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Después de la masacre: emociones y política en el Cauca indio – JIMENO; CASTILLO; VARELA (A-RAA)
JIMENO, Myriam; CASTILLO, Ángela; VARELA, Daniel. Después de la masacre: emociones y política en el Cauca indio. Bogotá: ICANH y el Centro de Estudios Sociales (CES) de la Universidad Nacional de Colombia, 2015. Resenha de: GONZÁLEZ G, Fernán E. Antípoda – Revista de Antropolgía y Arqueología, Bogotá, n.24, jan./abr., 2016.
En primer lugar, quiero agradecer la oportunidad de conocer y comentar este texto. Pero, en segundo lugar, me gustaría aclarar que mi perspectiva parte de la historia y sociología políticas, pues no soy antropólogo, ni mucho menos experto en problemas indígenas. Por esto, mi interés en este texto obedece a mis preocupaciones previas sobre las bases antropológicas y culturales de la vida política, que he venido compartiendo desde hace varios años con amigas antropólogas como Myriam Jimeno, Gloria Isabel Ocampo y María Victoria Uribe. Ese interés se ha centrado, en especial, en las discusiones sobre temas como la identidad nacional, sus relaciones con las adscripciones políticas del bipartidismo, las guerras civiles y las relaciones con la Iglesia católica. En los últimos años, estas discusiones se han relacionado con la Violencia, tanto la de los años cincuenta como la actual, que me han ido conduciendo a preocuparme, más recientemente, por los problemas de la representación política de una sociedad cada vez más plural y multiforme.
En este sentido, empezaría por subrayar la importancia de este libro, Después de la masacre: emociones y política en el Cauca indio, escrito por Myriam Jimeno y su grupo, como contribución a la comprensión de la manera como se configuran, desconfiguran y reconfiguran las identidades colectivas de comunidades locales en los actuales contextos de Violencia y desplazamiento -en el corto plazo-, pero teniendo siempre en cuenta los contextos culturales y políticos del mediano plazo, como el reconocimiento de la pluralidad cultural, étnica, religiosa y regional consagrada en la Constitución de 1991. Y resaltando que el nuevo texto constitucional es el resultado de un movimiento social, cultural, político y económico, de más larga duración, que va rompiendo gradualmente la concepción homogénea e indiferenciada de la nacionalidad colombiana, basada en la adscripción al bipartidismo, el monopolio del campo religioso en manos de la Iglesia católica y el mestizaje racial consagrados en la Constitución de 1886, el Concordato de 1887 y los pactos de misiones que les siguieron, como producto de una historia que se remonta a los tiempos de la Colonia española.
Estos monopolios -cultural, político, religioso- del bipartidismo y de la Iglesia católica se fueron desdibujando, gradual y paulatinamente, desde los inicios del siglo XX, con la aparición de importantes movilizaciones sociales y políticas al margen de los partidos tradicionales. Entre ellas, se destacó la movilización indígena de Quintín Lame en Cauca y Huila y la agitación social y política del Partido Socialista Revolucionario (PSR) en el mundo obrero y campesino, y también el surgimiento de un incipiente movimiento indigenista, muy ligado al nacimiento de las Ciencias Sociales en Colombia, del cual recuerdo los nombres de Juan Friede, Antonio García y Blanca Ochoa, con el riesgo de omitir nombres, que empezaron a crear conciencia sobre el problema indígena en el medio académico.
Sin embargo, la mayoría de estos desarrollos se vieron interrumpidos, opacados y subsumidos por los problemas de la llamada Violencia de los años cincuenta, y sólo comenzaron a resurgir bajo el Frente Nacional, vinculados especialmente al reformismo agrario de Lleras Restrepo y a la organización y el auge de la Asociación Nacional de Usuarios Campesinos (ANUC). En ese momento se hace evidente la importancia de funcionarios reformistas de corte tecnocrático, algunos de ellos cercanos a grupos de izquierda independientes. En este contexto se mueven algunos de los trabajos anteriores de Myriam Jimeno y otros similares, pero a ellos no se les ha hecho suficiente justicia en las ciencias sociales ni en los estudios sobre los movimientos sociales.
Esta línea de análisis aparece ahora continuada en este libro, Después de la masacre: emociones y política en el Cauca indio, escrito en colaboración entre Ángela Castillo, Daniel Varela y Myriam Jimeno, que proyectan sus anteriores preocupaciones al contexto de la violencia reciente para mostrar cómo una de las masacres de esa violencia reconfigura la identidad de un grupo indio, pero ya en un nuevo contexto nacional y mundial, marcado por la difusión internacional del discurso de los derechos humanos y del derecho internacional humanitario y el respeto por los derechos de las minorías de toda índole, especialmente de las culturales y étnicas. Este discurso, que muestra un aspecto positivo de la globalización creciente, ha ido permeando la conciencia de la mayoría de la población colombiana, no india ni afro, como se manifestó en la Constitución de 1991 y el apoyo electoral de poblaciones urbanas, blancas y mestizas a listas de las minorías étnicas.
