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La Arqueología y la Etnohistoria. Un Encuentro Andino – TOPIC (C-RAC)
TOPIC, John R. (Ed). La Arqueología y la Etnohistoria. Un Encuentro Andino. Lima: Instituto de Estudios Peruanos e Institute of Andean Research, 2009. 369p. Resenha de: MILLONES, Luis. Chungara – Revista de Antropología Chilena, Arica, v.43, n.2, p.323-326, dic. 2011.
John Topic nos entrega un nuevo texto guiado por la idea de presentar un retrato sobre los estudios andinos en nuestros días. En su introducción, menciona a varios autores que destaca por su capacidad de pasar por encima de las fronteras de las disciplinas comprometidas en este libro (antropología, arqueología, historia) para acercarse al objetivo de sus investigaciones. Son esas las pautas de la publicación: el estado del trabajo interdisciplinario en los estudios andinos en el primer decenio del año dos mil.
En las mismas páginas da cuenta del esfuerzo que ha tenido que desplegar hasta que la publicación llegue a nuestras manos. No lo dudamos. Convertir una reunión académica en un libro que incluya los debates grabados de los participantes es algo que pocos colegas se atreverían a hacer. No siempre el resultado refleja lo que pudo ser una controversia vivaz e interesante, con aportes que justifiquen el trabajo realizado. En este caso, el editor intenta trasmitir ese quehacer íntimo del evento, con las dificultades que menciona y las que podemos adivinar a través de experiencias parecidas.
A lo dicho se suma la ausencia del trabajo de Idilio Santillana, participante de la reunión, cuya tesis doctoral sigue esperando su turno en el editorial de su universidad, lo que decidió a Idilio a dejarnos sin su contribución, lo que lamentamos. Actuó de madrina nuestra hermanita mayor, María Rostworowski, cuya participación es siempre un lujo. El evento recordó a Craig Morris, cuya muerte en el 2006 es una pérdida notable en los estudios andinos.
Dividido en cuatro rubros, el que se dedica a Mitos y Cosmología, tiene un solo expositor, Segundo Moreno, que eligió un tema importante y complejo, el Chimborazo como ancestro. El autor nos dice al final de su artículo que carece de fuentes escritas similares a las que pueden encontrarse en las visitas de los extirpadores de idolatrías del arzobispado de Lima. Pero exprime con mucha habilidad la documentación y la tradición oral recogida en la época colonial y republicana, en las faldas del volcán. Moreno nos recuerda que el Chimborazo era una de las huacas relacionadas con los seguidores del Taki Onqoy, justamente la que se encontraba en el extremo norte de las que fueron convocadas para derribar a los dioses cristianos. Posteriormente esta visión cambia y la montaña restablece su calidad de apu (señor) exigente, al que no satisfacían los rebaños que le estaban consagrados (camélidos y posteriormente ovejas), a ellos agregaba en sus demandas el sacrificio de niños y niñas, como otros nevados a lo largo de la cordillera de los Andes. El autor nos entrega desde el folklore los relatos sobre la condición masculina del Chimborazo y los enredos de su “pareja”, Tungurahua, cerro al que se feminiza, quizás “porque su influjo climatológico es lejano”.
La Segunda Parte está dedicada a la etnicidad e identidad, y empieza con un caso paradigmático, Sechura (Departamento de Piura, al borde del Océano Pacífico) en el Norte del Perú. El conocimiento del tema está garantizado por el autor, Lorenzo Huertas, que habiendo nacido en la región, es un hurgador de documentos que ha trabajado en localidades distritales (el Perú se divide en departamentos, éstos a su vez en provincias, que están compuestas por distritos) con el apoyo de los municipios de cada jurisdicción, y es autor de un libro sobre Sechura. Esta vez prefiere viajar en el tiempo, analizando la conservación de los espacios sechuranos en manos de sus habitantes originales. Usando el nombre que se le dio en la Colonia, Huertas concluye que “San Martín de Sechura resultó en un pueblo monoétnico, de allí su uniformidad cultural y homogeneidad genética y lingüística; además tuvo una estructura política policuracal”. Si así sucedió, esto fue el resultado de diversas estrategias de sus habitantes: aun los que vivían fuera del perímetro urbano regresaban para las festividades, incluso después de muertos para ser enterrados en su cementerio. Más tarde, en el siglo XIX, se crearon “fronteras vivas”, es decir se levantaron caseríos en zonas en conflicto con hacendados u otras comunidades calificadas de invasores. Esta solidaridad con su suelo se alimentaba en un parentesco endogámico que hasta hace muy poco tiempo hacía posible descubrir a sus pobladores o descendientes por sus apellidos.
