En la actualidad la historia y la literatura tienen, o pretenden tener, límites claros y definidos. Cuando un historiador realiza una investigación con características históricas sabe, de antemano, cómo debe realizarla y cómo debe presentar los resultados obtenidos. Por su parte, un escritor de literatura también sabe que la forma como presenta sus productos literarios es cualitativamente diferente a la ficción histórica. Esto es, las ficciones históricas y literarias son, por antonomasia, diferentes. Los historiadores, en su gran mayoría, no aceptarían que uno de los suyos escribiera una novela histórica como resultado, por ejemplo, de una tesis doctoral en historia. Entretanto, un novelista no pretenderá, al escribir una novela histórica, que ella reemplace a la investigación realizada por un historiador. 1
Sin embargo, y siguiendo con lo anterior, la distinción clara entre historia y literatura no siempre fue así. En el siglo XIX, por lo menos en cuanto a América Latina concierne, los límites entre ambas no estaban bien definidos; eran, más bien, difusos. La disciplina histórica, tal como la conocemos hoy, no existía. De esta forma, quienes escribían historia, es decir, que fungían como historiadores, también podían, perfectamente, dedicarse a escribir obras literarias como novelas o cuentos.2 Y, lo que es más importante, para exponer las interpretaciones sobre el pasado no se limitaban a obras de carácter histórico, sino que también empleaban obras literarias. Sabemos que esta afirmación es controversial, pues el canon historiográfico propuesto, elaborado, cimentado y fortalecido desde el siglo XIX indica una distinción clara, que creemos artificial, entre historia y literatura.3 Ese canon señala cuáles son los historiadores —y cuáles son sus obras— considerados como fundacionales y pioneros para la historia de los nacientes estados nacionales hispanoamericanos.4 Desde la literatura ocurre otro tanto. En el siglo XIX se creó el canon literario, que indica cuáles son los escritores —y caules son sus obras— considerados fundacionales de las que fueron llamadas literaturas nacionales.5
Lo que queremos mostrar es que la historia, tal como se entendía en el siglo XIX, y la literatura en sus diversos géneros, sobre todo cuadros de costumbres, novela y teatro, servían para interpretar el pasado, pero, sobre todo, para exponer visiones sobre la historia de los nacientes países latinoamericanos. Es importante recalcar que ese ejercicio de revisión histórica no se limitaba a contemplar el pasado y sus huellas, y sobre ellos construir discursos interpretativos. El ejercicio, en medio de las novedades que significaba la creación de realidades como las repúblicas, la ciudadanía, el liberalismo y los derechos y garantías individuales, entre otros aspectos, iba más allá y era más complejo. Tomando el siglo XIX como referencia —lugar de enunciación, llamarían algunos— y en el entendido de que nuestro dossier gravita en buena parte sobre este periodo, los historiadores y escritores se preguntaban por las condiciones que condujeron a las realidades que vivían. Para ello revisaban el pasado buscando respuestas. Pero el ejercicio no quedaba allí. Como se estaban proponiendo y construyendo proyectos para darle sentido a lo novedoso, la revisión del pasado se hacía en función de lo que estaba por venir. Eso que estaba por venir debía construirse, y en ello el pasado jugaba un papel preponderante.6
La revisión del pasado y sus interpretaciones fueron, en el siglo XIX, muy complejas. Sintetizando, hubo por lo menos dos grandes corrientes. Una liberal con la que se cuestionó el pasado anterior a los procesos emancipatorios. Las llamadas Conquista y Colonia fueron revisadas bajo una óptica cobijada por la “leyenda negra” antiespañola, en la que se responsabilizaba a España de haber legado a las nuevas repúblicas vicios, males y problemas. En ese sentido, el lado más extremo se proponía hacer desaparecer ese pasado español y ubicar como punto cero de la historia la Independencia. La otra corriente, de tendencia conservadora, revalorizó el pasado español e indicaba que no se podía entender el presente decimonónico sin reconocer el legado que dejó España durante la Colonia. Esta corriente puede verse claramente en el llamado hispanismo.7
