Probable Inicio de la historia humana | Immanuel Kant

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Immanuel Kant | Imagem: Editora Unesp

Es perfectamente lícito insertar conjeturas en el decurso de una historia con el fin de rellenar las lagunas informativas, pues lo antecedente — en tanto que causa remota— y lo consecuente —como efecto— pueden suministrar una guía bastante segura para el descubrimiento de las causas intermedias, haciéndose así comprensible la transición entre unas cosas y otras. Ahora bien, hacer que una historia resulte única y exclusivamente a partir de suposiciones, no parece distinguirse mucho del proyectar una novela. Ni siquiera podría ostentar el título de historia probable, correspondiéndole más bien el de simple fábula. No obstante, lo que no cabe aventurar en el desarrollo de la historia de las acciones humanas, puede muy bien ensayarse mediante suposiciones respecto de su inicio, siempre que lo establezca la Naturaleza. Tal inicio no tiene por qué ser inventado, ya que puede ser reconstruido por la experiencia, suponiendo que ésta no haya variado sustancialmente desde entonces hasta ahora: un presupuesto conforme con la analogía de la Naturaleza y que no conlleva osadía alguna. Una historia del primer despliegue de la libertad a partir de su disposición originaria en la naturaleza del hombre no tiene, por lo tanto, nada que ver con la historia de la libertad en su desarrollo, que —ésta sí— sólo puede basarse en informes.

Con todo, dado que las suposiciones no pueden elevar demasiado sus pretensiones de asentimiento, teniendo que anunciarse únicamente como una maniobra consentida a la imaginación —siempre que vaya acompañada por la razón— para recreo y solaz del ánimo, mas en ningún caso como algo serio, tampoco pueden rivalizar con esa historia que se ofrece sobre el mismo suceso y se toma como información genuina, cuya verificación se basa en fundamentos bien distintos a los de la mera filosofía natural. Justamente por ello, y puesto que emprendo aquí un simple viaje de placer, espero que me sea permitida la licencia de utilizar un texto sagrado a guisa de plano e imaginar que mi expedición (llevada a cabo con las alas de la [109-110] imaginación, aunque no sin un hilo conductor anudado a la experiencia por medio de la razón) encuentra exactamente la misma ruta que describe aquel testimonio histórico. El lector consultará los pasajes pertinentes de aquel documento (Génesis, II-IV)[170], comprobando paso a paso si el camino que toma la filosofía con arreglo a conceptos coincide con el que refiere la historia.

Si no queremos dejar vagar nuestra fantasía entre suposiciones, habremos de fijar el principio en aquello que no pueda ser deducido mediante la razón a partir de causas precedentes, por tanto, tendremos que comenzar con la existencia del hombre y, ciertamente, del hombre adulto —pues ha de prescindir del cuidado materno— y emparejado, para poder procrear su especie; asimismo ha de tratarse de una única pareja, para que no se origine de inmediato la guerra —lo que suele suceder cuando los hombres están muy próximos unos a otros siendo extraños entre sí— o también para que no se le reproche a la Naturaleza el haber regateado esfuerzos mediante la diversidad del origen en la organización más apropiada para la sociabilidad, en tanto que objetivo principal del destino humano, puesto que la unidad de esa familia —de la que habrían de descender todos los hombres— era sin duda la mejor disposición en orden a conseguir ese objetivo. Sitúo a esta pareja en un lugar a salvo del ataque de las fieras y bien provisto por la Naturaleza con todo tipo de alimentos, esto es, en una especie de jardín que goza de un clima siempre moderado. Y, además, sólo la considero después de que ha dado un paso gigantesco en la habilidad para servirse de sus propias fuerzas, por lo que no comienzo con el carácter enteramente tosco de su naturaleza. Pues bien, si yo pretendiera llenar esa laguna —que presumiblemente comprende un largo período de tiempo— a buen seguro que se darían demasiadas suposiciones y muy pocas probabilidades para el gusto del lector. Así pues, el primer hombre podía mantenerse erguido y andar, podía hablar (Génesis, II, 20)*[171] y hasta discurrir, es decir, hablar concatenando conceptos (Génesis, II, 23), por consiguiente, pensar. Habilidades que el hombre hubo de adquirir íntegramente por sí solo (pues de haber sido innatas, también serían hereditarias y esto es algo que contradice [110-111] la experiencia); pero ahora le supongo ya provisto de tales habilidades, con el fin de tomar en consideración simplemente el desarrollo de lo moral en sus acciones, lo cual presupone necesariamente esa habilidad.

El instinto, esa voz de Dios que obedecen todos los animales, era lo único que guiaba inicialmente al hombre inexperto. Este instinto le permitía alimentarse con algunas cosas, prohibiéndole otras (Génesis, III, 2-3). Pero no es necesario suponer un instinto especial —hoy ya perdido— para tal fin; pudo muy bien tratarse del sentido del olfato y de su afinidad con el órgano del gusto —es conocida la simpatía de este último con los órganos de la digestión, observándose todavía hoy la capacidad de presentir si una comida será o no agradable para el gusto. Es más, no hay porqué suponer que este sentido estaba más agudizado en la primera pareja de lo que lo está hoy en día, pues es de sobra conocida la diferencia existente en la capacidad de percibir entre aquellos hombres que sólo se ocupan de sus sentidos y los que, al mismo tiempo, lo hacen de sus pensamientos, apartándose por ello de sus sensaciones.

Mientras el hombre inexperto obedeció esa llamada de la Naturaleza, se encontró a gusto con ello. Pero en seguida la razón comenzó a despertarse dentro de él y, mediante la comparación de lo ya saboreado con aquello que otro sentido no tan ligado al instinto —cual es el de la vista— le presentaba como similar a lo ya degustado, el hombre trató de ampliar su conocimiento sobre los medios de nutrición más allá de los límites del instinto (Génesis, IV)[172]. Este intento habría podido salir bastante bien, aunque no lo dispusiera el instinto; bastaba con no contradecirlo. Sin embargo, una propiedad característica de la razón es que puede fingir deseos con ayuda de la imaginación, no sólo sin contar con un impulso natural encaminado a ello, sino incluso en contra de tal impulso; tales deseos reciben en un principio el nombre de concupiscencia, pero en virtud de ellos se fue tramando poco a poco todo un enjambre de inclinaciones superfluas y hasta antinaturales que son conocidas bajo la etiqueta de voluptuosidad. El motivo para renegar de los impulsos naturales pudo ser una insignificancia, pero el éxito de este primer intento, es decir, el tomar conciencia de [111-112] su razón como una facultad que puede sobrepasar los límites donde se detienen todos los animales fue algo muy importante y decisivo para el modus vivendi del hombre. Aun cuando sólo se tratara de un fruto cuyo aspecto —dada su semejanza con otros frutos admitidos que se habían probado antes— incitaba al intento, si a esto se añade el ejemplo de un animal a cuya naturaleza esa degustación le era tan apropiada como, por el contrario, le resultaba perjudicial al hombre —en quien existía un instinto natural contrario a tal ensayo que se oponía con fuerza al mismo—, todo ello pudo proporcionar a la razón la primera ocasión de poner trabas a la voz de la Naturaleza (Génesis, III, 1) y, pese a su contradicción, llevar a cabo el primer ensayo de una elección libre que, al ser la primera, probablemente no colmó las expectativas depositadas en ella. Si bien el daño pudo resultar tan insignificante como se quiera, el caso es que gracias a él se le abrieron los ojos al hombre (Génesis, III, 7). Este descubrió dentro de sí una capacidad para elegir por sí mismo su propia manera de vivir y no estar sujeto a una sola forma de vida como el resto de los animales. A la satisfacción momentánea que pudo provocarle el advertir ese privilegio, debieron seguir de inmediato el miedo y la angustia: cómo debía proceder con su recién descubierta capacidad quien todavía no conocía nada respecto a sus cualidades ocultas y sus efectos remotos. Se encontró, por decirlo así, al borde de un abismo, pues entre los objetos particulares de sus deseos —que hasta entonces le había consignado el instinto— se abría ante él una nueva infinitud de deseos cuya elección le sumía en la más absoluta perplejidad; sin embargo, una vez que había saboreado el estado de la libertad, ya le fue imposible regresar al de la servidumbre (bajo el dominio del instinto).

Junto al instinto de nutrición —en virtud del cual la Naturaleza conserva al individuo— se destaca el instinto sexual—mediante el que vela por la conservación de la especie. La razón, una vez despierta, no tardó en probar también su influjo a este instinto. Pronto descubrió el hombre que la excitación sexual —que en los animales depende únicamente de un estímulo fugaz y por lo general periódico— era susceptible en él de ser prolongada e incluso acrecentada gracias a la imaginación, que ciertamente desempeña su cometido con mayor moderación, pero asimismo con mayor duración y regularidad, cuanto más sustraído a los sentidos se halle el objeto, evitándose así el tedio que conlleva la satisfacción de un mero [112-113] deseo animal. La hoja de parra (Génesis, III, 7) fue, por lo tanto, el producto de una manifestación de la razón mucho mayor que la evidenciada en la primera etapa de su desarrollo, pues al hacer de una inclinación algo más profundo y duradero, sustrayendo su objeto a los sentidos, muestra ya la conciencia de un dominio de la razón sobre los impulsos y no —como en su primer paso— una mera capacidad de prestar a éstos un servicio de mayor o menor alcance. La abstención fue el ardid empleado para pasar de los estímulos meramente sentidos a los ideales, pasándose así paulatinamente del mero deseo animal al amor y, con éste, del sentimiento de lo meramente agradable al gusto por la belleza, apreciada sólo en los hombres al principio, pero también en la Naturaleza más tarde. La decencia, una inclinación a infundir en los otros un respeto hacia nosotros gracias al decoro (u ocultación de lo que podría incitar al menosprecio), en tanto que verdadero fundamento de toda auténtica sociabilidad, proporcionó además la primera señal para la formación del hombre como criatura moral. Un comienzo nimio, pero que hace época al conferir una orientación completamente nueva a la manera de pensar, siendo más importante que toda la interminable serie de logros culturales dados posteriormente.

El tercer paso de la razón —tras haberse entremezclado con las necesidades primarias sentidas de un modo inmediato— fue la reflexiva expectativa de futuro. Esta capacidad de gozar no sólo del momento actual, sino también del venidero, esta capacidad de hacerse presente un tiempo por venir, a menudo muy remoto, es el rasgo decisivo del privilegio humano, aquello que le permite trabajar en pro de los fines más remotos con arreglo a su destino —pero al mismo tiempo es asimismo una fuente inagotable de preocupaciones y aflicciones que suscita el futuro incierto, cuitas de las que se hallan exentos todos los animales (Génesis, III, 13-19). El hombre, que había de alimentarse a sí mismo, junto a su mujer y sus futuros hijos, comprobó la fatiga siempre en aumento de su trabajo; la mujer presumió las cargas a las que la Naturaleza había sometido a su sexo y aquellas que por añadidura le imponía el varón, más fuerte que ella. Ambos anticiparon con temor, como telón de fondo para una vida tan fatigosa, algo que sin duda también afecta inevitablemente a todos los animales, pero no les preocupa en absoluto: la muerte; por todo ello, les pareció que habían de proscribir y considerar delictivo ese uso de la razón que les había ocasionado todos esos males. Pervivir en su posteridad —imaginando que le irán mejor las cosas— o mitigar sus penas en tanto que [113-114] miembro de una familia, quizá fue la única perspectiva consoladora que les alentaba (Génesis, V, 16-20).

El cuarto y último paso dado por la razón eleva al hombre muy por encima de la sociedad con los animales, al comprender éste (si bien de un modo bastante confuso) que él constituye en realidad el fin de la Naturaleza y nada de lo que vive sobre la tierra podría representar una competencia en tal sentido. La primera vez que le dijo a la oveja: la piel que te cubre no te ha sido dada por la Naturaleza para ti, sino para mí, arrebatándosela y revistiéndose con ella (Génesis, V, 21), el hombre tomó conciencia de un privilegio que concedía a su naturaleza dominio sobre los animales, a los que ya no consideró como compañeros en la creación, sino como medios e instrumentos para la consecución de sus propósitos arbitrarios. Tal concepción implicaba (aunque oscuramente) la reflexión contraria, esto es, que no le era lícito tratar así a hombre alguno, sino que había de considerar a todos ellos como copartícipes iguales en los dones de la Naturaleza; una remota preparación para las limitaciones que en el futuro debía imponer la razón a la voluntad en la consideración de sus semejantes, lo cual es mucho más necesario para el establecimiento de la sociedad que el afecto y el amor.

