MIRANDA, Sergio González. El Dios Cautivo. Las Ligas Patrióticas en la chilenización compulsiva de Tarapacá (1910-1922). Santiago: LOM Ediciones, 2004. Resenha de: ATENCIO, Lautaro Núñez; PRIETO, Carlos Maldonado. Chungara – Revista de Antropología Chilena, Arica, v.37, n.1, p. 98-101, jun. 2005.

Comentario de Lautaro Núñez Atencio*

Recién hemos terminado de leer esta otra obra del historiador Dr. Sergio González Miranda, quien con su proverbial rigurosidad, despliega una notable factografía, para aquello que nos ha acostumbrado en todos sus escritos, esto es, su rigor en el buen manejo de las fuentes, que dan cuenta de hechos tan sólidamente documentados, que pareciera que en sí mismos estos archivos lo conducen, en este caso, a la revelación del episodio más aterrador que se recuerde de violencia estatal y civil, ejercida sobre la sociedad peruana de la postguerra salitrera. Algo se sabía de las persecuciones de las así llamadas “Ligas Patrióticas”, ocurridas a comienzos del siglo XX, entre archivos medio ocultos y voces acalladas, primero en la clandestinidad y luego en la pena de sentirse exiliados en lo que recién había sido su propia tierra.

Desde el título queda claro que se trata de sucesos dramáticos ocurridos en la comarca tarapaqueña, como si aquel Dios Cautivo anterior a los Incas, el travieso Tarapacá, hubiera marcado para siempre el destino de la región, trasladándose hacia la Colonia cuando el Señor Cristiano es abatido y cautivo por los Moros del autosacramental de La Tirana y se libera al fin de los diablos figurines para transformarse luego en la sociedad tarapaqueña. Esta vez cautivo en las provincias que pasaron a ser chilenas y que para desperuanizarlas cayeron en manos de los demonios xenófobos organizados en un movimiento pronacista orientado a martirizarlos y expulsarlos por vencidos, cholos y complotadores. Por lo mismo, es un segmento gris de una historia regional no incluida en las Historias Generales y que sería irrepetible y casi incomprensible en las “otras” regiones enmarcadas en el modelo del “Reyno” de Chile.

Ahora se puede entender de dónde viene ese afán integracionista y bolivariano del autor, quien, como sujeto y objeto de su propia historia, recoge a sus hermanos de los países vecinos, porque él sabe que esta comarca fue construida por indios, negros, españoles, criollos y mestizos desde la colonia, y que la modernidad salitrera atrajo a emigrantes andinos y europeos como trabajadores o capitalistas, es decir, todos en la construcción de una región llamada multiétnica y plurinacional. Comparable a una “California” en donde al menos sus trabajadores tenían trabajo estable, alimentación suficiente y educación para sus niños, además de otra oficina cercana para rearmar su “payasa” sin descontar ese juego moderno que los ingleses de la pampa llamaban football…

El autor nos llevará a la identificación de una comarca con un destino minero-colonial y decimonónico, sostenida por la pujanza de familias criollas y peruanas de esa naciente nación que con sus gentes tarapaqueñas iniciaron la asombrosa conquista de la pampa salitrera, espacio nunca ocupado, ni siquiera por los pueblos indígenas. Así, nos enseñaron a crear riqueza, fundar pueblos en el medio de la nada y de paso inaugurar los primeros puertos que establecerían las conexiones capitalistas con los mercados más importantes del primer mundo de esa época.

Claramente, la sociedad tarapaqueña no tenía pares en el Perú Rural, preñado de suspiros limeños y estilos de vidas coloniales. Los tarapaqueños no sólo pusieron sus viñas y fincas al servicio de una explotación minera a escala industrial, sino que asimilaron rápidamente las influencias ejercidas localmente por el arribo de agentes de cambios capitalistas y tecnológicos, que implantaron en este escenario las virtudes de la revolución industrial inglesa.

Así era la sociedad tarapaqueña derrotada de la guerra, emprendedora y responsable del tremendo sacudón ejercido sobre las tradiciones culturales y tecnológicas, derivadas del régimen colonial y su ascenso a la más moderna explotación salitrera, como los más genuinos pioneros, constituyendo una identidad absolutamente particular, distante y distinta del resto del Perú, siempre asociada a un sentimiento de lealtad territorial sea cual fuere el destino de las campañas militares. ¿Cómo “desperuanizar” entonces a un sentimiento tarapaqueño que ya cumplía cerca de 400 años de memorias compartidas, entre oasis y desiertos aislados, en el confín más inalcanzable tanto colonial como republicano? ¿Cómo destruir la imagen de pertenencia de la más autónoma y progresista comarca surperuana?

