CARRÉ, Enrique González; Del ÁGUILA, Carlos. Arqueología y Sociedad. Luis Guillermo Lumbreras. Lima: Instituto de Estudios Peruanos, Museo Nacional de Arqueología y Antropología, INDEA, 2005. 320p. Resenha de: GÁNDARA, Manuel. Chungara – Revista de Antropología Chilena, Arica, v.38, p.145-149, n.1, jun. 2006.

Este testimonio pretende dar cuenta de la trayectoria de un distinguido científico social peruano dedicado al quehacer arqueológico, etnológico e histórico. El análisis de su obra es un tema que deberá ser abordado por especialistas provistos de mayor lucidez y menos subjetividad, aunque el afecto y la identificación son también maneras de ser objetivos y consecuentes (de la “Presentación”, p. 20).

Con estas certeras y afectuosas palabras, los editores de este magnífico volumen dejan constancia de la intención y alcance del libro que nos ocupa. Y son apropiadas para abrir esta reseña, de cuyas limitaciones alertamos desde ahora al lector: por un lado, de espacio y de “lucidez”, que impiden pretender aquí un análisis detallado; y por otro lado, al aquejarme la misma subjetividad, afecto e identificación para con el autor que los editores apuntan.

Aunque a la distancia y sin el privilegio de un contacto más frecuente, me considero también un alumno del Dr. Lumbreras (o “Lucho”, como le llamamos en México). Nunca fui formalmente su discípulo, a pesar de que cada año de mi formación en la Escuela Nacional de Antropología e Historia, a inicios de los años setenta, el Dr. Jaime Litvak hacía el solemne y feliz anuncio de que “este año sí, repito,  vendrá el Dr. Lumbreras a dar clases”, pero nunca llegó. Años más tarde asistí parcialmente como oyente a un curso que dictó en el CIESAS, más una síntesis de arqueología peruana que un tratamiento de la arqueología social -aspecto que a muchos nos interesaba más que el caso empírico: desde que leímos La Arqueología como Ciencia Social (Lumbreras 1974), era claro que estábamos ante un cambio radical en la teoría arqueológica, cambio que en México estaba representado sobre todo por las figuras de Felipe Bate y Julio Montané, recién exiliados de Chile.

Aprender directamente sobre teoría con Lumbreras sucedió hasta la década de 1980, y ya más en un plano de discusión entre colegas (aunque la asimetría era obvia): en las discusiones del llamado “Grupo Oaxtepec” a las que tuve la fortuna de ser convocado, y que personalmente culminaron mi tránsito de la arqueología procesual a la arqueología social. El diálogo continuaría en Colombia y Venezuela; y luego, en la década del noventa, en España, México y Brasil. Lumbreras siempre nos impresionó por su capacidad de integrar teoría y práctica, técnica y empiria, sobriedad metodológica y pasión por la disciplina. Durante este trayecto pasé de ser un discípulo a ser un amigo. Así que me encuentro en un predicamento similar al de los editores del volumen. Pero espero que, aún así, ofrecer al menos una semblanza del libro, que de entrada recomiendo como lectura obligada a todos los interesados en la teoría arqueológica en general, y la arqueología social en particular.

El Recuento de una Generosa Contribución a la Teoría

El libro es una compilación de los artículos más sobresalientes de Lumbreras en torno a la teoría arqueológica. Son la contraparte, si se quiere, de sus libros de síntesis regional y aplicación de la arqueología social al caso peruano, que son bien conocidos incluso fuera del ámbito marxista. Por primera vez tenemos reunidos textos que documentan el trayecto de Lumbreras desde sus inconformidades con la arqueología de historia cultural (en la que se formó), hacia su formulación de la arqueología social, inspirada en el marxismo; y de los sucesivos ajustes, ampliaciones y aplicaciones de esta posición teórica a diferentes ámbitos: desde aquellos relacionados a la obtención e interpretación del registro arqueológico, hasta la formulación de teorías sustantivas sobre problemas específicos (como el de las sociedades clasistas y el estado).