Volvamos al canon historiográfico. Si nos referimos específicamente al caso colombiano, desde el siglo XIX se afirma que el “padre” de la historia en el país es José Manuel Restrepo, especialmente por su obra sobre la Independencia colombiana.8 Además de Restrepo se indican tres o cuatro nombres que completan el panteón de los historiadores nacionales decimonónicos. Entre ellos están Joaquín Acosta, José Antonio de Plaza, José Manuel Groot y Manuel Briceño, cuyas obras cumplían el objeto de ser ensayos elaborados, la mayoría de los casos, a partir de contundente información primaria recabada de documentos ubicados en archivos.9 De ese selecto grupo son excluidos José María Samper, Soledad Acosta, Manuel Ancízar, Salvador Camacho Roldán, Medardo Rivas, Sergio Arboleda, entre otros tantos. Y qué hablar de quienes escribieron memorias, especie de relatos autobiográficos en donde se daba cuenta de visiones personales sobre procesos históricos en las que sus protagonistas, los personajes centrales del relato, eran también personajes centrales del devenir de la naciente república. El caso más concreto y conocido de estos relatos es la obra del ya citado Samper, Historia de una alma. 10 Estos relatos no cuadraban en lo que se definía como producción histórica. Lo que observamos es que quienes construyeron un relato con características históricas también se dieron a la tarea de escribir literatura, sobre todo de tipos y costumbres. Y con esta estrategia también mostraron interpretaciones históricas. Leyeron el pasado con los ojos puestos en el futuro, para interpretar las condiciones en las que vivían.
Expongamos un ejemplo. Medardo Rivas, en su reunión de ensayos titulada Los trabajadores de tierra caliente, 11 explica cómo fue el proceso de colonización de tierras en las zonas ribereñas del río Magdalena en lo que hoy son los departamentos de Tolima y Cundinamarca. En esa obra aborda la manera como hombres como él, empresarios de la colonización, invirtieron tiempo, recursos y energía en “civilizar” tierras que estaban abandonadas y, por tanto, por fuera del sistema productivo. Es una obra con interpretación histórica sobre la colonización. En la obra literaria, editada por José María Vergara y Vergara, Museo de cuadros de costumbres y variedades, 12 aparece, de autoría de Rivas, un pequeño cuadro de costumbres llamado “El cosechero”. En este texto, con otro lenguaje y, en esencia, con otra estrategia narrativa, Rivas va en la misma dirección que su obra de ensayos. Allí se muestran los conflictos entre civilización y barbarie, donde la civilización, encarnada en el hombre liberal, trabajador, progresista, previsivo —y por lo tanto que piensa en el futuro—, blanco e ilustrado, desciende de los Andes urbanos —léase Bogotá—, para arrancarle a la barbarie, no solo el monte improductivo, sino también el hombre rural, inculto, poco previsivo, nada ahorrador, que, según el mismo Rivas, pronto desaparecería. Ambas obras de Rivas están pensadas y elaboradas en clave histórica, tal como él entendía era la historia: la revisión del pasado que se manifestaba en el presente, para actuar sobre él y transformarlo en función del futuro de progreso que imaginaba debía cobijar a Colombia.
Lo discurrido hasta aquí es uno de los llamados de este dossier: ver cómo la historia y la literatura, sobre todo en el siglo XIX, fueron estrategias narrativas similares en cuanto a la construcción de interpretaciones sobre el pasado. Generalmente los historiadores ven en las obras literarias fuentes con valiosa información sobre aspectos esencialmente de la vida cotidiana, pero poco las ubican como interpretaciones históricas, sobre todo porque distan mucho del canon historiográfico. Tal es el caso, como queda dicho, de los cuadros de costumbres, pero también de las llamadas “novelas de costumbres”,13 género que interpela el presente de manera directa, a diferencia de la novela histórica, que encubre su intervención sobre el presente al ocuparse del pasado. La historiografía todavía aborda los cuadros de costumbres como fuentes primarias de su interpretación del pasado, sin parar mientes en que son “encuadramientos” interesados en la realidad, con el fin, precisamente, de producir la cotidianidad de una determinada manera, muchas veces condicionada por intereses personales (como los de Medardo Rivas), guerras civiles o reformas legales y como parte de debates mayores en prensa (en donde aparecían estos cuadros); por ejemplo, sobre la separación entre la Iglesia y el Estado, sobre la inmigración o la privatización de monopolios coloniales (como el tabaco).
