Amado Alonso en la Argentina. Una historia global del Instituto de Filología (1927-1946) | Miranda Lida
Después de una breve introducción, este libro se divide en cinco capítulos. En el primero Miranda Lida resume las circunstancias en que en 1922 se creó el Instituto de Filología en Buenos Aires, un ambicioso proyecto científico que supuso una colaboración estrecha entre Argentina y España. Así, por un lado, destaca los grandes contingentes de inmigrantes que desde mediados del siglo XIX llegaban al Río de la Plata, “ [llamando ] la atención de intelectuales, funcionarios y políticos acerca del problema de la lengua como elemento aglutinador para una población heterogénea” (p. 12). Mientras que, por otro, centra su atención en España, en el interés de la Junta para Ampliación de Estudios (JAE) por promover un nuevo hispanoamericanismo “progresista”, alejado del viejo imperialismo de los tradicionalistas. Esta política nueva, inspirada en el krausismo (nos explica la autora), contemplaba una relación de diálogo y de respeto mutuo destinado a forjar “una común argamasa de estudios hispánicos en diferentes lugares de Hispanoamérica, desde Estados Unidos y el Caribe hasta el Cono Sur” (p. 41). Y para conseguir esa finalidad la JAE contaba sobre todo con el Centro de Estudios Históricos (CEH), dirigido en Madrid por el filólogo Ramón Menéndez Pidal. Dado el prestigio internacional de que Menéndez Pidal gozaba entonces, fue lógico que el decano de la Universidad de Buenos Aires, Ricardo Rojas, ansioso por resolver el problema de la lengua, acudiera a él en busca de orientación y cooperación. Y fue así como en 1922 se creó el Instituto de Filología, una especie de filial del CEH en Buenos Aires. Curiosamente, pese al entusiasmo inicial expresada por ambas partes, el proyecto no arrancó con el éxito que todos querían. El primer director, Américo Castro, apenas duró unos meses en el puesto, y los otros miembros del CEH que lo sucedieron, Agustín Millares Carlo y Manuel de Montoliu, poco más. De hecho, no fue sino hasta 1927, con el nombramiento de un muy joven Amado Alonso (1896-1952) como director, cuando el Instituto por fin empezó a arraigarse.
En el segundo capítulo la autora estudia las medidas tomadas por Alonso con el fin de afianzarse en la dirección y echar a andar la nueva empresa. Seguramente tiene razón cuando argumenta que el nuevo di rec tor aprendió mucho de la breve escala que hizo en Puerto Rico antes de llegar a Buenos Aires, una visita durante la cual recibió los consejos de Federico de Onís, que ya llevaba tiempo dirigiendo el Instituto de las Españas en Nueva York. Pero resulta evidente que, al instalarse en la República Argentina, Alonso también llevaba consigo cualidades personales que iban a ayudarle a superar la crisis que enfrentaba el proyecto de Buenos Aires. Ya en tiempos de Castro el Instituto de Filología había sido objeto de ruidosas denuncias por parte de quienes no veían en él sino otro síntoma más de la dependencia de la antigua colonia con respecto a la metrópolis. Por otra parte, no eran pocos los argentinos que seguían creyendo hablar una lengua distinta del español, un idioma propio que, además, sentaba la base de su identidad nacional. Los primeros directores del Instituto rechazaron este planteamiento, pero al hacerlo, mostraron un desdén por sus interlocutores que sólo sirvió para agravar todavía más las difíciles relaciones con el público argentino. Alonso resultó ser una figura más diplomática. Y, de hecho, no tardó en ganar la simpatía de muchos al demostrar el auténtico interés que tenía, como fonetista, en estudiar el habla de los argentinos, sobre todo el habla de las zonas rurales. De esta manera, como señala la autora, Alonso “evitó mostrarse como un español pedante que venía a denunciar la falta de purismo o corrección en la lengua hablada por los argentinos” (p. 68). Lo cual sirvió para calmar las aguas.