El autor y los editores han decidido que los artículos se presenten tal como aparecieron (salvo por las obligadas correcciones a errores tipográficos y algunas cuestiones formales), por lo que el volumen se convierte en un corpus obligado sobre el trayecto de la visión de la arqueología social de Lumbreras. Salvo por la introducción, escrita específicamente para el volumen, el resto de los artículos han sido retomados de fuentes que no siempre son fáciles de consultar fuera del Perú, como sería el caso de la Gaceta Arqueológica Andina, cuya fama siempre fue mejor que su distribución fuera del ámbito andino. Como comentaré adelante, esta característica ofrece al mismo tiempo ventajas -el contar con este corpus como documento histórico- como desventajas, dado que en ausencia de un artículo de cierre, a manera de postcripto, en que algunos de los puntos fueran actualizados por el autor, no siempre es fácil intuir la última opinión de Lumbreras sobre algunos temas.

El libro se organiza en siete capítulos y un anexo fotográfico. Los capítulos, a su vez, están compuestos de artículos de temáticas similares, escritos en diferentes momentos. Así, la organización del libro es más bien temática que cronológica, dado que se buscó darle coherencia a los capítulos más que simplemente presentar, en el orden de su escritura original, una lista indiferenciada de trabajos (cosa que, huelga decir, hubiera sido difícil, dado que varios se publicaron en versiones previas antes de alcanzar la forma final que se presenta en el libro).

Los capítulos son: (1) Fundamentos para una crítica de la arqueología cultural -sobre el objeto de estudio de la arqueología; (2) Hacia una teoría de la observación, que “busca definir los instrumentos epistemológicos que sirven de base a la investigación arqueológica” (p. 39); (3) La búsqueda del dato empírico (sobre técnicas y procedimientos de obtención de datos); (4) La elaboración del dato empírico (sobre el análisis del material arqueológico); (5) Ensayos sobre teoría y método (que incluye un estudio histórico sobre Max Uhle y dos reflexiones sobre el método (la primera de orden general sobre el estudio de la conducta humana como fenómeno social y la segunda sobre la historia oral); (6) Estudios arqueológicos sobre el origen del Estado, en el que aborda tanto la teoría childeana sobre la revolución urbana como su propia formulación de una teoría sustantiva sobre el origen de las clases sociales, el estado y el urbanismo, y la aplica al caso andino; y un último capítulo, (7) Notas sobre la arqueología como profesión, que Lumbreras encuentra “más doméstico” (p. 42), al tratar sobre estas cuestiones en el ámbito peruano, pero que resulta altamente ilustrativo sobre los posibles paralelos en el desarrollo de la profesionalización de la arqueología en nuestros países. Complementa el volumen una brillante presentación por los editores, que nos regalan además una emotiva semblanza biográfica del autor; y la introducción del propio Lumbreras, que además de darnos el contexto histórico de los textos, ofrece una reflexión global sobre su desarrollo.

En conjunto, como se verá, el texto aborda prácticamente todos los aspectos de la teoría: desde los que tienen que ver con la ontología de la posición teórica (donde destaca su crítica a la concepción tipológica, “culturalista” de las culturas arqueológicas); las cuestiones epistemológicas (en lo que toca a las teorías de la observación y la manera en que se constituye el dato); las de orden metodológico y técnico (procedimientos de campo y gabinete); y por supuesto, las del para qué, u orientación valorativa, que permean todo el volumen y complementan la toma de posición que el autor inaugurara desde 1974 cuando propuso acercar la práctica académica a la práctica política al incorporar el materialismo histórico como marco de referencia para ambas. A esta presentación de la posición teórica, completa aunque fragmentada por la propia naturaleza de la antología, la complementan ejemplos de aplicación, y notablemente la producción y sucesivo perfeccionamiento de una teoría sustantiva, la del origen de las clases, el estado y el urbanismo.

Evidentemente, ante tal riqueza, amplitud y profusión de temáticas, es imposible hacer justicia en una reseña que es, por naturaleza, más modesta en ambición y más limitada en espacio que un ensayo crítico de fondo. Así que concentraré mis comentarios subsiguientes en algunas de las temáticas tratadas, sin duda reflejo de mis propios intereses más que de la propia riqueza interna de los textos.