De manera elocuente, la visión del cuadro de costumbres como una textualidad “transparente”, ajena a usos políticos, fue tramada por los propios cultores de este género literario. Eugenio Díaz, es sabido, usó de epígrafe para su Manuela: novela bogotana14 una cita de la escritora española Fernán Caballero: “Los cuadros de costumbres no se inventan, sino se copian”, en alusión a una proximidad, sin mediación literaria, con la realidad; mientras que Carlos Holguín los definió como “escenas de la vida de un pueblo, su historia, en una palabra, y no como quiera, sino su historia viva”.15 El cuadro de costumbre como “historia viva” ha legitimado que estos se usen, desde el presente del historiador, como forma de documentar el pasado antes que como una forma no solo de interpretar la realidad del escritor decimonónico,16 sino también de entrar en contienda con otros por defender una forma política del pueblo (o de las tradiciones) más acorde con la idea de república que se defendía.17 Estas reflexiones enmarcan intervenciones en este dossier como la de Rafael Ocasio, quien, con su artículo “El transcurso del tiempo como significante abolicionista”, muestra cómo el escritor cubano Anselmo Suárez y Romero se sirvió de tácticas literarias para lograr vencer la censura española y publicar sus “Artículos de costumbres” en la Cuba colonial. A diferencia de lo que sucedió con su novela de costumbres, Francisco o las delicias del campo (1880), que tuvo que publicarse cuarenta años después de escrita por cuenta de la censura, sus artículos de costumbres, a pesar de abordar la economía esclavista, sí llegarían a imprimirse en la isla. La interpelación de la realidad por parte del cuadro de costumbres como marco interpretativo podía hacerla sujeto de la censura imperial, pero también, dependiendo de las técnicas literarias del escritor, embozar dicha crítica y hacerla pasar desapercibida para los censores.
En el artículo de Juan Felipe Urueña, “Conciudadanos que se fletan como bestias”, se estudian las metáforas construidas sobre la labor del carguero, personaje tipo, que sobre sus espaldas llevaba a otra persona en medio de las penalidades y dificultades de los caminos colombianos del siglo xix. La principal metáfora es la comparación con los animales de carga, mulas, burros y caballos. Esta imagen fue ampliamente difundida en Occidente por los extranjeros que recorrieron el país. Este artículo se suma a otros que han invitado a cuestionar, directa o indirectamente, la forma como el ideario liberal se confronta y se tensiona con la realidad.18 Uno de los autores de estas metáforas, tratado por Urueña, es el liberal Santiago Pérez, quien años después llegaría a ser presidente de los Estados Unidos de Colombia (1872-1874). Pérez alude a los cargueros como “conciudadanos”. Sin embargo, a pesar de tratarlos, sobre el papel, como pares, los sigue usando para que lo transporten. Las diferentes imágenes que acompañan al artículo develan la tal vez principal metáfora, y es la del ordenamiento social: el carguero, generalmente indígena, mestizo, negro, mulato o zambo, siempre estaba debajo del hombre blanco, letrado, ilustrado, rico y todopoderoso, tal y como ocurría en la sociedad.
