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Atores e Trajetórias do Campo Indigenista nas Américas / Estudos Ibero-Americanos / 2017
Actores y trayectorias del campo indigenista en las Américas*
Podría decirse que también el indigenismo está afectado por aquel célebre equívoco de Cristóbal Colón, que pretendió haber encontrado, singlando hacia el oeste, la inmensa India. Sin ese equívoco, que dio una ilusoria unidad a su “descubrimiento”, quizás éste se hubiese desdoblado en varios “descubrimientos”, y no hubiese un término común para todos los habitantes originarios de un continente que abarca casi toda la latitud de la tierra, desde el límite de Alaska (donde los Inuit, nunca incluidos dentro del término “indio”, constituyen la excepción) a la Tierra del Fuego. De hecho, el término “indio” tardó en fijarse en Brasil, donde los nativos fueron durante un tiempo llamados “negros da terra”, como si los portugueses hubiesen llegado a una segunda África. Pero el término “indio” (después amalgamado con “indígena”, en buena parte gracias a una falsa etimología) acabó por imponerse en todas partes, sugiriendo una unidad que ningún otro criterio justifica, entre historias, culturas, lenguas, modos de vida enormemente diversos. Y, también, una política indigenista que, a pesar de las grandes diferencias de país a país, se puede entender como una serie de variaciones sobre algunos temas comunes. En el indigenismo se solapan y mezclan diversas corrientes de pensamiento, varias generaciones de políticas públicas y contradictorios procesos de construcción de las naciones americanas. Una historia que abarca conceptos y actitudes sobre el “otro” o los “otros”, de los habitantes originarios de la tierra o previos a la colonización exterior, que son menester convertir en elemento de una nueva comunidad imaginada. También una historia que trata sobre la producción de saberes y organizaciones con desarrollos más o menos autónomos según las épocas y sus vínculos con otras áreas de las sociedades nacionales e internacionales.
El objetivo del dossier que aquí presentamos fue desde el principio explorar del modo más amplio posible todo ese panorama, evitando la concentración en los países y en los temas clásicos de la reflexión sobre el indigenismo – México, Perú y Brasil. Las limitaciones de espacio, y la disponibilidad o no de los autores, han recortado esa ampliación geográfica que pretendíamos, pero aun así han permitido una ampliación en los temas. En los artículos que aquí presentamos, podremos saber sobre las novedades del movimiento indígena en Canadá (Isabel Altamirano y Julián Castro-Rea), sobre los conflictos entre indios y colonos en el Chaco de la época colonial (Guilherme Galhegos Felippe) sobre las vicisitudes de la condición indígena en los códigos penales y jurisprudencia de los países andinos (Lior Ben David); sobre las políticas brasileñas dedicadas a los “indios aislados” (Barbara Arisi y Flipe Milanez) y sobre el auge de los museos indígenas en México (Manuel Burón). Los últimos artículos se vuelven hacia los dominios más clásicos del pensamiento indigenista, abordando la creación del indigenismo positivista (el del mariscal Rondon, tratado por Fernando da Silva Rodrigues), su política conmemorativa (Laura Giraudo), sus relaciones con revoluciones triunfantes (Max Piorsky) o fallidas (Emilio Gallardo Saborido).
La entrevista que cierra el volumen se sirve de los debates del Congreso INTERINDI 2015, celebrado en la EEHA-CSIC de Sevilla en noviembre de ese año, para enmarcar las principales líneas de investigación y discusión que desarrollan los textos aquí incluidos.
Esta presentación no pretende –sería difícil y redundante– resumir el contenido de los artículos, sino localizarlos dentro del amplísimo campo abordado y sugerir conexiones y puntos de debate.