Y así se colocó el hombre en pie de igualdad con todos los seres racionales, cualquiera que sea su rango (Génesis, III, 22), en lo tocante a la pretensión de ser un fin en sí mismo, de ser valorado como tal por los demás y no ser utilizado meramente como medio para otros fines. En esto, y no en la razón considerada como mero instrumento para la satisfacción de las distintas inclinaciones, está enraizado el fundamento de la absoluta igualdad de los hombres incluso con seres superiores que les aventajen de modo incomparable en materia de disposiciones naturales, pues esta circunstancia no le concede a ninguno de ellos el derecho de mandar caprichosamente sobre los seres humanos. Este paso se halla vinculado a su vez con la emancipación por parte del hombre del seno materno de la Naturaleza; una transformación ciertamente venerable, pero cuajada al mismo tiempo de peligros, puesto que le expulsó del estado candido y seguro de la infancia, cual de un jardín donde se abastecía sin esfuerzo alguno (Génesis, V, 23), arrojándole al vasto mundo, en donde le esperan tantas preocupaciones, fatigas y males desconocidos. Más adelante la dureza de la vida le insuflará cada vez con más frecuencia el anhelo de un paraíso, fruto de su imaginación, en el que pudiera pasar su existencia soñando y retozando [114-115] en una tranquila ociosidad y una paz duradera. Pero entre él y esa imaginaria morada del deleite se interpone la perpleja razón, impulsora irresistible del desarrollo de las capacidades en él depositadas, no consintiendo ésta que el hombre regrese al estado de tosquedad y simpleza del que ella lo había sacado (Génesis, V, 24). La razón le incita a aceptar pacientemente la fatiga que detesta, a perseguir el oropel que menosprecia y a olvidar la propia muerte, que tanto le horroriza, superponiendo todas aquellas menudencias cuya pérdida teme todavía más.


Referências

KANT, IMMANUEL. Probable inicio de la Historia Humana. In: Ideas  para  una  historia  universal  en  clave  cosmopolita  y  otros  escritos  sobre  filosofía  de  la  historia. (Spanish Edition) (p. 49-56). Edição do Kindle.

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Kant on the Rationality of Morality – GUYER (M)

GUYER, Paul. Kant on the Rationality of Morality. Cambridge University Press, 2019. 73pp. Resenha de: CARVALHO, Vinicius. Manuscrito, Campinas, v.43 n.2 Apr./June 2020.

In his contribution to the Cambridge Elements: The Philosophy of Immanuel Kant series, Paul Guyer contends that Kant derives the fundamental principle of morality (in this case, the formulas of the categorical imperative) and the object of morality (the highest good) from the application of the most fundamental principles of reason: the principle of noncontradiction, of sufficient reason, and, to a lesser extent, the principle of excluded middle. The fundamental fact that ought not to be denied by any rational agent – on pain of self-contradiction – is that oneself and others have a free will, in other words, that they have the capacity to freely set and pursue their own ends. Guyer argues that Kant grounds his whole moral theory upon this fact, and that the application of the fundamental principles of reason to it gives us the principle and the object of morality. In what follows, I will summarize each of the book’s chapters, discussing some of its claims when I see fit.

In the second chapter – Reasons, Reasoning and Reason as Such, the first chapter being the introduction  Guyer discusses past approaches about the relation between the fundamental principles of morality and reason for Kant. For instance, philosophers such as Christine Korsgaard and Allen Wood emphasize that rational actions are actions based on reasons, and that genuine reasons are universally valid norms, valid for everyone, everywhere. Kant would have gotten the requirement to act on universally valid reasons from the observation that this is what characterizes rational action. Onora O’Neill also emphasizes the same requirement for universalizability, though she supports her reading not by appealing to the notion of a reason in particular, but to the notion of reasoning in general, in her well-known account of Kant’s conception of reason in the Canon of Pure Reason from the first Critique2. In my view, Guyer correctly criticizes an aspect of O’Neill’s reading on this point: it is not the case that we “invent and construct standards for reasoned thinking and acting”3all the way downPace O’Neill, Guyer argues that it is certainly the case that Kant did not believe that the application of the principles of rationality were sufficient to arrive at substantive metaphysical conclusions: this is one of the features of dogmatism he so fiercely denounced. But he certainly regarded some formal principles of reason as “necessary conditions of reasoning because they are the fundamental principles of reason” (p. 9). So, even though Guyer agrees with these interpreters about the importance of the requirement of universality when it comes to morality, his argument will be that this requirement is the result of the application of some even more fundamental principles, beginning with that of noncontradiction.

The third chapter – From Noncontradiction to Universalizability – shows exactly how that is so. First, Guyer shows that Kant followed the philosophical tradition of his time in accepting the principle of noncontradiction as the first principle of reason (and the principle of sufficient reason as the second). Indeed, Kant is quite clear on this matter in his lectures on Logic (especially in the Jäsche Logik) and at some points in the first Critique4. But to which concepts and pairs of judgment need we apply this principle to derive the principle of morality? In the preface to the Groundwork, Kant says that for any moral law, its “ground of obligation” must be sought “a priori simply in concepts of pure reason” (GMS, AA 04: 389), and in the second section of the work he clarifies that this a priori concept is the concept of a rational being (GMS, AA 04: 412). More precisely even, it is the concept of a rational agent, which is a rational being with the capacity to act according to the representation of certain laws, for the sake of certain ends (GMS, AA 04: 426-7). According to Guyer:

Kant’s argument will then be that the fundamental principle of morality can be derived from the application of the principle of noncontradiction to the concept of a rational agent as one capable of setting its own ends. This capacity must be affirmed of any rational agent and cannot be denied without contradiction. (p. 17)

Guyer’s point is that a maxim is immoral whenever its proposed action entails some belief that contradicts the fact that agents have free will. Take the lying promise situation – in which an agent makes a promise with no intention of keeping it – as an example. Kant says that in such a world, in which everyone makes lying promises whenever it suits their interests, no one would accept promises at all. The practice of making promises in general would cease to exist because one of its necessary conditions (i.e., that the promisee trusts the promisor) is gone. Thus, in making a false promise an agent virtually robs the possibility of everyone else making any promises. It undermines their freedom by making it impossible for them to take part in a social practice in which they have chosen to participate5. It treats other people as if they were not fully free agents. According to Guyer, this shows that “the necessity of avoiding contradiction between a proposed maxim and its universalization is a consequence of the necessity of avoiding contradicting the nature of rational beings as persons with free will” (p. 24). Although Kant does not explicitly say this in the Groundwork, Guyer takes as textual evidence (a) the fact that Kant says of immoral maxims that when universalized they either contradict themselves, or that they entail practices that are inconsistent with some fundamental characteristic of rational agents (see GMS, AA 04: 423-4), and (b) Kant’s treatment of the duties not to commit suicide, to help others in need, and to develop one’s talents in the Metaphysics of Morals (see MS, AA 06: 451; 453).

Since Kant’s treatment of duties in that latter work relies more heavily on the Formula of Humanity (FH) rather than the Formula of Universal Law (FUL), because the nature of rational agents as free agents (ends-in-themselves) is explicit in the former formula, Guyer says: “Thus Kant’s requirement of universalizability follows from the formula of humanity and is ultimately grounded in the law of noncontradiction because the latter is.” (p. 23). I believe this deserved a bit more clarification by the author, though, for the question “how could the requirement of universalizability expressed by FUL follow from FH if the latter is presented after and as a ‘development’ of the first formula?” comes straight to the reader’s mind. A possible answer would be that the derivation of FUL already relies upon the premise that rational agents are free agents, who express their freedom in their adoption of maxims. The evidence for this is Kant’s distinction, already at the beginning of the derivation, between imperfect and perfect wills (GMS, AA 04: 412). It is precisely because rational agents with imperfect wills are free to adopt whatever maxims they propose to themselves that the principle of morality – to choose only maxims apt for universal legislation – is presented as an imperative. In any case, I believe this point should have been more fully developed by the author. The chapter ends with a brief treatment of Kant’s deduction of the freedom of the will at the third section of the Groundwork, where Kant argues that we cannot but regard ourselves as beings with free will when we apply the distinction (argued for in the first Critique) between world of sense and intellectual world. The fact that we know that we are free agents (from the practical point of view) is what produces a self-contradiction whenever we adopt a maxim that entails some belief or other that is inconsistent with this knowledge.

The fourth chapter – The Principle of Sufficient Reason and the Idea of the Highest Good – shows how Kant got his conception of the highest good through the application of the second fundamental principle of reason, that is, the principle of sufficient reason, according to which there is an adequate explanation for every fact. Guyer first discusses how Kant refuses the traditional use of this principle as it was employed by the rationalists, for the application of this principle is warranted only within the limits of possible experience. But, according to Guyer, he accepted the use of this principle when it came to matters of morality. More precisely, Kant claimed that the application of this principle lets us theorize about the “unconditional”, which, in this case, means that we can apply this principle to think about the complete and systematic consequences of morality. For Kant, this means that we are drawn to the idea of the highest good, a condition in which “universal happiness [is] combined with and in conformity with the purest morality throughout the world.” (TP, AA 08: 279).

Throughout the chapter, Guyer defends his interpretation on how to read Kant’s conception of the highest good and his argument for it. He shows that Kant applies this principle in two ways: first, to show that morality is a condition on the pursuit of happiness. Kant does not ground moral worth in possible or actual good consequences of actions. Some action might bring a great deal of happiness (whatever we understand ‘happiness’ to mean), but its accomplishment is constrained by moral considerations, such as if it respects the nature of those involved as ends-in-themselves. In the second case, happiness is conceived as the complete object of morality: since happiness is the satisfaction of all possible ends (GMS, AA 04: 418; KpV, AA 05: 25) and the nature of rational agents is that they set themselves their ends, then “the moral command to preserve and promote the capacity to set ends is in fact equivalent to a moral command to promote happiness … [happiness is] what morality commands in the first instance, but not, as it turns out, all that it commands” (p. 37). This is why, in Kant’s words, “pure practical reason … seeks the unconditioned totality of the object of pure practical reason, under the name of the highest good” (KpV, AA 05: 108). It is important to keep in mind here that happiness commanded by morality under the concept of the highest good is not happiness simpliciter, that is, the mere satisfaction of contingent ends, but that it is limited by moral considerations. This conception of the highest good as the object of morality also leads Kant to develop what he thinks to be the necessary conditions for the attainment of this object. The three ideas of pure reason that were discussed in the Dialectic of the first Critique now receive the status of postulates of practical reason: the immortality of the soul, freedom of the will and the existence of God are propositions that, for Kant, cannot be theoretically proven, but which we must accept because they are necessary conditions to the realization of morality’s object, the highest good. The end of the chapter is devoted to show how Kant eventually shifted position regarding the role of the postulates, especially in his latter writings from the 1790’s.

In the fifth chapter – Rationality and the System of Duties -, Guyer argues that Kant’s treatment of duties show that he also took the ideal of systematicity to be part of his conception of reason and rationality. That this ideal is essential to Kant’s philosophy is clear from the Appendix to the Transcendental Dialectic (see KrV A 642/B 670), and in his practical philosophy we can see this ideal at work in many occasions. First, there is the requirement that an agent adopts not only one maxim apt for universal legislation, but that all his maxims satisfy this requirement (GMS, AA 04: 432). Second, there is the requirement that all ends of all agents be compatible, as well as that each agent be treated as an end-in-itself, as expressed in the Formula of the Realm of Ends (GMS, AA 04: 433). And third, there is the suggestion that the supreme principle of morality must be able to offer a complete division and characterization of the generally recognized classes of duties6, that is, into (a) perfect and imperfect duties (GMS, AA 04: 423-4), and (b) both duties of virtue (noncoercively enforceable) as well as duties of right (coercively enforceable). Granted, Kant seems to use in general two different principles to derive these duties, focusing on FUL in the Groundwork and on FH in the Metaphysics of Morals. But, as Guyer argues, these principles are supposed to be interchangeable and at least coextensive when it comes to the duties they entail. The most important point of the chapter, however, is the explanation of why we might need a system of duties. Showing that Kant followed in important aspects George F. Meier’s treatment of duties, Guyer argues that the systematic classification of duties, combined with the application of the principles of noncontradiction and excluded middle – the principle that ought implies can as well, but this one is not usually explicitly stated by Kant – are what allows Kant to deny the possibility of conflict of duties, in other words, genuine moral dilemmas. Thus, Guyer says:

Here is where Kant might have brought in the principle of the excluded middle as well as that of noncontradiction: whereas the latter principle tells us that two contrary duties, that is, duties to perform two incompatible acts at the same time, cannot both be duties (on the ground that we cannot have an obligation to perform the impossible), the former would tell us that we have to perform one of these duties. (p. 47)

This chapter ends with a discussion of Kant’s ideal of systematicity both in the theoretical and in the practical uses of reason as presented mainly in the third Critique.

