter ideológico que subyacen a esas representaciones.
Por último, queremos agradecer a Germán Morong, director de Autoctonía. Revista de Ciencias Sociales e Historia, y a Nelson Castro, su editor general, por abrirnos las puertas de la revista para abordar esta problemática compleja y facilitar, en todo momento, el intrincado camino de las publicaciones académicas. También queremos agradecer a los/as evaluadores/as, quienes a través de sus comentarios y sugerencias contribuyeron a mejorar cada uno de los artículos aquí reunidos. Esperamos, con el dossier Imagen y Poder: representaciones, discursos y política en Iberoamérica, contribuir a la discusión y reflexión acerca de esta problemática y que los textos aquí reunidos resulten estimulantes para los/as lectores/as y motiven nuevas preguntas y reflexiones sobre este tema que nos ocupa.
Notas
1 Como ha observado Martín Jay, si “para Sartre, (…) las imágenes pueden basarse en una analogía con los objetos de percepción, ellas mismas son irreales. De hecho, la imaginación es precisamente la función activa de la conciencia que trasciende o anonada la realidad del mundo percibido. En cuanto tal, sirve como modelo de la negación y de la carencia que Sartre pronto identificará con el ‘para-sí’ en El ser y la nada. Lo que resulta esencial para entender su argumento general es que Sartre distinguía imágenes y percepción, visual o de otro tipo, y en su lugar las identificaba con la intencionalidad de la acción. Como resultado, Sartre estaba en condiciones de describir la conciencia menos en términos de transparencia visual que en los de acción puramente anonadante. Aunque las imágenes no perceptivas no nos dicen nada sobre el mundo externo, su propia ‘nada’ o invisibilidad sugiere un vínculo crucial con la libertad humana, tal como Sartre la interpretaba” (2007: 215-216).
2 Acerca de esta relación simbiótica y dialéctica entre el ver y el poder, Michel Foucault sostiene que: “Tradicionalmente el poder es lo que se ve, lo que se muestra, lo que se manifiesta, y, de manera paradójica, encuentra el principio de su fuerza en el movimiento por el cual la despliega. (…) En cuanto al poder disciplinario, se ejerce haciéndose invisible; en cambio, impone a aquellos a quienes somete un principio de visibilidad obligatorio. En la disciplina, son los sometidos los que tienen que ser vistos. Su iluminación garantiza el dominio del poder que se ejerce sobre ellos. El hecho de ser visto sin cesar, de poder ser visto constantemente, es lo que mantiene en su sometimiento al individuo disciplinario” (2010: 218).
3 De acuerdo con Christoph Menke (2011: 280), “la subjetivación como sometimiento, el sometimiento como subjetivación, significa (…) impregnar en los individuos un concepto de subjetividad que es definido por una facultad de eficiente autocontrol –una facultad de autocontrol que a su vez sirve de eficiente control externo. La dominación sobre los sujetos se realiza en dispositivo de poder disciplinario por medio de la libertad de los sujetos”.
4 Pierre Bourdieu plantea que: “El capital simbólico es una propiedad cualquiera, fuerza física, riqueza, valor guerrero, que, percibida por unos agentes sociales dotados de las categorías de percepción y de valoración que permiten percibirla, conocerla y reconocerla, se vuelve simbólicamente eficiente, como una verdadera fuerza mágica: una propiedad que, porque responde a unas ‘expectativas colectivas’, socialmente constituidas, a unas creencias, ejerce una especie de acción a distancia, sin contacto físico. Se imparte una orden y ésta es obedecida: se trata de un acto casi mágico. Pero sólo es una excepción aparente a la ley de la conservación de la energía social. Para que el acto simbólico ejerza, sin gasto de energía visible, esta especie de eficacia mágica, es necesario que una labor previa, a menudo invisible, y en cualquier caso olvidada, reprimida, haya producido, entre quienes están sometidos al acto de imposición, de conminación, las disposiciones necesarias para que sientan que tienen que obedecer sin siquiera plantearse la cuestión de la obediencia” (2002: 172-173).
Referencias
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Organizador
Juan Pablo Silva-Escobar – Centro de Investigación en Artes y Humanidades (CIAH). Escuela de Animación Digital. Facultad de Ciencias Sociales y Artes, Universidad Mayor, Chile. https://orcid.org/0000-0001-5088-4332
Referências desta apresentação
SILVA-ESCOBAR, Juan Pablo. [Imagen y Poder: representaciones, discursos y política en Iberoamérica]. Autoctonía. Revista de Ciencias Sociales e Historia, v.7, n.1, p. 1-23, ene./jun. 2023. Acessar publicação original [DR]
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