El régimen multiculturalista construido en Canadá en las últimas décadas suele ser citado elogiosamente desde otros países americanos, como Brasil, donde una reivindicación mucho más modesta de los derechos originarios enfrenta resistencias mucho más violentas. A pesar de ello, como muestra el artículo de Altamirano y Rea, los pueblos indígenas de Canadá siguen deparándose con el mismo (falso) dilema que se impone a todas las poblaciones indígenas. Por un lado, el voluntarismo de la diversidad cultural y los derechos étnicos (incluso, en una alianza insegura con lo uno y lo otro, de la defensa del medio ambiente). Por el otro, un imperativo vago pero vigorosamente “natural” y “universal” de explotar exhaustivamente los recursos. La expansión de la industria extractiva, mineral o energética consigue constar siempre –qué decir de los periodos de crisis– en la lista de las necesidades, mientras que los derechos de la diversidad cultural permanecen como aspiraciones éticas que, según el momento, pueden llegar a parecer un lujo. El movimiento Idle no More revitalizó la lucha de los pueblos indígenas del Canadá contra el enésimo proyecto de “emancipación” liberal de los indios: su transformación en propietarios individuales, capaces de alienar su propiedad y de transferirla a la iniciativa capitalista –una política ya puesta en práctica por Bolivar en los inicios de la Independencia americana y por los Estados Unidos en los años treinta, y ensayada en los setenta por la dictadura militar brasileña. La firme y ruidosa campaña de los indígenas y sus aliados frustró el proyecto, y es interesante observar que la venganza vino en una forma característica de la contemporaneidad: una ley de transparencia sobre el uso de los recursos, apta para crear numerosas controversias en el campo de la política étnica.
El artículo de Guilherme Galhegos Felippe sobre los conflictos entre indígenas y colonos en la región chaqueña durante el siglo XVIII podría parecer fuera de foco en un dossier sobre indigenismo: tales conflictos son temas habituales en estudios de etnohistoria, mientras que el indigenismo suele rastrearse en políticas oficiales explícitas, leyes, misiones y otros instrumentos del orden. Podemos ver, sin embargo, que asaltos y saqueos –de un lado y otro– mantienen afinidad con los procesos de integración de los indígenas en un sistema económico de un modo tan efectivo como ese comercio que representa su alternativa “pacífica” (las comillas sirven para recordar que los medios coercitivos del “comercio” fueron a menudo considerables). Dígase lo mismo de la conversión religiosa: los misioneros, en la región chaqueña como en la mayor parte de América son conscientes de que su actividad mercantil (el suministro de bienes manufacturados a pueblos indígenas sin siderurgia) es parte indisociable de su actividad evangelizadora, y en la práctica la suplantan. De ahí esa fórmula –que el artículo recoge, y que raramente despierta la perplejidad necesaria– de civilizar a los indios “por la codicia”, o sea mediante uno de los pecados capitales que la religión de los buenos misioneros pretende combatir. La distancia temporal (y temática) entre este artículo y el resto del dossier es valiosa porque muestra la considerable continuidad entre las prácticas coloniales y religiosas y todo lo que mucho más tarde se ha presentado como nuevo indigenismo de cariz laico y nacional.
El artículo de Arisi y Milanez trata de un caso límite del indigenismo, que invierte una parte importante de la política indigenista tradicional, esforzándose en mantener el aislamiento de los raros grupos indígenas que en algunos rincones de la Amazonia continúan viviendo al margen de la sociedad nacional y global. Esa política, concebida en décadas recientes, y coincidiendo con la instauración de los regímenes multiculturales, invierte la política tradicional del órgano indigenista brasileño, que otrora buscaba activamente el contacto con los grupos “arredios” (aislados o no contactados). Marca del sector más idealista y dedicado del indigenismo, esa tendencia no es inmune a las críticas externas ni menos aún a sus paradojas internas. Evitar el contacto acaba suponiendo, en general, monopolizar el contacto (el Estado se asume así como una entidad aséptica, independiente de la sociedad que lo sustenta) y por otra parte se justifica en una imagen fuerte –que el artículo ilustra con esa anécdota de la isla perdida en el Océano Índico– de las comunidades indígenas como mónadas primigenias. So capa de proteger un aislamiento ideal, los indigenistas tienden a controlar o ahogar la autonomía de los “aislados” a la hora de establecer esas relaciones con los otros que, pese a las ilusiones primitivistas, nunca faltaron.
