JARAMILLO, Pablo. Etnicidad y victimización. Genealogías de la violencia y la indigeneidad en el norte de Colombia. Bogotá: Ediciones Uniandes, 2014. 292p. Resenha de: APARICIO, Juan Ricardo. Antípoda – Revista de Antropolgía y Arqueología, Bogotá, n.22, maio/ago., 2015.
Como alguna vez lo plantearon Veena Das y Deborah Poole (2004), desde sus orígenes la antropología como disciplina ha sido acechada por el lenguaje del Estado asociado a los tropos del orden social, la dominación, la racionalidad, el monopolio y la legitimidad. Sin duda, la influencia de la Ilustración y otras corrientes posteriores y críticas a este mismo proyecto –como lo fue en su momento el romanticismo alemán (Herder)– ha sobredeterminado algunas de las apropiaciones conceptuales clásicas con las cuales en su momento los primeros antropólogos emprendieron el análisis de las “sociedades primitivas” (Bunzl, 1996). Ya sea para utilizar estos tropos heredados a su vez de los tres grandes hombres blancos –Marx. Durkheim y Weber–, o incluso para interesarse en sociedades que luchan en contra de la aparición de la forma de Estado (Pierre Clastres, e.g.), es evidente que la antropología, de formas muy diferentes y variadas –unas más cercanas a las corrientes durkheimianas enfatizando la función ordenadora de la sociedad y otras más cercanas a Marx y Weber enfatizando su dimensión conflictiva, contradictoria y eminentemente política, entre otras–, tomó prestado de los vocabularios estructuralistas y funcionalistas o su combinación para comprender la emergencia, el mantenimiento y reproducción de los órdenes sociales. Incluso, en sus escuelas de Cultura y Personalidad, mejor visibilizadas en los trabajos de Ruth Benedict, siempre se trató de encontrar los patrones y los estándares en la cultura. Pero Edmund Leach (1964: ix), en su prólogo al clásico estudio sobre las aldeas del Sudeste Asiático, ya indicaría una poderosa crítica sobre esta tradición: el uso sobresimplificado (oversimplified) de una serie de nociones asociadas al equilibrio derivadas del uso de las analogías orgánicas para estudiar las estructuras de los sistemas sociales. En términos concretos, indicaría que los sistemas sociales no son una realidad natural y que, a lo sumo, la presencia del equilibrio siempre será ficcional (1964: ix).
En este orden de ideas, y a lo largo de la larga y muy variada historia de lo que algunos llamarían antropología política, quiero pues enfatizar en la muy rica y compleja tradición del pensamiento antropológico, no pocas veces en diálogo con la filosofía política, que ha enfatizado y estudiado las prácticas que deshacen la misma idea del Estado con “E” mayúscula, así como sus fronteras territoriales y conceptuales (Das y Poole, 2004). El clásico estudio de Philip Abrams (1988) sobre el dilema de estudiar al Estado con “E” mayúscula ya anunciaba la dificultad de pensarlo como un objeto aislable y limitado de las otras dimensiones de la vida social. Haciendo una enorme generalización que corre el riesgo de borrar sus singularidades, se trata de una muy amplia variedad de estudios que han pensado al Estado desde las mismas prácticas que lo construyen, performan, reproducen y mantienen en el tiempo. Es así como Akhil Gupta (1995), por ejemplo, estudiaría el Estado desde los márgenes burocráticos de las aldeas y la misma percepción que tienen sus habitantes para terminar reificándolo como una entidad separada de la sociedad civil. En otro trabajo posterior sobre las burocracias, indicaría también la importancia de las redes locales y clientelistas que terminan construyendo al Estado lejos de la racionalidad burocrática weberiana (Gupta 2012). También, Winifred Tate (2007), en su estudio sobre la emergencia tanto del gobierno de los derechos humanos como de los movimientos sociales organizados en torno al mismo, indicaría cómo son los últimos los encargados también de reificar al Estado como una entidad homogénea y totalizadora a la cual se puede culpar y también demandar. La cara dual que tiene el Estado, como aquella entidad que se teme pero también que se desea (“Estado piñata”), fue descrita por Diane Nelson (1999) en el auge de la Guatemala multicultural de los noventa. En definitiva, para esta tradición de estudios etnográficos del estado (con “e” minúscula) –que no he querido intentar delimitar acá sino tan sólo mostrar algunos breves ejemplos–, el estado es analizado a través de las mismas prácticas que lo terminan construyendo y manteniendo en el tiempo. Para concluir con este breve apartado, quizás el cambio más radical de esta mirada desde una etnografía crítica que intenta desnaturalizar tanto el objeto de estudio del “Estado” como sus actualizaciones en el sentido común, lo aclararía Michel-Rolph Trouillot en su clásico artículo sobre el Estado: en una mirada donde la “materialidad del Estado residirá mucho menos en las instituciones que en la reorganización de los procesos y relaciones de poder con el fin de crear nuevos espacios para el despliegue de poder” (2001: 127).
