Cartas a Manuel Montt: Un registro para la Historia Social de Chile (1836-1869) | Marco Antonio León
Interesante, desde muchos puntos de vista, es la publicación realizada por León y Aránguiz, aunque no hay ninguna novedad espectacular. Diversos aspectos de la vida pública entre los años indicados muestran la existencia real entretejida por los personajes, como siempre ocurre en las manifestaciones epistolares.
Un primer conjunto de cartas es de Joaquín Prieto en su calidad de Comandante General de Armas de Valparaíso, después de haber ejercido la primera magistratura. El contenido es de menudencias administrativas, asuntos relativos a la Iglesia, más concretamente sobre eclesiásticos, orden público, intervención electoral, etc. Entre los personajes desfilan Francisco de Paula Taforó “virtuoso y hábil”, el cónsul británico en Perú, Hugo Wilson, pájaro de cuenta que había actuado en la sombra como agente del protector Andrés de Santa Cruz y que seguía urdiendo planes para su restitución al gobierno boliviano, todo ello en 1845; “el joven Bilbao” ocultándose antes de partir al extranjero.
Clarísimo es el criterio político y social sustentado por Prieto y que concuerda con los criterios que había manejado Portales: “Nuestros hombres viejos y patriotas se van muriendo e infiltrándose otros, es preciso criar nuevos elementos de orden y buenas leyes, que contengan a los díscolos, y den seguridad a la minoría ilustrada e influyente por la fortuna. Una policía arreglada que ponga en uso los pasaportes para trasladarse de un punto a otro de la República y que los dueños de casas o posadas, den cuenta a las autoridades subalternas de sus alojados de fuera y del movimiento de sus respectivos barrios” (p. 105).
Había reaparecido en Prieto el viejo espíritu restrictivo que a fines de su gobierno se había relajado. Al parecer, desde ultratumba se dejaba sentir Portales.
El párrafo copiado es indicativo de la idea jerárquica en la sociedad y de la primacía que debía tener el estamento aristocrático.
Queda claro, por otra parte, que Prieto no pensaba más que en pequeño. Carecía de vuelo y ello explica, una vez más, que había carecido de pensamientos propios frente a su ministro.
Largo espacio de la correspondencia está constituido por las cartas del presbítero Justo Donoso, notable figura de la Iglesia chilena, obispo de Ancud y de La Serena, emparentado con Montt y que quizás por esta razón se dirigía a él con frecuencia y, a veces, por cuestiones menores de las relaciones de la Iglesia con el Estado. De todas maneras, sus epístolas arrojan una luz sobre los efectos prácticos del Patronato. No cabe duda de que la mano del prelado intervenía en las elecciones para asegurar el triunfo de los “ministeriales”.
En carta de marzo de 1846, mientras se preparaba la reelección de Bulnes, el prelado escribía a Montt: “En política la convicción de V es la mía desde que principió la decantada oposición, tanto por las ideas que me han suministrado los diarios, como por las comunicaciones, que con frecuencia he tenido de los amigos y puedo asegurar a V sin temor de engañarme, que de esa convicción participan generalmente los habitantes todos de la provincia … según he podido observarlo a cada paso” (p. 162).
Más adelante, en 1864, como obispo de La Serena, dirigía el siguiente comentario a Montt: “V. Sabe cuanto le he apreciado siempre, y sobre todo cuan decidido me he mostrado constantemente a cualquiera con mi débil cooperación al sostenimiento y triunfo de los principios de prudente y gradual progreso que proclama el partido nacional” (p. 203).
Su sucesor en el obispado de Ancud, Francisco de Paula Solar, en 1864, anotaba a Montt: “quedo impuesto de la lista de senadores y se obrará con arreglo a las prevenciones en ella indicadas” (p. 291 ).