Un trayecto Complicado, pero Fértil a cada Momento

Los artículos que componen el volumen representan momentos diferentes en el desarrollo de la posición del autor, por lo que documentan más una trayectoria que un punto de vista unificado -aunque hacia el cierre del libro, es más factible ver cómo el enfoque se hace cada vez más congruente. En cierto sentido, son ilustrativos de la propia trayectoria de la arqueología social, que ha seguido rutas curiosamente paralelas en los diferentes países iberoamericanos en los que se desarrolló.

Así, vemos a un Lumbreras preocupado por debatir, al inicio de este trayecto, con las concepciones tipológicas de la cultura, que asociaban conjuntos de restos cerámicos a grupos étnicos, y los cambios en estos tipos (y en materiales tales como la lítica o la arquitectura) a cambios culturales. Esta arqueología, heredera de la historia cultural boasiana, es el punto de partida para la rebeldía de Lumbreras: confunde los productos con los productores, y vacía de contenido histórico la historia para convertirse en un recuento largo y aburrido de rasgos tipológicos (p. 57 y ss). A esta concepción, marcada en Sudamérica por las propias polémicas que introdujeron en su momento los enfoques de la arqueología de asentamientos, y luego la de la ecología cultural, Lumbreras opone una concepción de corte materialista, inspirada en la obra de Gordon Childe. Algunos de los primeros artículos (Capítulo 1) son un rescate de las dimensiones que Childe propone para la identificación de culturas, que van más allá de las similitudes formales o estilísticas, para tomar en cuenta los procesos de asociación, distribución y recurrencia. En ese sentido, Lumbreras se opone a la historia cultural clásica, pero al apoyarse en Childe asume, como efecto inevitable, su modelo normativo de la cultura -modelo que siempre fue discordante con el resto de la propuesta childeana, seguramente porque estaba fuertemente sedimentada en este autor antes de que diera su viraje definitivo hacia el marxismo

Así, finalmente las culturas reflejan normas (p. 75), cuya ubicación debe ser mental, aunque se compartan socialmente. Esta conceptualización de la cultura Lumbreras la sostendría todavía en 1974, al retomar la diferencia entre cultura material y cultura no-material, que siempre nos pareció una manera muy peculiar de expresar el materialismo (proponer una ontología dual, en que a lo material se une ¡lo no material!). Pero ahora nos parece más claro que es precisamente la herencia childeana, con todo y sus propios titubeos, lo que se observa en estos primeros trabajos. Sin duda, la posición childeana era superior a aquellas contra las que Lumbreras polemiza. Pero, sin duda también, crea una tensión que me parece sigue latente, entre una posición normativa como la que sostiene en la mayoría de sus trabajos tempranos, y que no es sino la criticada por la arqueología procesual (p. ej. en Binford 1965); y una totalmente marxista, y con la que Lumbreras entiendo concuerda, pero que no aparece realmente tomada en cuenta en el texto, como sería la de Felipe Bate (1978, 1998). Quizá su reacción al término mismo de “cultura” lo lleva a tomar distancia incluso con esta propuesta. Este es un tema que ha salido a la luz en nuestras discusiones con Felipe más de una vez, y que creo sigue sin resolverse por entero. Al menos no siento que haya una toma clara de partido en el texto, pero ello puede deberse precisamente a que no hay un artículo de cierre, en que estos puntos de tensión se clarifiquen.

Irónicamente, en lo epistemológico Lumbreras no duda en separarse de la historia cultural y los supuestos de neutralidad teórica de los datos empíricos, e incluso recupera el concepto de “teoría de la observación” (Capítulo 2); y repudia que la elección de técnicas de campo y gabinete sea asunto de gustos personales. Claramente denosta la “estratigrafía artificial”, por niveles métricos, por ejemplo; o de los procedimientos analíticos que podríamos llamar “univariables” (Capítulos 3 y 4).