Lior Ben David aborda el tema de la circunstancia indígena en los códigos penales de Perú y Bolivia. La condición de “indio” como atenuante en los juicios se remonta a los tiempos coloniales. Fue restaurada a comienzos del siglo XX por el pensamiento indigenista, después de un intervalo liberal que consagró una igualdad (bien sabemos cuán formal y cuán ilusoria) ante la ley. Desde entonces, la condición de “semicivilizado” o de “degradado por la servidumbre y el alcoholismo” (criterios que pueden presentarse juntos pero son de tenor muy diferente) ha servido como circunstancia atenuante en los procesos criminales. Como apunta el autor, ese discreto detalle jurídico contiene todo un discurso de gran alcance sobre lo que la Nación supone ser y supone que debe ser. Y al mismo tiempo que introduce una dicotomía entre indios andinos, a la vez semi-civilizados y degradados, y amazónicos, supuestamente exteriores a la historia nacional y menos considerados por los atenuantes, amalgama en una misma categoría a sujetos indígenas provenientes de historias muy diversas. La protección jurídica, por lo demás, tiene un doble filo –y un alto costo– en la medida en que proporciona su amparo a costa de un grave estigma.
El texto de Manuel Burón Díaz opone algunos matices a la narrativa heroica del multiculturalismo y de la antropología crítica en su controversia con el indigenismo oficial clásico. El auge reciente de los museos indígenas se ha presentado como un proceso de recuperación, por parte de las comunidades, de un patrimonio otrora confiscado por arqueólogos y antropólogos al servicio del estado nacional. La lectura de la vasta documentación de instituciones como el Instituto Nacional de Antropología e Historia (el INAH, una de las principales instituciones indigenistas oriundas de la revolución mexicana) recuerda lo que debería ser obvio: que el patrimonio no estaba dado allá en el campo. Fue construido en un proceso en el que las comunidades ya contaban con una idea de lo que constituía el tesoro de su pasado, que no coincidía exactamente con lo que después se ha definido como patrimonio, y que se reelaboró y amplió en una interacción triangular entre ellas, los agentes del gobierno federal y la codicia de traficantes y coleccionistas. En ese proceso, los sujetos y corporaciones locales no fueron parte excluida ni pasiva, y establecieron alianzas con los agentes del indigenismo; es difícil, como recuerda el artículo, imaginar qué habría sido de ese patrimonio sin tales alianzas.
Laura Giraudo elabora un retrato del indigenismo clásico del siglo XX a partir de un detalle aparentemente menor: la instauración de un Día del Indio, el 19 de abril, propuesto para todos los países americanos como una fecha en que los indígenas pudiesen celebrar cosas tan esenciales como “el espíritu de su raza”. El 19 de abril conmemora la fecha en que delegados indígenas participaron en el Congreso Indigenista Interamericano de 1940 en Pátzcuaro, México: la fecha marca así una transformación, al menos formal, del movimiento “indigenista” en movimiento también indígena. El calendario festivo, sea religioso o civil suele escoger fechas marcadas por la cosmología o por el martirologio, o por ambos –pensemos en el Primero de Mayo, que rememora a los héroes de la lucha obrera de Chicago, sin dejar por ello de aludir a la arcaica celebración de la primavera. El indigenismo, renunciando a simbolismos mayores, sacó la fecha de las actas de sus reuniones, y propuso una celebración –que tuvo un éxito desigual pero bastante amplio a todo lo largo y ancho de las Américas– en la que bajo el nombre del Indio celebraba también, o principalmente, a sí mismo como entidad burocrática y como ideología.
Fernando da Silva Rodrigues traza un panorama general del proyecto indigenista del Mariscal Cándido da Silva Rondon, principal arquitecto y ejecutor de la política indigenista de la República Brasileña. El retrato oficial de Rondon se ha fijado siempre en su doctrina humanitaria y pacifista, destinada a proteger a grupos indígenas amenazados de exterminio. Pero nunca ha sido un misterio que esa protección era para Rondon una pieza en un proyecto mucho mayor de construcción de la nación, en sus aspectos más concretos: establecimiento de vías de comunicación y transporte, y consolidación de las fronteras. La labor de protección y civilización de los indios tiene, en ese contexto, un sentido que va mucho más allá de un positivismo genérico, dominado por ideales de crecimiento y progreso, y recupera una política secularmente puesta en práctica desde los primeros tiempos de la colonia de reclutar a los indios –por medio de la “codicia”, según la larga tradición– como fuerza de trabajo nacional y muy especialmente como guardianes de sus zonas fronterizas.