Así como el cuadro de costumbres se arropó con un invisible manto de objetividad, la historiografía del mismo periodo —acaso de manera más exitosa— hizo otro tanto. Como se muestra en varias contribuciones de este dossier, la historiografía del siglo XIX se construyó también a partir de tácticas literarias, desplegándose, como un continuum narrativo que resolvía las inherentes contradicciones de la historia para defender una cierta representación del pasado con intereses políticos particulares. Famosamente Hayden White llamó a esta operación narrativa explanation by emplotment. 19 El análisis literario —siempre atento a las relaciones de intertextualidad, a la movilización de figuras retóricas y a la desigual administración de la información— muestra, sí, que la historiografía ofrece una interpretación del pasado basada en fuentes, pero, en no pocos casos, a expensas de la historia misma. Por ejemplo, María Elena Fonsalido, en su artículo “El gran capitán caído. Mito, historia e ideología en un relato de Bartolomé Mitre”, pone en práctica un análisis literario para mostrar el trasfondo ideológico de la historiografía patria argentina. Allí analiza la manera en que el historiador argentino Bartolomé Mitre —quien se representó a sí mismo como epítome del escritor fiel al archivo—20 inventó un “mito de origen” para las relaciones entre clases sociales que él soñaba como plácidas y patriarcales para la posindependencia. Con atención al archivo historiográfico en España y Argentina, Fonsalido devela las escogencias estéticas de Mitre en la construcción de una escena canonizada por los manuales escolares argentinos: en medio de una batalla, Belgrano es salvado por um subalterno, Cabral, quien da gustoso su vida por su “gran capitán”. Al cotejar los propios documentos de Belgrano acerca de esa batalla, Fonsalido muestra que no hay mención de que fuera salvado por un subalterno. Solo sabemos que Cabral sí existió y que murió en esa batalla. La escena, autoría de Mitre, es un subterfugio literario —con archivo español— para crear un romance patriarcal entre las nuevas élites y el pueblo.
En casos como el de Mitre se ve cómo la historiografía cumplía, al igual que la literatura, una agenda educadora, haciendo de ambas herramientas con las cuales modelar ciudadanos, insuflar valores republicanos y crear (y hacer sentir) una historia compartida. Ronald Briggs recientemente ha llamado al cruce entre educación, moral y literatura (entendida esta en sentido lato) “electricidad moral”:21 es decir, aquella sensación, producto de la lectura, que debía hacer del lector —y sobre todo de la lectora, gran consumidora de novelas— un buen miembro de la comunidad nacional. De esta manera, tanto la historiografía como la literatura dialogaban con otras formas de la escritura moral en la que ambas se mezclaban, tales como los llamados catecismos republicanos o las microbiografías de hombres ilustres (compiladas en “galerías” o “panteones” de “vidas morales” como la Galería de celebridades argentinas [1857] del propio Mitre).
La figura del escritor como aquel que muestra y oculta, con diferentes agendas, el archivo de su narración surge nuevamente —y, coincidencia curiosa, también para el caso de la ficcionalización de la familia Fernández de Córdoba— en el artículo “Historias reales e historias fingidas: sobre Palmerín y Primaleón”. Allí, su autor, Jesús Ricardo Córdoba Perozo, muestra las relaciones y las tensiones entre la historia y la literatura en los prólogos de dos obras de comienzos del siglo XVI español, esto es, en los inicios del llamado Siglo de Oro. En ese sentido, el autor llama la atención sobre cómo en los prólogos de las obras Palmerín y Primaleón se entremezclan los niveles históricos real y ficcional. Esto puede verse, entre otros aspectos, en el relato del linaje de los protagonistas (nivel histórico real) y en el recuento de sus hazañas (nivel histórico ficcional). De esta forma, con ejemplos puntuales extraídos de las obras en cuestión, Córdoba Perozo revela las intrincadas relaciones y tensiones entre literatura e historia planteando las posibles claves para leer no solo las ficciones, sino también los linajes de quienes son sus protagonistas, por ejemplo, los Córdoba de finales del siglo XV.