Es pues desde estas coordenadas teóricas y metodológicas de las etnografías críticas del Estado que quiero leer el libro del antropólogo Pablo Jaramillo Etnicidad y victimización. Genealogías de la violencia y la indigeneidad en el norte de Colombia. El autor adelanta su investigación sobre la emergencia e inserción del sujeto indígena wayúu dentro del discurso de la víctima movilizado por las agencias internacionales y el Estado colombiano. Con fineza etnográfica, nos permite entender cuáles son las nuevas condiciones de posibilidad pero también de movilización estratégica de la noción de la víctima articulada tanto a lo indígena como a su particular feminización. Indagando acertadamente sobre la larga historia de alianzas, encuentros y desencuentros y relaciones entre las comunidades indígenas con el Estado y sus instituciones –por ejemplo, alrededor de la emergencia de las autoridades matrilineales resultado de los matrimonios de mujeres wayúu con intermediarios del Estado–, el autor logra ilustrar que estas identificaciones son más bien un terreno movedizo, contingente y lleno de mediaciones estratégicas. Lejos de la metáfora vertical de la soberanía o de la burocracia aséptica weberiana, el autor indaga sobre las prácticas mismas que permiten el despliegue de soberanías y su reacomodación contingente por parte de las comunidades y, también, de las autoridades del gobierno central.
Esto lo conduce a indagar el presente a través de una etnografía que lo llevaría tanto a foros en las Naciones Unidas como a las aldeas wayúu en La Guajira, para darnos luces sobre las respuestas de estas comunidades a las interpelaciones del Estado humanitario y multicultural y sobre las ansiedades que se generan alrededor de la mercantilizacion de la etnicidad y la gubernamentalizacion de la diferencia. Resalta la emergencia de las llamadas Autoridades Tradicionales como los vehículos mediante los cuales se ejerció una soberanía en la década de los noventa plegada a los intereses de las economías globales y útiles para la interlocución con las agencias del Estado. Con detalle etnográfico, por ejemplo, el autor ilustra estas ansiedades antes, durante y después de varios encuentros entre las comunidades indígenas y funcionarios de ONG y agencias internacionales a los cuales pudo asistir. También ilustra cómo estas mediaciones logran “inventar” comunidades a través de la mediación de un ejercicio burocrático dedicado a llenar formatos y en manos de representantes particulares de las comunidades. Y, por supuesto, dedica una buena parte de los capítulos a indagar sobre amenazas, alianzas, masacres, desplazamientos y desencuentros de los wayúu con los grupos armados que resquebrajaron sus propios procesos organizativos. Estos apartes sobre estos encuentros que tienen lugar tanto en rancherías como en oficinas en Nueva York son realmente fascinantes pues complican lecturas reduccionistas tanto sobre la interpelación como sobre la resistencia.Buscan más bien comprender cómo se experimentan en la cotidianidad estos desafíos.