El Mariscal Rondon, pese a sus orígenes familiares en parte indígenas –siempre recordados en las hagiografías– era un perfecto exponente de una república ideológicamente positivista y socialmente conservadora. Pero con mucha frecuencia el indigenismo oficial ha sido de izquierdas, lo que pocas veces se tiene en cuenta – quizás porque confrontadas con la temática indígena los idearios de izquierdas acababan por asumir u marcado aire de familia con idearios opuestos. El indigenismo de Salomón Nahmad, un antropólogo poco conocido en Brasil del que trata el artículo de Max Piorsky, pertenece a esa estirpe de activistas instaurada por la Revolución Mexicana. El estado revolucionario tenía un compromiso: hacerse presente en la vida de una población indígena “aislada” en un sentido muy opuesto al de los “aislados” amazónicos: aislados del estado, ya que no de una sociedad regional rapaz y abusiva que lo expolia. En la descripción que Nahmad hace de los Mixes podemos identificar la completa inversión de lo que décadas más tarde ha sido el relato multiculturalista: la diferencia se subsume en la desigualdad, la diversidad cultural es un vago telón de fondo atrás de la miseria física y la vulnerabilidad extrema de pueblos olvidados por la nación. Escoger entre desigualdad y diferencia es peligroso. El peruano Víctor Zavala, cuya obra analiza Emilio GallardoSaborido, representa un tipo de indigenismo en las antípodas del liberalismo multicultural. Su teatro pone en escena al campesino andino, enfrentado a gamonales, jueces y políticos, y al sistema económico general al que todos ellos contribuyen. Zavala lleva a los Andes el teatro político de Bertolt Brecht, y el elemento étnico le sirve a la vez como signo de identidad –el indigenato es el proletariado– y como recurso dramático, de paradójico distanciamiento. Sin conocer la lengua quechua, hace hablar a sus héroes un español alterado bajo el que se perciben las estructuras de la lengua indígena,mientras sus adversarios se expresan en general en un castellano pomposo y relamido. Pero estamos aquí en uno de los casos límites del indigenismo. Por mucho que Zavala haya bebido también en la tradición de la literatura indigenista andina, él se decanta por caracterizar a sus héroes como “campesinos”, no como “indios” ni “indígenas”. El punto, subrayado por Gallardo Saborido, como marca de su rechazo de un exotismo discriminatorio, tiene una relevancia que va más allá. Zavala se encuentra (al menos hasta este año de 2016, término de su condena) preso por sus relaciones con el Partido Comunista del Perú – Sendero Luminoso, grupo que asumió, junto a una interpretación socialista del imperio incaico, algo del viejo antagonismo de ese imperio con los indios fuera de sus fronteras, especialmente los antis de la alta Amazonia– “salvajes” ajenos, entre otras cosas, al sistema productivo nacional. En ese concepto del indio como trabajador –y en la preferencia del término “campesino” para denotarlo– se sintetiza un núcleo del indigenismo de izquierdas, que diverge de la política liberal y del tipo de indigenismo que ella practíca, pero comparte con ella una noción básica sobre el lugar que el trabajo y la producción tienen en la definición del ser humano.
