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Chinese Porcelain in Colonial Mexico. The Material Worlds of an Early Modern Trade | Meha Priyadarshini

Meha Priyadarshini | Foto: Twitter.com

Si nos guiáramos por el título de este libro y por el tratamiento dado a la porcelana china en los estudios históricos de la cultura material, la obra de Priyadarshini podría ser ubicada rápidamente como un texto más de la historia convencional de este bien. Es decir, de aquella que trata sobre el encanto que suscitó en el mundo entero antes del descubrimiento de su secreto productivo en Europa (en 1708), pero esta vez ubicados en el contexto mexicano. No obs­tante, el objetivo de esta investigación no es la porcelana china en sí misma en cuanto a la fascinación que causó en el “mundo premoderno”, sino más bien sus viajes, transformaciones e hibridaciones con la cerámica local mexicana como la de Talavera. Todo ello en el marco de una historia de carácter global que ya considera lo translocal, así como de una historia multisituada que da cuenta también de las interconexiones entre los territorios de producción, distribución y venta, y de ese modo de los distintos actores partícipes en estas etapas, como los artesanos, mercaderes y consumidores.

Y es que para Priyadarshini la conformación de la considerada “primera mercancía global del temprano mundo moderno” y la construcción de su marca no solo vinculó al lugar de elaboración y recepción sino también a los sitios intermedios que favorecieron la conducción de estas mercancías; y estuvo en las manos, no solo de quienes la produjeron y la consumieron sino también de quienes hicieron posible que llegaran a diversas regiones, es decir, los comer­ciantes y los tenderos (p. 30).[1] En ese sentido, el tránsito de la porcelana comen­zaba con los artesanos de Jingdezhen, continuaba en manos de los mercaderes de Manila, Acapulco y del Parián en ciudad de México —quienes las dirigían hacia sus compradores—, y terminaba en Puebla, lugar en el cual sus motivos y formas fueron resignificados por los artesanos de la cerámica de Talavera que allí era producida.

Para la consideración de la porcelana china como el primer bien global,[2] Pri­yadarshini toma en cuenta los característicos colores azul y blanco de su acabado y decorado, el sentido de lujo que estos bienes evocaban en sus consumidores (p. 30) y su “don de ubicuidad”, entendido como la posibilidad de hallarla en distintos lugares del mundo. Y es que la porcelana china se podía encontrar en las colecciones de los emperadores Mughal en India, en la casa de los marineros de Swahili en la costa de África, en las salas de viviendas holandesas, en las iglesias en Perú y en los naufragios de la costa de Oregón (p. 11). Sin embargo, y como hemos advertido antes, la preocupación de la autora es seguir lo concerniente al viaje de la porcelana china desde Asia hasta México y cómo esas porcelanas fueron introducidas en la sociedad colonial mexicana (p. 2).

Para comenzar a responder esta inquietud, se entiende que la presencia de la porcelana china en el contexto mexicano fue en buena medida resultado del co­mercio transpacífico entre Manila y México, activo entre 1571 y 1815. Se estipula el inicio de este comercio con el establecimiento de Filipinas como ciudad española, en 1570, y con el bando emitido por el emperador Ming en China en esta misma época, que permitía a los mercaderes chinos entablar relaciones comerciales con extranjeros. En ese sentido, este trabajo también se puede enmarcar dentro de los estudios de la historia del mundo que consideran a Asia como integrante activo de este y contribuye a distanciarnos del enfoque eurocéntrico que ha sido el predominante en la historia de la cultura material colonial.

Situados en esta “otra parte del mundo” es donde nos encontramos con la primera ciudad de esta historia: Jingdezhen (capítulo 2). A diferencia de las otras ciudades nodos de este recorrido de la porcelana, Jingdezhen no fue un centro cultural, político o comercial, sino un centro productivo que impactó al resto del mundo por las piezas allí elaboradas. Su experiencia productiva se remontaba a la dinastía Song (960-1279) y se prolongó en el tiempo durante la dinastía Yuan (1279-1368), la dinastía Ming (1368-1644) —aquella que estableció allí un centro oficial de producción de porcelana y favoreció la comercialización de porcelana no oficial (minyao) con otras regiones de China y de América por intermedio de los Huizhou— y la dinastía Qing (1644-1911) (p. 39).

El sistema productivo de Jingdezhen llama la atención porque aunque siendo artesanal, debido a que se sustentaba en la habilidad y el conocimiento de los artesanos —un conocimiento aprendido y transmitido durante siglos—, puede ser considerado también como moderno si se tienen en cuenta la efectividad y el desarrollo de tareas especializadas para cada artesano — incluyendo por lo menos 72 procesos antes de obtener la pieza final— (p. 48), así como la cantidad y capacidad productiva, gracias a la cual pudo suplir las demandas de un amplio mercado local y foráneo, como el mexicano del periodo colonial español.