En el área del método (Capítulo 5), no duda en señalar las deficiencias que caracterizan a un enfoque totalmente de orientación inductiva. La arqueología, como bien reconoce, debe incorporar la deducción, la inducción e incluso la transducción (o analogía). Con ello, se deslinda claramente de dos posiciones extremas: la inductivista estrecha, de la arqueología tradicional, y la deductivista igualmente estrecha, de ciertas variantes de la arqueología procesual. Es también notorio que no recurre a la muletilla (errónea, en mi opinión) de proponer que el método a seguir es el “método marxista”: primero, porque ello revelaría una confusión entre método y teoría y, segundo, porque la teoría marxista es evaluable, como cualquier otra teoría, mediante el método científico general. De otra forma, la arqueología marxista quedaría aislada, en una especie de “inconmensurabilidad paradigmática” al estilo de Kuhn (1971): encerrada en un ámbito desde el que no puede compararse o competir con otras teorías, ya que dependería de un “método” que le sería exclusivo y que otras posiciones no reconocerían como compartido, y por lo tanto, incapaz de ayudarnos a seleccionar la mejor.

He de confesar que hace ya tiempo, y durante algunos años, pensé que este rechazo al enfoque inductivo, que sintetiza los datos y los “interpreta” de acuerdo a algún esquema a priori, era más un señalamiento de intenciones que una realidad en la obra de Lumbreras. Me temo que he sido no solamente insistente, sino hasta impertinente, en nuestras charlas al reclamarle que, en consecuencia, nos dé una teoría del origen de las clases que trascienda una narración de las peripecias del caso andino. Creo que Lumbreras está cada vez más cerca de lograrlo.

Hace ya muchos años, le señalaba el riesgo de plantear lo que parecía ser la causa de la aparición de las clases: la apropiación del excedente (o plusproducto, como prefiero llamarle), una vez que dicho plusproducto se produjo mediante la revolución neolítica. La pregunta era: ¿y por qué es enajenado por una clase? La respuesta original era una forma de “ontologización”: “por la naturaleza humana”, parecía entenderse. La respuesta es insatisfactoria, por cuando menos dos razones: primero, si es un asunto de naturaleza humana, entonces todas las sociedades agrícolas debieron terminar convirtiéndose en Estados; segundo, porque si esta naturaleza humana (de rapiña, de injusticia) es inherente al hombre, entonces no le veía yo sentido al programa revolucionario: no importa lo que hagamos, siempre retrocederemos para expresar nuestros más bajos instintos. A lo que Lumbreras reaccionaba con fuerza diciendo que “¡de ninguna manera, no es eso lo que se propone!”, y luego trataba de clarificar su propuesta. A partir de los años ochenta esa propuesta empezó a tomar una forma más clara, que recuperaba parte de la tradición childeana: el papel de los especialistas. Especialistas que no eran “malos por naturaleza”, sino que jugaban un papel estructural crucial en el desarrollo de las sociedades complejas, al ser los responsables de dos tecnologías fundamentales e indispensables en varios de los casos de estados arcaicos: el control del agua y el control del calendario; luego se unieron los expertos en la guerra y en el intercambio; empezaban a perfilarse los actores sociales cuyo “poder de función” iba más allá de las buenas o malas intenciones.

Ahora el reto era “el cómo” del proceso. De nuevo, si la aparición de estos especialistas es inevitable, todas las sociedades agrícolas tendrían que ser estatales, cosa que Lumbreras reconocía no era el caso. A partir de las ideas que desarrolló en los ochentas y afinó a principios de los noventas, ahora cuenta con algo mucho más cercano a un “esbozo explicativo”, que va más allá de lo anecdótico (Capítulo 6).

Lumbreras clarifica la(s) pregunta(s) explicativas: “Apareció esto [las clases, el Estado y las ciudades] todo a la vez y si todo se debe a las mismas causas o cada institución fue apareciendo independientemente a lo largo del proceso histórico. Si hubo en los Andes algún momento cuando todos los hombres fueron iguales, cuando no había gobernantes ni gobernadores [sic] y todos debían trabajar en las mismas cosas para sobrevivir: si hubo alguna época sin ejército; si no hubo ciudades desde siempre, ¿cuáles fueron las circunstancias, las causas del o los momentos en que todo esto apareció en los Andes? Es una pregunta, por cierto, de connotaciones generales o universales, porque en varias partes del mundo -en Mesoamérica, el Próximo y el Lejano Oriente- se produjo una situación similar” (p. 262).

