El arte de anotar: “artes excerpendi” y los géneros de la erudición en la primera Modernidad | Iveta Nakládalová
La gestión de la información es uno de los desafíos más vigentes que tenemos como Humanidad. Nuestra propia Historia es el gran archivo que, a lo largo de milenios, hemos acumulado. Cómo organizamos ese archivo con el objetivo de acceder a la información que contiene lo más certeramente posible es un reto que, a diversas escalas, orienta desde políticas públicas hasta nuestra forma de leer y aprender.
Hoy, cuando leemos, podemos escribir y archivar en el computador esas palabras que nos sedujeron por su sintaxis perfecta, esa frase que condensó la idea que hace varias páginas rondaba nuestra cabeza o ese párrafo que hizo que nuestra mente explotara. Incluso, si el libro es prestado y no queremos renunciar a él, comprarlo o reproducirlo es una opción. Así nos aseguramos de tenerlo a mano cada vez que queramos volver sobre él. Somos lectores afortunados. No siempre tuvimos tantas herramientas que nos ayudaran a recordar.
A comienzos de la Edad Moderna, incluso si la creación y proliferación de la imprenta hicieron explotar el mercado editorial, la posibilidad de que nos topáramos con un libro solo una vez en la vida era enorme. Y si tenías la fortuna de poseer o acceder a una biblioteca, tampoco era sencillo dar con la información que buscabas: la memoria es frágil y no existían motores de búsqueda, como Google, para darte un empujón. Por eso, para no extraviarse en la vastedad del conocimiento, se desarrolló y perfeccionó la Ars excerpendi, es decir, el oficio de seleccionar notas, compilar citas, jerarquizar la información y luego catalogarla por medio de etiquetas o descriptores. Un halo de trascendencia, pero también un dejo de conformidad rodea esta práctica: es imposible registrarlo todo, pero hay cosas que son imprescindibles. Paradójicamente, el Ars excerpendi es un arte que permite olvidar para poder recordar siempre, dice Iveta Nakládalová, editora del presente libro, un volumen colectivo que comprende seis artículos más una contundente introducción y un capítulo de su autoría.
¿Cómo organizaron la información los eruditos de la primera modernidad? ¿Qué jerarquía otorgaron a las palabras para dar con ellas cuando las necesitaban? ¿Qué elementos les ayudaban a personalizar el conocimiento, ajustándolo a sus propias búsquedas e intenciones? Según explica Alberto Cevolini en su contribución, organizar la información según descriptores, títulos e índices y disponerlas en ficheros era parte del método que utilizaron los Humanistas para administrar el saber. Y si bien los soportes para albergar el conocimiento, ya sea en forma de ideas, citas, comentarios, resúmenes o refranes, cambiaron a lo largo de nuestra Historia, en el siglo XVI uno de los formatos predilectos fueron las tiras de papel: cada párrafo en una tira, con una palabra clave como entrada. Un método flexible que posibilitó la movilidad del conocimiento a discreción. Markus Krajewski, en su recorrido por la historia de la organización del saber erudito, ilustra esta práctica con un ejemplo extraordinario: Joachim Jungius compiló en el transcurso de su vida 150.000 notas en tiras de papel.
El saber compilado en tiras, o también en cuadernos, cuartillas o cartapacios, abarcaba desde anécdotas hasta datos curiosos, como, por ejemplo, qué río atravesaba Frisia o la lista de individuos más lujuriosos que habían existido hasta entonces, ya fuesen en fuentes griegas, latinas o medievales. Estos catálogos dieron origen a un nuevo género de libros compilatorios, conocidos con distintos nombres, entre ellos, silvas, colactáneas, jardines, polianteas, misceláneas, florilegios o “libros de lugares comunes”. Como bien indica Paolo Cherchi, no se trató simplemente de repertorios de ideas sueltas hilvanadas por un tema común. Las misceláneas, en realidad, albergan el germen de la epistemología moderna, mediada por la traducción creativa y no literal de la lengua latina a las romances. Por primera vez, el saber no se remitía exclusivamente a vida de santos o comentarios de la Biblia, como en las enciclopedias medievales, sino a un conocimiento laico sacado de tratados de la Antigüedad clásica y de impresos recién publicados.
Pero la acumulación del saber tiene enemigos: la dispersión y el desorden ¿De qué sirve un fármaco contra la amnesia si no recuerdo dónde lo he puesto? se pregunta Iveta Nakládalová. La colección de tiras de papeles, para cumplir con su propósito enciclopédico, debe estar cuidadosamente dispuesta. Así nació la caja de excerpta, un mueble con cajones y ganchos especialmente acondicionado para albergar fragmentos de papel. Hay quienes fueron más allá de la dimensión material del almacenamiento y clasificación de la información, preguntándose por la naturaleza misma del conocimiento. Las cosas ¿poseen un orden auténtico y preexistente, recuperable mediante el ejercicio excerptar? ¿Puede el orden de las palabras revelar el orden de las cosas o la naturaleza? ¿Qué correspondencias o conexiones podría develar el acomodo del saber a un orden más fácil de digerir para el intelecto humano?
El resultado de la fusión del texto ajeno y el propio fue una síntesis de imitación e innovación. Pero también, en palabras de Christoph Strosetzki, disponer el material en un nuevo orden, ensamblándolo con una nueva arquitectura, plantea la cuestión de la novedad, la autonomía y la naturaleza de la tarea creadora ¿Dónde termina el comentador y nace el autor? Esta pregunta es especialmente pertinente si consideramos que la modernidad temprana está marcada por conflictos religiosos y políticos que persiguieron y castigaron la curiosidad excesiva. María José Vega explica con claridad cómo el lugar textual de la herejía fue el escolio, el prólogo, el índice o el sumario de biblias y ediciones de Padres de la Iglesia, donde, en la perspectiva de los censores católicos, los herejes desplegaban su propia doctrina, disfrazándola como si fuese parte del texto sagrado. La labor de los examinadores consistía en un verdadero juicio de intenciones, donde no solo se expurgaba lo que se decía, sino también lo que no se decía o el autor había omitido decir.
La frase Lo he leído, pero ¿dónde? es un fantasma que constantemente nos acecha, recordándonos que antes del registro o la clasificación de la información siempre está el hábito, el gesto disciplinado de quien quiere recordar y, junto a ello, el gesto espontáneo de quien se sorprende cuando algo que no estaba buscando atrae su atención. Por eso no basta con IPads, computadores o smartphones: la voluntad, la curiosidad y el asombro siguen siendo el principal móvil para el registro de la información, incluso si hemos trazado metódicamente de antemano el propósito de nuestra lectura. En eso no ha cambiado mucho la práctica del ars excerpendi, proyectada como una lección para la vida, tal como lo advirtió una vez Juan Luis Vives: toma nota “para que lo lleves escrito no solamente en el libro, sino también en el corazón”.
Resenhista
Soledad González Díaz – Centro de Estudios Históricos Universidad Bernardo O’Higgins, Chile.
Referências desta Resenha
NAKLÁDALOVÁ, Iveta (Ed.). El arte de anotar: “artes excerpendi” y los géneros de la erudición en la primera Modernidad. España: Iberoamericana Vervuert Editorial, 2020. Resenha de: DÍAZ, Soledad González. Autoctonía. Revista de Ciencias Sociales e Historia, v.7, n.1, p. 628-631, ene./jun. 2023. Acessar publicação original [DR]