La localización y el entorno geográfico de Jingdezhen favorecieron la pro­ducción y comercialización de porcelana pues está cerca de las montañas de Gaoling, donde se obtenía el caolín (componente distintivo de la porcelana china) y se halla próxima de los ríos Yangzi y el Gran Canal, los cuales facilitaron la conducción de materiales para la producción, así como la salida de las piezas para el comercio en ciudad de México (p. 17).

El viaje de estas mercancías hacia este destino se caracterizaba por las escalas que hacía en Manila y Acapulco y porque recaía en manos de otros personajes, los comerciantes (chinos y foráneos) conocidos como los mat men (p. 52). La conducción hacia la comercialización y distribución de estos bienes también constituía una tarea titánica y artesanal puesto que demandaba subtareas di­versas y muy especializadas como las del empacado y el marcado de las piezas (p. 81). Para poder viajar, las porcelanas debían embalarse, a veces en medio de arena, tierra, soya y trigo y embarcarse en contenedores, los cuales en ocasiones estaban marcados con números o letras escritos en mandarín, español o tagalog.

De estas ciudades intermedias entre Jingdezhen y ciudad de México es importante anotar su naturaleza de ciudades puerto y de comercio, y en el caso de Manila (capítulo 3) destacar concretamente su tradición, pues desde antes del establecimiento del comercio transpacífico había sido un centro comercial de esta región asiática (p. 70). Acapulco, por su parte, representaba la puerta de entrada al territorio americano y solo se había constituido como tal tras el establecimiento del comercio entre Asia y América.

El desembarque final se daba entonces en ciudad de México. Allí, y con ayuda de otros personajes —los indios cargueros y los vendedores—, las por­celanas de Jingdezhen finalmente se disponían para la venta al público en el Parián (capítulo 4). Los compradores —es decir, las familias mexicanas de la época— se hacían a estos bienes para su uso doméstico, contexto en el cual mu­chas veces la porcelana china alcanzaba a convivir con otras cerámicas, como las tradicionales cerámicas rojizas.

Como ejemplo de esta convivencia cerámica, se puede observar el cuadro de castas “De Chino e India, Jenízaro” (1785) de Francisco Clapera. En este, junto a la cerámica roja tradicional, se encuentra una de color blanco con decorado azul que podría ser porcelana china o en su defecto chinoiseries, es decir, la cerámica que la imitaba como consecuencia del interés que esta suscitaba en la vida co­tidiana de los mexicanos. Lo anterior, según Priyadarshini, puede permitirnos pensar adicionalmente en un posible uso político de la porcelana china o de las chinoiseries por parte de los grupos subalternos para representar una identidad de grupo que se vinculaba con lo asiático antes que con lo español (p. 101).

De este modo, también podrían comprenderse otros usos y adaptaciones que la porcelana china tuvo en México, como fue el uso de jícaras —pieza asiática para el consumo del té— para tomar chocolate —bebida de tradición indígena—; la elaboración en porcelana de la mancerina —pieza de origen americano que había sido creada específicamente para el consumo del chocolate—; y la adap­tación de motivos decorativos como la del faisán por el quetzal, y/o de bienes como el guan, que se constituyó en el chocolatero, lo cual puede observarse, además, en algunos ejemplares de la cerámica de Talavera poblana (capítulo 5). Esta cerámica, adicionalmente, se distinguió por el uso de los colores blanco y azul, recordemos, la marca distintiva de la porcelana china.

Llegados a este punto comprendemos entonces las transformaciones y las adaptaciones que la primera mercancía global tuvo en la cotidianidad del México colonial y ello nos permite establecer un punto final en la trayectoria de estos bienes, la cual comenzó con su producción en Jingdezhen. Es oportuno enton­ces aludir a algunos de los aspectos distintivos de la constitución de esta obra.

Además del interesante contenido desarrollado por Priyadarshini —esbozado de algún modo en los párrafos anteriores—, su obra también es llamativa por la manera como fue construida. Aunque el centro de la historia gira en torno a un bien —la porcelana china— la investigación se soporta en una diversidad de fuentes de carácter secundario y primario: las fuentes objetuales, visuales y escritas, dentro de las cuales se destacan relatos de viajeros —como el italiano Giovanni Francesco Gemelli Careri—, pinturas como los cuadros de castas y las ordenanzas del gremio de loceros de Puebla. La autora aporta un uso novedoso del cuerpo del artesano como fuente para comprender aspectos relacionados con la producción de la porcelana china (p. 33) y valida la importancia de la etnografía para estos estudios, así como la relación de los distintos tiempos, largos, cortos y medios (como los propuestos por Braudel) en la historia de la cultura material.

