TRPIN, Verónica. Aprender a ser chilenos: identidad, trabajo y residencia de migrantes en el Alto Valle del Río Negro. Buenos Aires: Antropofagia, 2004. 118p. Resenha de: ZAPATA, Laura. Intersecciones en Antropología, Olavarría, v.10 n.2, jul./dic. 2009.
El libro de Verónica Trpin es una inmersión en los intersticios de un sistema económico de base agraria particular: el de la fruticultura, basada en el régimen de pequeña propiedad asociada de manera subordinada al gran capital agrario exportador, que demanda trabajo familiar intensivo y que se caracteriza por la explotación por parte de los “chacareros” del contingente considerado “chileno” en el Alto Valle del Río Negro en la Patagonia argentina. El mayor mérito de la obra de Trpin se encuentra en la descripción de este sistema de sujeción de la fuerza de trabajo, que recurre a diacríticos étnicos para garantizar la reproducción de las posiciones de clase y la acumulación de capital. Cuestión agraria y etnicidad son los ejes teóricos que atraviesan la obra. La pregunta a responder es: por qué “alumnos argentinos hijos de chilenos no sólo eran tratados como chilenos por los maestros, sino que además ellos se ratifi can como tales pese a las habituales connotaciones peyorativas” del término chileno (p. 13). La autora afirma que chileno alude tanto a una clase social (trabajador) como a una nacionalidad (la chilena), ambas categorías “etnificadas” en las interacciones de “chilenos” y “chacareros” del paraje rural que analiza: Guerrico. Basándose en autores que analizan la clase operaria inglesa, como E. Thompson y P. Willis, Trpin describe el “proceso de reproducción de la chilenidad en descendientes de migrantes chilenos” (p. 17) como una forma de reproducción de una clase social. Analiza para ello los significados de la chilenidad en la escuela, las chacras, las calles ciegas y las fiestas.
La autora sitúa el inicio de su descripción en la escuela de Guerrico, una comunidad de dos mil habitantes, donde maestras, directivos escolares y alumnos mantienen relaciones tensas y asimétricas. Los funcionarios escolares son “dueños de chacras” (p. 17), “parientes de chacareros” (p. 32), “descendientes de inmigrantes europeos devenidos en chacareros de la zona” (p. 31), “argentinos” (p. 33). Entre tanto algunos de los niños que asisten a la escuela son “alumnos argentinos hijos de chilenos” (p. 13), “alumnos descendientes de migrantes chilenos” (p. 14), “hijos de trabajadores” de las chacras (pp. 32-33). Frente a los niños trabajadores y chilenos “…los maestros descendientes de chacareros (…) encarnan la patronal y el progreso argentinos” (p. 110). La asociación de clase y nación (p. 77) produce relaciones singulares: trabajador/chileno se opone de manera antagónica a patrón/argentino en la estructura social de esa localidad. Por ejemplo: “robarle al chacarero es un ‘reto’ de clase encarnada en la familia” (p. 43) trabajadora. Lo cual equivale a robarle al “argentino”, al “descendiente de migrantes europeos”, al “blanco” (p. 13), al “chacarero”.