El libro puede leerse también como una etnografía del Estado preocupado por entender que, lejos de la visión racionalista y pura de la burocracia moderna referida anteriormente o de la metáfora organicista, en realidad ésta es vulnerable a todo tipo de mediaciones, intermediarios y negociaciones. Es bien sugerente su complejización de la extrema racionalización y efectividad que se le quiere acordar a este gobierno de los otros; estoy menos de acuerdo con su crítica a un supuesto Foucault que correspondería a una noción totalitaria, vertical y totalmente eficiente de este arte de gobernar. Sólo revisar las últimas dos frases de Vigilar y castigar (Foucault, 1976: 214) para darse cuenta de las múltiples batallas que amenazan estos actos de gobernar a las poblaciones, incluso en medio de este proyecto panóptico que produce una “humanidad central y centralizante, efecto e instrumento de relaciones de poder complejas” . Incluso, el mismo Foucault dudaría de la misma efectividad y unilinealidad de las racionalidades de la misma gubernamentalidad. Parafraseando al pensador francés, afirma que después de todo el Estado no es más que una realidad compuesta (composed reality), una abstracción mistificada, que, finalmente, no es tan funcional ni tan eficiente como pretende serlo (Foucault, 2000: 220). Importante precaución que debería también producir lecturas más rigurosas sobre este pensador francés muchas veces asociadas a las metáfora de la administración vertical y eficiente de poblaciones.
Quiero terminar con dos comentarios donde veo, más que respuestas concluidas y acabadas en el libro de Jaramillo, proyectos que se abren para una antropología en un futuro. En primer lugar, el último capítulo, el más corto a mi modo de ver pero el más provocador, deja al lector queriendo saber más. Me explico: gran parte del libro se ha movido dentro de la movilización de los “esencialismos estratégicos” que han permitido que algunos sectores, familias, etcétera, entren a jugar dentro del mundo multicultural con todas las contradicciones y “confluencias perversas” del gobierno neoliberal (Dagnino 2004). El autor revisa en sus conclusiones distintos trabajos antropológicos en Colombia que han intentado analizar los procesos de endogénesis y deja la interesante observación de que muchos de éstos se han quedado parados “a medio camino” (p. 230). Indica, conversando con Restrepo (2004) y también distanciándose de él, que estos trabajos de endogénesis han desechado la pregunta sustancial por la experiencia y la identidad para pensarla dentro de las (únicas) coordenadas de los “esencialismos estratégicos” y las posiciones de sujeto. Dice Jaramillo (p. 230; el énfasis es mío): “De hecho, mucho del conocimiento sobra la etnicidad que se ha derivado de este acuerdo consiste en afirmar que estos usos son profundamente políticos y estratégicos. Pero quedarse ahí es parar a medio camino”. A continuación, el autor intenta posicionar conceptos elaborados y muy enriquecedores como el de la “etnogénesis radical” de James Scott y el de la “política de la vida densa” de Povinelli, para terminar concluyendo: “Sin embargo, el concepto apunta a un elemento clave de la etnicidad, y es que la contingencia existe dentro de un repertorio, aunque amplio, definido de concebir la existencia humana en relación con algo llamado ‘cultura’. En otras palabras, la etnogénesis depende de una ontogénesis” (p. 230). Así, frente a la noción instrumental del despliegue de los “esencialismos estratégicos”, Jaramillo (p. 231) reacciona argumentando que tales afirmaciones niegan que también la etnicidad sea también “una forma de experimentar y ser en el mundo”, sin desnudarla tampoco de su dimensión política.