Lumbreras piensa que en la literatura no existe una explicación satisfactoria (al menos del lado de la tradición marxista, representada en los años setenta por los seguidores del “Modo de producción asiático”, p. 264). Así que intenta formular una. A reserva de hacer en otro momento un análisis teórico detallado, como el que hemos propuesto en otro lado (Gándara 1992), puede resumirse la propuesta en algunos principios fundamentales.

La precondición para el proceso es la revolución neolítica (p. 265), que “tendió a avanzar en todas direcciones, desarrollando y creciendo”; de forma tal, que en “donde la agricultura pudo ser exitosa”, se generó un incremento demográfico y en la producción. En algunos casos, esto llevó a la creación de redes de intercambio y la complejización de procesos productivos y distributivos, lo que a su vez condujo a la aparición de sociedades jerarquizadas. En otros momentos Lumbreras parece estar convencido de que este tipo de sociedades no son el antecedente del Estado (p. ej. p. 273); aquí (p. 265) no es claro su papel. Pero parece que es en situaciones más adversas al cultivo en donde se darán las condiciones para el cambio, vía el desarrollo de nuevas tecnologías que requieren de especialistas, y que permitirán la intensificación agrícola: entre ellos, los especialistas en riego y en el calendario. Estos especialistas requieren una dedicación de tiempo que los separa del proceso productivo directo, lo que genera una primera división social del trabajo:

Es decir, la sociedad se escindirá en clases sociales, separadas por una diferente participación en el proceso productivo, y con relaciones desiguales de producción y consumo (p. 267).

Pero esto solamente sucederá en (a) condiciones en las que no es factible depender de otros recursos alternativos (como la caza y la pesca) como condiciones principales de la reproducción; o (b) en los que no se requiera de procesos técnicos progresivamente más complejos (Ibid); estas condiciones explicarían por qué el proceso no se dio, por ejemplo en la Amazonia.

El proceso llevará a que las instalaciones requeridas por los especialistas se constituyan en el núcleo de los futuros centros urbanos, dado que los procesos productivos ahora podrán realizarse no solamente en el campo (como sucedería con los talleres asociados a templos), fenómeno cuya intensidad variará con la importancia de los especialistas en este proceso (lo que explicaría que no fuera universal, como en el caso de Ayacucho, cuyo desarrollo se “congeló” -p. 268). La aparición de un aparato de control, a favor de una clase, agilizó el desarrollo de esta nueva infraestructura, por lo que para Lumbreras, “las clases sociales, la ciudad y el Estado aparecen, pues, juntos como consecuencia de una misma causa originaria” (p. 271). El crecimiento de estos primeros estados llevó, en condiciones de circunscripción y bajo un continuo aumento demográfico, a que algunos de estos estados que él llama “primarios” se hicieran expansivos, tomando a la guerra como mecanismo para la extensión de su poder, y finalmente llevando a un segundo tipo de estado que él llama “Arcaico” (pp. 272-3). Este proceso se dio en los Andes entre los años 500 a.C. y 500 d.C. Este segundo tipo de estado depende de un nuevo especialista, el especialista en la guerra, cuyo estamento finalmente domina al conjunto del estado.

Es interesante señalar que para Lumbreras, estos estados iniciales parecen haber sido propietarios tanto de la fuerza de trabajo como de la propia tierra:

La clase dominante quedaba como propietaria de la fuerza de trabajo (que incluía a los trabajadores, sus instrumentos y medios de producción; mientras que los productores directos de los bienes de consumo quedaban como propietarios de su fuerza de trabajo, enajenada a los instrumentos y medios productivos de los que los especialistas eran únicos poseedores (p. 254).

Esta propuesta, que suena contradictoria (eran o no propietarios de los medios de producción los trabajadores), no corresponde a otras formulaciones del propio autor, quizá porque es previa (y quizá todavía no definitiva). Lo cierto es que aunque se hace mención explícita del término “Sociedad clasista inicial” (p. 245), la teoría respectiva (o su autor, hasta donde me doy cuenta, Felipe Bate [1984]), no se menciona.