The sixth chapter – Reason as Motivation – explains how, for Kant, pure reason can motivate action. Guyer shows that Kant’s disagreement with Hume about the role of reason in action, though substantial, is not complete. Whereas Hume thought that reason was motivationally inert and could not lead us to action – only sentiments and “passions” could -, Kant thought that pure reason could be practical. Indeed, this is necessary for any action to have moral worth: “What is essential to any moral worth of actions is that the moral law determine the will immediately” (KpV, AA 05: 71). But this does not mean that reason motivates us to action without any feelings being involved, for Kant also says that “every determination of choice proceeds from the representation of a possible action to the deed through the feeling of pleasure and displeasure, taking an interest in the action or its effect” (MS, AA 06: 399). Guyer explains this apparent inconsistency by arguing that we must place Kant’s theory of motivation within his transcendental idealism, specifically the distinction between noumenal and phenomenal selves. The moral law does determine the will immediately because this happens when we choose to adopt the moral law as our “fundamental maxim” (RGV, AA 06: 36) and when we are conscious of it “whenever we draw up maxims of the will for ourselves” (KpV, AA 05: 29). But when it comes to choosing particular maxims, this happens through the intermediation of the feeling of respect, which is a self-wrought feeling, caused by reason, that acts as a counterweight in favor of the moral law against the motivational pull of inclinations (GMS, AA 04: 401). Thus, Guyer says that “reason produces action – this is Kant’s disagreement with Hume – but it does so through the production or modification of feeling – here is Kant’s agreement with Hume” (p. 53). In the rest of the chapter, Guyer discusses Kant’s fuller theory of motivation as presented in the Metaphysics of Morals, which involves the exercise and cultivation of a class of feelings that are sensible to the determination for action through the concept of duty, namely: moral feeling, conscience, love of others or sympathy, and self-respect or self-esteem. Thus, Guyer joins others who have consistently pointed out that any interpretation that represents Kant’s ethics as devoid of any place for feelings and emotions is seriously flawed.

In the seventh chapter – Kantian Constructivism -, Guyer discusses the metaethical implications of his interpretation, especially in the realism versus antirealism debate concerning Kant’s moral theory. Appropriately, the author first makes sure to distinguish semantic realism from ontological realism. This fundamental distinction is unfortunately not always drawn in discussions of Kant’s metaethics, causing many unnecessary disagreements. Guyer claims that Kant is clearly a semantic realist: for him, judgments about right and wrong, good or bad, are not indeterminate in their truth-value, and they can be correctly inferred from previous moral judgments and principles. In other words, there are correct and incorrect answers to moral questions, i.e., questions of permissibility, worthiness, etc. The real hornet’s nest is when it comes to the following problem: in virtue of what are some moral judgments true? Is it due to some metaphysical fact independent of us, or is it the result of the application of some constructive procedure?

The latter position was famously defended by John Rawls, who labeled the method employed in his political philosophy Kantian Constructivism. Defenders of a constructivist reading of Kant’s metaethics claim that he derived the principles of morality from a mere conception of practical reason or reason in general. On the other hand, those who prefer the (ontological) realist view say that what ultimately grounds morality and from which Kant derives its principles is the fact that rational agents are ends in themselves, “or that human freedom is intrinsically valuable” (p. 64). As Guyer points out, and I am in very much agreement with him on this point, the method by which Kant derives particular moral duties constitutes a form of constructivism: we infer particular duties by applying the different formulas of the moral law to our specific circumstances7. Therefore, we can say that Kant is a normative constructivist.8 But it is not so clear whether he is a metaethical constructivist. Some argue that what grounds the moral law is the fact that rational agents are free, which gives them an irreducible value, outside the purview of construction, upon which morality is grounded9. For Guyer, Kant’s position regarding the nature of the fundamental principle of morality should be seen as a realist position: this fundamental principle is ultimately derived from the application of the principle of noncontradiction to the fact that rational agents have free wills, a fact that obtains independently of any procedure of construction. But he claims that this does not fit well with what we contemporarily regard as moral realism, for this fact is not a specific moral one, nor is it Kant’s position that there is something of value in the world independent of evaluative attitudes. About this, Guyer says:

This is a fact, in Kant’s own words a “fact of reason”, but it is not a mysterious moral fact, or a value that somehow exists in the universe independently of our act of valuing it. It is simply a fact that cannot be denied on pain of self-contradiction, since, Kant assumes, in some way we always recognize it even when by our actions we would deny it. Whether Kant succeeded in demonstrating this fact is a question; but there is no question that he regards our possessions of wills as a fact from which moral theory must begin. Thus we can say that as regards its fundamental principle, Kant’s moral philosophy is a form of realism, though not specifically moral realism. (p. 64)

As the author points out both in this last chapter and in the second, it is one thing for Kant to show how the principles and the final object of morality are derived from the fact that we are free agents combined with the requirement to respect the fundamental principles of reason; it is quite another thing for him to demonstrate that we are, indeed, free agents. That would be the subject of a much longer and detailed study, which falls out of the scope of the book, let alone of this review. Kant on the Rationality of Morality is a short but insightful book. Its discussions bridge Kant’s theoretical and practical philosophies, and they offer an original argument for one of the most important interpretative problems of the Groundwork, the derivation of the principles of morality. I recommend it especially to those who prefer to read Kant’s ethics as not so dependent on the significant metaphysical and epistemological theses of his transcendental idealism; as well, of course, to those interested in moral theory in general.

References

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Notas

1This work was supported by grant 2019/21992-8, São Paulo Research Foundation (FAPESP).

2 O’Neill, 1989.

3 O’Neill, 2004, p. 187.

4Log, AA 9: 51 and KrV, A 150/B 189; A 151-2/B 191. References to Kant’s texts follow the standard: abbreviation of the work, followed by their number in the Akademie volumes and their corresponding pagination. Except for the Critique of Pure Reason, quoted with reference to the pagination of its first (A) and second (B) editions. All quotations of Kant are taken from the Cambridge editions.

5 Barbara Herman (1993, p. 215) gives a similar explanation: “A condition of choice that could not be accepted by all rational agents would be: doing x where the possibility of x-ing depends on other rational agents similarly situated not doing x. This is the condition standardly found to be the ground of choice of the deceitful-promise maxim”.

6Right after stating FUL, Kant says: “Now, if from this one imperative all imperatives of duty can be derived as from their principle, then, even though we leave it unsettled whether what is called duty is not such an empty concept, we shall at least be able to indicate what we think by it and what the concept means” (GMS, AA 04: 421). For an argument that FUL cannot adequately provide a general classification of duties, see Timmons (2004).

7“ … moral philosophy … gives him [the human being], as a rational being, laws a priori; which of course still require a power of judgment sharpened by experience <durch Erfahrung geschärfte Urtheilskraft>, partly to distinguish in what cases they are applicable, partly to obtain for them access to the will of a human being and momentum for performance …” (GMS, AA 04: 389). See also MS, AA 06: 217.

8I am borrowing this notion from Street (2008).

9For such a realist reading of Kant, see Schönecker and Schmidt (2018).

Vinicius Carvalho – University of Campinas Department of Philosophy Campinas – S.P. Brazil carvalho.viniciusp@gmail.com

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O pêndulo de Epicuro: Ensaio sobre o sujeito e a lógica de uma história sem finalidade – Kant, Freud e Darwin – BOCCA; PEREZ (RFMC)

BOCCA, Francisco Verardi; PEREZ, Daniel Omar. O pêndulo de Epicuro: Ensaio sobre o sujeito e a lógica de uma história sem finalidade – Kant, Freud e Darwin. Curitiba: CRV,2019. Resenha de: ARMILIATO, Vinícius. Revista de Filosofia Moderna e Contemporânea, Brasília, v.8, p. 449-455, n.1, abr, 2020.

Nos confins da história da noção de história

O Pêndulo de Epicuro trata-se de mais uma publicação da parceria entre Francisco Verardi Bocca e Daniel Omar Perez. Se em publicação anterior, Ontologia sem espelhos (PEREZ;BOCCA;BOCCHI, 2014), que contou também com a parceria de Josiane Bocchi e no último ano ganhou uma tradução para o francês1, os autores fazem uma história da noção de realidade desde Descartes até Freud, na obra presente fazem a história da ideia de história que figura de modo subjacente às elaborações de Kant, FreudeDarwin. E analisando detalhadamente cada autor, apresentam como visualizam na história um rumo, um percurso ou mesmo uma tendência, de modo que ora se aproxima do legado de Epicuro, ora se afasta desta. Perguntam-se: Seria curso da história ascendente, regressivo, assintótico, cíclico ou mesmo, sem qualquer rumo? Caso não houvessem rumos possíveis, se os acontecimentos ao longo na história nada mais fossem do que o resultado da pura aleatoriedade dos acontecimentos humanos, poderíamos dizer que seu curso nada mais seria do que o efeito da seleção de acontecimentos dada pelo viés teórico do autor que diz algo sobre a história? Ainda, é possível conceber um modelo de análise da história que ofereça visualidade para a contingência e aleatoriedade dos acontecimentos da vida? São essas as questões que figuram como objeto central de O pêndulo de Epicuro. Trata-se de um trabalho minucioso e necessário. Minucioso, pela precisão e verticalidade com que abordam os autores. Nesse caso, textos marginais são evocados em paralelo aos mais célebres, além de revelarem movimentos internos e pendulares a cada autor (por exemplo, os diferentes pesos que Darwin confere à variação e à seleção ao longo de suas publicações). Necessário, enquanto trabalho que permite encarar os modos como a história é concebida e, consequentemente, observar os efeitos de tais visadas. Assim, seja uma história que marcha para um futuro promissor, seja uma história que declina ou mesmo uma história que não tem rumo, em cada uma dessas posições tem-se o fundamento ou a justificativa para a forma como a sociedade se relaciona com seu presente: devemos voltar ao passado? é no futuro que encontramos tempos melhores? O presente é o passado corrompido, degenerado? O presente é um futuro inacabado que deve ver no porvir um modelo a se alcançar? Tais questões, também abordadas na obra, não deixam de ser importantes para o mais contemporâneo dos debates sobre os rumos da civilização, da governança e da ética.

O livro conta com uma apresentação assinada por Eládio C. P. Craia, a qual leva às últimas consequências os argumentos da obra. O pêndulo de Epicuro propõe três principais capítulos, ou ensaios, dedicados a Kant, Freud e Darwin. Além disso, em sua Introdução, apresenta uma revisão objetiva e cuidadosa das leituras que visualizaram tendências na história das civilizações, como o fez Herbert Butterfield, Michel Meyer, Arnold Toynbee e Oswald Spengler, e também autores contemporâneos, tais como François Hartog.