La entrevista que cierra el dossier ocupa, de algún modo, un espacio de síntesis entre los diversos textos: el entrevistador propuso a cuatro reconocidos especialistas en política indigenista, antropología e historia de México, Colombia, la Amazonia y los Países Andinos (Guillermo de la Peña, Joanne Rappaport, Núria Sala i Vila y Víctor Bretón Solo de Zaldívar) una serie de preguntas que representan los puntos de interrogación aparecidos durante el Congreso INTERINDI 2015, sobre las políticas indígenas e indigenistas y de la propia labor de los especialistas en ese campo. Uno de ellos alude a esa palabra, “indio”, con la que empezábamos esta presentación. Insulto en unos países, bandera en otros, pero siempre presente como categoría manifiesta u oculta bajo algún tipo de eufemismo, el término, como manifiesta Nuria Sala i Vila, esconde mucho más de lo que revela: la historiografía necesita en todo momento tomarlo como antagonista para subrayar actores más matizados o para aclarar los procesos que llevan a identidades genéricas. El rótulo “indio” puede ser el lema de movimientos panindígenas o ser substituido por términos sacados de un cuadro etnonímico local; puede reivindicarse contra las ideologías del mestizaje que gozan de un status oficial en muchos países del área, o abandonarse en un cuadro en que categorías híbridas y la historia a ellas aneja se recupera como parte de un movimiento de subalternos. Como expresa el concepto de “papelrealidad” usado por Rappaport, todos esos movimientos ocurren en un contexto en que la coagulación burocrática de las identidades, crucial en los siglos coloniales, tiene una importancia creciente: en los últimos años, ha fomentado por doquier la etnificación y la fragmentación identitaria, adecuada al modo en que los recursos y los derechos se ven asegurados. La categoría “indígena” por lo demás, como aparece claramente en la entrevista a Guillermo de la Peña (que inició su carrera de investigador entre gitanos españoles) se ve perseguida de cerca por la categoría “indigente”: en la mayor parte de la América indígena, estudiosos / activistas se alternan de modo no poco esquizoide entre la “clase” y la “etnia”, y paradójicamente es en la acción indigenista donde definiciones más esencialistas (y culturalistas) triunfan, mientras la producción académica se mantiene mucho más escéptica al valor de esos conceptos tradicionales de la antropología. La relación entre el régimen multicultural y el neoliberalismo es a todas luces evidente: son movimientos coetáneos, y la explosión de las ONG es perfectamente coherente con el imperativo neoliberal de disminución del Estado y la tercerización –en este caso, la creación de todo un “tercer sector”. Por ello mismo, es del campo multicultural de donde surgen, quizás, las críticas más afiladas contra la cosmología del capitalismo contemporáneo –en nombre, por ejemplo, de esa tradición de reciente invención del “bien vivir”– sin que el tipo de política en él propuesto sea, sin embargo, un adversario efectivo de ese régimen. Tal vez, como señala Víctor Bretón, ese multiculturalismo haya resultado, mediante la “esencialización de sus discursos y / o cooptación de parte de sus dirigencias [¿indígenas?]– en su paulatino encuadramiento dentro del campo de juego del proyectismo”.
Los movimientos indígenas, sus dirigencias, sus intelectuales, son otro tema de flagrante interés, escasamente tratado por la propia tendencia a imaginar el mundo indígena como un agregado de comunidades igualitarias y primigenias. Pero su papel, siempre difícil, de mediadores destinados a salvar la “brecha cultural” sustituyendo la acción de los tristemente célebres mediadores del colonialismo, es quizás el punto crítico de cualquier historia indígena reciente. El acervo conceptual y retórico que manejan y sintetizan –híbrido de tradiciones locales, ideologías políticas refugiadas en el indigenismo, credos religiosos recibidos de la misión, conceptos académicos que muchas veces resurgen en su discurso precisamente cuando los universitarios los abandonan, como en el caso notable y reciente de la “cultura”– proporciona a los especialistas un tema inagotable de investigación, y más aún de reflexión.
