Desde sus orígenes, la adscripción prosoviética de los partidos comunistas fue uno de los tantos aspectos constitutivos de su impronta. No solo los diferenció de otras organizaciones de izquierda, también fue delimitando el propio campo de los comunismos a lo largo del siglo XX. Tal como lo ha planteado Roberto Pittaluga, la Revolución Rusa motivó, para las izquierdas del mundo, actualizar el debate político e ideológico en torno a la emancipación1. De esta manera, terminó por expresar diversas formas de interpretar la realidad local, marcando así sus partiduras identitarias a principios de esta centuria2. En el caso del comunismo, este influjo fue correlativo a la proliferación de estos partidos y su proceso de constitución como un movimiento internacionalista. Por esta razón, su estudio ha sido una aproximación recurrente en la historiografía para abordar el origen de los partidos comunistas desde una perspectiva preocupada por su dimensión global.
En este campo, el libro “Chile, la Rusia de América” busca contribuir a los esfuerzos que, en los últimos años, han cuestionado las miradas reduccionistas respecto a las articulaciones que la Revolución Rusa y la Unión Soviética (URSS) coadyuvaron en los partidos comunistas3. En ese sentido, conceptos como “impacto” o “influencia” se han puesto en entredicho en la medida que proyectan una lógica de radiación que, en múltiples planos, expresaría la asimetría entre los partidos comunistas y la URSS. Al respecto, Gerardo Leibner nos recuerda que, más que tratarse de autoimposiciones provenientes desde el exterior, estas manifestaciones se entroncaban con experiencias y subjetividades enraizadas en el medio sociocultural nacional4. Así, desde distintas veredas historiográficas, se ha avanzado en complejizar la relación entre lo nacional y lo internacional en el comunismo, integrando en la mirada a los actores y actrices locales y sus contextos. De este modo, el concepto de “recepción” ha cobrado presencia en estos estudios al visibilizar dichos procesos creativos. A mi parecer, si bien el libro trata de inscribirse en este desarrollo, ofrece una mirada que, finalmente, reafirma la unidireccionalidad de estas interacciones, pese a cuestionarla en principio.
Siendo una parte de su tesis doctoral, Santiago Aránguiz aborda en este libro un momento clave en la historia de las izquierdas en Chile, el origen y la construcción del Partido Comunista (PCCh). Específicamente, estudia la recepción del proceso revolucionario ruso en esta organización y en su ascendiente, el Partido Obrero Socialista (POS), a lo largo de una década. Así, sostiene que, entre 1917 y 1927, se habría generado una aculturación que marcó el tránsito del socialismo al comunismo y que configuró esta cultura política en sus primeros años. La apropiación del bolchevismo y de la cultura política soviética expresaron, a su parecer, la influencia decisiva que terminó por ejercer la Revolución Rusa. En este proceso, los periódicos de estas organizaciones (sobre todo, la comunista), desde 1918, habrían jugado un rol fundamental en la adopción de una mirada condescendiente respecto al naciente régimen soviético, al irradiar sus discursos oficiales. De este modo, aun cuando fueran leídos desde la razón, provocaban un efecto visceral: Rusia soviética finalmente era enaltecida y amada, omitiendo o, incluso, avalando el autoritarismo y los crímenes cometidos en nombre de la revolución.
En este planteo, las palabras que destaqué y que el autor utiliza, movilizan las consideraciones teóricas que están detrás del concepto de recepción que es reivindicado en el libro. Dialogando con antiguos trabajos de Evguenia Fediakova y Roberto Pittaluga, Aránguiz reconoce no solo la importancia de considerar la realidad chilena para estudiar cómo la Revolución Rusa fue leída. Asimismo, la mediación que ejerció el principal soporte que hizo posible la socialización de esta mirada, la prensa del POS, el PCCh y de su principal plataforma sindical, la Federación Obrera de Chile (FOCH). De este modo, el autor se propone estudiar las representaciones en torno a este proceso revolucionario, a la luz de los marcos referenciales que, tanto en Rusia como en Chile, dotaron de sentido a estas imágenes y dieron asidero a una estrategia comunicacional para su difusión. Así planteado, el proceso receptivo en el libro está enfocado en visibilizar aquellas lecturas y valoraciones sobre lo que estaba aconteciendo al otro lado del globo. Aun cuando no descarta a priori la posibilidad de otro tipo de enunciados, el autor finalmente enfoca su análisis en el carácter irracional de la recepción.