Já nas primeiras linhas da apresentação do livro, intitulada A irrupção dos acontecimentos, encontramos o anúncio da falência na busca por uma ordem finalista da história: “Todos reconhecem que a natureza, assim como as sociedades humanas, nos seus devires, manifestam a cada instante emergências que julgávamos impossível. Sempre nos desconcertam, contudo, não desistimos de buscar suas lógicas, seu sentido histórico” (BOCCA; PEREZ, 2019, p. 23). Nesse sentido, a reflexão filosófica encontrou entendimentos da organização do tempo que só com Darwin é que se pôde enfraquecer “uma perspectiva de história universal e finalista, indissociável do futuro e do progresso” (BOCCA; PEREZ,2019,p. 23). Darwin teria retomado o modelo epicurista onde o presente, a aleatoriedade e a contingência seriam justamente os fatores que organizam a vida e seu percurso. O interesse por esse fato, da ausência de finalidade presente em Epicuro resgatada pela biologia evolutiva da segunda metade do século XIX” permite compreender os fatos naturais e históricos prescindindo, entre outras coisas, do futurismo assim como do passadismo, mas sobretudo, das ilusões da modernidade” (BOCCA; PEREZ, 2019, p. 24). Por conta disso é que no primeiro capítulo Kant é explorado, dado que tal autor procurou, conforme a o trabalho de Bocca e Perez mostra, desqualificar a perspectiva epicurista. Toda a ocorrência, todo o acontecimento, sedaria enquanto efeito de uma tendência mecânica causal. Em Kant “os elementos não são determinados contingentemente, mas recebem, por uma mecânica cega, determinação segundo leis gerais concebidas por uma sabedoria suprema” (BOCCA; PEREZ, 2019, p. 58). Kant viria então a substituir a contingência e o acaso por um programa de leis e tendências que orientaria o desenvolvimento da natureza. As predisposições para o progresso aparecem em vários trabalhos de Kant, como por exemplo em Ideia de uma história de um ponto de vista cosmopolita (1784), quando o autor apresenta o fio condutor da história humana que “ordena o desenvolvimento das disposições naturais do ser humano para o que chamou de cosmopolitismo” (BOCCA;PEREZ,2019,p. 62). Os autores mostram tais acepções em trabalhos posteriores, até em 1798 em O conflito das faculdades onde, novamente, a partir da Revolução Francesa, Kant apresenta “um tipo de acontecimento exemplar na experiência da humanidade que indica a aptidão humana para o progresso” (BOCCA; PEREZ, 2019, p. 86). Nesse sentido, articulando o passado, o presente e o futuro a partir dos acontecimentos em solo francês, vê-se o filósofo autorizar-se a “um tipo de predição acerca do futuro das sociedades humanas, de modo a fazer da ideia de República algo mais que uma quimera” (BOCCA; PEREZ, 2019, p. 87). Trata-se então, de uma tendência de aprimoramento da espécie reconhecida nos seres humanos, mesmo que seja, como ressaltam os autores, em uma curva assintótica em relação aos seus objetivos.

A ideia de uma curva assintótica que tende a alcançar o progresso de uma sociedade é bastante importante na comparação com o que seria uma filosofia da história em Freud, apresentada no segundo capítulo. Enquanto a tendência ao progresso é visualizada por Kant, a tendência à regressão é patente nas construções freudianas. Freud tratar-se-ia de um autor “declinista”. Tal leitura se ampara na análise de que Freud visualizou nas leis da termodinâmica que a tendência crescente de entropia nos fenômenos da matéria leva a seu desgaste total, à sua morte. Ao afirmar esta tendência ao aniquilamento como nodal na psicanálise freudiana de modo bastante original, os autores, evitando um contra-argumento de um Freud não-declinista, indicam que em sua obra há sim dois movimentos: um emancipatório e ascendente – visto na clínica – e um propriamente declinista – notado na metapsicologia. E é esta última que irão explorar no segundo ensaio, ambicionando entender qual seria a filosofia da história que através desta se decalca da psicanálise. Para eles, a metapsicologia “apresenta um determinismo naturalista composto de um certo ponto de vista evolucionista da Biologia a um ponto de vista entrópico da Física” (BOCCA; PEREZ, 2019, p. 89). Assim, se a clínica porta um papel emancipatório às amarrações psíquicas do paciente, o “jogo” entre o Princípio de Prazer e o Instinto de Morte leva à vitória deste último e, apesar do trabalho clínico e de desenvolvimento psíquico poder postergá-lo, jamais aniquilará seu próprio fim. Nesse âmbito, a especulação metapsicológica freudiana com o material empírico obtido em sua clínica “põe em jogo, o otimismo do esclarecimento e da autonomia do paciente ao finalismo declinista das forças entrópicas que o habitam”(BOCCA; PEREZ, 2019, p. 90). É essa aparente contradição que é investigada ao longo do capítulo e que permite notar a particularidade da ideia de história desde a perspectiva freudiana, cuja vida, a civilização e sua história, se situariam “Entre a abertura para o futuro e o declínio inexorável” (BOCCA; PEREZ, 2019, p. 90). Como lembra Freud em Além do princípio do prazer (1920), a finalidade da vida é atingir a morte. Aqui é preciso ressaltar que os autores resgatam em textos de Freud anteriores a este que acabamos de citar, a mesma perspectiva, declinista, embora ainda não tão explícita. Desse modo, evitam ler as tendências à regressão indicadas na década de 1920 por Freud como uma ruptura com o corpus anterior de sua obra.

Antes disso, estaria coerentemente em continuidade com trabalhos anteriores. Por exemplo, em Moral sexual civilizada e doença nervosa moderna (1908), Freud já havia ressaltado que o processo civilizatório atenta contra si mesmo: a doença nervosa é o dano da civilização. Fazendo analogias com máquinas a vapor, Freud considerou que a sublimação não é capaz de redirecionar toda a força instintual “da mesma forma que em nossas máquinas não é possível todo o calor em energia mecânica” (FREUD, 1908, apud BOCCA; PEREZ, 2019, p. 103). Nas palavras dos autores, nesta obra “Freud articulou o ponto de vista biológico evolucionista a um ponto de vista físico entrópico, atribuindo à natureza, ao homem e à civilização, uma evolução cuja finalidade seria a exaustão e o declínio”(BOCCA;PEREZ,2019, p. 104).

Ora, se uma curva é assintótica em relação ao progresso (Kant) e a outra em algum momento após certa ascensão regride para o estado anterior de repouso (Freud), haveria ainda uma terceira via (Darwin), que não comportaria nenhum direcionamento. No último capítulo, Darwin é aborda do como alternativa que mais se aproxima de Epicuro, ou seja, com o pêndulo retornando a uma perspectiva que permite visualizar uma história sem finalidade.

É então no último capítulo que irão indicar uma leitura alternativa a qual subscrevem na conclusão do livro, como veremos adiante, para um entendimento próprio da história. Para tanto, exploram como a ideia de variação ressaltada por Darwin torna-se fundamental para a compreensão de um curso da história sem finalidade, haja vista o reconhecimento pelo evolucionismo darwiniano de que é a produção aleatória de pequenas variações a cada descendência que, em interação com o meio (o qual também não é estável), conduz modificações à história da espécie (trata-se nada mais que o mecanismo da seleção natural). Quanto à descendência das espécies “Darwin retoma e reafirma o ponto de vista de Epicuro, ao concebê-la como não teleológica, como imprevisível” (BOCCA; PEREZ, 2019, p. 130). As objeções possíveis a tal asserção são debatidas através de comentadores mais recentes (tais como Thierry Hoquet, André Pichot, Vittorio Hosle e Dieter Wandschneider), especialmente quando se viu teleologia em concepções darwinianas, como nas ideias de struggle for life, complexificação e progresso. Quanto a este último, os autores afirmam: “[…] o que quer que tenhamos em mente quanto ao progresso e ao aperfeiçoamento, só pode ser referido, não a uma meta, mas contingencialmente a partir da relação que cada criatura de uma espécie mantém com as condições de sua existência” (BOCCA; PEREZ, 2019, p. 137). Algo que se reforça em trabalhos posteriores a Darwin, como na genética mendeliana redescoberta em 1900 por Hugo de Vries e na síntese moderna (Ernst Mayr e Julian Huxley). Trata-se de um conjunto de trabalhos que trouxeram para o debate “temas e conceitos como mecanismo, evolução cega, acaso, contingência, aleatoriedade, probabilidade, entre outros” (BOCCA; PEREZ, 2019, p. 138). Ainda, o papel da variação para a diversidade da vida segue sendo considerado no cenário pós-Darwin, notadamente a partir da biologia molecular. Os autores utilizam sobretudo os trabalhos de vulgarização dos biólogos ganhadores do Nobel de Medicina de 1965, Jacques Monod, François Jacob e André Lwoff. Tais autores consideram que “a variação por mutação, que impulsiona a evolução, não seria de modo algum um fenômeno de exceção, mas ao contrário, quem sabe, a regra. Residiria no seio da natureza. Monod reafirma o ponto de vista de que a própria conservação da vida seria dependente da novidade” (BOCCA; PEREZ, 2019, p. 150).

Ao final da leitura dos três ensaios principais do livro, torna-se evidente como os autores se posicionam favoravelmente ao entendimento da história enquanto algo que porta um fluxo descontínuo e aberto à singularidade. Mas quando chegamos às considerações finais, vemos o que poderíamos chamar de “quarto ensaio” cujo autor seria Georges Canguilhem.

A conclusão de O pêndulo de Epicuro parece prenunciar o que seria a continuidade do trabalho ora desenvolvido. Isso porque em seu capítulo conclusivo exploram, ainda que sumariamente, mas com bastante precisão, a mirada de Canguilhem sobre o tema, especialmente quanto ao modo como este se apropria da leitura darwinista junto aos desdobramentos da biologia evolutiva da primeira metade do século XX. Referimo-nos à ideia de progresso e de finalidade, atreladas às noções de cópia e de erro utilizadas nos estudos de genética analisados em diferentes textos de Canguilhem. Para tanto, situam a crítica que este faz a leituras da biologia da década de 1960 quanto ao uso que fazem da ideia de erro (erro na cópia, na transcrição gênica), notadamente nos trabalhos dos ganhadores do PrêmioNobelde1965. Canguilhem entende que tais usos são “consequências da ilusão moderna de progresso e finalidade” (BOCCA; PEREZ, 2019, p. 164). Isso porque a variação, elemento fundamental para a produção de novas formas vivas, acaba se tornando um equívoco da natureza quando são entendidas enquanto “erros”: “munido da noção de erro, o geneticista alimenta a expectativa de que a natureza reproduz o padrão que ele próprio julga ter reconhecido nela” (BOCCA; PEREZ, 2019, p. 169). No entanto, a vida pode ser entendida como produção incessante de variação, de diferença e singularidade, e assim, não passível de ser reduzida a um tipo ideal, não havendo possibilidade de entender a diferença enquanto equívoco ou malogro. Tudo dependerá de suas relações com o meio. Tais leituras da biologia “não consideram suficientemente que o que chamam erro seria a própria condição da evolução” (BOCCA; PEREZ, 2019, p. 169). Anunciam então nas últimas páginas do livro que, ao se manter essas categorias não só se abre para o retorno do pêndulo a noções de progresso e de finalidade, mas também para a eugenia, para a “expectativa de correção de seu erro”. Em suma, a sobrevivência de noções como cópia e erro dificulta o abandono da ideia de progresso e finalidade ontológica da natureza e, segundo Bocca e Perez, só o abandono destas “abriria em definitivo as portas para a emergência do possível, onde ser vivo e ambiente seriam partes de um meio biológico sempre a se constituir” (BOCCA; PEREZ, 2019, p. 171). Em suas últimas palavras, são bastante precisos ao lembrar que a crítica de Canguilhem, a qual apresentam na sequência aos três ensaios de história da noção de história propostos ao longo de O pêndulo de Epicuro, sabe a que veio, pois “denuncia a fragilidade da iniciativa histórica de classificação dos seres vivos, especialmente a que sugere e sustenta a presença de um fio condutor de continuidade evolutiva, um poderoso instrumento de apoio para teses e ações racistas e eugênicas que merecem combate por toda parte” (BOCCA; PEREZ, 2019, p. 177). Lembram, por exemplo, a reintrodução do criacionismo via design inteligente, movimento presente na biologia contemporânea. Trata-se, portanto, de se estabelecer um combate contratais leituras cuja estratégia é sugerida nas últimas palavras do livro: “Que não se perca Epicuro de vista” (BOCCA; PEREZ, 2019, p. 177).

Entendemos que O pêndulo de Epicuro é uma ferramenta teórica densa para amparar a defesa da diversidade e singularidade das formas vivas, dado que a leitura do trabalho de Francisco Bocca e Daniel Perez subjaz um ideal, o de que os indivíduos não sejam lidos como mais ou menos próximos a uma finalidade arbitraria, artificial e historicamente constituída.