Para el mismo rubro de identidad y etnicidad, cuatro autores (Santoro, Romero, Standen y Valenzuela) eligieron el valle de Lluta, al norte de Chile como caso de estudio. Muy centrados en el viejo esquema de verticalidad, predicado por John Murra en la década del sesenta, se proponen a estudiar los cambios en la estructura económica y política en el período que va del Intermedio Tardío a la intervención del estado incaico. El espacio señalado es “una cuenca hidrográfica de más de 150 km de largo y comprende una hoya de 3.450 km2″ que ha sido objeto de interés en la bibliografía chilena desde varios años. Esta vez, los autores basan su análisis en “muestreos de superficie aleatorios y estratificados de los 29 sitios arqueológicos habitacionales y funerarios, algunos ya conocidos en inventarios regionales”. Para su estudio han clasificado el espacio en tres tipos de valles: costero, intermedio y fértil.
Su primera conclusión es que en el Intermedio Tardío “el sector del valle costero y del valle fértil fueron controlados por población de origen local”. Por el momento se desconoce el carácter de su estructura política, pero se puede decir que en el valle intermedio, el control de las tierras es compartido por poblaciones de origen altiplánico.
El tema se replantea con la irrupción del Estado incaico que se hará visible en la cerámica cuya presencia y variaciones, a decir de los autores, puede reflejar “arreglos políticos y económicos” que se constituyen “para administrar la población y los territorios de los valles”, tal sería el caso de Arica.
Buscando la colaboración del dato histórico, el artículo nos recuerda las hazañas atribuidas a Tupac Yupanqui “quien después de conquistar a los grupos altiplánicos del área circum-Titicaca, separó específicamente para los pacajes algunas tierras de cultivo de maíz… en las costas de Arica y Arequipa”. A continuación queda planteado el dilema de la articulación de la zona de los valles y costa de Arica (Lluta y Camarones) que pudo ser multiétnica, con pacajes y carangas compartiendo el control; o bien reafirmando a los pacajes como dominantes en el período incaico y a los carangas como presencia colonial.
Jorge Hidalgo se suma al tema en debate desde una perspectiva diferente, en lugar de fijar un espacio geográfico para discutir sobre su identidad, prefiere contrastar las comunidades de pescadores y agricultores que habitaron la región que María Rostworowski llamó Colesuyo (desde Camaná hasta Tarapacá).A continuación Hidalgo, basado en una copiosa documentación, trata sobre el intercambio entre estos habitantes yungas.
El punto de partida del trabajo de Hidalgo es la propuesta de Rostworowski que los habitantes del Colesuyo al carecer de un centro de poder estuvieron dominados por la gente serrana desde el período que los arqueólogos llaman Intermedio Tardío, que precedió a los Incas. Para Hidalgo, tal supremacía recién se logra en la última etapa prehispánica. Para demostrar su propuesta recurre a tres casos significativos: Ilo, Tacna y Arica. Su argumentación concluye estableciendo que Ilo era un cacicazgo de pescadores, Tacna era un escenario compartido por agricultores y pescadores y Arica (como Tacna) aun sin conclusiones definitivas, muestra una población multiétnica con territorios interdigitados.
Jorge Hidalgo utiliza la documentación que acompaña el estudio de Efraín Trelles sobre el encomendero Lucas Martínez Vegazo, cuyos tributarios pertenecían a las actuales jurisdicciones de Tarapacá, Arica, Ilo y Arequipa. A ello suma un juego comparativo entre las informaciones que proceden de las visitas de Pedro de La Gasca y de Francisco de Toledo. Como se sabe, luego del primer intento del reparto de encomiendas, bolsa de pensiones y distribución de yanaconas, el licenciado La Gasca se vio obligado, en 1548, a realizar una inspección de los repartimientos indígenas de todo el virreinato, a partir de las declaraciones de los curacas y los encomenderos de cada jurisdicción con datos específicos de población (originales y forasteros), tipo de cultivos, productos de cada región (textiles, ganados, etc.) y en especial de los tributos que proporcionaban al encomendero, e incluso antes de la Conquista a las autoridades incaicas o jefes locales. Con mucho mayor detalle dado que las circunstancias políticas eran otras, el virrey Toledo, entre 1570 y 1575, instruyó a sus funcionarios de tal forma que los propios encomenderos asegurasen la veracidad de los resultados. Esto quiere decir que los datos estadísticos obtenidos permitieron analizar desde la composición familiar hasta el nivel productivo de cada región. Además, detrás de esta propuesta demográfica y económica, estaba la necesidad de describir al imperio de los Inca como una tiranía que se redimía con la administración hispana y por supuesto, con la catequización cristiana.