La opacidad de las comunicaciones entre historia y literatura —varias de las intervenciones de nuestro dossier las visibilizan— es una táctica que opera no solo dentro de los textos mismos, sino en las formas en las que años después son canonizadas, separadamente, la historiografía y los textos literarios. Hacia el final del siglo xix, con el armado y la separación de un canon para la historiografía y otro para la literatura, textos como estos —entre otros textos cortos aparecidos por entregas en la prensa— se fueron por las rendijas y pasaron al olvido. Los cánones escogieron primariamente formas de largo aliento en prosa —historias patrias convencionales, novelas u obras de teatro— y descartaron otras formas coleccionables con que se interpretaba el pasado. Vanesa Miseres, en su artículo “Sociabilidad femenina y archivo: lectura de tres álbumes de mujeres en el siglo xix colombiano”, nos invita a volver al archivo, en su caso, para revisitar los álbumes como otras formas de enmarcar, coleccionar y producir un saber histórico en clave de género y para vencer las acaso empobrecedoras —y no históricamente únicas— opciones desde las cuales el canon delimitó nuestra interpretación del pasado. Una invitación similar proviene del texto de Ilse Mayté Murillo Tenorio, “La negra Angustias de Francisco Rojas: una novela revolucionaria de la Revolución mexicana”. En él, Murillo Tenorio aborda la figura de Francisco Rojas para hacer una historia material de esta novela y mostrar cómo el escritor —un intelectual, hoy, transdisciplinario, versado en literatura, historia y antropología— se propuso visibilizar, a través de la novela, historias no contadas por la historiografía mexicana más tradicional del periodo de la Revolución: una mujer negra y comandante revolucionaria. Para reconstruir su vida a través de su novela se basó en un personaje real, haciéndole entrevistas y recogiendo testimonios sobre el periodo. Este artículo es, de soslayo, una invitación a revisar el canon que estableció, desde las novelas cimeras de Mariano Azuela,22 la lista de las novelas de —y sobre— la Revolución mexicana, algunas de las cuales fueron popularizadas gracias al cine de la Revolución, como, por ejemplo, Los de abajo de Mariano Azuela, Vámonos con Pancho Villa de Rafael Muñoz y La sombra del caudillo de Martín Luis Guzmán.23
Como muestra el caso expuesto por Murillo Tenorio, aquello que se entiende por “novela” o por “historia de la Revolución mexicana” —a quiénes incluye, cómo cuenta su historia, de qué materiales se sirve— está sujeto también o, sobre todo, a la coyuntura política y al recambio de fuerzas históricas. Esto es visible en la intervención de James Rodríguez Calle, quien aborda en su texto “Los piratas de Cartagena de Soledad Acosta: narración de la Colonia para los príncipes de la Regeneración” la manera en que es representado tanto el pasado español como el rol de mujeres, ancianos, niños y poblaciones afrodescendientes en los albores de la Regeneración. Esta novela histórica, en el año de la expedición de la Constitución centralista de 1886 en Colombia, representa el pasado colonial no como un lastre oscurantista o a España como una nación bárbara, tal cual se había representado por parte de escritores liberales, sino como un pasado compartido entre América y Europa gracias al cual los personajes —sobre todo, los no masculinos— se mostraban, al tiempo que activos defensores del catolicismo, como propulsores de valores ilustrados y de agendas de progreso. Así, la noción de educación —o aquello que se consideraba objeto de ella— cambió también a lo largo del siglo xix en la región. Por ejemplo, mientras que, en novelas históricas como Los gigantes (1875) de Felipe Pérez, la conquista española era representada como “un charco de sangre, i cada conquistador un verdugo”,24 en Los piratas de Cartagena, España en América adopta, con muchas sutilezas, una agencia civilizadora frente a otra barbarie, la de la Inglaterra protestante.