Tal como lo ha afirmado en otras entregas, para Aránguiz, la Revolución Rusa habría encarnado la utopía ideológica de la militancia revolucionaria socialista y comunista de la época5. En efecto, destaca que sus medios de prensa la caracterizaron como una realidad concreta que trasladó al campo de lo posible un modelo de Estado y de sociedad que, hasta entonces, solo existía en el papel. Por lo mismo, se infiere en sus planteos que, en general, se trataba de un momento histórico profundamente afectivo para quienes estaban deslumbrados por el fuego de la emancipación, y más aún al percatarse que podía realizarse en Chile. A mi parecer, este sentir es tratado en el libro como una limitación que impediría, especialmente al comunismo, adoptar una postura más racional y crítica respecto a lo que estaba ocurriendo en Rusia. De este modo, el autor explica no solo la idealización de dicho proceso, también los silencios y encubrimientos. Con todo, la recepción que propone Aránguiz conduce a develar una actitud dogmática que reproduce mecánicamente formas –provenientes de un afuera y que intervienen exteriormente– de hacer y pensar la política. En consecuencia, el destino del PCCh sería inevitable y el mismo que el de sus camaradas en otros países: la aculturación que, a la larga, daría forma a la declarada homogeneidad del movimiento comunista internacional y su dependencia respecto al Komintern (o Internacional Comunista) y la URSS. De este modo, Aránguiz no solo descarta la posibilidad de otro tipo de lecturas, en la medida que imputa la incapacidad de formularlas. Asimismo, reduce la específica complejidad de aquellos discursos –presentados como dogmáticos– al trasladarlos exclusivamente al ámbito de lo devocional, despojándolos de su carácter social y situado.
Siguiendo estas premisas, la investigación empírica del libro nos ofrece un repertorio de tópicos recurrentes que, a lo largo de cuatro extensos capítulos, articularon el imaginario de la Revolución Rusa en el socialismo-comunismo chileno. Sin duda, se trata de la reconstrucción más detallada que, hasta el momento, se ha realizado sobre el tema.
En el grueso del libro, Aránguiz describe todo aquello que los periódicos socialistas y comunistas en Chile publicaron sobre el proceso revolucionario y el naciente régimen soviético. En el tercer capítulo, titulado “La nueva Rusia”, dibuja un recorrido histórico que va desde las insurrecciones de febrero y octubre en 1917, pasa por la guerra civil y la fundación de la República de los Soviets, hasta la aplicación de la Nueva Política Económica (NEP). Luego, el capítulo cuarto, “Los progresos de Rusia”, se dedica a repasar en el desarrollo que, durante los años 20, el joven régimen soviético tuvo en múltiples planos (económico, sanitario, agrario, judicial, educacional y cultural). Asimismo, en las impresiones de quienes fueron testigos directos de dichos logros. El sexto y último capítulo del libro, “Rusia a la sombra del mundo”, trata la política exterior soviética y las relaciones diplomáticas que este país fue estableciendo con otros.
