Delito y castigo en Uruguay (1907-1934) | Daniel Fessler
En América Latina, como posiblemente ocurre en otros lugares del mundo, la relación seguridad/ inseguridad tiene memoria corta. Todos los días nos enfrentamos a posturas o planteos que insisten en que el auge del delito que atravesamos en nuestras sociedades es inédito, que el pasado era lozano y seguro. El trabajo de Daniel Fessler dialoga con ese presente porque aborda la genealogía de algunas de las ideas que permean el sentido común punitivo sobre el vínculo entre la sociedad y el crimen. Sin entablar comparaciones o analogías infructuosas con la actualidad, Fessler demuestra que las primeras tres décadas del siglo XX consolidaron la idea del delito como un problema inherente a la sociedad uruguaya. El trabajo, resultado de la investigación para obtener el título de doctor en la Universidad de la República en Uruguay, se podría considerar una continuación de su libro anterior, titulado Derecho penal y castigo en Uruguay (1878-1907), de 2012, en el que analiza el proceso de modernización penal que comenzó en 1878 con la promulgación del Código de Instrucción Criminal, pasó por la aprobación del Código Penal en 1889 y se cerró en 1907 con la abolición de la pena de muerte. En este punto final comienza el nuevo libro que se extiende hasta 1934 fecha en la que se aprobó el segundo Código Penal.
En ambos libros, y bajo la idea de modernización, se analiza la tríada que compusieron el mundo delictivo y criminal, el Estado (y sus soluciones penales y penitenciarias) y la prensa que comenzó a espectacularizar las noticias relativas al crimen y el delito. En lo que sería el segundo momento de esa modernización, ya abolida la pena de muerte, comenzaron a cobrar fuerza otro tipo de planteos que buscaron adaptar la legislación penal a las nuevas formas del delito e incorporar sanciones específicas para mujeres y niños.
En el primer capítulo, Fessler aborda esa transición entre la normativa penal decimonónica y la aprobación de un nuevo Código Penal. La historiografía uruguaya ha repetido -en los escasos análisis sobre historia del Derecho existentes- que el Código de 1934 imitó el código fascista de 1930. Si bien esta apreciación es certera (y José Irureta Goyena redactor del Código uruguayo alegó haber seguido la normativa italiana a la que limpió de sus aristas más problemáticas y fascistizantes), Fessler demuestra cómo el debate por modificar la legislación penal encerró algunas discusiones que dan cuenta de la particularidad del caso uruguayo, con preocupaciones a escala local.
El debate sobre el aggiornamiento de la legislación penal se imbricó con las propuestas que buscaron restablecer la pena de muerte y el endurecimiento de los deberes punitivos del Estado. En este último punto aparecen los primeros cruces entre prensa y derecho penal porque los defensores de la pena de muerte alzaron su voz desde las páginas de los periódicos montevideanos. Los reclamantes de restituir la muerte como castigo, lo hicieron desde la experticia y los saberes del Estado, pero brindaron argumentos que permitieron la construcción de saberes profanos.
Para algunos de los contemporáneos la abolición había favorecido un aumento de los hechos delictivos. La reinstalación de la discusión sobre la pena de muerte tuvo que ver con ese aumento del delito, así como con la aparición de nuevas formas de mostrar distintos crímenes y hechos luctuosos. El Código de 1889 fue presentado como vetusto, pensado para una criminalidad típica del siglo XIX. Detrás de una aparente campaña de prensa se expresó un cambio de paradigma criminológico, el pasaje del concepto de responsabilidad individual al de defensa social que fue moldeando la idea sobre la peligrosidad de varios grupos sociales y políticos. Fue ese derecho preventivo el que comenzó a tomar en cuenta las características del delincuente y también el cariz de la infracción.
Esa preocupación por el delito y el delincuente llevaron a uno de los primeros acercamientos científicos de las autoridades y los expertos del período: la relevancia conferida a la estadística, objeto del segundo capítulo. Si bien esa preocupación por lo cuantitativo no era novedosa -la estadística y la llamada “ciencia de la administración” habían acompañado el proceso de construcción estatal desde la década de 1830-, hasta comienzos del siglo XX, salvo enfoques parciales, no había sido utilizada en forma sostenida por la criminología.
Las décadas estudiadas por Fessler muestran el triunfo definitivo de esta rama científica que resultó central para conocer cuáles eran las formas delictivas predominantes. El capítulo evidencia cómo se construyeron esas estadísticas, es decir cuáles fueron los mecanismos utilizados para registrar ese supuesto crecimiento delictivo, pero también en qué áreas se enfatizó. El proceso migratorio masivo, que favoreció el anonimato, redirigió el interés estatal (y de la prensa que lo reproducía) hacia determinado tipo de conductas que en ocasiones coincidían con las prácticas de inmigrantes pobres: prostitución, tráfico de drogas, robos menores.
El tercer capítulo se concentra en las exigencias a la Policía y las respuestas ante ese incremento de la criminalidad. En esta parte del libro podemos conocer la organización policial y las distintas reformas que intentaron adaptar la institución policial a los tiempos que corrían. El discurso policial se retroalimentó a partir de las críticas e incorporó oficinas de prensa que buscaron informar de primera mano sobre los hechos delictivos. Gracias a esta parte del libro también conocemos el proceder policial alejado de cualquier corriente criminológica o incluso de la legalidad vigente. Es decir, el trabajo policial prístino, en la calle, enfrentando a la criminalidad, pero siendo sometido al ojo escrutador de las autoridades y la prensa.