Entre esas posibles líneas de investigación y discusión podemos destacar algunas cuestiones que saltan de unos artículos a otros en este dossier. Una primera es la siempre recurrente y tantas veces nominalista polémica sobre los nombres y los atributos que definen a las identidades colectivas. Ya fuera por las confusiones con la geografía (incógnita para descubridores y algo menos para nativos) o por las tradiciones intelectuales que polarizan las relaciones humanas entre los nosotros y los otros, la sociohistoria de los nombres y de las realidades sociales a las que pretenden representar ha sido y es en toda América plural y dinámica, histórica en tanto condiciones y resultados de la vida de las personas que usan esos nombres y crean esas realidades. Los términos indio o indígena, originario o ancestral… compactan y asemejan realidades sociales casi inasibles. Los debates sobre lo dignificador o estigmatizador de unos u otros términos son importantes y requieren especial atención de los investigadores, no tanto para resolver dichos debates como para mostrar la historia de los mismos y sus vínculos con las administraciones de todo tipo, jurídicas como las analizadas en el artículos de Ben David o rituales como las del artículo de Giraudo: los nombres son buenas pistas para estudiar las relaciones humanas, pero sólo si no olvidamos que lo que nombran son los usos de esas relaciones y no supuestas identidades pre-nominales. En este sentido, nos queda mucho que discutir, con análisis históricos fundados, sobre los reduccionismos que conlleva la dicotomía nosotros-otros (usualmente en este orden, el nosotros por delante).
Una segunda cuestión es la relación entre el desarrollo de los saberes “expertos” (científicos, académicos, burocráticos, religiosos…) que integran el campo indigenista y las organizaciones con las que se desarrollan (muchas veces como elementos fundadores e indisociables de esas organizaciones). El Mariscal Rondon, el antropólogo Nahmad o el dramaturgo Zavala son ejemplos de saberes normativa y organizacionalmente contradictorios, en las que las obligaciones con los indígenas de referencia y con el proyecto o la organización de pertenencia se desarrollan en modos próximos a la psicosis, entre la exaltación del misionero y la previsibilidad del plan burocrático. También los líderes indígenas que desarrollan organizaciones para movilizaciones sociales muy ajustadas a la coyuntura política y que luego devienen entidades organizacionales en sí mismas viven este desarrollo conflictivo entre los saberes expertos y las comunidades para las que trabajan. La historiografía y los estudios sociológicos y antropológicos recientes están poniendo cierta atención en estos problemas, incluso están creciendo los estudios sobre el lado menos explorado de la relación, el del protagonismo que las organizaciones juegan en el campo indigenista. Han aparecido estudios sobre algunas instituciones indigenistas relevantes, a nivel nacional como internacional, así como sobre organizaciones no estatales. Pero aún queda mucho que indagar y discutir para poder mostrar mínimamente el papel jugado por las organizaciones modernas, en el sentido que le da el sociólogo Charle Perrow, en el desarrollo del campo indigenista como parte de la sociohistoria más amplia de las sociedades contemporáneas. Las más de las veces los estudios sobre el indigenismo son autorreferenciales, como si se tratara de una realidad especial, de un mundo escindido del resto, con el que sólo tiene relación en el papel de subproducto, de víctima, de instrumento funcional al servicio de una integración sistémica superior o como ejemplo de heroísmo, resistencia y alternativa igualmente sistémica para propios y ajenos. Para estudiar los indigenismos como parte y muestra de las historias colectivas en que se han desarrollado necesitamos un mejor análisis de la trama organizacional en la que y con la que indigenistas, indígenas y profanos han construido sus saberes y sus relaciones.