A diferencia de los anteriores, el capítulo quinto, “Rusia, lumbrera del proletariado”, trata las principales instituciones e instrumentos transnacionales que, tanto en el comunismo como en las redes culturales soviéticas, socializaron el sovietismo y el bolchevismo en el Chile de los años 20. Entre ellas, el Komintern, la Asociación de Amigos de la URSS, el culto a los líderes soviéticos y las conmemoraciones del 7 de noviembre. En esta sección, Aránguiz se enfoca en los fundamentos ideológicos que motivaron la respectiva adhesión del POS y la FOCH al Komintern y su brazo sindical, además de la llamada “bolchevización” del PCCh años más tarde. A su parecer, el apoyo irrestricto de estas organizaciones hacia la naciente URSS, moldeado por las pautas interpretativas de los discursos oficiales, devino en la asimilación de la doctrina bolchevique-leninista y en los principios del comunismo soviético. Con todo, me parece que el título de este capítulo, que alude a la convencional metáfora del faro moscovita, no puede reflejar mejor los planteos de Aránguiz.
Entre tantas imágenes idealizadas y panegíricos, ¿qué lugar ocupa el desarrollo histórico del POS, el PCCh y la FOCH en el libro? A lo sumo, apenas decorativo. En más de 600 páginas, el autor nos plantea un análisis que no toma en cuenta las numerosas investigaciones (varias de ellas, destacados trabajos) que se han dedicado sobre estas organizaciones, ni siquiera en sus aspectos fácticos. De este modo, si supuestamente se produjo un proceso aculturación que significó el alineamiento del comunismo chileno a los mandatos soviéticos, ¿cómo explicar la continuidad, incluso orgánica, del POS en el PCCh?, ¿cómo fue posible que, por varios años, el PCCh mantuviera una relación tan esporádica y laxa con el Komintern? ¿Acaso el debate que generó la “bolchevización” en el PCCh y las dificultades que trajo su implementación (prolongándose hasta los años 40) no demuestran que no gozaba de total consenso? ¿Qué nos puede decir Aránguiz de la tradición “recabarrenista”?6 Estos y otros aspectos que marcaron la historia y la cultura política de este partido, a mi juicio, son imprescindibles si queremos estudiar la relación entre lo internacional y lo nacional. En efecto, tal como planteó Olga Ulianova, ambas dimensiones no son excluyentes y su interacción se vive de forma diferente y muchas veces no resuelta7. De ahí que, lejos de lo que proyecta este libro, el movimiento comunista haya sido diverso y heterogéneo. Y el PCCh, por supuesto, no fue una excepción a esta tendencia.
Si hay un aspecto del comunismo que se ha destacado por su transversalidad, ha sido el de la adscripción prosoviética. En efecto, lo planteado por Aránguiz no dista de una caracterización general entre quienes estudiamos este tema: un apoyo a ultranza que es capaz de resistir incluso las aparentes contradicciones ideológicas. Hasta el momento, para explicarla se ha recurrido, en general, a la irracionalidad del dogmatismo en estos partidos. No obstante, al solo enfatizar en la idealización y lo devocional, esta interpretación –tal como ocurre en el libro– es incapaz de explicar los cambios que dicho discurso tuvo con el paso de los años, más allá del propio desarrollo de la URSS. Tampoco nos permite indagar en su función social, en cuanto a producción, circulación y consumo. Menos aún, distinguir el comunismo de otros sectores prosoviéticos. De ahí que, para Aránguiz, no queda más remedio que también atribuirle a la Asociación de Amigos de la URSS (una organización no partidista e ideológicamente diversa) una “afiliación afectiva y emocional con el sovietismo”8.
Con todo, son múltiples los desafíos que, para los historiadores e historiadoras del comunismo, quedan pendientes. En ese sentido, este libro es un recordatorio de cuanto nos queda por avanzar hacia explicaciones más históricas y, por supuesto, más justas con los porfiados hechos.
Notas
1 Roberto Pittaluga, Soviets en Buenos Aires. La izquierda de la Argentina ante la revolución en Rusia, Buenos Aires, Prometeo Libros, 2015, p. 23.
2 Véase además Evguenia Fediakova, “Rusia Soviética en el imaginario político chileno, 1917-1939”, en Manuel Loyola y Jorge Rojas (comps.), Por un rojo amanecer: hacia una historia de los comunistas chilenos, Santiago, Impresora Valus, 2000, pp. 107-140; Hernán Camarero, Tiempos Rojos. El impacto de la Revolución Rusa en Argentina, Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 2017.