El libro está organizado en seis capítulos. El capítulo 1 sitúa a la Patagonia como el espacio liminal de la argentinidad y muestra al estado-nación y a sus iniciativas civilizadoras -una de ellas las de colonización con población blanca de origen europeo- como las productoras de categorías estigmatizantes, indio y chileno entre otras, que llevaron al exterminio y a la segregación de la población que habitaba ese territorio porque su existencia hacía “peligrar la uni- ficación identitaria de ‘lo argentino’” (p. 21). En el capítulo 2, lo chileno emerge como significativo en relación a la empresa nacionalizadora que ejerce el dispositivo escolar. Ahora bien, los maestros son, como los alumnos, descendientes de migrantes llegados al país a principios del siglo XX, y sin embargo, sus herencias europeas (italiana y española, entre otras) no son experimentadas ni problematizadas como atentados contra la nación. En cambio, la herencia chilena de los trabajadores “choca” y “amenaza” el sentido de argentinidad de maestras y chacareros (p. 33). La chilenidad aparece asociada a la clase, a la nacionalidad (pp. 22-23, 32) por medio del proceso de etni- ficación. ¿Qué significa “etnificar” la clase? Y ¿qué significa “etnificar” la nación? En el texto no hay una respuesta clara. Categorizar a una clase social como “chileno” es recurrir a la misma palabra que equivale a nacionalidad y a los principios ciudadanos de participación política y de derecho a ella asociados. Al clasificarse y ser clasificada como chilena, una porción de la población del Valle es simbólicamente excluida de la comunidad nacional al tiempo que es integrada en términos económicos enfatizando su condición de explotados. Por ello, en el caso analizado, chileno no sólo significa “mantener cierta fidelidad a sus orígenes nacionales” (p. 80) como afirma Trpin, puede aludir a mecanismos institucionales de exclusión/inclusión de grupos sociales tendientes a la producción y control de la fuerza de trabajo en la región. Lo impactante es que ese mecanismo de exclusión política produce prácticas y sentimientos de distintividad que la autora intenta sintetizar en categorías compuestas tales como “etnonacionalidad” (pp. 107-108). Chileno, en su positividad, designa una forma de vida, un sistema de relaciones en el que la familia casi coincide con la unidad productiva y de consumo, la división del trabajo expresando la estructura familiar. Podría decirse que chileno tiende a coincidir con la categoría campesinos proletarizados o trabajadores rurales. Su situación mostraría la doble dominación a que están sujetos: la económica en base a su situación de desposeído de la propiedad de la tierra; la política, dada su condición de extranjero. Ahora bien el problema teórico fundamental que la etnografía de Trpin descubre es ¿por qué en el Valle el trabajador rural es desnacionalizado antes que etnificado como minoría o como clase? La designación chileno no es sólo una forma peculiar de organizar la diferencia en la interacción social; es una categoría efi caz que opera al interior de un sistema fundiario y un mecanismo de producción de la fuerza de trabajo que para garantizar su reproducción se expresa en términos nacionalistas.
En el capítulo 3 la autora explica: “Los chacareros accedieron a la propiedad en una coyuntura histórica en la que el capital inglés promocionó la pequeña propiedad con trabajo familiar como la unidad productiva base de la fruticultura. En cambio, los migrantes chilenos llegaron al Valle para trabajar como asalariados en pequeñas propiedades que ya tenían dueños, su acceso a la propiedad estaba bloqueado, no poseían capital inicial y el estado no promovió su asentamiento” (p. 47). Españoles e italianos, principalmente, se convirtieron en propietarios de tierras, basada en la auto-explotación familiar y en la nacionalización de su descendencia. Los chacareros y sus descendientes pasaron a ocupar con respecto a los chilenos posiciones de dominio como patrones y funcionarios de bajo rango en la estructuras estatales como son las maestras (pp. 56-57). Los chacareros intensifi caron su producción incorporando tecnología y fuerza de trabajo ajena a la propia familia, generando con ello un fondo de acumulación de capital mediante la sujeción de la población denominada chilena. Mientras los chilenos eran proletarizados, los chacareros “desaparecían” de Guerrico pero permanecían allí como “patrones” (p. 63) y funcionarios del estado-nación.
La explotación del trabajador rural asume dos formas espaciales. A esas formas los chilenos las denominan “la chacra” y “las calles ciegas”. Éstas constituyen el objeto de los capítulos cuatro y cinco. En el capítulo 4, el informante Roble y su familia ocupan la escena principal. Él es chileno, encargado de una chacra, donde vive y trabaja. No es un campesino independiente ni puede hablarse de un “trabajador” a secas. Es un campesino proletarizado. Los patrones de Roble viven en Allen, una ciudad cercana, poseen un pequeño comercio, para ellos la chacra es “‘como un complemento’” (p. 67). Este informante le revela a la autora que la chilenidad es una forma de “garantizar la disciplina de trabajo como un atributo a destacar frente al empleador” (p. 78). Es aquí donde Trpin afirma la etnicidad de la clase: ser chileno facilita y garantiza un medio de vida para los trabajadores rurales. Más aún: facilita la reproducción de las condiciones de explotación de la fuerza de trabajo considerada extranjera a favor de los chacareros argentinos, fracción dominada de la industria frutícola.
