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Cuerpos de la memoria. Sobre los monumentos a Schneider y Allende | Luis Montes
El presente libro, surgido del trabajo del Núcleo de Investigación Escultura y Contemporaneidad de la Facultad de Artes de la Universidad de Chile, aborda problemas que trascienden los procesos de gestación y construcción de los monumentos a Schneider y Allende, de hecho -me parece- esos procesos, y sus problemas asociados, se pueden despejar, con una aceptable claridad, con el método historiográfico convencional: buscando documentos y testimonios, reconstruyendo discusiones, tenciones, lucha de intereses y, en fin, restituyendo hasta donde nos sea posible el sentido del pasado. En efecto, el problema más vasto que cruza este libro es el de la distancia que media entre esos dos momentos -que son en verdad dos mundos distintos- en que fueron erigidos uno y otro monumento. Es como si cada uno de ellos fuera una hebra, aparentemente la menos importante, de la que tirando emergen dimensiones completas de dos visiones de mundo casi inconmensurables: el Chile de la Unidad Popular y el país neoliberal de la transición, que en este libro quedan caracterizados como un mundo de significación histórica y política, el primero, y de despolitización, espectáculo y temporalidad dislocada, el segundo. Tanto en el texto de Luis Montes, como en el de Verónica Figueroa, se abordan preferentemente los procesos de construcción de los dos monumentos, no obstante sus hallazgos y observaciones no se quedan aquí y dan paso a la interpretación. A partir del estudio del contexto político, de los documentos que sirvieron como bases de los concursos y de las discusiones asociadas, quedan claras y fundadas las distancias entre uno y otro caso, pero acá la interpretación se basa en los monumentos mismos, que es lo que hace interesante al libro completo, sobre todo para quienes no provenimos del campo de las artes visuales sino de la historiografía en su versión más clásica. Un aspecto altamente interpretable, y desarrollado aquí, es el del carácter abstracto del monumento al General Schneider frente al carácter figurativo del monumento a Salvador Allende, lo que lejos de ser anecdótico, o fruto de cierto azar, a partir de los antecedentes recopilados se puede concluir que fue un interés perseguido y reafirmado en múltiples ocasiones por los agentes que los promovieron. ¿Qué puede dar a pensar esto? Puede que no esté así formulado en los planteamientos del libro, pero llevado a los códigos de la teoría historiográfica contemporánea se podría decir que mientras el monumento a Schneider pertenece a un régimen de historicidad futurista, el de Allende está anclado a uno presentista. El primero fue concebido como pura proyección hacia un tiempo “otro”, y de aquí su carácter abstracto (“el monumento a Schneider dirige un mensaje hacia el futuro” señala Sergio Rojas en su capítulo) (p.33), mientras que el segundo se encuentra cerrado en su literalidad, es decir, en sus limitadas posibilidades de interpretación, más aún en el normado espacio en donde se encuentra emplazado (la Plaza de la Constitución). Al monumento a Allende la gente suele dejarle flores como se hace con las tumbas. Por su parte los capítulos a cargo de Sergio Rojas, Mauricio Bravo y Claudia Páez indagan preferentemente en esos problemas más vastos indicado al inicio, el de la distancia que media entre esos dos momentos para preguntarse por ese “ahora” en que todos habitamos. En el texto de Sergio Rojas la cuestión da cuerpo a una hipótesis: “Mi hipótesis en este escrito es que en esta diferencia temporal encontramos una clave para reflexionar el sentido de aquello que, desde el presente, se denomina la historia contemporánea de Chile”. (p. 26), en efecto, sostiene, en el tiempo que media entre los dos monumentos “el sentido de qué sea un monumento cambió” (p. 26), el de antes era el tiempo de la historia, el de hoy no puede siquiera ser designado como tiempo, se podría decir que es más bien un estado: “aparentemente al individualismo neoliberal, combinando escepticismo y emprendimiento, le resultaría del todo ajena la idea de un juicio de la historia y hasta de pasado histórico”, sostiene (p. 27). En este sentido creo que resulta interesante intercalar dos citas que pueden explicitar mejor esa distancia entre los sentidos (moderno y posmoderno) de los que es un monumento y el patrimonio en general. Heródoto describe, en el Libro I, de este modo el motivo por el cual erigir un monumento, cuando describe el diálogo entre Solón y Creso. Ante la pregunta de este último acerca de quién es el hombre