Em um momento no qual os apelos à finalidade, à refutação da diferença e à religião penetram a ciência e a filosofia, temos, nesta obra, uma reflexão filosófica condizente com nossas demandas atuais.

Nota

1 PEREZ, Daniel; BOCCA, Francisco Verardi; BOCCHI, Josiane Cristina. Ontologie sans mirroirs, essai sur la réalité – Borges, Descartes, Locke, Berkeley, Kant, Freud. Tradução de Isabelle Alcaraz. Paris: L’Harmatan, 2019.

Vinícius Armiliato – Doutor em Filosofia pela Pontifícia Universidade Católica do Paraná (PUC-PR). Atualmente realiza pesquisa de pós-doutorado na mesma instituição, como bolsista da Coordenação de Aperfeiçoamento de Pessoal de Nível Superior (CAPES). E-mail: vinicius.arm@gmail.com ORCID: https://orcid.org/0000-0003-2288-3820

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Ética, direito e política: a paz em Hobbes, Locke, Rousseau e Kant – NODARI (C)

NODARI, Paulo César. Ética, direito e política: a paz em Hobbes, Locke, Rousseau e Kant. Paulus, 2014. Resenha de: RECH, Moisés João. Conjectura, Caxias do Sul, v. 22, n. 2, p. 401-407, maio/ago, 2017.

A tarefa que Paulo César Nodari se coloca é, em grande medida, ambiciosa, para dizer o mínimo. Sua pesquisa de tese de Pósdoutoramento que se constituiu na presente obra, tem como mote o “projeto filosófico da paz no contratualismo moderno” (2014, p. 298), na qual Nodari empreende profundos estudos acerca de autores clássicos do pensamento político-moral da modernidade: Hobbes, Locke, Rousseau e Kant – com notória ênfase no pensador de Königsberg. O inovador enfoque elaborado em Ética, direito e política… é justamente olhar sob um novo prisma os autores destacados, qual seja, o prisma da paz. Desse modo, Nodari desembaraçar-se da carga pessimista que os autores contratualistas carregam consigo, no que diz respeito à propensão da natureza humana à guerra.

Para tanto, o texto se desenvolve a partir de duas partes, que se dividem em seis capítulos. A Primeira Parte, intitulada: “O contratualismo moderno e o projeto filosófico da paz: Hobbes, Locke e Rousseau” é subdividido em três capítulos, que, igualmente, são divididos em partes de contextualização e de inovação. Leia Mais

Gênese e estrutura da antropologia de Kant – FOUCAULT (Ph)

FOUCAULT, Michel. Gênese e estrutura da antropologia de Kant. São Paulo: Edições Loyola, 2011.Resenha de: SOLER, Rodrigo Diaz de Vivar y. Foucault e antropologia Kantiana: morte do homem e analítica da finitude. Philósophos, Goiânia, v. 22, n. 1, p.265-273, jan./jun., 2017.

A construção de um ensaio intitulado Gênese e Estrutura da Antropologia de Kant (FOUCAULT, 2011) seguido da tradução de Antropologia de um Ponto de Vista Pragmático (KANT, 2006) constitui a tese complementar escrita por Foucault em paralelo com a sua consagrada leitura sobre a história da loucura. Texto menor, sem sombra de dúvida, porém de extrema relevância já que é nele que podemos encontrar todo um conjunto de problematizações que se farão presentes em outros momentos de sua trajetória intelectual.1 Em linhas gerais, pode-se afirmar que o projeto longitudinal dessa interpretação, por parte de Foucault (2011) consiste em demarcar como todo pensamento moderno, desde o século XVIII, encontra-se assombrado pelo espectro da antropologia, uma vez que, para Foucault (2011) a emergência da crítica como categoria fundamental do pensamento opera como uma espécie de emblema de passagem do sujeito do cogito em Descartes para a complexa maquinaria do duplo empírico-transcendental.

Entretanto, antes que se prossiga é necessário nos perguntarmos: quais seriam as condições de possibilidade responsáveis por fazer da antropologia o grande sistema epistemológico de nossa modernidade? Inicialmente é necessário afirmar que a antropologia corresponde a toda categoria de pensamento que procura responder a infame pergunta: o que é o homem? Questionamento este que recebera um tratamento crítico desde a publicação de As Palavras e as Coisas até A Arqueologia do Saber (FOUCAULT, 2006, 2007) no que se refere a uma problematização sobre o homem como categoria fundamental dos saberes modernos. Mas, é necessário ressaltar que, correlativo a esse projeto, encontra-se a tese de Foucault (2011) de que no horizonte prescrito pela antropologia kantiana vislumbra-se a analítica da finitude como ferramenta para se pensar o tempo presente.

Logo nas primeiras páginas de Gênese e Estrutura da Antropologia de Kant Foucault (2011) constrói duas problematizações imprescindíveis a esse respeito. A primeira consiste na denúncia de que toda racionalidade ocidental encontra-se atrelada aos problemas desenvolvidos por Kant. A segunda refere-se a imagem concreta do homem como categoria inventada. Habituamo-nos a compreender que foram os homens que criaram o pensamento científico.

A leitura foucaultiana acaba por indicar que foi a ciência quem criou o homem baseada nas contribuições elaboradas por Kant, lançando em torno dessa figura uma série de discursividades que remontam à emergência da modernidade. Para Foucault (2011, p.36)

A Antropologia é pragmática no sentido de que não vê o homem enquanto pertencente à cidade moral dos espíritos (ela seria chamada de prática), nem à sociedade civil dos sujeitos de direito (ela seria então jurídica); considera-o “cidadão do mundo”, isto é, pertencente ao domínio universal concreto, no qual o sujeito de direito, determinado pelas regras jurídicas e submetidos a elas, é ao mesmo tempo uma pessoa humana que traz, em sua liberdade, a lei moral universal (Foucault 2011, p.36).

Ou seja, a importância da antropologia consiste no fato de que ela consiste em ser um livro prescritivo sobre as bases do problema do agir. Ela não está, portanto, interessada em fixar os limites da experiência ética ou descrever as condições de possibilidade de uma doutrina jurídica e política, mas sim demonstrar quais seriam, precisamente, os motivos pelos quais o homem, na modernidade, age em sua liberdade a partir da aplicabilidade de uma lei universal.

Nesse contexto, é a liberdade do ponto de vista pragmático isto é, as razões que nos levam a agir de acordo com aquilo que a sociedade espera de nós sem perder, contudo, a capacidade de exercer o argumento crítico em relação as nossas ações públicas e privadas. Na realidade, o objetivo de Kant seria o de propor um valor universal mediado pela experiência do pensamento e, o que as convenções sociais compreender como correto a partir da constatação, ou melhor, da formulação do problema de que o homem faz, pode e deve fazer constituir-se como ser livre da ação.

Justamente por conta desses aspectos que Kant (2006) desenvolverá ao longo de toda sua antropologia um conjunto de prescrições práticas sobre as ações humanas como as recomendações elencadas em torno da saúde. Uma saúde que se produz no bom uso da liberdade. Observa-se nesse caso como Kant (2006) enfatiza nesse ensaio não a categorização dos grandes sistemas metafísicos, mas as questões concretas que contribuem para tornar a vida humana possível a partir do exercício de uma ética voltada para as possibilidades manifestadas de maneira empírica. A verdadeira antropologia é aquela responsável por fundamentar um conhecimento prático sobre o homem característica fundamental de toda a modernidade. Na realidade, Foucault (2011) parece se interessar muito em apresentar a antropologia de Kant como uma espécie de correlação entre a ciência da época e sua própria experiência filosófica para fazer emergir uma espécie de estética cotidiana do agir. Não por acaso que Kant (2006) irá considerar o prolongamento da existência como uma arte. Contudo, mesmo a minúcia desse prolongamento não é capaz de garantir a vitória do homem contra a morte sendo necessário ao homem gerir as relações entre a ética do agir e as adversidades experimentadas ao longo da existência.

O que ilustra a antropologia como texto prescritivo e daí a riqueza do pensamento kantiano é que ela inaugura um novo estatuto ontológico baseando sua analítica em torno de uma questão que circula sobre as condições de uma época a qual parece emergir uma compreensão prática sobre o homem e sua finitude através da dimensão técnica do trabalho de compreensão em torno da objetivação do sujeito. Em suma, o problema a ser colocado consiste em pensar: o homem é sujeito de liberdade da ação, mas como se pode defini-lo? Esse problema coloca a antropologia diante de alguns desafios. O primeiro consiste em perceber o conhecimento como algo pragmático já que se faz uso dele de um modo generalizado na nossa sociedade. Embora, isso não significa que ele seja algo utilitário convertido em um universal.

Foucault (2011) designa que esse aspecto responsável pela correlação entre antropologia e conhecimento é a junção do que Kant compreende como Können poder e Sollen – dever a partir do desdobramento das práticas sociais cotidianas.

Mas, isso não significa que Kant (2006) pretenda constituir uma espécie de psicologia. A primeira vista Foucault (2011) trata de deixar claro que os projetos que consolidaram a psicologia como ciência referem-se a um projeto radicalmente diferente do formulado por Kant (2006) na sua antropologia, pois para o filósofo alemão os motivos pelos quais o homem apresenta determinados modelos de conduta aceitáveis seriam aqueles pensados sob o ângulo de certo contexto social. A questão seria a explorar o Gemüt natureza2isto é, a maneira pela qual o homem, por meio de suas experiências, constitui-se a partir de sua relação com o mundo e com as coisas. Percebe-se, portanto, como a antropologia acaba por fixar as bases de que é o labor das ideias que se manifestam no campo da experiência, princípio pelo qual deve-se perceber a analítica kantiana não somente como um pressuposto epistemológico mas sim como uma dialética desdialetizada uma vez que ela destina-se a compreender a experiência no próprio jogo dos fenômenos. Nesse sentido Foucault (2011) inclina-se a pensar Kant deslocando seu campo da filosofia da ciência para relacioná-lo dentro de um contexto mais amplo, no caso, os jogos provenientes dos enunciados e da ordem do discurso.

O fato emblemático é que Foucault (2011) considera a antropologia como superação do próprio empirismo científico uma vez que ela sinaliza o conhecimento como um princípio vivificante. Crítica empreendia por parte de Kant dos próprios limites do empirismo compreendido como uma mera fisiologia. De fato, um dos maiores problemas elencados por Kant (2006) foi o de tentar estabelecer todo um esforço para pensar os contornos de sua antropologia a partir de uma nova relação do conhecimento com o problema da experiência.

Uma vez que a antropologia não deve ser lida como uma mera continuidade das teses presentes na teoria do conhecimento, o que está em questão seria a necessidade de um deslocamento que se manifesta na categoria do homem como objeto de estudo a partir da constatação de que a antropologia do Gemüt dedica-se a pensar a condição de possibilidade da experiência no campo da finitude humana.

Não que o Gemüt não esteja presente no contexto da filosofia crítica, mas especificamente na antropologia essa ideia surge como um desafio a ser superado pelo empírico-transcendental.

Se a antropologia inaugura a questão moderna sobre o que é homem já não se trata mais de uma questão que deve ser sustentada somente pela perspectiva do ceticismo filosófico dirigido pelo tribunal orquestrado pela filosofia crítica, mas pelos contornos os quais toda forma de conhecer está inegavelmente sujeita desde a metafísica, até a moral, desde a própria política até a religião. Em torno dessa questão que todo o pensamento moderno encontra-se delimitado.

Foucault (2011) parece interessado em nos mostrar como toda episteme está imersa na antropologia kantiana não conseguindo desvencilhar-se dessa conjetura, por mais radical que posam parecer suas argumentações. Ao propor os limites e as possibilidades do que é o homem, a antropologia acaba constatando que essa figura pode apenas conhecer o fenômeno, ou seja, aquilo que se apresenta sem apreender a coisa em si. Esse modo de pensar se traduz na possibilidade de se perceber quão problemática se torna a analise sobre a questão da conduta humana. Ao tentar solucionar tal problema, a episteme moderna limita-se a descrever características limitadoras mediadas pelos fenômenos aparentes de suas ações e predicados. Por isso, jamais poder-se-á afirmar algo sobre a natureza humana descontextualizada das práticas culturais, históricas e sociais. Contudo, isso não quer dizer que não se possa caracterizar as ações do homem.