3 Elvira Concheiro, “La Revolución Rusa y América Latina. El primer diálogo (1917- 1924)”, en Juan Andrade y Fernando Hernández (eds.), 1917. La Revolución rusa cien años después, España, Ediciones Akal, 2017, pp. 239-241.
4 Gerardo Leibner, “Repensar la dependencia ideológica y el eurocentrismo en el comunismo uruguayo”, en Patricio Herrera (coord.), El Comunismo en América Latina. Experiencias militantes, intelectuales y transnacionales (1917-1955), Valparaíso, Universidad de Valparaíso, 2017, pp. 103-104.
5 Santiago Aránguiz, “‘El viaje revolucionario’. El relato testimonial como ‘utopía realizada’. Rusia Soviética y la prensa comunista chilena”, en Patricio Herrera (coord.), El Comunismo en América Latina. Experiencias militantes, intelectuales y transnacionales (1917-1955), Valparaíso, Universidad de Valparaíso, 2017, pp. 57-77.
6 Véase, por ejemplo, los siguientes estudios previos a la publicación del libro de Aránguiz: Rolando Álvarez, “La herencia de Recabarren en el Partido Comunista de Chile: Visiones comparadas de un heredero y un camarada del ‘Maestro’. Los casos de Orlando Millas y Salvador Barra Woll”, en Rolando Álvarez, Augusto Samaniego y Hernán Venegas (eds.), Fragmentos de una historia. El Partido Comunista de Chile en el siglo XX. Democratización, clandestinidad y rebelión (1912-1994), Santiago Ediciones ICAL, 2008, pp. 16-51; Olga Ulianova, “Primeros contactos entre el Partido Comunista de Chile y Komintern: 1922-1927” y ‘El PC chileno durante la dictadura de Ibáñez (1927-1931): primera clandestinidad y “bolchevización estaliniana”’, en Olga Ulianova y Alfredo Riquelme (eds.), Chile en los archivos soviéticos 1922-1991. Tomo 1: Komintern y Chile 1922-1931, Santiago, DIBAM / Centro de Investigaciones Diego Barros Arana, 2005; Sergio Grez, Historia del comunismo en Chile. La era de Recabarren (1912-1924), Santiago, Lom Ediciones, 2011; Ximena Urtubia, Hegemonía y cultura política en el Partido Comunista de Chile: la transformación del militante tradicional (1924-1933), Santiago, Ariadna Ediciones, 2016; Jorge Navarro, Revolucionarios y parlamentarios. La cultura política del Partido Obrero Socialista, 1912-1922, Santiago, Lom Ediciones, 2017.
7 Olga Ulianova, “El comunismo chileno a través de los archivos soviéticos”, en Augusto Varas (ed.), El Partido Comunista en Chile. Una historia presente, Santiago, Editorial Catalonia, Tercera Edición, 2010, pp. 261-287.
8 Santiago Aránguiz Pinto, “Chile, la Rusia de América”. La Revolución Bolchevique y el mundo obrero socialista-comunista chileno (1917-1927), Santiago, Centro de Estudios Bicentenario, 2019, p. 370.
Resenhista
Ximena Urtubia Odekerken – Universidad Nacional de San Martín. Magíster en Historia. Santiago, Chile. ORCID ID: https://orcid.org/0000-0003-4316-4091. Correo electrónico: xurtubiaode@gmail.com
Referências desta Resenha
PINTO, Santiago Aránguiz. “Chile, la Rusia de América”. La Revolución Bolchevique y el mundo obrero socialistacomunista chileno (1917-1927). Santiago: Centro de Estudios Bicentenario, 2019. Resenha de: ODEKERKEN, Ximena Urtubia. Cuadernos de Historia. Santiago, n.55, p. 381- 385, diciembre, 2021. Acessar publicação original [DR]
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