En el tercer capítulo la autora estudia el desarrollo del trabajo académico realizado en el Instituto. Por lo visto, en un principio el centro contaba con muy pocos recursos, pero a partir de 1929 Alonso pudo comenzar a incorporar nuevos investigadores a su equipo. Entre ellos, el dominicano Pedro Henríquez Ureña, que ya había trabajado con Menéndez Pidal en Madrid, y Eleuterio Tiscornia, autor del libro La lengua de Martín Fierro (1930), mientras que entre los más jóvenes figuraban los hermanos Raimundo y María Rosa Lida. A lo largo de los años treinta aparecieron los primeros títulos de la importante Biblioteca de Dialectología Hispanoamericana, pero también una colección de estudios estilísticos, que fueron las publicaciones del Instituto que mayor difusión tuvieron entonces. Según nos informa la autora (pp. 93-94), la colección incluía el célebre Curso de lingüística general de Ferdinand de Saussure, en traducción y edición de Amado Alonso; la Introducción a la estilística romance de Karl Vossler, Leo Spitzer y Helmut Hatzfeld, en edición y traducción de Raimundo Lida y Amado Alonso; La vida espiritual en Sudamérica, de Karl Vossler, y La enumeración caótica en la poesía moderna, de Leo Spitzer, también traducido por Lida. Una inesperada oportunidad para ampliar las actividades del Instituto se presentó cuando estalló la guerra civil en España. Porque si bien el conflicto puso un fin abrupto al trabajo de los filólogos del CEH en Madrid, a Amado Alonso, en cambio, le proporcionó la oportunidad de tomar una importante iniciativa con la que llevaba mucho tiempo soñando: la de crear su propia revista de filología. Si no lo había hecho hasta entonces, había sido por fidelidad a su antiguo maestro y director: no quería darle la impresión de estar rivalizando con el CEH. Pero ahora que la Guerra Civil había interrumpido la publicación de la Revista de Filología Española, que era el órgano del CEH, este temor no tenía fundamento. Así, en 1939, y en Buenos Aires, nació la Revista de Filología Hispánica, que en seguida se convirtió en la principal tribuna de la filología en el mundo hispánico.
En el cuarto capítulo de su libro, Miranda Lida se ocupa de la proyección de Amado Alonso y del Instituto en la vida cultural argentina del momento. Dedica varias páginas a los esfuerzos de Alonso por ayudar a los numerosos intelectuales españoles que entonces enfrentaban grandes dificultades para proseguir con su trabajo. (A diferencia de Menéndez Pidal, que se mantuvo neutral a lo largo de la contienda, Alonso sí se declaró partidario del gobierno de la Republica española, pero la autora subraya que, al extender su ayuda, lo hizo sin hacer distingos de orden político.) En mayo de 1937 colabo ró en la creación de la Junta Argentina de Ayuda para los Universitarios Españoles que, bajo la presidencia de los argentinos Bernardo Houssay y Francisco Romero, se dedicó a juntar dinero y enviarlo a los intelectuales y científicos españoles más necesitados. Y cuando se hizo evidente que muchos no iban a poder seguir en la España de Franco, colaboró también en la creación de un consejo universitario “que tendría por función analizar la situación de diferentes académicos y universitarios españoles con la idea, en el mejor de los casos, de insertarlos en alguna universidad del país, o al menos invitarlos a dictar conferencias” (p. 147). De esta manera figuras importantes como el historiador Claudio Sánchez Albornoz, el médico e histólogo Pio del Río Hortega, el lingüista Joan Corominas, el filósofo Manuel García Morente y el pedagogo Lorenzo Luzuriaga encontraron asilo en el país. Otra vertiente de la “sociabilidad” de Alonso tratada en el capítulo son sus colaboraciones en revistas como Sur y Nosotros, e incluso en el diario La Nación, así como sus relaciones con Losada, una de las más importantes editoriales creadas por el exilio español en Buenos Aires.
Por desgracia, la consolidación del Instituto lograda a principios de los años cuarenta no duró mucho. La historia de su repentina destrucción es despachada brevemente por Miranda Lida en el último capítulo de su libro. Por lo visto, la principal causa del derrumbe fue la ola de conservadurismo y racismo nacionalista desatada por el golpe militar de 1943, el cual a su vez abrió las puertas al peronismo. En un ambiente de acoso y hostigamiento a toda persona considerada ajena a “los valores nacionales”, en 1946 Alonso fue despedido de su puesto, acusado de “haber demostrado desapego a la cultura argentina” (p. 167). Y una vez ido él, no tardaron en marcharse también los demás miembros del Instituto. En 1947 la Revista de Filología Hispánica empezó una vida nueva en El Colegio de México bajo el título de Nueva Revista de Filología Hispánica, mientras que Alonso pasó los últimos años de su vida en la Universidad de Harvard.
El libro está muy bien escrito, muy ecuánime y, sobre todo, muy bien documentado: es admirable el provecho que la autora saca de una larga lista de archivos, tanto del viejo mundo como del continente americano. Y si resulta llamativa la historia del Instituto de Filología, lo resulta aún más la biografía de su director: la de un español que si bien se trasladó a Buenos Aires con el fin de defender los intereses de una institución netamente española (el CEH), poco a poco se fue americanizando, conforme fue descubriendo las ricas complejidades del Nuevo Mundo. De esta manera el libro brinda otro capítulo fascinante en la historia de las relaciones entre España y sus antiguas colonias.
Resenista
James Valender – El Colegio de México, México.
Referências desta resenha
LIDA, Miranda Lida. Amado Alonso en la Argentina. Una historia global del Instituto de Filología (1927-1946). Resenha de: VALENDER, James. Historia Mexicana. México, v.72, n.1 (285), jul./sep. 2022. Acessar publicação original.