De esta lectura se desprende que si bien es cierto la guerra entre guerreros de verdad término por el año 1883 con la campaña de la sierra, esta otra guerra interior, civil y solapada, destinada a expulsar a una población no intrusa ni conquistadora, sino la verdadera dueña de casa, recién se iniciaba por el año 1910. Era la gran fiesta del centenario de Chile y la exaltación del recurrente hipernacionalismo cayó al desierto de tal manera, que hasta, incluso, en los santuarios católicos se elevó el Himno de Yungay… y fue entonces que se procedió a aplicar la más grande limpieza étnica que se recuerde en la historia patria, sustentada por el poder de los vencedores tras una política deliberada de violencia institucionalizada.

Sergio, el más dilecto iquiqueño e historiador de nacimiento, se filtró entre los archivos y testimonios vivientes, porque él sabe recorrer todas las metodologías de las ciencias sociales no como divertimentos teóricos, sino como instrumentos objetivos para revelar reconstrucciones reales con “carne y hueso” en el decir de Sonia Montecinos… y después de recorrer todos los escenarios de estos tristes sucesos casa (o) a casa (o), lugar por lugar, gente a gente, nos abre esta ventana indiscreta que nos deja ver por primera vez aquello que se rumoreaba en voz baja entre nuestras familias. No es fácil comprender lo patético de esta notable investigación. Si tan sólo nos imagináramos hoy una ocupación, primero militar y luego civil con expulsiones perentorias, de tal modo que al volver de nuestro trabajo se nos ordenara sacar una maleta y subirnos a un camión con destino al aeropuerto y en 24 horas decidir qué haremos con nuestras vidas en Chiloé… Fue así que 40.000 refugiados peruano-tarapaqueños desembarcaron en El Callao al son de bandas musicales para luego ser trasladados a locales abandonados sin más ayuda, apiñados entre el hambre y la pena en lo que después sería la Urbanización Tarapacá. Sergio debió emocionarse al leer los nombres de sus calles, todas con recuerdos de la tierra cautiva y que, poco a poco, los llevó a crear un país imaginado bajo el ideario de un retorno victorioso ofrecido por el populismo del Presidente Leguía, aunque esos sueños legítimos desde la peruanidad se fueron alejando cada vez más a través de hijos, que, nacidos en El Callao o en Tarapacá en el nuevo escenario de postguerra, perdían para siempre la nitidez del memorial bien encubierto y, por cierto, de las terribles “Ligas Patrióticas”.

En esta obra, las hazañas del matonaje de la más granada selección de peloduros y malandrines a sueldo, es testimoniado con una documentación casi íntima que nos cuenta de la expulsión de sacerdotes, de la destrucción y del manejo criminal del periodismo de la época, de saqueos de casas y bienes privados, expropiación de recursos naturales y las listas “negras” del terror institucionalizado, que sacudían el alma de tantos pampinos, portuarios y vallesteros1. El autor analiza esta cuestión en el marco del discurso civilizatorio de la corriente balmacedista acerca de un terrorismo marcado como “cholo”, hasta el triunfo de la sensatez y talento social del León de Tarapacá, quien de un rugido electoral borró en buena medida aquello que en este libro se lee sin rodeos como la “desperuanización de la provincia”, “xenofobia patriotera” y “chilenización de almas”. No en vano desde este tiempo la China del Carmen, sale junto al unico baile “chileno” que inicialmente venía desde el norte chico, encabezada por los Chinos promesantes. Esta vez con la conducción de los primeros capellanes chilenos. En verdad, no hubo organización ni institución alguna ni la propia educación, que no se pusiera al servicio de la limpieza étnica, oportunidad en que la mentira comunicacional llegó hasta anunciar una nueva guerra para justificar tanta injusticia, frente a un Estado nacional victorioso que no sabía qué hacer con esta regiones anexadas…

Las conclusiones, más que búsquedas de responsabilidades y desborde de amargura por los doblemente vencidos, son únicamente preguntas inteligentes que darán lugar a otras investigaciones que se derivarán de esta historia. Entre éstas jerarquizamos aquella que queda como corolario siempre latente: ¿Qué debió ocurrir entre los que se quedaron, con sus descendientes, para construir un nuevo y legítimo país nortino, inseparable de la nueva nacionalidad chilena y, a su vez, no perdieran los afectos con la otra ausente? ¿Cómo los refugiados lejos de Tarapacá pudieron armar con pedazos de recuerdos un imaginario regional, radicándose en un país que no era su pequeña patria tarapaqueña?