En ese sentido, este libro destaca los recursos culturales y subjetivos puestos en juego por una comunidad Kitek Kiwe desplazada de manera violenta de la zona del río Naya, para recomponerse socialmente y crear una nueva comunidad, de sobrevivientes, basándose en el recurso a las políticas culturales y prácticas organizativas de la etnicidad india en Colombia, que recogen cuatro décadas de luchas, en especial en el Cauca, y se entroncan en prácticas que se remontan a los tiempos coloniales. Estas políticas y prácticas son analizadas en detalle en el capítulo segundo del libro, seguidas -en los capítulos tercero, cuarto y quinto- por el estudio de las prácticas organizativas de cabildos y asambleas, que sirven de base para realizar, en el momento actual, nuevas demandas de justicia. Esas demandas se apoyan en las fuerzas simbólicas acumuladas durante la segunda mitad del siglo XX, pero tienen relación con la historia anterior, tanto del siglo XIX como de los tiempos de la dominación española. Estos acumulados permiten construir hoy una narrativa de memoria enmarcada en la adscripción a una ciudadanía étnica, a partir de la puesta en escena de conmemoraciones que se encaminan a crear comunidades emocionales de sentido y pertenencia. Esas comunidades emocionales parten de una nueva categoría: la de víctima, que permite a la nueva comunidad confluir en el movimiento nacional de víctimas, que goza del apoyo internacional. Esto hace posible negociar con las instituciones del Estado, pues la inserción en un movimiento nacional más amplio, con vinculaciones internacionales, permite la incorporación de esta comunidad en la sensibilidad creciente en Colombia sobre estos problemas. Y aprovechar que esta sensibilidad mayor haya sido sancionada legalmente por la ley de víctimas de 2005, que expresa jurídicamente esta creciente toma de conciencia del problema por el conjunto de la sociedad colombiana.
Los vínculos afectivos de estas comunidades emocionales permiten tender puentes entre el sufrimiento subjetivo del dolor, individual o colectivo, y el dolor como sentimiento político compartido públicamente; se supera así el carácter individual o comunitario del sufrimiento para situarlo en el campo de la Política. Esto le proporciona proyección política, lo que permite a las comunidades negociar con la institucionalidad estatal al sintonizar sus problemas con el movimiento nacional e internacional de víctimas. En este sentido, la figura del testigo actúa como bisagra entre lo subjetivo particular y el campo compartidos de la escena pública: no se trata ya del caso particular de una comunidad en las montañas que rodean al Naya -refugio tradicional de ilegales- sino de un hecho que hace manifiesto un problema social inscrito en el contexto general de la violencia colombiana. Y se hace evidente que las víctimas no son entidades naturales sino construcciones histórico-culturales que surgen en el conflictivo proceso de construcción de la Nación colombiana.
Pero, como señalan los autores, esta proyección a la escena pública nacional se venía dando desde décadas atrás, desde la aparición del movimiento cultural del indigenismo latinoamericano y colombiano, que ha venido construyendo un discurso identitario del cual participan académicos e intelectuales, con activistas y políticos -indios y no indios-, y penetrando en la opinión pública del continente y del país, para favorecer la política cultural de las organizaciones indias.
Para esa proyección en la escena pública, el reconocimiento del derecho a la diferencia va más allá de una concepción esencialista y autárquica de la cultura, para asumir un lenguaje intercultural que permite interactuar con el conjunto de la sociedad colombiana para apoyar los reclamos de las comunidades indias frente al Estado. Esos procesos de interacción se enmarcan en el desarrollo de la construcción del Estado, que se concreta en la integración de los territorios, grupos sociales y étnicos, la construcción de identidades simbólicas y su integración en una nación heterogénea, basada en la interacción continua de regiones, subregiones, localidades y sublocalidades con el Estado central. Estos procesos de integración han sido de carácter violento en múltiples ocasiones, y muchas veces utilizados para legitimar el recurso a la violencia como instrumento político. En este sentido, es importante destacar, como hacen los autores del libro, el carácter pionero de los indígenas del Cauca frente a la injerencia de los actores armados en sus territorios.
Esto subrayaría, para los autores, la necesidad de superar el supuesto cultural, aceptado por muchos, de que somos un pueblo natural o esencialmente violento. Esta distancia frente a una supuesta “cultura de la violencia” resalta que esta creencia hace prácticamente imposible el progreso cívico de Colombia. Por eso, para superar el arraigo de esta creencia, la referencia a la apropiación de la categoría víctimas que reclaman sus derechos, tanto por parte de la población colombiana en general como de la indígena en particular, permite convocar una comunidad emocional que concreta la invocación abstracta al derecho internacional y nacional. Y, por otra parte, permite también recomponer al sujeto mediante la expresión compartida de su vivencia y su dolor, que se comunica ahora como crítica social para convertirse en instrumento político que refuerce la débil institucionalidad existente.
Finalmente, este recorrido por el libro de Myriam Jimeno y su equipo destaca la capacidad de la categoría víctimas para vincular los reclamos al respeto de la diferencia de las minorías étnicas con el campo de la política nacional e internacional, expresada en los discursos de los derechos humanos y del respeto a la diversidad étnica, aprovechando la naturaleza flexible y relacional de la adscripción étnica, lo mismo que la construcción cultural del indigenismo, que vincula a indios y no indios en la construcción de una nación heterogénea basada en la interacción continua entre culturas y regiones.
Comentarios
* Bogotá, 4 de mayo de 2015, comentario pronunciado con motivo del lanzamiento, en el marco de la Feria del Libro 2015.
Fernán E. González G. – PhD en Historia, Universidad de California en Berkeley, Estados Unidos. Entre sus últimas publicaciones está: Poder y violencia en Colombia. Bogotá: Odecofi-Cinep-Colciencias, 2014. Correo electrónico: fernangonzalez39@gmail.com
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