Existe nesse conjunto de constatações lançado pela antropologia a estreita relação entre verdade e liberdade. Tal problema é trabalhado por Kant, segundo Foucault (2011), no Opus Postumum: a tripartição entre Deus, o mundo e o homem. Foucault (2011) nos lembra que, para Kant, Deus configura-se como persönlichkeit a personalidade responsável por representar a liberdade em relação ao homem e ao mundo, a própria fonte absoluta. Já o mundo seria o todo, a potência da experiência que se apresenta como extensão do inoperável enquanto que, o homem apresenta-se como síntese dupla, ao mesmo tempo que se configura como aquilo que se unifica em Deus e no mundo, não sendo mais do que um de seus habitantes e um ser limitado em relação a Deus. Abre-se nessa perspectiva o fundamento da ação antropológica cujo efeito seria o de perceber a relação entre verdade e liberdade como um processo de finitude.

Nesse sentido, a interpretação foucaultiana de Kant está inscrita na tentativa de se desdobrar os limites dessa finitude a partir da problematização sobre a modernidade como idade do homem. Conforme aponta Foucault (2011), a maioria dos sistemas de pensamento que julgavam ter ultrapassado a sabedoria do grande chinês de Konninsberg não souberam, delimitar com acuidade o fato de que não se encontravam as voltas com novos problemas, mas simplesmente lidavam com as questões de filiação e de fidedignidade ao pensamento kantiano. Resta, compreender o olhar sobre a filosofia pelos critérios da intempestividade de Nietzsche. Uma empresa de coragem que ousa associar o filosofar a golpes de martelo em torno de problemas delicados sobre os quais nossa modernidade foi fundada. Se ao homem não lhe é facultado o direito de conhecer sobre sua natureza, a filosofia de Nietzsche nos mostrará, segundo argumenta Foucault (2011) que o homem não passa de uma invenção risível dentro do contexto dos grandes sistemas de enunciado, uma invenção que encontra- se em vias de desaparecimento como um rosto desenhado na orla do mar.

Referências

FOUCAULT, Michel. A Arqueologia do Saber. Rio de Janeiro: Forense Universitária, 2007.

____. As Palavras e as Coisas. São Paulo: Martins Fontes, 2006.

____. Gênese e Estrutura da Antropologia de Kant. São Paulo: Edições Loyola, 2011.

____. Foucault. In: FOUCAULT, M. Ditos e Escritos V: ética sexualidade, política. Rio de Janeiro: Forense Universitária, 2014, pp. 228-233.

KANT, Immanuel. Antropologia de um Ponto de Vista Pragmático. São Paulo: Iluminuras, 2006.

Notas

1 Em muitas análises do pensamento foucaultiano são reconhecidas as influências de Kant em temas relacionados à morte do homem, a ontologia histórica de nós mesmos e a problemática sobre o apriori histórico. O próprio Foucault reconheceu, sob o pseudônimo de Maurice Florence a, é certamente na tradição crítica de Kant, e seria possível nomear sua obra História Crítica do Pensamento. Ver mais detalhes em: FOUCAULT (2014, p.228).

2 Embora tenhamos traduzido a palavra Gemüt como natureza cumpre ressaltar que podemos encontrar na língua alemã outros significados igualmente relevantes como alma, mente e até mesmo sensibilidade.

Rodrigo Diaz de Vivar y Soler – Doutorando em Filosofia pela Universidade do Vale do Rio dos Sinos (UNISINOS), São Leopoldo, RS, Brasil. Professor do Centro Universitário Estácio Santa Catarina e do UNIBAVE. E-mail: diazsoler@gmail.com

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Hegel’s critique of Kant – From dichotomy to identity – SEDWICK (V)

SEDGWICK, Sally. Hegel’s critique of Kant – From dichotomy to identity. Chicago: Oxford University Press, 2012. 194 p. Resenha de: COSTA, Danilo Vaz- Curado R. M. Veritas, v. 59, n. 1, p. e1-e8, jan.-abr. 2014.

A obra Hegel’s critique of Kant – From dichotomy to identity, de Sally Sedgwick, pesquisadora e professora na Universidade de Illinois em Chicago, que ora se resenha, publicada pela Oxford University Press, no ano de 2012, recolhe, em sua maior parte, um conjunto de consagrados artigos publicados anteriormente pela autora em diversas revistas, coletâneas e Festschrift, a exceção dos capítulos 1 e 6 que são textos especialmente preparados para a presente edição.

Todavia, e em que pese grande parte dos capítulos já haverem, em alguma medida, sido trabalhados em momentos anteriores, os mesmos foram ampliados, incorporaram novas questões e perspectivas, o que os torna mais instigantes e interessantes, tanto para a Hegel-Forschung, como para, a Kant-Forschung. A riqueza das considerações expostas no livro é tão impressionante que cada capítulo possui uma auto-nomia que o permite ser lido em separado, mas que apenas revela todo o seu potencial hermenêutico quando compreendido na totalidade da obra.

O livro Hegel’s critique of Kant – From dichotomy to identity, divide-se em seis capítulos com o propósito de defender a hipótese1 de que Hegel oferece uma convincente crítica e alternativa à concepção de conhecimento estabelecida por Kant em seu período Crítico, nos seguintes termos:

(i) Introdução à crítica hegeliana: forma discursiva versus forma intuitiva do entendimento na filosofia crítica de Kant; (ii) Unidade orgânica como unidade verdadeira do intelecto intuitivo; (iii) Hegel e a subjetividade do idealismo kantiano; (iv) Hegel e a dedução transcendental da primeira Crítica; (v) subjetividade como parte de uma identidade original e, por fim, (vi) A petição de princípio: natureza da crítica kantiana.

A obra, que se apresenta ao público brasileiro, aglutina-se em torno de dois núcleos chaves: (1) o estabelecimento das condições de possibilidade da compreensão do projeto crítico kantiano na perspectiva que Hegel endereça suas críticas a esta pretensão; pensa-se mais especificamente nos capítulos 1, 2, e (2) o confronto entre a perspectiva hegeliana em face da estrutura da filosofia transcendental de Kant.

A autora indica que a motivação originária para a produção e preparação da presente obra colocava-se, inicialmente, na perspectiva da compreensão da crítica de formalismo vazio endereçada por Hegel ao imperativo categórico kantiano como lei suprema da moralidade, e a acusação hegeliana no escopo desta crítica das deficiências da perspectiva moral kantiana, referentes a (i) sua inefetividade para servir como um guia para a derivação de específicos deveres, e (ii) a suspeita hegeliana da incapacidade da lei prática ser eficaz em motivar nossa ação moral.

Ao tematizar as condições de efetividade da crítica hegeliana à Kant, tornou-se evidente à autora que a crítica hegeliana à Filosofia Prática de Kant desenvolvia-se sob a silenciosa perspectiva de uma crítica à sua filosofia teórica. Neste contexto de paralelismo, a crítica hegeliana centra-se numa acusação à filosofia kantiana de ser portadora de um dualismo, no qual, em ambos os domínios, separa-se a mente humana, num poder de gerar a priori conceitos e leis de modo totalmente separado dos objetos desta própria mente.2 No primeiro capítulo da obra, são examinados os recursos da teoria kantiana do conhecimento, especificamente a ideia defendida por Kant de que nosso modo de conhecimento é discursivo, no sentido de que é impossível para nós produzir objetos ou o conteúdo de nosso conhecimento empírico pelo simples uso de nossos poderes cognitivos; explicita-se a ideia kantiana de que a intuição3 não é capaz de produzir conhecimento, entendimento.

Sedgwick defende que Nas obras de seu período crítico, começando com a Crítica da Razão Pura de 1781, Kant defende a tese de que o conhecimento humano é discurso por natureza em vez de intuitivo. Enquanto discursivo, nosso entendimento é um modo dependente de conhecimento nos seguintes termos: em nossos esforços por conhecer a natureza, temos de confiar numa matéria ou conteúdo que é dado na intuição sensível.4

Avaliando a posição kantiana, Sedgwick reconstitui a linha de reflexão do Hegel de Iena, o qual era fascinado pelo papel da intuição na perspectiva kantiana, ao mesmo tempo em que imputava a Kant o erro de insistir numa absoluta oposição ou mesmo uma heterogeneidade entre nossos conceitos e o dado sensível. Neste contexto, após apresentar o ponto de partida do Hegel de Iena e suas diversas correntes interpretativas, conclui com Hegel5, mas contra Kant, que nós podemos saber o que é o conteúdo sensível do dado e utilizar a intuição na produção de conhecimentos, desde que o relacionemos em concordância com nossos conceitos.

Na esteira da crítica de Hegel em Iena a Kant, Sedgwick crê poder superar a distinção em sentido forte estabelecida por Kant entre conceitos e intuições.

No Capítulo II, Sedgwick, perseguindo a linha de crítica levantada por Hegel em face de Kant, reconstrói a inspiração subjacente a tese hegeliana exposta em Fé e Saber de uma verdadeira unidade orgânica, como sendo capaz de superar os dualismos do período Crítico kantiano. Todavia, ao fazê-lo, conclui de modo um tanto surpreendente que Hegel inspira-se, paradoxalmente, no próprio Kant.

Segundo Sedgwick, Hegel para constituir seu argumento de que a verdadeira unidade do intelecto intuitivo é uma unidade orgânica inspira-se numa ideia que ele descobre em Kant, especificamente na Crítica do Juízo. Kant, na Crítica do Juízo, desenvolve a ideia que a unidade descreve-se por uma relação na qual o todo e as partes são reciprocamente determinados. A parte depende em sua forma do todo, e este é sustentado por suas partes.

Neste contexto, Sedgwick, seguindo Hegel, defende que é possível entender a relação entre conceitos e intuições na perspectiva de uma verdadeira unidade do intelecto, um entendimento intuitivo, tal como a relação na qual o todo entende-se pelas partes e estas sustentam o todo, postulando que cada um – conceito e intuição – faz-se necessário para a natureza e a existência do outro. Conceitos e intuições de um entendimento intuitivo o são na exata medida que ao estarem separado são idênticos – desempenham um papel de mesmo nível na cognição – e determinam-se reciprocamente como modos do conhecimento.

Por fim, Sedgwick conclui que se, em Fé e Saber, Hegel não foi capaz, de fato, de apresentar uma proposta convincente ao problema da estruturação dualista proposta pelo Kant crítico, ao menos, ele não adota uma perspectiva reducionista em sua teoria do conhecimento,6 pois ao postular a perspectiva da verdadeira unidade pela analogia ao organismo, Hegel pôde superar a oposição entre o sujeito e o objeto.7 No Capítulo III, Sedgwick desenvolve a noção de que o que impede Kant de apreciar a identidade de conceitos e intuições é seu compromisso com uma forma de idealismo de tipo subjetivo e as possíveis consequências céticas desta perspectiva subjetiva. Em continuação à tematização, explicitação e crítica à concepção de subjetividade e de idealismo em Kant, Sedgwick defende que Hegel estava certo de que podemos evitar esta consequência cética8 e avançar em vista de um genuíno, ou absoluto idealismo, providenciando uma alternativa à subjetividade da teoria kantiana das formas conceituais.

A perspectiva crítica adotada no capítulo III em face de Kant acusa o idealismo transcendental da Primeira Crítica de postular a vacuidade dos conceitos face ao fato de Kant adotar uma perspectiva externalista das formas conceituais em face da intuição sensível. Tal externalismo reside no caráter adotado por Kant da absoluta aprioridade da faculdade do conhecimento em produzir os conceitos, tornando conceitos ou categorias em faculdades pré-dadas e fixas [pre-given and fixed].

Sally Sedgwick9, seguindo a crítica de Hegel, defende que a saída para as consequências subjetiva e cética do idealismo transcendental kantiano reside em desistir [to give up] do compromisso com a externa-lidade da forma conceitual, ante ao fato de que, sendo os nossos conceitos a priori, eles não podem refletir o conteúdo dado pela natureza.

A autora propõe uma nova perspectiva para a ideia kantiana de uma absoluta oposição da forma conceitual, defendendo que a opositividade da forma conceitual face a intuição reside apenas quanto à origem e à natureza e não quanto ao uso.