La reunión clandestina del Comité Pro Patria comenzó temprano cerca del muelle de Caleta Buena a fines de abril del año 1918, y con voz firme y marcada el señor Dubois señalaba los nombres de los trabajadores peruanos que debían abandonar el puerto. Higinio Núñez, del Valle de Quisma, hace ya cinco horas que está arrinconado con su familia en una casucha en la Puntilla de Iquique, agotado después de una larga caminata con unos caletinos a la espera de lo peor. A la tercera amanecida, las puertas aparecen marcadas con una cruz de alquitrán negro. Les espera un vapor con cientos de refugiados con destino a El Callao. Cada persona solamente con una sábana a modo de atado, llena de las más queridas pertenencias y nada más… Tres días después las bandas de música y gloria a los héroes tarapaqueños; cuatro horas más, todos apiñados en recintos abandonados por insalubres… Al próximo día, todos a cargar donde sea para vivir en un país que los llamaba “chilenos”… Su esposa Vernal, de San Lorenzo de Tarapacá, se enloqueció de pena y yace en el cementerio del Callao; su hijo Santiago se resbaló cargando verduras en la recova y vivió limitado para siempre; su otro hijo José, chileno de nacimiento y sabedor que legalmente puede hacer su servicio militar en Chile, se escapa a Iquique. Higinio y Santiago dejan su “Perú”, porque nunca lo entendieron y porque así lo exige el vals criollo “todos vuelven a la tierra en que nacieron…”. Ahora el hijo de José, y nieto de Higinio, puede escribir este prólogo, pero ya es demasiado tarde para creer que la historia los absolverá… Nos basta con que Sergio González haya revelado tanta violencia innecesaria y que ambos no demostremos ni un pedacito de resentimiento, pero que nunca jamás gente alguna justifique esa imagen de aquellas dos señoritas Loayza, aterrorizadas detrás de la mampara de la casa de Mr. Locket, a la espera de la peor turba antiperuana, esperando al “Corvo” y su defunción escrita entre risa y juerga, en el rey de los pasquines: “El Lucas Gómez”.

Gracias, Sergio, por enseñarnos que el dolor del terror fortalece a nuestros pueblos, cualquiera sea su nacionalidad, y que aún es posible proponer los más insospechados reencuentros de verdadera integración subregional, con ethos compartidos, y gracias también por estos escritos que engrandecen a nuestras historias regionales casi olvidadas. El himno peruano estaba vivo en una victrola piqueña y lo cantábamos casi en silencio en el día del país del nunca jamás… y los más jóvenes descubríamos que, de tanto olvidar, habíamos aprendido a amar intensamente a la nueva patria prometida.

Comentario de Carlos Maldonado Prieto*

En este macizo y corajudo estudio histórico, sólidamente basado en abundante documentación de primera fuente y testimonios de muchos testigos, recogida con esmero y dedicación en Iquique, Lima y un sinnúmero de pueblos de la Pampa, el conocido sociólogo e historiador tarapaqueño Sergio González, sin un ánimo de reabrir viejas heridas, se adentra en un episodio sórdido y subterráneo, desconocido para la mayoría de los chilenos. El autor analiza, con oficio y rigor académico, el surgimiento, apogeo y declinación de las Ligas Patrióticas que practicaron lo que hoy día podríamos denominar una “limpieza étnica” en las provincias nortinas, años después que Chile las anexara gracias al triunfo militar en la Guerra del Pacífico.

Esta violencia xenófoba fue uno de los muchos infaustos sucesos acaecidos durante la larga posguerra que se extendió entre 1883 (Tratado de Ancón) y 1929 (devolución de Tacna). Fue un período de álgida confrontación, caracterizado por aprestos bélicos de ambos bandos, rompimiento de relaciones diplomáticas y consulares, reclamaciones ante la Liga de las Naciones, etc.

En términos más amplios, se podría afirmar que dicha posguerra permanece vigente de cierta manera hasta nuestros días. Es probable que recién llegue a su fin cuando Bolivia abandone su actual enclaustramiento geográfico y entre Chile y Perú haya una reconciliación sincera basada en el reconocimiento crítico del pasado común.

