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Después del 68: la deriva terrorista en Occidente | Juan Avilés, José Manuel Azcona, Matteo Re
Deriva conjuga los acontecimientos del mayo francés con el terrorismo europeo de las décadas posteriores, un nexo que enmarca y contextualiza el proceso en conjunto; vínculo que, además, le otorga un significado polivalente porque combina dos cuestiones que no alcanzaron consenso en su definición; por un lado, la trascendencia de las jornadas del 68 y, por otro, un significado concluyente del término terrorismo. Es por ello que establecer una línea de continuidad que los vincule –tanto como consecuencia trágica de la época o por extravío y declive del movimiento– resulta un argumento que no alcanza para explicar la totalidad, ya que no considera, por ejemplo, la dérive situacionista como campo de experimentación de nuevas situaciones subversivas como un fin en sí mismas, o la hipótesis del terrorismo como un antimovimiento social desarrollada años atrás por Wieviorka (1991). De acuerdo con las voces de distintos protagonistas (Cohn-Bendit, 1987) es posible reconstruir una ruptura que se consumó tras el reflujo de la protesta: clivaje que legitimó la decisión de reinterpretar estrategias y tácticas a futuro y borró la distancia entre retórica y acción. Sommier (2013: 150), discute que la base crucial de los grupos terroristas hayan sido los profusos llamados a la violencia declamados desde la década anterior, en tanto que remarca “la distancia entre las intenciones declaradas por un colectivo y la disposición individual a actuar”. Para superar la etapa ya agotada y “llegar al extremo”, estas organizaciones elaboraron sucesivas narrativas para justificar su paso a la violencia revolucionaria, tejiendo una telaraña crítica sobre el 68. Así revolución perdió su halo romántico y al- canzó un nuevo significado –al igual que violencia, primero difusa y declarativa pero ahora como un salto al vacío hacia la lucha armada–, que se proyectará con un excluyente prisma militarizado. Por eso, esta ruptura no solo fue respecto al movimiento sino también a los parti- dos comunistas oficiales, grupúsculos, anarquistas y otras referencias políticas contemporáneas. Y para alcanzar una línea de acción superado- ra de la experiencia previa, se estructuraron en organizaciones clan- destinas blindadas y militarmente jerarquizadas. Desde el inicio los responsables de la obra advierten que no debe considerarse una línea de continuidad entre ambos fenómenos, no hay relación entre la ilusión del 68 y el terrorismo de la siguiente década (12) ni tampoco es un legado directo (14); pero, aun así, deriva no pierde su connotación de situación facilitadora entre uno y otro. En el capítulo que abre el volumen, J. Avilés examina los orígenes del terrorismo revolucionario europeo de la década de los setenta y le otorga sentido al título de la obra. Su concepto de deriva explica que el terrorismo no es consecuencia directa de los años de la contestación o por la actividad de una franja extrema de la nueva izquierda, aunque no hubiese obtenido sustento político sin la convulsión social anterior. De aquí se desprende que el 68 fue condición necesaria pero no suficiente y es en el desarrollo diferenciado de las distintas realidades donde el autor expone el núcleo fuerte de su hipótesis. Para el caso francés, los argumentos ideológicos de los radicales sirvieron como contención para el paso definitivo al terrorismo (39); para el italiano en cambio, la “violencia difusa (…) proporcionó un caldo de cultivo” (43). Cierra el texto caracterizando a estas organizaciones como sectas de fanáticos desconectadas de la realidad –argumento recurrente en otras partes y lugares– en vez de, en equivalencia con su propia exposición sobre el caso francés, continuar indagando en las razones que sostuvieron los terroristas para construir la visión del mundo sobre la que basaron sus prácticas; precisamente porque, tal como señala al principio, fueron “disímiles en sus aspiraciones” aunque “se influyeron mutuamente” (19). Quizá hubiese resultado más sustancioso proseguir con la idea de revolución inminente, que resultó tanto un “estímulo para el activismo violento” como una “decepción que radicalizaría aún más a algunos” (33), examinarla respecto a la interacción entre ambas y desde ahí sumergir aún más el análisis. No obstante, es una introducción teórica notable, tanto que enmarca los textos siguientes. J. M. Azcona por su parte elabora un apretado relato cronológico de los hechos y enfoca su análisis sobre la actividad terrorista y remarca que no es posible examinarla sin la protesta previa ni descartar que su final produjo una enajenación de la realidad. Resta considerar entonces la posibilidad de equiparar esta circunstancia con alguna forma radicalización emergente del proceso político-social de mayo y que, por tanto, obliga a contextualizar históricamente el conjunto. El término radicalización tampoco resuelve la contraposición entre pérdida del objetivo inicial y continuación natural del proceso previo que lo ha incubado, sino que lleva en un momento de su exposición (65) aludir a que sólo “una parte de sus protagonistas” devendrán terroristas, pero de inmediato señalar que su origen es un “producto cultural” de la época y, en un sentido más abstracto todavía, a una “crisis del marxismo-leninismo”. Pero también apela a la difusa y abarcadora idea de una generación inmersa dentro de un clima de época o cultural que resultara el sostén crucial de la experiencia terrorista posterior. Esta cuestión refiere al marco específico que posibilitó la emergencia de un tipo de expresión determinada, que no fue única en su época y, por lo tanto, equiparable con otras experiencias, lo que le quita fuerza al argumento que aspira aplicar estas variables delimitadas al caso europeo. Con el supuesto que el marxismo se había convertido en una categoría excluyente de análisis e interpretación de la realidad, pueden encontrarse los elementos facilitadores del terrorismo negro como repudio y enfrentamiento activo, pero dejaría