El tercer y último asunto que destacaremos en esta presentación tiene que ver con un viejo reproche o crítica al indigenismo, el de ser ajeno al protagonismo de los propios indígenas. No faltan discursos, proyectos, rituales, organizaciones, saberes, políticas y políticos donde encontrar magníficos ejemplos que sustentan estas críticas y reproches, desde el Manuel Gamio del Día del Indio hasta la preservación del aislamiento de esas comunidades no contactadas o apenas influidas por la colonización exterior (en este sentido podríamos decir que se trata de comunidades pre-indígenas al estar en una situación previa a la colonización). Para repensar y discutir la relación entre el indigenismo y los indígenas necesitamos conocimientos y marcos conceptuales que escapen de las dicotomías y los denominadores comunes tan habituales en el lenguaje de los nosotros y los otros, de los colonizadores y los colonizados, de los indigenistas y los indígenas. Y no es que estas dicotomías y reducciones no hayan sido reales y tenido un peso importante en la historia que aquí queremos debatir, sino que aceptar ese lenguaje nos obliga a sumir sus conclusiones antes de haber realizado la mínima observación, descripción y análisis de los procesos sociales a los que decimos referirnos. Incluso nos lleva a aceptar como obvias realidades humanas para que, sencillamente, apenas tenemos elementos que observar y describir, y que sólo devienen indígenas con la colonización exterior (exterior a lo que hoy conocemos como América, conocimiento nada obvio por otra parte) y varios siglos de regímenes sociales compuestos, en los que las representaciones actuales apenas tuvieron cabida si es que la tuvieron, por ejemplo todo el reiterado análisis de dominación de “castas” y “razas”. En este escenario, es interesante como los museos se han convertido en lugares de disputas entro lo autóctono y lo ajeno y, más importante, de alianzas que desestabilizan esas disputas y al propio museo mismo. Los indígenas siempre han estado en el indigenismo, justo como eso, como indígenas, cuya preservación e integración fue siempre su objetivo marco; cabría preguntarse sobre el papel no de los indígenas en el indigenismo o la inversa, la influencia del indigenismo en la conformación de la historia indígena, sino preguntarse por las tramas humanas que construyeron y se movieron entre esas y otras posiciones sociales alternativas, como las de ciudadanía, las de clase, las de pueblo, etc., así como por las muchas transformaciones empíricas (menos ajustadas a esas posiciones normativas) con las que batallan y concilian las personas en sus vidas colectivas.
El dossier que aquí se ofrece es otro resultado, esperamos que no redundante y sí provocador, de nuestros esfuerzos académicos por contribuir al desarrollo del conocimiento y de las respectivas carreras profesionales. No somos ajenos a las líneas de fractura y debate que antes hemos señalado. Todo lo contrario. También el lector de estos artículos se hará cargo de las mismas.
Nota
* Este dossier es parte de los resultados del proyecto de investigación: “Los reversos del indigenismo: socio-historia de las categorías étnico-raciales y sus usos en las sociedades latinoamericanas” (RE-INTERINDI), Ref. HAR2013-41596-P, Ministerio de Economía y Competitividad, Secretaría de Estado de Investigación, Desarrollo e Innovación (Proyectos de I+D, Programa Estatal de Fomento de la Investigación Científica y Técnica de Excelencia, Subprograma de Generación del Conocimiento).
Oscar Calavia Sáez – Doutor em Antropologia pela Universidade de São Paulo, Professor no Departamento de Antropologia da Universidade Federal de Santa Catarina, Pesquisador do CNPq. Atualmente desenvolve pesquisas sobre os intelectuais indígenas no Brasil. Autor, entre outros, de O nome e o tempo dos Yaminawa. Etnologia e história dos Yaminawa do Alto Acre (Editora da Universidade do Estado de São Paulo, 2006), Las formas locales de la vida religiosa. Antropología e historia de los santuarios de La Rioja (Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 2002) e Fantasmas falados Editora da UNICAMP, 1996).E-mail: occs@uol.com.br
Juan Martín Sánchez – Profesor del Departamento de Sociología de la Universidad de Sevilla, España. Doctor en Sociología y Ciencias Políticas por la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED), Madrid. Autor, entre otros, de La revolución peruana: ideología y práctica política de un gobierno militar, 1968-1975 (CSIC, 2002) y editor, con Laura Giraudo, de La ambivalente historia del indigenismo. Campo interamericano y trayectorias nacionales 1940-1970. Áreas de investigación: sociedad y política en América Latina del siglo XX, con especial atención a Perú, socio-historia del indigenismo, representación política, discurso y ritual político. Participa en la red internacional de investigadores RED-INTERINDI (http: / / www.interindi.net ). E-mail: jmartinsanchez@us.es
SÁEZ, Oscar Calavia; SÁNCHEZ, Juan Martín. Apresentação. Estudos Ibero-Americanos. Porto Alegre, v. 43, n. 1, jan. / abr., 2017. Acessar publicação original [DR]