No capítulo IV, a autora tematiza as críticas endereçadas por Hegel ao uso da dedução transcendental kantiana, tal como elaborada na Primeira Crítica. O capítulo, em comento, inicia-se pelo tratamento especulativo kantiano à questão de como são possíveis juízos sintéticos a priori. Neste modo especulativo exposto por Kant, Hegel, segundo Sedgwick (p.100), identifica para além do esforço de Kant em determinar os limites de nosso conhecimento e providenciar uma alternativa ao ceticismo humeano, uma alternativa à própria limitação kantiana da externalidade da forma conceitual.

E é mediante a original unidade sintética da apercepção como absoluta identidade que, para Hegel e a autora, colocam-se desde Kant as pistas para a saída dos limites do projeto da Primeira Crítica. Ou seja, na unidade sintética da apercepção, os atos de síntese não são nem puras faculdades da intuição, nem puras faculdades de conceitos, ou seja, colocam-se as condições de possibilidade para superar-se a absoluta opositividade entre conceitos e intuições numa unidade sintética original.

Todavia, Kant permanece no seio das dicotomias e na heterogeneidade entre conceitos e intuições, entre sujeito e objeto, ao concluir na sequência da exposição da unidade originária da síntese que esta trata-se de uma atividade conformada pela nossa faculdade conceitual, do entendimento, em sentido kantiano, retirando sua capacidade de ser de fato uma genuína unidade sintética.10 Deste modo, Sedgwick (p. 126) mesmo reconhecendo com Hegel que a mais alta ideia da dedução transcendental kantina reside no caráter originário da unidade sintética da apercepção, acusa-a de vacuidade da subjetividade e imputa-a de uma recusa em sair do caráter externo do uso de nossos conceitos, tornando-se dependente e devedor do senso comum – por mais paradoxal que seja – pois, o caráter absoluto da razão kantiana reside exatamente no fato de que ele basta-se a si mesmo e por independência de toda atitude ordinária do senso comum.11 No capítulo V, intitulado de subjetividade como parte de uma identidade original, Sedgwick tematiza o conhecimento como um meio e de superar as formas de pensamento vazias e externas, pondo novamente o acento sob a limitação da perspectiva kantiana de uma necessidade metafísica a priori, postulando uma revisão da constituição de nossos poderes cognitivos.

Na alternativa colocada por Sedgwick, a subjetividade é posta como parte desta unidade originária, de modo a poder superar os dualismos kantianos. Todavia, a autora (p. 128 ss.) defende, neste contexto, que nossa mente e suas formas são simples produtos da natureza. Neste modelo interpretativo, ocorre uma naturalização de nossas faculdades cognitivas, entretanto tal naturalização é um reducionismo do pensamento ao próprio pensamento, um tipo de naturalismo conceitual.

Sedgwick12 defende que Hegel concorda com Kant acerca da necessária função dos conceitos e daí deriva uma conclusão internalista de que um conteúdo verdadeiramente extraconceitual não pode ter nenhum significado cognitivo para nós. Nesta leitura, o único objeto possível da cognição humana, para Hegel, seria o próprio pensamento.

Na defesa de sua tese do conhecimento como um meio, Sedgwick (p. 133 ss.) resgata o debate e a crítica de Hegel exposta na Fenomenologia do Espírito se o conhecimento como meio é um instrumento (Werkzeug) ou um meio passivo (passives Medium), e o abandono por Hegel da perspectiva da compreensão do ato cognitivo como um meio. O problema, ao contrário, é a suposição de que nos trazemos formas-de-pensamento de nossos atos, se assim o pensarmos, adverte Sedgwick, através da releitura hegeliana, nossos esforços não podem ser satisfeitos, pois é exatamente este o erro que Hegel associa à consciência natural.13 Em continuação, Sedgwick (p.158 ss.) defende a dupla dependência entre conceitos e intuições contra a artificialidade da tese da absoluta heterogeneidade, mediante a tese de que o pensamento compartilha com as paixões e os sentimentos características que não permitem enqua-drá-la como uma simples expressão da espontaneidade.

Sedgwick parece estar nos sugerindo que, em Hegel, e ela está compartilhando desta tese, não há nenhum pensamento ou a aplicação de nossas formas de pensamento que não é condicionada do modo efetivo pelas forças naturais e históricas reais, e que uma implicação desta atividade e os seus resultados não dependem inteiramente de nós.14 O capítulo VI é uma grande tentativa da autora para testar suas teses acerca dos limites do projeto crítico de Kant em face das crítica hegelianas. Um ponto fundamental, nesta instância exploratória da autora, é a acusação de que Kant não fora suficientemente crítico, e para tanto, Sedgwick (p. 166) retoma o tratamento kantiano das antinomias e conclui após expor os passos do tratamento hegeliano das antinomias, tal como exposto na Ciência da Lógica, pela insuficiência da criticidade do projeto crítico.15 The kantian philosophy as a cushion for the indolence of thought é o ultimo momento do livro de Sedgwick (p. 177 ss.), onde a autora expõe o caráter de almofada da filosofia kantiana sob o argumento de uma suposta fraqueza de seus argumentos em contraste com a aparente rigidez de suas afirmações acerca dos dualismos sujeito/objeto, conceito/intuição, do uso equívoco das faculdades racionais no tratamento das antino-mias etc.

Por fim, Sedgwick16 (p. 179-180) encerra seu sugestivo e impressionante livro sugerindo que se suas análises nos capítulos que compõem o livro estiverem acuradas, elas sugerem que do mesmo modo que os poderes do pensamento que Hegel mantém responsável pela subjetividade do idealismo kantiano, é do mesmo modo responsáveis pelo que ele considera serem as irrealistas estimativas kantianas das conquistas da crítica.

Do mesmo modo, o conjunto dos poderes e formas de pensamento que não nos deixam meios de evitar a ‘contingência’ nas relações entre nossos conceitos e coisas, reside na base da afirmação de Kant de haver ganhado um insight de características imutáveis de nossas faculdades de pensamento e de conhecimento.

Seguramente o livro de Sally Sedgwick Hegel’s Critique of Kant – From Dichotomy to Identity, afirmar-se-á como um clássico na reflexão acerca dos destinos da Filosofia Clássica Alemã, pela clareza no tratamento das fontes, o refinamento no desenvolvimento das teses e argumentos dos autores em confronto. Tal caráter clássico, que se acredita o livro atingirá, não o exime de, em muitos pontos, as críticas levantadas pela autora ao idealismo transcendental kantiano, assim como os desenvolvimentos do idealismo hegeliano, sejam sujeitos a críticas e passíveis de revisão na própria literatura especializada.

Notas

1 Sally Sedgwick, Hegel’s Critique of Kant – From Dichotomy to Identity, p. 1. “This is a study of Hegel’s critique of Kant’s theoretical philosophy. Its main purpose is to defend the thesis that Hegel offers us a compelling critique of and alternative to the conception of cognition Kants argues for in his “Critical” period (from 1718 to 1790)”.

2 Sally Sedgwick, Hegel’s Critique of Kant – From Dichotomy to Identity, p. 7. “In all domains of Kant’s Critical philosophy, the culprit as far as Hegel is concerned is dualism – a dualism that divides the human mind as a Power of generating a priori concepts and laws from the separate contribution of objects wholly outside the mind”.

3 Sally Sedgwick, Hegel’s Critique of Kant – From Dichotomy to Identity, p. 7. “Unlike a mode of cognition that is intuitive we have to rely in our cognitions of nature on a sense content that is independently given”.

4 Sally Sedgwick, Hegel’s Critique of Kant – From Dichotomy to Identity, p. 14. “In the works of his Critical period, beginning with the Critique of Pure Reason of 1781, Kant defends the thesis that human cognition is discursive rather than intuitive in nature. As discursive, our understanding is a dependent mode of cognition in the following respect: in our efforts to know nature, we must rely on a matter or content that is given in sensible intuition”.

5 Sally Segwick, Hegel’s Critique of Kant – From Dichotomy to Identity, p. 44. “At this point we have established only Hegel’s frustration with Kant for not awarding us the Power of an intuitive form of intellect”.

6 Sally Sedgwick, Hegel’s Critique of Kant – From Dichotomy to Identity, p. 9. “Although Hegel’s remark in Faith and Knowledge do not explain precisely how he thinks concepts and intuitions reciprocally determine or cause one another, they lend support to the conclusion that he is not committed to a reductive account of the relation between these two components of cognition”.

7 Sally Sedgwick, Hegel’s Critique of Kant – From Dichotomy to Identity, p. 56-57. “We don’t yet know just what he has in mind by this; we know only that he opposes the heterogeneity of the universal and the particular to the true or organic unity that he says is the unity of the intuitive intellect. We know that the model of organic unity, in his view, substitutes for heterogeneity the identity of the universal and the particular”.

8 Sally Sedgwick, Hegel’s Critique of Kant – From Dichotomy to Identity, p. 71. “Hegel is, in other words, convinced that skepticism results from assumptions these systems share about the respective contributions of the two basics components of empirical knowledge: sensible content and subjective form”.

9 Sally Sedgwick, Hegel’s Critique of Kant – From Dichotomy to Identity, p. 97. “As we have seen, the skepticism Hegel takes to plague the ‘metaphysic of subjectivity’ relies on a misguided commitment to the thesis of heterogeneity or ‘absolute opposition’. In relying on this thesis, the metaphysic of subjectivity takes for granted the assumption that human cognitions isindeed God-Like – not because, it is possible for us to literally bring the material world into being – but because, in thinking, we can abstract to a realm of pure thought, to a standpoint wholly outside or ‘absolutely opposed’ to ‘common reality’”.

10 Sally Sedgwick, Hegel’s Critique of Kant – From Dichotomy to Identity, p. 11 “As Hegel points out, Kant claim that all combination or synthesis in an act of spontaneity performed by our faculty of concepts (the “understanding”). The faculty he identifies as an original synthetic unity, then, turns out not to be a genuine synthetic unity after all”.

11 Sally Sedgwick, Hegel’s Critique of Kant – From Dichotomy to Identity, p. 126 “The idealisms of Kant and Fichte are moreover ultimately “subjective”. It is an implication of these systems that subjective forma is “absolutely opposed” or “external” to content in this respect: subjective forma is taken to owe nothing of its nature and origin to the realm of the empirical. For these philosophers, human reason (or “thinking”) is “absolute” in that it is capable of achieving complete “independence from common reality”.

12 Sally Sedgwick, Hegel’s Critique of Kant – From Dichotomy to Identity, p. 129 “On this reading, moreover, Hegel endorses this kantian premise about the necessary role of concepts and derives from it the internalist conclusion that a truly extra-conceptual content can have no cognitive significance for us. On this reading, the only possible object of human cognition, for Hegel, is thought itself.”

13 Sally Sedgwick, Hegel’s Critique of Kant – From Dichotomy to Identity, p. 137 “The problem, rather, is its assumption that since we bring thought-forms to our acts of knowing, our efforts to know cannot be satisfied. This is the mistake Hegel associates with natural consciousness. It is what he singles out as the crucial defect of its treatment of cognition as a means.”

14 Sally Sedgwick, Hegel’s Critique of Kant – From Dichotomy to Identity, p. 161-162 “What Hegel seem to be suggesting, then, is that there is no thinking or application of our forms of thought that is not conditioned by and thus responsive to actual natural and historical forces. One implication of this the activity of critique, as well as its outcome, is not entirely to us”.

15 Sally Sedgwick, Hegel’s Critique of Kant – From Dichotomy to Identity, p. 169-177.

16 Sally Sedgwick, Hegel’s Critique of Kant – From Dichotomy to Identity, p. 179-180. “If our analysis in these chapters is accurate, it suggests that the same account of the powers of thought that Hegel holds responsible for the subjectivity of Kant’s idealism is also responsible for what he takes to be Kant’s unrealistic estimations of the achievements of critique. The same account of the powers and forms of thought that leaves us no means of avoiding contingency in the relation between our concepts and things, is also basis of Kant’s claim to have gained insight into immutable features of our faculties of thinking and knowing”.

Danilo Vaz-Curado R. M. Costa – Professor da UNICAP/PE e Doutor em Filosofia pela UFRGS. Universidade Católica de Pernambuco. Rua do Principe, 526 – Boa Vista. 50050-900 Recife, PE, Brasil. E-mail: danilo@unicap.br; danilocostaadv@hotmail.com.