Probablemente las epístolas más interesantes son las de Vicente Pérez Rosales, entre 1858 y 1861, cuando se desempeñó como agente de colonización en Hamburgo y luego como intendente de Concepción. Encargado de la inmigración había hecho ofertas a los interesados que sobrepasaban las normas vigentes y ello le producía dificultades en Chile. Luego su criterio inicial había cambiado, según sus propias palabras: “Yo que he abogado tanto porque se trate a los primeros inmigrantes con liberal generosidad, me opongo ahora, o más bien dicho, me empeño porque se les disminuyan año a año los socorros, por ser éste el único medio de hacerles ir al cabo, sin más obligación para el Estado, que el tenerles terrenos baratos que darles en venta. Antes tuvimos que enamorarlos y estar a su merced; porque no conocían a Chile ni podían tener fe en los ofrecimientos que se les hacía de una parte de la muy desacreditada América-Española; más ahora que ellos solicitan ir, sin imponer como antes condiciones, sino con suma disposición a recibirlas, creo llegado el caso de utilizar tan feliz estado de cosas” (p. 379).
Las cartas correspondientes a los años de la Intendencia de Concepción, constituyen, en cierto modo, una continuación de Recuerdos del pasado, que concluyen, precisamente, en 1860.
Como intendente, Pérez Rosales debió preocuparse de las consecuencias de la guerra civil de 1859, del desorden y del bandidaje en la región. Los indígenas, inducidos por opositores y maleantes, todavía se mostraban turbulentos y llevaron a cabo el asalto al pueblo y fuerte de Nacimiento. Hubo que despachar unos cortos destacamentos y organizar otros con la ayuda de los vecinos, pero el movimiento ya se desvanecía.
Los jefes opositores fuero vigilados, a algunos se les sugirió amablemente que abandonasen la región por un tiempo y uno que otro fue detenido.
El lenguaje fresco y sarcástico de Pérez Rosales se despliega describiendo situaciones.
“La canallada de frac es la única taimada y mala”, comenta a Montt, y en otra carta se refiere a los eclesiásticos enemigos del gobierno pese a que el sistema requería de su lealtad: “Estos pueblos en el día, serían más manejables, dóciles y racionales sin el pernicioso influjo de los curas. Estos son cual más cual menos hijos del obispo: tienen el confesionario a su disposición y en él la ignorancia y el fanatismo reciben, sin que nadie lo trasluzca, órdenes de forzosa ejecución”.
“El cura de la Florida es adicto de corazón a Cruz; aunque no participa de sus actuales ideas. Con él he tenido largas conversaciones, y no sólo parece decidido por la causa del orden, sino que me ha prometido del modo más serio, el no apartarse un punto de mis indicaciones, pero es cura[ … ]”.
“El cura de Quillón no tendría precio sino estuviera a la merced de Badilla. Él me está agradecido, se encuentra entre la espada y la pared … le tengo rodeado de ojos enteramente míos; pero es cura”.
“El cura de Yumbel es un jesuita. Muchas promesas y muchos cariños; pero no entrega la carta”.
“El cura de Rere, el tal Aguayo, es hombre malo. Se arrastró cuanto no podrá Ud. imaginarse y hasta me prometió que se trasladaría a Concepción en los días de compromiso. Pero este brazo derecho del obispo ha traicionado, traiciona y traicionará”.
“El cura de Talcamávida es un pobre ser, no hará bien ni mal”.
“El de Santa Juana, tiene más talento, y es algún tanti diplomático no hará mal en público [ … ]”.
“El cura de Gualqui ha traicionado ya no puedo pues tener en él la menor confianza”.
El mayor problema, sin embargo, más que la gente de frac y los curas, eran los bandoleros que asolaban el campo y los pueblos pequeflos, siendo el distrito de Puchacay el más afectado. Comentando la dificultad para encontrar quien se hiciese cargo de esa gobernación, expresaba “los puchacayanos son bellacos y sólo puede contenerlos uno que lo sea tanto más que ellos”.
Bandas de veinte o más asaltantes recorrían el territorio, cometiendo toda clase de crueldades con la gente pobre y la medianamente acomodada, robando y destruyendo sus bienes y moradas. Para viajar con alguna seguridad se formaban caravanas y el propio intendente en un recorrido por su jurisdicción observó que se le reunían viajeros para aprovechar la seguridad que brindaba la escolta armada.