Como es sabido, Acosta queda marginada de un canon hecho por hombres a pesar de la importancia de su obra, solo recuperada a finales del siglo XX. 25 Estas complicidades entre género y canon están presentes también en la contribución de Cassandra Nájera. A pesar de trabajar con otro contexto nacional, el estadounidense, pero durante el mismo periodo de Acosta, con su contribución “William Dean Howells y Elizabeth Stuart Phelps: masculinidad, feminidad y representaciones literarias del matrimonio. Estados Unidos, 1870-1880”, nos acerca a las representaciones de género en dos novelas cuya trama gira en torno a los deseos perdidos y encontrados gracias al matrimonio. De manera más específica, allí Nájera aborda las maneras diferenciadas por género en las que dos personas de clase media, blancas, que habitan el norte de Estados Unidos en la posguerra civil, representan no solo el matrimonio, sino la sexualidad y el propio trabajo (como escritores) en momentos de ascenso de la conciencia feminista,26 así como de la emergencia de la clase media y del comienzo de la apertura del mercado laboral para las mujeres. A través de una meticulosa lectura de ambas novelas, Nájera realiza un análisis contextual en el que trae a colación manuales de conducta de la época para mostrar cómo la formación de subjetividades ideales, patriarcales, para cada género, circulaban con prescriptivas que se colaban en las formas en que se representaba el género en la novela realista. Así, Nájera logra abordar las maneras en las que el patriarcado, presente en ambos textos —pero cuestionado de soslayo en la novela de Phelps—, delimita las posibilidades de realización personal para cada persona, al tiempo que brinda un testimonio de las borraduras de las diferencias entre el ámbito público y el privado, poniendo en cuestión al patriarcado mismo que pensaba administrarlas sin fisuras.
Como se ve en esta somera presentación de las contribuciones, la lectura de las confluencias y deslindes entre literatura e historia en clave de género es una de las líneas más visibles de nuestro dossier, una mirada que se desborda inclusive hacia las intervenciones de las secciones de Tema Libre. En “Los mártires y las sirenas: el régimen moral sacrificial en la obra de José Joaquín Ortiz (1814-1892)”, Alejandro Quintero Mächler hace un minucioso trabajo de archivo para mostrar cómo un “régimen moral sacrificial” —una valoración del sacrificio voluntario por una idea política— rondaba los debates públicos del medio siglo XIX colombiano, durante la llamada por los conservadores “irrupción del paganismo” con la llegada del liberalismo al poder. Aunque de más visible uso por parte de los polemistas católicos —como el propio José Joaquín Ortiz—, los usos de la idea del sacrificio constituyeron una arena política en la cual entraron en conflicto liberales radicales como José María Samper —quien representaba a los gólgotas [liberales radicales] como “gladiadores antiguos”— o polemistas católicos para defender o defenestrar ciudadanías morales. En tiempos de la “feminización del catolicismo”,27 estos debates públicos, conducidos por hombres según la reconstrucción de Quintero Mächler, apelan a una “economía emocional centrada en el corazón” (p. 381) en la que el sacrificio se cuenta a partir de un lenguaje de afectos y emociones: dolor, lágrimas, sufrimiento o pena son palabras que nutren la imaginación de la idea del sacrificio. La propia imagen de las sirenas —parte del título del texto de Ortiz— sirve para que él represente al utilitarismo de Bentham como una tentación pecaminosa para los jóvenes lectores. Con este uso metafórico de las sirenas, Quintero Mächler también muestra cómo los hombres involucrados en este debate entre utilitaristas y católicos trajeron nuevamente la imagen de mujer fatal como un agente invisible pero poderoso (la mujer es convocada en ausencia como una enemiga de voz dulce pero mentirosa) que tienta el “alma” de la nación.
La mujer como repositorio de historias morales o inmorales vuelve a surgir en el texto de Bernardita Eltit “Benjamín Vicuña Mackenna, autor de la Quintrala”. En él, Eltit muestra cómo la vida de Catalina de los Ríos, conocida como “la Quintrala”, una encomendera del siglo XVII en Chile cuya conducta criminal, de acuerdo con expedientes coloniales, la llevó a asesinar a su padre y a torturar a indígenas, es usada como una “fábula judicial” por el historiador chileno. “Situada entre lo literario y lo periodístico” (p. 201), la Quintrala es creada como una metáfora “del periodo colonial que es necesario dejar atrás para conformar una identidad nacional liberal” (p. 209). De la actualización de un expediente colonial en el periodo republicano, emerge la figura del propio Vicuña Mackenna, por una parte, como juez de la posteridad en calidad de historiador, pero también, por otra, como escritor que se sirve de artificios literarios propios del folletín para crear discontinuidades, al mismo tiempo que fabrica conexiones con su labor de archivo y escritura, entre el periodo colonial y su proyecto como intelectual liberal.