de lado la tradición movilizadora del fascismo europeo. Cada época desarrolla el contexto de su propia expresión, aunque no alcanza para explicar el 68 en su totalidad. El potencial utópico-subversivo, también presente en otras épocas y contextos, conviene desarrollarlo en su especificidad. En este caso, la deriva terrorista del 68 no sería sino uno entre otros productos de ésta; y su especificidad, en definitiva, sería la liberación del potencial transformador que no sólo alcanzó a la izquierda sino también otros ámbitos: la profunda idea que el cambio era una instancia superadora del presente fuera de toda discusión y que, además, era posible, resultó el paso de la utopía imaginada –cualquiera que esta sea– a la acción (verdadero imperativo de la época) para volverla real. Por ello hablar de la deriva terrorista del 68 implica resumir el 68 en el terrorismo –será condición necesaria pero nunca excluyente– y subsumir toda aquella experiencia a uno sólo de sus posibles caminos posteriores. Y aunque ambas hipótesis pudieran ser complementarias, recaen en un lugar común que no dilucida la problemática referida, debido a que si se trata de un producto cultural entonces avanzó sobre toda ideología; y si fue una crisis del marxismo-leninismo (incluidas las críticas al modelo soviético) sus efectos alcanzar únicamente a la izquierda. Las dos hipótesis resultan escasas debido a que, por ejemplo, si los valores puestos en discusión no fueron exclusivamente interpelados por la izquierda sino por toda una generación, abarcó a todas las expresiones políticas e ideológicas. Por lo tanto, un producto cultural o clima de época excede ideologías y expresiones políticas concluyendo que resultó un hecho político-cultural que trascendió su aspecto generacional. A continuación, Azcona junto a M. Re indagan los orígenes del pensamiento revolucionario latinoamericano y su desarrollo durante las décadas 60-70, con particular énfasis en el alcance simbólico-práctico que tuvo en Europa, y donde destacan la relevancia de la influencia de sentido inverso que alcanzaron la figura del Che y la imagen de los Tupamaros, las que irradiaron un romanticismo que incidió con mayor fuerza en el imaginario político-militar de las organizaciones europeas que el mayo francés sobre América Latina: “todo lo soñado y acontecido con las guerrillas en América Latina –resalta Azcona a partir de una serie de entrevistas realizadas en Uruguay– repercutía de manera directa en las aulas universitarias europeas” (92). En tanto, los dos capítulos siguientes exponen las redes trasnacionales del anticomunismo en América Latina y la influencia que irradió el marxismo sobre el nacionalismo europeo. En apariencia disímiles, ambos textos logran expandir el contexto histórico del terrorismo revolucionario europeo. El primero de ellos, escrito por X. Casals, pone al descubierto las bases ideológicas y la construcción de redes trasnacionales anticomunistas instruidas para reprimir la influencia latinoamericana que ejercía sobre el extremismo europeo indicado más arriba y, puertas adentro, para abortar cualquier intento de crear una “nueva Cuba”; y en el siguiente N. Brooke sostiene que el 68 estimuló la búsqueda de un mundo distinto, en este caso catalizada por la creación de un Estado nacional (más adelante se abordan los casos en España: sobre ETA por G. Fernández, la kale borroka de J. Lezamiz, que abordan la cuestión del terrorismo vasco, sobre la izquierda radical, escrito por J. Fernández y sobre el FRAP y GRAPO de J. Catalán; como así también se incluyen trabajos sobre Córcega, de X. Crettiez, Portugal, S. Ferreira y Palestina, por R. Velasco), aunque su influencia “no predisponía automáticamente a los movimientos nacionalistas hacia estrategias violentas” (169). Se desprende entonces que la violencia política de cualquier signo estuvo siempre presente alimentando a diferentes manifestaciones, tanto reaccionarias como antagonistas, y se convirtió en el catalizador del ideario de las organizaciones extremistas. A renglón seguido, Azcona examina a los movimientos contraculturales de la época para lo que expone la imagen de toda una generación que se inventó y construyó una nueva visión del mundo –donde las más variadas expresiones artísticas jugaron un papel fundamental (como lo abordan más adelante J. Martínez y A. Urrutia)– en un camino donde “la liberación personal y social iban de la mano” (198). La premisa reside en que el mundo no puede cambiarse si ese cambio no inicia en primera persona – imposible discernir uno sin lo otro–, y lo que nació como un poderoso lazo hermanado se debilitó respecto al papel fundacional de la violencia dentro de los cambios que se sentían inminentes. La búsqueda de la verdad absoluta cambió de sentido y lo espiritual dejó paso a lo terrenal, ya que la revolución será por voluntad de los hombres. Esas vinculaciones que se entremezclaron oscilaban “entre la afinidad y la oposición” (206) dentro de un “imaginario compartido” (207), producto de una efervescencia donde todo lo deseable parecía volverse posible, según el capítulo signado por M. Alonso, y enmarcadas por una “cadena volcánica de la nueva geografía de las revoluciones” (212); atmósfera que permitió la “germinación de grupos violentos” (218). En lo que respecta al papel jugado por los intelectuales, si se considera de su exclusiva responsabilidad politizar el proceso y “ampliar, idealizar y proporcionar la ideología marxista justificando conscientemente la ejecución de la violencia revolucionaria” (240-1), como afirma M. Abdiu en el capítulo siguiente, queda de lado entonces el peso propio de todas las otras convulsiones que tuvieron lugar durante aquellos años. Los grupos extremistas voltearon su mirada hacia esos procesos contemporáneos en pleno desarrollo, considerados ejemplares por su vector ideológico internacionalista, y que les justificó, nuevamente, considerar el 68 como una instancia agotada. Pero nada de aquello era nuevo, sólo había cambiado la forma de procesarlos: ahora bajo una exclusiva lectura militarizada del mundo y de la vida. Leia Mais