En el capítulo 5, la chacra es descalificada por los chilenos como opción de residencia y trabajo. Le dicen a la autora: “te controlan todo el día. Yo opté por no ser humillado y me fui a una ‘rancha’. Hay mucho abuso de los chacareros” (p. 89). En la calle ciega de los Saldía la autora describe formas de producción casi ausentes en la chacra: cría de gallinas, cerdos y conejos, la huerta, el intercambio de productos agrícolas por manufacturas (materiales de construcción) en la ciudad (p. 92). Mientras que Roble constituye el paradigma del campesino proletarizado, los Saldía recrean al campesino semi-independiente, que tiende a coincidir con la plena chilenidad. La calle ciega, para la autora, permite “romper los lazos de dependencia y subordinación que experimentan las familias de chilenos que viven dentro de las chacras” (p. 97). En esta calle ciega transcurre casi todo el capítulo 6, donde Trpin describe con detalle una la celebración del 18 de septiembre, fiesta de la Independencia de Chile. El consumo del mote con huesillo, las empanadas con mucha cebolla, el vino, la chicha y la chupilca, llevan a la autora a descubrir que afirmarse chileno excede la condición de clase y la adscripción nacional, pues supone una forma de hablar, de comer, de reunirse con amigos y parientes, un tipo de sociabilidad (p. 107).
Trpin concluye que la reproducción de los “trabajadores” en el Valle no sigue la lógica de la reproducción económica de una clase social sino que precisa articularse con los diacríticos nacionales y que es dependiente de la forma en la que se comporten las relaciones familiares, productivas y las residenciales (p.108). Afirma, además: “La, hasta los ’90, sumamente exitosa integración económica de las familias chilenas a la dinámica de la fruticultura valletana no ha sido traducida en una adscripción identitaria nacional; la descendencia argentina se reconoce por el origen nacional de sus padres y se recrean prácticas que tienden a reproducirla. Esta situación no puede explicarse por una falta de asimilación a la sociedad receptora o por la empecinada marginalidad de estos grupos sociales, condenados sin remedio por las imágenes descalificadoras de ‘los argentinos’” (p. 108, cursivas agregadas). El hecho de que no todo acto de reconocimiento de las diferencias deba, necesariamente, significar segregación es una aseveración suficientemente demostrada en el texto. Pero ¿cómo evaluar esa “sumamente exitosa integración” de las “familias chilenas”? ¿Por qué algunos deciden huir de la disciplina de las chacras y residir en las ilegales “calles ciegas”? Apuntando a la relación teórica que la autora establece entre nación y clase: ¿Qué significados asume lo chileno cuando los trabajadores rurales ya no aceptan reproducirse como tales? ¿Para ocupar otras posiciones sociales, siguiendo el modelo de los antepasados europeos de los chacareros, acaso, deben deschilenizarse y, por lo tanto, argentinizarse? ¿Es posible en esa localidad ser al mismo tiempo chileno y chacarero; chilena y maestra?
La respuesta negativa a estas interrogantes demuestra que la asimilación sigue siendo una política nacionalista eficaz. Esos grupos de campesinos proletarizados que se reconocen como chilenos, muestran de qué manera los procesos de nacionalización corren paralelos a los procesos de desnacionalización y exotización de poblaciones indeseables, puestas al margen político y simbólico de la comunidad pero reintegradas económicamente como grupos desposeídos (de los derechos asociados a la nacionalidad y a la tierra). El libro de Trpin muestra que los mecanismos institucionales de exclusión/inclusión de grupos sociales son imprescindibles para el funcionamiento del sistema fundiario existente en el Valle del Río Negro. De ahí la necesidad de investigar su dinámica y su eficacia, como hace la autora.
El libro de forma parte de la colección Serie Etnográfica que edita el Centro de Antropología Social (CAS) del Instituto de Desarrollo Económico y Social (IDES), que dirigen Rosana Guber y Federico Neiburg. Basada en un trabajo de campo prolongado y consulta de fuentes secundarias y documentales, la autora muestra la polivalencia de las categorías de adscripción nacional. “Aprender a ser chilenos” es la reelaboración de la tesis de Maestría de la autora, defendida en 2003 en el Programa de Post-Graduación en Antropología Social (PPAS) de la Universidad Nacional de Misiones (UNaM). Se trata de un texto de inestimable valor para la comprensión de la cultura política y los procesos agrarios argentinos.
Laura Zapata – Facultad de de Ciencias Sociales (FACSO), Universidad Nacional del Centro de la Provincia de Buenos Aires (UNICEN). Lavalle 3721, (7400) Olavarría, Buenos Aires. E-mail: lauramarcelazapata@yahoo.com.ar
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