El resultado está volcado en cuadros comparativos que también incluyen la información de Lucas Martínez Vegazo (1540) y que servirán de fuente para futuros estudios. Hidalgo concluye que el cacicazgo de Ilo aparece en las fuentes como una comunidad de pescadores, que además practicaba la agricultura. Al contrario, en el de Tacna no parece haber mucho contacto con la ribera marítima. Cuando aparecen quienes practican la pesca, son mitimaes que terminan siendo parte de este cacicazgo.Aun así es difícil pensar que las actividades se mantuvieron separadas. Esta división es notoria entre los aymaras, lo que contrasta con la población original. Finalmente, tenemos el caso de los caciques e indios uros en Lluta y Azapa y de los indios camanchacas con tierras de cultivo en la ciénaga de Ocurica… que se vieron obligados a vender sus tierras para satisfacer el impuesto reclamado por Toledo. En conclusión, Hidalgo propone que la ausencia de diferencias entre pescadores y agricultores, encontradas en la tradición cultural de la costa, habría tenido sus orígenes en la tradición cultural alto andina.
En su Tercera Parte el libro trata del siempre espinoso tema de las fronteras del Imperio. El primer trabajo de este rubro pertenece a Sonia Alconini que reabre el estudio de los límites con el Chaco boliviano, lo que tiene una larga historia, en especial por su relación con las tribus chiriguanas de filiación guaraní.Alconini centra su trabajo en dos zonas: Oroncota al oeste y Cuzcotuyo al este de los piedemonte del Chaco, ambas en la Cordillera Oriental de los Andes.
El artículo empieza con una provocadora cita del Inca Garcilaso de la Vega, en la que el cronista muestra el estereotipo usual que desplegaban incas y europeos con respecto a las sociedades más allá de su territorio conocido. Llega a decir: “Y no solamente comían la carne de los comarcanos que prendían, sino también la de los suyos propios cuando se morían…” También los cronistas españoles repiten sus prejuicios: “los Chiriguanas que es una nación de montaña desnudos y que comen carne humana…” a decir de Pedro Sarmiento de Gamboa. Como nos recuerda la autora, esta percepción de los “bárbaros” es común en todas las historias oficiales de los imperios que se encuentra en varios continentes. Pero si bien estas calificaciones son repetitivas, los límites físicos entre sociedades diferentes, propician opciones de investigación que suelen ser novedosas, y ayudan a comprender al propio estado expansivo, de mejor manera.
Alconini proporciona dos fórmulas fronterizas: la militar y la cultural. Al obvio despliegue de barreras y soldados de una de ellas, la otra sería el de Incanizar a las poblaciones externas (bárbaros), a través de las poblaciones que habitaban dentro de sus límites. Para ello se centra en los datos de arquitectura, prospección y distribución de cerámica incaica. A los que suma la documentación histórica, que a su juicio refleja la perspectiva incaica, en la que las tribus chiriguanas figuran como invasores, por lo que el espacio fronterizo sería una zona militarizada a partir del gobierno de Tupac Yupanqui. Esta versión no coincide con la que procede de la arqueología: el sistema de caminos, el muro en la cima de la montaña Cuzcotuyo y las colinas amuralladas adyacentes, en lo que se refiere a la arquitectura, y la distribución de la cerámica guaraní-chiriguana que también se encuentra en espacios de ocupación incaica.
Sonia Alconini concluye que la frontera debe pensarse como un espacio de interacción, no como una línea demarcatoria. Dentro de esta perspectiva pudieron existir espacios militarizados como el complejo Cuzcotuyo y también centros provinciales como Oroncota, de larga inversión de trabajo en su infraestructura. Esto nos está diciendo que al lado de la construcción de lo que sería una frontera militarizada coexistían fórmulas de jugar con los límites como espacios de interacción con los grupos étnicos locales. Esta relación era también una forma de frontera que hacía de aquellas tribus parte del Imperio.
Las contribuciones preparadas para este rubro continúan con el trabajo de Verónica I. Williams sobre la dominación incaica en el noroeste argentino (NOA). En su artículo analiza la fórmula de ocupación incaica en los espacios que comprende el valle de Calchaquí, el de Yocavil-Santa María, la quebrada de Humahuaca y en el bolsón de Andalgalá. La pregunta pendiente sigue siendo la naturaleza de esta dominación. En algunos casos, la arquitectura prueba la presencia de los especialistas imperiales para la construcción de obras de naturaleza variada, en otras ocasiones, a partir de la alfarería se puede hablar de asentamientos mixtos (incaicos y santamarianos).
Williams enfatiza la variedad de estrategias usadas por los señores del Cusco para marcar su presencia en un espacio codiciado. Un Estado en expansión necesita en primer lugar una red de caminos, que en su fase inicial pudo ser heredada de los waris, en lo que se ha llamado “primer round” del imperio. A continuación, una vez establecidos los espacios y habitantes a ser dominados, se procedía a la instalación de centros estatales a lo largo de las vías. Dichos centros, o nichos provinciales, cubrían varias urgencias, entre ellas, presencia política, áreas de intercambio económico y ceremonial, pero sobre todo tenían la función de convertir a los sorprendidos habitantes, en miembros del Tahuantinsuyu. Parte importante en este afán era la determinación de las cumbres que se convertían en santuarios incaicos, confirmados con el sacrificio de niños y jóvenes, cuyas momias cargadas de ornamentos se siguen encontrando en el sur del Imperio.