Aunque en mi concepto, por todos los aspectos aquí destacados, este libro puede ser considerado como referente para los estudios históricos de la cultura material, de la historia global, de la historia transpacífica, de la porcelana china e incluso de la historia del consumo, me gustaría hacer algunas observaciones y proponer algunos cuidados para su lectura.

La historia presentada está escrita desde la oficialidad, desconoce, por ejem­plo, el comercio ilegal. Es una historia en una sola vía: la que va de Jingdezhen a México y no desde América hacia Jingdezhen, y es que aunque la autora insiste en que los artesanos de esta ciudad desconocieron los intereses de sus compradores mexicanos (p. 15), es sabido que algunas veces se hicieron bienes por encargo, como pudo haber sido el caso de la mancerina; además, los estudios invitan cada vez más a considerar las relaciones “trans e inter” en donde las influencias y las adaptaciones se dan en doble vía.[3]

Para finalizar, me permito hacer una invitación a considerar dentro de este tipo de estudios, por lo menos los siguientes aspectos: la alusión del impacto de la porcelana china en otros territorios como el Virreinaito de la Nueva Granada y la República de Colombia, pues es conocida la existencia de esta y de chinoiseries en cajones barrocos como el de la Iglesia de Monguí en Boyacá; el uso de chinas (es decir, jícaras y porcelanas chinas registradas en testamentos coloniales) por las familias de la época; así como la reproducción de motivos chinescos en la cerámica elaborada localmente. Meha, por ejemplo, habla del motivo decorati­vo del sauce inglés para ilustrar el impacto de la porcelana china en el mundo (p. 167) y este también se reprodujo en la Primera Fábrica de Loza de Bogotá, como se puede observar en el Museo del Chicó de Bogotá.[4] Por último, reco­nocemos en esta obra una oportunidad para seguir ampliando los enfoques sobre este tipo de estudios desde nuestro territorio y para aportar a la historia interconectada de la cultura material colonial.

Notas

1. Así queda expuesto en los capítulos dos al seis —el primero y el último corresponden a la introducción y las conclusiones—.

2. Al respecto, la autora advierte que sigue al historiador del arte Craig Clunas (p. 30).

3. Un buen ejemplo al respecto lo constituye el arte plumario. Al respecto se puede ver Friederike Berlekamp, “Acerca de la investigación del arte plumario colonial de sudamérica. Posibilidades y perspectivas de la cultura visual histórica en un contexto intercultural”, Diálogo Andino 49 (2016); Museo del Palacio de Bellas Artes, Exposición: Rojo Mexicano. La grana cochinilla en el arte, Ciudad de México, nov. 10, 2017 a feb. 4, 2018. https:// www.youtube.com/watch?app=desktop&v=fqvI8_IAP84; Museo Nacional de Colombia, Exposición: Viaje y tornaviaje. Bienes y rutas del Galeón de Manila. Colección Museo Franz Mayer, Bogotá, mar. 26 a may. 27, 2021.

4. Ver, por ejemplo, Monika Therrien, De fábrica a barrio. Urbanización y urbanidad en la Fábrica de Loza Bogotana (Bogotá: Pontificia Universidad Javeriana, 2007); María Astrid Ríos Durán, “Loza Fina a la mesa. La loza fina, las vajillas y el comer en Bogotá a comienzos del siglo xix (1800-1830)”, Grafía 6 (2008): 9-23; María Astrid Ríos Durán, “Las cerámicas viajeras y el encuentro de mundos”, Amigos de China 16 (2018): 118-121; María Astrid Ríos Durán, “El encanto de la porcelana china: apuntes históricos a propósito de unos vestigios coloniales”, VI Jornadas Internacionales de Arte, Historia y Cultura Colonial: Asia en América, Museo de Arte Colonial (Bogotá: 2012) 58-68.


Resenhista

María Astrid Ríos Durán – Universidad Nacional de Colombia Bogotá, Colombia mariosd@unal.edu.co.


Referências desta resenha

PRIYADARSHINI, Meha. Chinese Porcelain in Colonial Mexico. The Material Worlds of an Early Modern Trade. Suiza: Palgrave Macmillan, 2018. 198p. Resenha de: ríos durán, María Astrid.  Anuário Colombiano de Historia Social y de la Cultura. Bogotá, v.48, n.2, jul./dic., 2021. Acessar publicação original [IF]

Itamar Freitas

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