En esa línea se inserta el libro de Sergio González, convirtiéndose en una contribución neta al proceso que él mismo denomina “reivindicación de la palabra tolerancia, concepto fundamental en sociedades multiculturales y abiertas como América Latina en general y Chile en particular” (pp. 152).

Solamente develando el pasado, mostrando las motivaciones, los aciertos y los errores de nuestros antepasados podremos contribuir a establecer la verdad histórica y desterrar los odios de antaño, esos que todavía no terminan y que de vez en cuando son explotados por sectores interesados. Qué duda cabe que todavía existen muchas heridas no cicatrizadas del todo, producto del rencor generado por la anexión territorial, la larga ocupación militar de Lima y otras capitales provinciales, en el caso peruano, y la pérdida de la cualidad marítima, en el boliviano.

Rescato especialmente la frase ­convertida prácticamente en lema­ de Sergio González que dice que “los chilenos no podemos ser negadores o soberbios frente a una historia que reclama emerger de la oscuridad, con el propósito de asumir lo que nos corresponde en la difícil reconciliación para la paz y la integración de nuestros pueblos” (p. 151).

Por otro lado, el autor afirma algo muy importante, que, a diferencia de las disputadas provincias de Tacna y Arica, hasta el centenario no hubo una chilenización compulsiva de Tarapacá por parte de las autoridades estatales y que, por el contrario, siempre existió tolerancia hacia la comunidad peruana, sus medios de prensa, organizaciones sociales, celebración de efemérides nacionales, etc. La región se caracterizaba por la diversidad étnica, pues vivían allí representantes de más de treinta y seis nacionalidades. “La chilenización hasta 1910 en Tarapacá fue la de un Estado de derecho que se legitima. Hasta 1910, en Tarapacá existían periódicos, imprentas, colegios, bombas de incendio, clubes deportivos y sociales, filarmónicas, mutuales, empresas, curas, logias masónicas, etc., peruanos, lo que cambia en 1911, señalando un punto de inflexión en la política nacional hacia esta provincia” (p. 30).

Sin embargo, a partir de 1911 surgieron las Ligas Patrióticas que contrataban matones a sueldo para agredir a la población peruana residente, obligándola con ello a emprender la huida a lugares más seguros. Eso ocurrió con miles de tarapaqueños que, forzados por la violencia xenófoba de las Ligas y alentados en parte por las promesas de apoyo material del gobierno del Presidente peruano Augusto B. Leguía, encontraron refugio en Lima y otras ciudades peruanas. Sin embargo, los refugiados “fueron condenados a la pobreza y por ello algunos regresaron a las salitreras desafiando todos los riesgos. Recién en los años cuarenta recibieron un terreno baldío [en El Callao], el ex fundo La Chalaca, que se llamaría más tarde Urbanización Tarapacá y que fue comprado con parte del pago realizado por Chile al Perú, después del Tratado de Lima de 1929. Las casas ofrecidas por el gobierno peruano jamás fueron construidas” (p. 21).

Sergio González confirma, además, que las Ligas surgieron en forma espontánea, pero señala que las autoridades chilenas fueron tolerantes con ellas e incluso las utilizaron políticamente en muchas ocasiones. Pese a ello, a partir de 1918 las Ligas escaparon del control estatal.

El autor también analiza la relación de las Ligas y el movimiento obrero pampino, subrayando el papel internacionalista de líderes como el socialista Luis Emilio Recabarren, cuyo periódico El Despertar de los Trabajadores, denostado como pro peruano, debió sufrir el asalto de las hordas pagadas por las Ligas.

En resumen, este novedoso estudio sobre las Ligas Patrióticas nortinas es una contribución a la historiografía regional del norte chileno y al entendimiento sobre los complejos procesos políticos, diplomáticos, económicos, sociales y culturales que conformaron la larga posguerra que debieron sufrir los antiguos rivales de la Guerra del Pacífico. Además, entrega luces sobre los orígenes de la xenofobia, el nacionalismo y el fascismo chilenos, fenómenos muy poco estudiados en el país. De cierto modo, esta obra también es un llamado de atención ante el aparecimiento de incipientes muestras de intolerancia hacia los inmigrantes peruanos que se avecindan en nuestro suelo.

Notas

1 Refiérase a la gente que vivía en el Valle de Quisma.

Carlos Maldonado Prieto – Instituto de Investigaciones Arqueológicas y Museo, Universidad Católica del Norte, San Pedro de Atacama.

Lautaro Núñez Atencio – Investigador independiente, Santiago. E-mail: cmaldona_99@yahoo.com.

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Itamar Freitas

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