No fue tarea fácil, el territorio prehispánico del NOA fue un mosaico de etnias, muchas de ellas alojadas bajo la cómoda denominación de calchaquíes. Esta fragmentación de etnias trajo consigo que en el aspecto militar (si es que la hubo) se diera un mayor avance, mientras que en el aspecto productivo el desarrollo fue más lento y complejo. Este panorama cambió en cuanto los hijos del sol implementaron la organización social incaica.
Es interesante descubrir esta voluntad incaica de construir estos complejos habitacionales en lugares poblados y despoblados, lo que implica consideraciones geopolíticas de larga duración que ahora escapan de nuestro conocimiento. En todo caso Willliams encuentra dos patrones generales: aquellos poblados integrados por varios sectores, como podría ser un cerro con defensas, barrios residenciales y zonas públicas; un poblado al pie del cerro y conjuntos arquitectónicos dispuestos en forma aislada, vinculados a unidades domésticas, talleres artesanales y terrazas agrícolas. El otro patrón se caracteriza por centros ubicados en terrazas o mesetas altas y relativamente planas.
Para concluir Williams propone que las diferentes formas de ocupación del Estado incaico “pudieron responder a un control territorial de tipo directo o indirecto, confluyendo en los asentamientos estatales los centros de poder y de intercambio”. Aun así, es difícil saber los criterios incaicos de ocupación, que debieron variar de acuerdo a la reacción de los pobladores originales.
Culminan los trabajos en este rubro con el artículo de Ana María Lorandi, maestra de larga e importante trayectoria en las ciencias sociales argentinas. El tema de su trabajo tiene que hacer con las relaciones centro-periferia del Tahuantinsuyu, usando como ejemplo el NOA. Se interesa especialmente en la producción de bienes y servicios a favor del Estado incaico, usando como herramienta las acciones de los mitimaes o poblaciones desplazadas con ese propósito. Como en el trabajo anterior, los calchaquíes son protagonistas en este juego de intereses, su aceptación o rechazo a estos colonos forzados es el eje de las preocupaciones de Lorandi y otros especialistas.
Lorandi empieza analizando el rol de mitimaes y yanaconas en el desarrollo del Tahuantinsuyu. Estas poblaciones cuya función y estilo de vida era transformada por decisión estatal, por mucho tiempo fueron considerados como serviles, sin que se determinasen las especificidades de su accionar, lo que incluía, en algunos casos, privilegios con respecto al hatun runa. Ubicarlos en el NOA no fue fácil, Lorandi nos dice que aun bajo el gobierno español, la región fue frontera de guerra, lo que a ella le permite extrapolar la situación para épocas prehispánicas, concluyendo que “los incas controlaron más fácilmente a las jefaturas más septentrionales que a las del centro y sur de la región”.
Superada la fase guerrera, lo que se conoce en las crónicas como etapa de pacificación imperial o pax incaica, debió involucrar un cuidadoso manejo de los mitimaes. Si la distancia con sus pueblos de origen no era superior a unos días de camino, la estrategia debió ser muy diferente si los desplazados terminaban ocupando espacios a muchos kilómetros. Y por más que se guardasen sus privilegios en los pueblos de sus padres, la reubicación implicaba situaciones de adaptación para los pueblos originales y para los forzados migrantes. Concluye su trabajo con una pregunta que resume el estado actual de nuestro conocimiento sobre el tema, ¿Cuáles eran los límites de la capacidad del Estado para movilizar miles de personas a cientos o a más de mil kilómetros, sin provocar resistencias activas o pasivas, o sin provocar un agotamiento que conspirase con los objetivos políticos y económicos para los cuales se implementaban estas prácticas?”
La Cuarta Parte, en manos de Rostworowski, es una reflexión sobre la necesidad de enfatizar el carácter interdisciplinario de los estudios andinos. Temas diversos como los mitos de Huarochirí, el santuario de Pachacamac o las peregrinaciones precolombinas, etc., que corresponden a temas investigados por ella misma y que forman parte de sus obras completas, dan ejemplo a seguir en la necesaria interacción de las disciplinas. María, nuestra hermana mayor, caminó por los espacios del valle de Lurín siguiendo los pasos de las deidades de Huarochirí y de los peregrinos de Pachacamac. Su síntesis es un ejemplo de la mirada que abarca las disciplinas sociales.
Reseñado por Luis Millones – Profesor Emérito, Universidad Nacional Mayor de San Marcos, Lima, Perú.
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