El texto pasa luego, en verdad en pocas páginas, a repasar en qué consistirían estas “políticas de la vida densa”, tales como las respuestas por parte de algunos líderes indígenas a la llegada del Parque eólico Jepirachi, diseñado y dirigido por las Empresas Públicas de Medellín, que recibiría una cuantiosa suma de dinero del Fondo Prototipo de Carbono del Banco Mundial. Analizando las respuestas de algunos de estos líderes en Foros Internacionales frente al silencio del proyecto y sus diagnósticos sobre la violencia paramilitar, el autor piensa estas respuestas de rechazo al proyecto a partir de “la posibilidad de construir un sentido de colectividad y bien común entre los wayúu … apelando a formas alternativas de articular ‘la indigeneidad’ como parte de las movilizaciones políticas y las demandas de la justicia” (p. 236). En estos reclamos encuentra una relación entre el discurso de la victimización movilizado estratégicamente en estos foros y elementos constitutivos de la vida wayúu, como el viento. Según el autor, la Fuerza de Mujeres Wayúu, protagonista central de su libro, al plantear estos desafíos en estos foros, proponía que “el viento era un elemento fundamental en las nociones de llegar a ser wayúu” (p. 237); en ese mismo sentido, continúa el autor, se proponen “formas de interdependencia como piedra angular para la identificación wayúu” (p. 237). Sin duda alguna, tal dirección ubica al texto cercana a aquellas corrientes recientes de pensamiento antropológico que han pensado el tema de las “ontologías políticas” al reconocer la movilización de los antagonismos en “la misma gestación de las entidades que conforman un determinado mundo u ontología” (Blaser 2008: 82). Insisto, es una lástima que hayan sido pocas las páginas dedicadas a estos argumentos y acontecimientos que hacen mucho más complejo el análisis de estos procesos de endogénesis radical que van más allá de su instrumentalización política. Queda un camino abierto por recorrer por parte de futuros investigadores que intenten comprender estos procesos sin reducirlos a argumentos sustancialistas o estratégicos, como si fueran mutuamente excluyentes.
Por último, y sin entrar en hondas discusiones, quiero terminar indicando mi curiosidad por cómo va a ser leído este libro por parte de sus entrevistados/as y las organizaciones con las cuales Jaramillo debatió sus investigaciones por varios años. Mucha de la información recolectada de los testimonios, justamente habla de las ansiedades que viven estas comunidades y estos líderes frente al encuentro con las agencias estatales. Hay testimonios que podrían ser leídos de manera muy exagerada –como el intento de estas comunidades por “engañar” al Estado y a las ONG, o las alianzas, rupturas y luchas entre distintos sectores wayúu, con testimonios que hace una persona sobre otra persona o bandos contrarios–. El debate, por supuesto, lo quiero ubicar por fuera de la instrumentalizada noción de los códigos de ética que actualmente atraviesan nuestras investigaciones. Mi curiosidad es quizás la de todo etnógrafo sobre el destino de sus observaciones dentro de territorios marcados por tensiones, ansiedades y conflictos humanos.
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* Jaramillo, Pablo. 2014. Etnicidad y victimización. Genealogías de la violencia y la indigeneidad en el norte de Colombia. Bogotá, Ediciones Uniandes, 292 páginas.
Referencias
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Blaser (M). (2008). «La ontología política de un programa de caza sustentable», WAN Journal4.pp. 81-107. [ Links]
Bunzl, Matti. 1996. Franz Boas and the Humboldtian Tradition: From Volksgeist and Nationalcharakter to an Anthropological Concept of Culture. En Volksgeist as Method and Ethic: Essays on Boasian Ethnography and the German Anthropological Tradition, ed. George Stocking, pp. 17-78. Madison, University of Wisconsin Press. [ Links]
Dagnino, Evelina. 2004. “Conflência perversa, deslocamentos de sentido, crise discursiva.” In La cultura en las crisis latinoamericanas, editado por Alejandro Grimson. Buenos Aires: CLACSO., pp 195-216. [ Links]
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Restrepo, Eduardo. 2004. Teorías contemporáneas de la etnicidad. Stuart Hall y Michel Foucault.Popayán, Editorial Universidad del Cauca. [ Links]
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Trouillot, Michel-Rolph. 2001. The Anthropology of the State in the Age of Globalization. Close Encounters of the Deceptive Kind. Current Anthropology42 (1), pp. 125-138. [ Links]
Juan Ricardo Aparicio – PhD. Antropología, Universidad de Carolina del Norte en Chapel Hill, Estados Unidos. E-mail: japarici@uniandes.edu.co
Universidad de los Andes, Bogotá, Colombia.
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