En el artículo de Natalia Loza Mayorga, “Tensiones entre maternidad y aborto en la obra de Laura Pérez de Olea Zambrano (Quito, 1959)”, se estudia la novela Sangre en las manos, basada en hechos reales, en la que se cuenta la historia de la obstetra no titulada Carmela Granja, quien es llevada a juicio y condenada a cuatro años de prisión por realizar un aborto que terminó con la muerte de la paciente en 1938. Pérez realizó cambios a la historia original para convertirla en novela, dejando la esencia de los acontecimientos: una estudiante de medicina, de origen humilde, llamada Estenia Germán, se lucra con abortos clandestinos realizados a mujeres de diversos sectores sociales. En la novela puede observarse, desde distintas perspectivas —no solo la de la doctora abortista sino también las de quienes se practican el aborto— la forma como se vive esa experiencia femenina. Una de las claves del artículo de Loza es que, a partir de una obra de ficción, basada en hechos reales, se muestra la forma cómo la sociedad ecuatoriana, imbricada en un espectro más amplio, el latinoamericano, moldeó la relación entre maternidad y aborto desde el siglo XIX, llevando a criminalizar a las mujeres implicadas en la práctica abortista, pero no solo por el aborto sino porque con él se estaba atentando contra la patria, pues tener hijos era un deber cívico. También puede observarse, en la relación historia y literatura, cómo un hecho real, que sería el objeto ideal para los historiadores, es abordado por la literatura, en una novela que lo convierte en ficción literaria para, después, ese objeto literario, la novela, ser abordado como objeto de estudio por los historiadores, y de allí, en un esfuerzo más, catapultarse al hecho real primigenio.
Nuestro dossier le sigue el itinerario a variadas idas y vueltas del presente al pasado. Tal es el uso que hace Mitre de Gonzalo Fernández de Córdoba o Laura Pérez de Carmela Granja. Con estos usos de la historia, otros autores también delimitan y producen nuevas expectativas sobre el futuro. Es el caso de la ruptura entre género y maternidad que propone Elizabeth Stuart Phelps o los usos (contra)revolucionarios de la idea de sacrificio en el siglo XIX (en el texto de Quintero Mächler en la sección Tema Libre) o la expansión del canon historiográfico de la Revolución mexicana a partir de las experiencias y testimonios de una mujer afromexicana en la novela de Francisco Rojas González La negra Angustias. Estas confluencias entre literatura e historia determinan y al mismo tiempo expanden las intrincadas relaciones, sus opacidades y fulgores, entre ambas formas de dar cuenta del pasado.
Por último, no queda más que invitar a leer este dossier que, de los convocados por el Anuario Colombiano de Historia Social y de la Cultura, es el que más acogida ha tenido por parte de autores. Agradecemos a los cuarenta y nueve autores que propusieron sus artículos para el número, lo cual, como es claro, hizo mucho más difícil la selección de los que son publicados. De igual manera, como pudieron notar, los textos de metodología y de tema libre también abordaron la relación entre historia y literatura, lo que hace de este número, en su conjunto, uno que toca específicamente un tema. La gran acogida no es más que una muestra de la relevancia, importancia y actualidad de un tema que invita a seguir promoviendo el continuo diálogo entre historia y literatura.
Notas
Organizadores
José David Cortés Guerrero – Universidad Nacional de Colombia. Bogotá, Colombia
Felipe Martínez Pinzón – Brown University Providence, Estados Unidos.
Referências desta apresentação
GUERRERO, José David Cortés; PINZÓN, Felipe Martínez. Editorial. Historia y literatura: leer el pasado con los ojos en el futuro. Anuario Colombiano de Historia Social y de la Cultura. Colombia, v. 49, n.1, p. 17-32, ene./jun. 2022. Acessar publicação original [DR]
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