En más de una ocasión se aludió al fracaso total en la actuación de una Policía poco preparada para enfrentar a una delincuencia considerada profesional. También se insistió en la necesidad de alcanzar una institución que no solo reprimiera, sino que fuera preventiva, a tono con las ideas de defensa social imperantes. La policía debía defender a los ciudadanos ante una miríada de delincuentes profesionales, capaces de recurrir a la mimesis para disfrazarse y anonimizarse en la ciudad, que incorporaban procedimientos científicos y avanzados. El capítulo cuarto estudia a esos delincuentes y parte de una idea que a priori resulta evidente: la recurrencia a un lenguaje de reminiscencias de la rama lombrosiana de la escuela italiana. Esto nos permite ver el grado de recepción de las ideas de Cesare Lombroso, y algunos de sus conspicuos discípulos, para ver qué influencia tuvieron esas teorías entre los expertos y en la prensa montevideana.
La clasificación de los criminales según tipologías (delincuentes natos, psicópatas, delincuentes habituales, ocasionales, criminaloides), pero también por el tipo de delitos (rateros, descuidistas, traficantes) permite analizar la construcción de la figura del delincuente. La aparición de una cultura de masas ávida por obtener información sobre el delito y la incorporación de imágenes relacionadas a la criminalidad permitió que las posturas positivas entraran plenamente en los diarios. El capítulo se detiene en la preocupación de las autoridades y la Policía por conocer el argot delictivo y desmenuzar las prácticas sociales de los llamados “bajos fondos”.
Lo que Fessler ofrece en es una contra historia de Montevideo, en un período fundamental de la historia de la ciudad, sobre la base de temáticas poco frecuentes en los análisis de la historia urbana local. El Novecientos montevideano (la forma timorata que la historiografía encontró para no hablar de Belle Époque) ha sido interpretado desde la política, desde el crecimiento urbano o la aparición de nuevas manifestaciones del arte y la literatura. Pero hasta la fecha no había encontrado un relato que hilvanara la historia de Montevideo con una cartografía de “la mala vida en el 900” (parafraseando el título de una compilación de textos elaborada por Antonio Ferrán en 1967).
Los cambios en el mundo criminal provocaron una discusión sobre la reforma penitenciaria. Con este punto de partida se abren los dos últimos capítulos del libro. El quinto capítulo se inicia con el primer impulso modernizador que permitió la construcción de la Cárcel Penitenciaria (1888). Rápidamente la nueva institución comenzó a presentar problemas y se plantearon alternativas a la reclusión. La inauguración en 1910 de la cárcel de Punta Carretas abrió un breve compás de optimismo, que rápidamente decayó porque la institución comenzó a mostrar debilidades similares a la de su antecesora y a la de otros establecimientos similares. A partir del análisis de actas y de documentos oficiales podemos ver los conflictos entre autoridades políticas y penitenciarias, fundamentales para entender la crisis de la administración. La idea de reformar las cárceles no significó lo mismo para los contemporáneos: se sucedieron planteos que buscaron humanizar el trato y otros que entendieron que se imponía atenuar del rigor.
El último capítulo se podría inscribir en una perspectiva subalternista (aunque Fessler no lo presenta así, ni hay detrás de sus reflexiones referencias a esa corriente historiográfica) porque analiza la vivencia de habitar las instituciones penitenciarias. Los últimos capítulos combinan la perspectiva institucional, las miradas populares (de las cárceles como lugares de ocio o escuelas de criminales), los reclamos por profundizar el componente mortificador en los establecimientos correccionales o penales, con los relatos de los propios presos, varios de los cuales surgen a partir de cartas enviadas a los defensores de oficio. El análisis de la sobrepoblación, las dificultades institucionales, los castigos, malos tratos o actos de distinto grado de violencia (incluso entre penados) no buscan constituir un ritornello sobre la situación de los establecimientos penitenciarios, sino recurrir al modo por el cual los internos decodificaron su situación y recurrieron a estrategias para mejorar su calidad de vida. El rescate de documentos que permiten cumplir con la idea historiográfica de dar voz a los sin voz es posiblemente uno de los puntos más altos del libro. Pero el documento en sí mismo carece de valor si no hay una interpretación histórica que permita articular esas posturas subalternas, tarea que el autor logra de muy buen modo.
Resta decir para cerrar esta reseña que el trabajo documental es realmente impactante. Fessler recorrió archivos ya conocidos o fuentes utilizadas por la historiografía uruguaya, con preeminencia de la prensa, que combinó con otros fondos documentales hasta entonces no considerados o que incluso no estaban disponibles para consulta. Se podría decir que en el libro anida otro libro: el del recorrido del historiador en la búsqueda de su materia prima, el del cruce entre insistencia y azar que le permitieron dar con documentos que cambian la forma de ver algunos de los acontecimientos analizados. Posiblemente Daniel Fessler sea a partir de 2021 el historiador uruguayo más destacado sobre los fenómenos asociados al mundo de la criminalidad y las respuestas desde el Estado. Y lo será no sólo por la excelente investigación y su resultado, sino por ser un interpelante calificado gracias al cual podemos entender la raíz de algunos fenómenos sociales, políticos y culturales que atraviesan al Uruguay actual.
Resenhista
Nicolás Duffau – Universidad de la República/Sistema Nacional de Investigadores-ANII- Uruguay. E-mail: nicolasduffausoto@gmail.com
Referências desta Resenha
FESSLER, Daniel. Delito y castigo en Uruguay (1907-1934). Montevideo: Fundación de Cultura Universitaria, 2021. Resenha de: DUFFAU, Nicolás. Revista de Historia de las Prisiones, n.13, p. 104-108, jul./dic. 2021. Acessar publicação original [DR/JF]