Las cárceles rebosaban de delincuentes. En las de Yumbel había veintisiete forajidos, el más inofensivo de los cuales era matador alevoso. Uno de los presidios fue asaltado, quedando en libertad dieciséis rematados.
Mil otros asuntos desbordan las cartas del autor de Recuerdos del pasado. Remoción de funcionarios, búsqueda de otros idóneos, problemas de los jueces, reorganización de las milicias, petición de rifles, sables y vestuario, arreglo de los cuarteles y otras materias que obsesionaban al activo intendente. Era el espíritu infatigable y elevado de quienes construían la república.
Un material tan interesante como el que hemos reseflado, está gravemente opacado por el método seguido en su publicación.
Los editores, en la página 10 de su “Estudio preliminar” seflalan el criterio de la transcripción, que es absolutamente contradictorio. Se conservarían la grafia, la ortografia y algunos detalles propios de una cuidada edición. De esta manera se perdería el contacto inicial, pero se ganaría tiempo y facilitaría la lectura y el acceso al público.
Nos parece que el resultado es exactamente el contrario. Conservando la ortografia y los detalles no se pierde el contacto inicial y, por otra parte, se dificulta la lectura y el acceso del público.
El buen criterio historiográfico y una rigurosa hemenéutica obligan a ser fiel al documento, de suerte que no pueden introducirse modificaciones al texto. Se trata de una publicación de fuentes para el trabajo minucioso del investigador. En ningún caso puede ser un objetivo serio llegar al público.
Puede, sin embargo, modernizarse la ortografia, conservando quizás algunos arcaísmos que dan el sabor de época. En esta materia es un modelo la “Segunda serie” de los Documentos inéditos de Medina, debida a la paciencia y buen criterio de Álvaro Jara y Rolando Mellafe. Es el modelo que hay que seguir y no el de los filólogos, que modifican la puntuación en la creencia de que interpretan exactamente lo que un autor quiso decir.
Los editores, León y Aránguiz, agradecen a los “historiadores” Femando Purcell Torretti y Carolina Véliz Madariaga la transcripción de las cartas. Pero en verdad la versión de la correspondencia es muy defectuosa. Innecesariamente se conservó la ortografía, asaz caprichosa y original de los epistológrafos. Casos sobresalientes son “desberguensas” y “hande”, por la forma verbal “ande”. Es sorprendente que los acentos son prácticamente desconocidos y que se marcan en la preposición á, una forma en desuso.
Lo peor de la transcripción es la interpretación equivocada de numerosos términos. A manera de ejemplo, señalamos los siguientes casos:
Portón, por pontón (p. 63).
Gacilla, por gavilla (p. 75).
Interpretación, por interpelación (p. 150).
Indicada, por indiada (p. 389).
Puente, por fuerte (p. 390).
El contexto en que aparecen tales palabras no debió dejar duda. Todos los historiógrafos chilenos, ya no historiadores, saben que Negrete fue un fuerte y no un puente.
Un último aspecto que llama la atención, aunque subalterno, es el dispendio de papel de la edición. Cada carta se inicia en página aparte, resultando muchos espacios en blando. Al parecer la Academia Chilena de la Historia, financiadora de la edición, dispone de buenos fondos.
En el futuro, cada estudioso del pasado que consulte las Cartas y deba dilucidar aspectos históricos discutibles o de erudición, deberá recurrir a los documentos originales.
Resenhista
Sergio Villalobos R.
Referências desta Resenha
LEÓN, Marco Antonio; DONOSO, Horacio Aránguiz. Cartas a Manuel Montt: Un registro para la Historia Social de Chile (1836-1869). Academia Chilena de la Historia; Centro de Investigaciones Diego Barros Arana, 2001. Resenha de: R., Sergio Villalobos. Cuadernos de Historia. Santiago, n.23, p. 219- 222, Diciembre, 2003. Acessar publicação original [DR]