más feliz, Solón responde: “… fue Telo. Telo tuvo, en una polís próspera, hijos que eran hermosos y buenos, y llegó a ver que a todos les nacían hijos y que en su totalidad llegaban a mayores; además, después de haber gozado, en la medida de nuestras posibilidades, de una vida afortunada, tuvo para ella el fin más brillante. En efecto, prestó su concurso en una batalla librada en Eleusis entre los atenienses y sus vecinos, puso en fuga a sus enemigos y murió gloriosamente; los atenienses, por su parte, le dieron pública sepultura en el lugar en que había caído, le tributaron grandes honores y levantaron un monumento”.1 Esa función clásica del monumento descrita en Heródoto, como se sabe, fue recuperada por los modernos: es el monumento “en” la historia, es decir en donde la memoria se presenta como garantía de un futuro, mas bien del sentido deseado, el modo de asegurar que en el futuro se guardarán los altos valores del presente. Pero el destino de los monumentos hoy sería otro. De hecho, hoy se extinguen los monumentos para dar paso al patrimonio: “El mapa del turismo mundial hace malabarismos tanto con el tiempo como con el espacio, y de Luxor a Palenque, de Angkor a Tikal, o de la Acrópolis a la Isla de Pascua, la idea de un patrimonio cultural de la humanidad va tomando cuerpo, pese a que este patrimonio, al relativizar el tiempo y el espacio, se presente antes que nada como un objeto de vista intelectual”.2 Por su parte lo descrito por Augé es el destino de los monumentos sin la historia. Pero ¿dónde están estos hoy entonces? En la globalización. Se podría formular del siguiente modo: la historia tiene monumentos, la globalización patrimonio (pasado mercancía), y los monumentos duran hoy en la medida que puedan devenir patrimonio, que es la forma que adquiere el pasado en un régimen de historicidad presentista. Pero ¿Cómo es posible que en un mismo país se constituyan momentos tan distintos sin una distancia cronológica tan significativa? La respuesta parece automática: porque hubo un Golpe de Estado, porque el terrorismo de Estado funcionó como una aplanadora social para instalar el neoliberalismo. El asunto, a nuestro juicio, es que -como todo automatismo- estas verdades ya no dejan lugar al pensamiento, se asumen como un dato cerrado para seguir sacando cuentas. Otro tanto lo hace el cierre identitario de quienes, de buena fe incluso, quieren seguir siendo de izquierda, es decir, la negativa a admitir elementos de novedad en el análisis por el riesgo de dejar de ser quien se es orgullosamente, a salvo del extravío y, por sobre todo, “con esperanza” (o utopía), elemento sin el que no sabemos soportar el dolor (Nietzsche). De hecho esa esperanza necesita también de la fe de que no todo se perdió, requiere de la evidencia de una cierta dosis de continuidad para que algo de lo bueno del pasado retorne: el pueblo por ejemplo. Es cierto, como sostiene LaCapra que “sin memoria no hay inteligibilidad”, pero acá no se trataría de memoria, sino de un aferrarse a lo conocido del pasado por miedo a que lo inédito haga estallar el sentido, incluida nuestra identidad. Este libro, gestado mucho antes de la reciente destrucción (global) de monumentos, ayuda a salir de los juicios fáciles y autoevidentes, de esa ya tan difundida lectura que hace de la iconoclasia el síntoma que confirma que vivimos una verdadera revolución, que de esa forma nos deshacemos del pasado para abrir el futuro. Pero no. Porque la sociedad del espectáculo se ha deshecho ya del pasado, y de la historia, volviéndolos mercancía. No, porque el sentido de los monumentos ya no es el sentido que tenían en el pasado, extraído de la historia o de una memoria pública, leído en los códigos de la actualidad aquel monumento abstracto (Schneider) agota su sentido en la ideología neoliberal y el figurativo (Allende) en lo meramente literal. Mauricio Bravo, sobre el monumento a Schneider, sostiene: “Este monumento tiende a perder su significación original de lealtad y rectitud moral para reflejar, en su carácter ascendente, vertical, el deseo neoliberal de un crecimiento económico sin fin. Paradójicamente, esta lectura es reforzada por el carácter no figurativo de una escultura que anteayer recurrió a la abstracción para enaltecer, más que a la persona en sí, la trascendencia valórica de su gesto”. (p. 54) Mientras tanto el monumento a Allende, de clara voluntad figurativa, es lo que parece ser y nada más: un presidente del pasado, que pertenece al pasado, pues incluso el futuro que anunciaba ya ha sido archivado. Con suerte “inspira” o alimenta la melancolía, esa “felicidad de estar triste”. Leia Mais