La propuesta es mucho más rica que lo que esta apretada síntesis permite presentar aquí, por lo que remito al lector a los propios textos. Pero quedan preguntas que seguramente nos mantendrán ocupados durante un buen tiempo: si los factores de diferenciación de las condiciones originales para el inicio del proceso tienen que ver con la facilidad o dificultad para extender la productividad agrícola, ¿no acaba entonces siendo de nuevo el ambiente la variable clave? Si hemos rechazado los modelos demográficos ¿no son estos reincorporados -con todo y la noción de “circunscripción” propuesta por Carneiro (1970) (que tampoco aparece citado)? Si, hasta donde sabemos, las guerras preindustriales nunca fueron de exterminio, ¿cómo aliviaría el problema de la presión sobre los recursos el dominio de otros pueblos? (problema original para la formulación de Carneiro y que al importarlo Lumbreras, se trae consigo). En fin, la lista de cuestionamientos posibles es larga, pero lo único que eso indica es que nos acercamos finalmente a algo que parece ser una auténtica teoría explicativa. Solamente un análisis teórico cuidadoso, más detallado de lo que es factible hacer aquí, arrojará luz al respecto.

Algunas Observaciones Finales

Este libro es una medida de la importancia de la contribución de Lumbreras a la disciplina, que además muestra que la buena teoría no tiene por qué estar divorciada de un sólido dominio de la técnica o de la información empírica: a Lumbreras no se le puede acusar de ser un teórico que “jamás fue al campo” o que “ignora los datos” -dos argumentos que se han esgrimido en contra de la arqueología social. Su sólida y pródiga contribución muestra que esta posición teórica no es solamente especulación en las estratosferas de la teoría, sino una diestra articulación de todos los niveles de la disciplina.

Una nota final, de corte menor, pero pensando en la segunda edición que seguramente veremos de este libro, que como otros de Lumbreras se agotará en poco tiempo: creo que el diseño editorial puede mejorarse. A la impecable edición que nos han regalado González y del Aguila, valdría la pena reforzarla con algunas convenciones que la composición tipográfica ayudaría: si bien agrupar por capítulos temáticos permite entender mejor el conjunto, el que entre un artículo y otro no se cambie de página, ni se utilice una tipografía que claramente indique que estamos en un texto diferente (que puede ser cronológicamente previo), resulta potencialmente confuso. La ficha de cada artículo aparece solamente al pie de página, en donde un lector poco atento podría no notarla. Creo que separar tipográficamente cada artículo, así como incluir la ficha junto a su título (así como en el índice), ayudaría a seguir mejor la secuencia de producción de los textos.

Un último señalamiento tiene que ver con la naturaleza más o menos coloquial de algunas de las publicaciones en que aparecieron originalmente varios de los artículos: al tratarse quizá de textos más bien destinados a la divulgación, Lumbreras no incluye referencias a los autores que usa. Obviamente, este problema no es atribuible a los editores, que simplemente han compilado los originales. Pero hace difícil al lector rastrear la fuente de algunos conceptos, o el blanco de alguna polémica -ejemplos: “teoría de la observación”, o “circunscripción” y “sociedad clasista inicial”, aludidos antes. Pecatta minuta, sin duda, en un texto de gran importancia, destinado a convertirse en un clásico de la teoría arqueológica, y en particular, de la arqueología social latinoamericana.

Referencias

Bate, F. 1998 El Proceso de Investigación en Arqueología. Crítica, Barcelona.

Bate, F. 1978 Sociedad, Formación Económico-Social y Cultura. Ediciones de Cultura Popular, México.

Bate, F. 1974 Hipótesis sobre la sociedad clasista inicial. Boletín de Antropología Americana 9:47-86.

Binford, L. 1972[1965] Archaeological systematics and the study of culture process. En An Archaeological Perspective, editado por L. Binford, pp. 194-207. Academic Press, New York.

Carneiro, R. 1970 Theory of the origin of the State. Science 169:733-738.

Gándara, M. 1992 El análisis teórico: aplicaciones al estudio de la complejidad social. Boletín de Antropología Americana 25:93-104.

Kuhn, T. 1971 La Estructura de las Revoluciones Científicas. F.C.E., México.

Lumbreras, L. G. 1974 La Arqueología como Ciencia Social. Histar, Lima.

Manuel Gándara – ENAH, México. E-mail: gandarav@prodigy.net.mx

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Itamar Freitas

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