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Kant and Non-Conceptual Content – HEIDEMANN (M)

HEIDEMANN, Dietmar H. (ed.). Kant and Non-Conceptual Content. [?]: Routledge, 2013. 227p. Resenha de: FAGGION, Andrea. Manuscrito, Campinas, v.36 n.2 July/Dec. 2013.

Kant and Non-Conceptual Content is based on a special issue of the International Journal of Philosophical Studies. With the exception of the last of the eight chapters, by Hannah Ginsborg, all the articles were initially presented at a workshop on Kant and non-conceptual content in May 2009 at the Department of Philosophy of the University of Luxembourg. The first chapter is an introduction by Dietmar Heidemann (‘Kant and Non-Conceptual Content: The Origin of the Problem’, pp. 1-10). In the following two chapters, almost half of the book, Robert Hanna presents his arguments in favour of a strong version of Non-Conceptualism that he considers as Kantian Non-Conceptualism (‘Beyond the Myth of the Myth: A Kantian Theory of Non-Conceptual Content’, pp. 11-86, and ‘Kant’s Non-Conceptualism, Rogue Objects, and the Gap in the B Deduction’, pp. 87-103). In their articles, Brady Bowman (‘A Conceptualist Reply to Hanna’s Kantian Non-Conceptualism’, pp. 104-133), Terry Godlove (‘Hanna, Kantian Non- Conceptualism, and Benacerraf’s Dilemma’, pp. 134-151), Stefanie Grüne (‘Is there a Gap in Kant’s B Deduction?’, pp. 152-177), Tobias Schlicht (‘Non-Conceptual Content and the Subjectivity of Consciousness’, pp. 178-207), and Hannah Ginsborg (‘Was Kant a Nonconceptualist?’, pp. 208-221) critically discuss Hanna’s claims.

Kant and Non-Conceptual Content certainly brings a contribution to the Kant scholarship regarding a crucial issue in the first Critique: the relation between concepts and perceptual experience. But its appeal is not merely historical. Since both conceptualists and nonconceptualists have claimed a Kantian root of their arguments, the answer to the question of whether Kant himself was a conceptualist or a non-conceptualist may clarify the framework of this contemporary controversy in philosophy of mind. Furthermore, the question of the role played by concepts in perceptions, if any at all, can only emerge once Kant has drawn a distinction between understanding and sensibility as two qualitatively different sources of representations. In other words, a polemic regarding non-conceptual content in mental representations cannot arise while the distinction between sensible and intellectual representations is drawn as a distinction of degrees of clarity and distinctness. This being so, to sum up, Kant has settled the philosophical paradigm inside which it makes sense to discuss nonconceptual content in mental representations (Heidemann 2013, pp. 2-4).

In order to make their point about Kant being a non-conceptualist, non-conceptualists strongly rely on the distinction itself between understanding and sensibility as independent and irreducible mental faculties (Heidemann 2013, p. 8). On the other hand, conceptualists claim that: ‘In his slogan, “Thoughts without content are empty, intuitions without concepts are blind,” Kant sums up the doctrine of conceptualism’ (Gunther 2003, p. 1). In brief, conceptualists interpret this famous slogan as a Kantian statement of the requirement of concepts for the intentionality or object-directedness of intuitions in such a way that sensible representations would lack representational content without the guidance of understanding (Heidemann 2013, pp. 1-2; Hanna 2013, p. 90). Such a conceptualist thesis would be further developed in the Transcendental Deduction of the Pure Concepts of the Understanding. In their turn, nonconceptualists claim that, in Kant’s view, concepts are required only ‘for the specific purpose of constituting objectively valid judgments‘ (Hanna 2013, p. 93) thus that the blindness of intuitions without concepts should be thought of as less literal than conceptualists suggest.

Following these remarks, it is easy to note that this discussion is about the unity of representations. The revolutionary Kantian distinction between sensible and intellectual representations is a distinction between different kinds of unity in mental representations. According to Kant, the unity of concept is the unity of ‘a representation that is contained in an infinite set of different possible representations (as their common mark), which thus contains these under itself‘ (CPR, A 25/B 40). On the other hand, the unity of intuition is the ‘unity of a set of representations within itself‘ (CPR, A 25/B 40). For this reason, the whole of intuition is a whole whose parts cannot be conceived of as independent representations, but only as components or limitations of the whole, while the conceptual unity is the unity of independent representations sharing a common mark (Heidemann 2013, p. 7 and Bowman 2013, p. 107). Hence, the following question is at issue in Kant and Non-Conceptual Content: once we have agreed that the unity of intuition is intrinsically different from the unity of concept, must we assert that the unity of intuition is also independent of the unity of concept?

Hanna’s answer for the question above is undoubtably positive. In order to make justice to his Non-Conceptualism, it is important to note that he is not saying that the manifold of sensible intuition could bear intentionality by itself. From his point of view, such a claim would

amount to a ‘”sensationalist” conception of non-conceptual content’ susceptible to the objection of adherence to the Myth of the Given (Hanna 2013, p. 14 and p. 75). Rather, on his account, Non-Conceptualism is a theory about ‘representational contents whose semantic structure and psychological function are necessarily distinct from the structure and function of conceptual content, and are not strictly determined by the conceptual capacities of […] minded animals’ (Hanna 2013, p. 20). This is his essentialist content Non-Conceptualism, also considered by Hanna as a Kantian Non-Conceptualism exactly due to the thesis regarding a qualitative difference in the semantic structure and the psychological function of concepts and intuitions. By emphasizing this difference, Hanna supports Russell’s classical distinction between knowledge by acquaintance and knowledge by description, even though he holds that ‘the primary objects of cognitive acquaintance are just individual macroscopic material beings’ (Hanna 2013, p. 40). While knowledge by description is always either ‘knowing X as F‘ (conceptual content) or ‘knowing that X is F‘ (propositional knowledge) (Hanna 2013, p. 41), knowledge by acquaintance (non-conceptual content) is always a context situated, egocentric perspectival, and intrinsically spatiotemporally structured knowledge-how (Hanna 2013, p. 18 and p. 60). This non-conceptual content is:

not ineffable, but instead shareable or communicable only to the extent that another ego or first-person is in a cognitive position to be actually directly perceptually confronted by the selfsame individual macroscopic material being in a spacetime possessing the same basic orientable and thermodynamically irreversible structure. (Hanna 2013, p. 41)

In the second part of his chapter ‘A Conceptualist Reply to Hanna’s Kantian Non-Conceptualism’, Bowman criticizes such a criterion of distinction between conceptual and nonconceptual content that is based on context independence versus the lack of such an independence (Bowman 2013, pp. 120-122). He also defends that ‘[k]nowing-how must […] be analysable in terms of knowing-that’ (Bowman 2013, p. 126). Rather than Non-Conceptualism, Bowman proposes a ‘conceptualist active externalism’ according to which our encounter with the world is already conceptually shaped and involves an at least quasi-conceptual activity on the part of the perceiver (Bowman 2013, pp. 120-121).

Whether deemed acceptable or not, the strong and essentialist version of Non- Conceptualism offered by Hanna is to be contrasted with state Non-Conceptualism, a version of Non-Conceptualism that Hanna believes to be unacceptable (Hanna 2013, p. 26 and p. 32). State non-conceptualists define Non-Conceptualism in terms of failure of concept-possession. Roughly speaking, the state non-conceputalist claim is that the savage who sees ‘a house from a distance, for example, with whose use he is not acquainted, […] admittedly has before him in his representation the very same object as someone else who is acquainted with it determinately as a dwelling established for men’ (Log, AA 09: 33). In other words, the savage from Kant’s example does not need to possess a corresponding concept to specify what he sees as the sight of a house in order to see the very same house as he would see whether he possessed the concept of ‘house’. The same claim is made about little infants and non-human animals regarding their encounters with the world, since they do not possess linguistic tools to judge or describe what they do encounter.

In accordance with Hanna, the problem with state Non-Conceptualism is that a Highly Refined Conceptualism entails that even if it can be shown that some human or non-human cognizers do actually achieve perceptual representations with intentionality and objectdirectedness without actually possessing or even being capable of possessing a corresponding concept for the identification of the perceived object, then Conceptualism is still not undermined (Hanna 2013, p. 32). This is because, as Hanna admits, ‘it is possible to have the ability to deploy and use a concept without also having possession of that concept. In other words, concept-possession requires more and richer abilities than the basic, minimal set of abilities required for concept-deployment and concept-use alone‘ (Hanna 2013, p. 24, see also p. 38 and p. 75).

Thus, that Kantian savage mentioned above could still be deploying a conceptual content, even though he did not possess the corresponding concept. Concept-possession, for Hanna, requires the capability of becoming self-consciously aware of the descriptive or intensional elements of the concept and carrying out analytic a priori inferences involving the concept (Hanna 2013, p. 24). On the other hand, concept-deployment and concept-use only require the ability to recognize an object when one perceives it and to distinguish the object from other sorts of things (Hanna 2013, p. 24). Hence, the truth of a Highly Refined Version of Conceptualism would require only that some possible non-contemporary or non-conspecific cognizer dispositionally possesses the concepts being used and deployed by the cognizer who does not herself possess or is capable of possessing those concepts (Hanna 2013, p. 33; see also Bowman 2013, p. 119).

This is why passages as that from Logic Jäsche quoted above are not enough to make Kant a non-conceptualist. After all, state Non-Conceptualism is compatible with Highly Refined Conceptualism. Nevertheless, as said above, Hanna considers that his content Non- Conceptualism has a Kantian provenance. In fact, the core of his arguments in favour of content Non-Conceptualism relies on Kant’s theory of incongruent counterparts (for instance, a hand and its mirrored image), that is supposed to show that ‘incongruent counterparts are qualitatively identical‘, thus, that ‘there is no descriptive difference between incongruent counterparts’, what amounts to say that there is no conceptual difference between any object and its incongruent counterpart, and, therefore, that if one can perceive the exact and real difference between incongruent counterparts, then ‘essentially non-conceptual content exists’ (Hanna 2013, p. 47).

Although, Hanna insists that he is ‘NOT denying that essentially non-conceptual mental contents can be conceptualized in some other non-essential, non-strictly determining sense’ (Hanna 2013, p. 20; see also p. 31), it is important to note that, according to his Non- Conceptualism, such a conceptualization may also be impossible. In short, essentialist content Non-Conceptualism leaves room for ‘rogue or elusive objects’:

there might then still be some spatiotemporal objects of conscious perception to which the categories either do not necessarily apply or necessarily do not apply: that is, there might be some ‘rogue objects’ of human intuitional experience that are not or cannot also be objects of human conceptual and judgmental experience… (Hanna 2013, p. 95)

Since the Transcendental Deduction of the Pure Concepts of the Understanding maintains that pure concepts ‘are necessary a priori conditions of the possibility of all objects of experience’ (Hanna 2013, p. 89), it precludes the possibility of rogue or ill-behaved objects of experience and, therefore, presupposes Conceptualism. Certainly, only on a conceptualist account of perceptual experience it is possible to guarantee that the unity of conscious perceptions of objects in space and time is determined by (and, therefore, always compatible with) the unity of concepts. Now, if the Transcendental Deduction presupposes Conceptualism, while Kant is actually a non-conceptualist, then there is a Gap in the Deduction (Hanna 2013, pp. 95-97). This is the claim in Hanna’s second chapter in Kant and Non-Conceptual Content.

In her reply to this chapter, Stefanie Grüne notes that there is a Gap in the Deduction if and only ‘if Kant is a strong content non-conceptualist, who believes that there are at least some perceptual states which contain nothing but essentially non-conceptual content’. (Grüne 2013, p. 159). Hanna must accept this claim, since, as we saw above, he believes that state Non-Conceptualism is reducible to Highly Refined Conceptualism all things considered. Furthermore, Hanna does attribute to Kant the strong content non-conceptualist view, as we also saw above. However, Hanna’s arguments for the last claim are only provided in his first chapter, whereas Grüne analyses only his second chapter. This is why she can conclude her own chapter by asserting ‘that characterizing Kant as the founder of Non-Conceptualism is not incompatible with believing in the success of the Transcendental Deduction’ (Grüne 2013, p. 171). She is referring to state Non-Conceptualism, while Hanna must be referring to content Non-Conceptualism, as we realize by combining the claims of his first and second chapter.

After making his point about the claimed Gap in the argument, Hanna goes even further and claims that the Deduction ‘had to fail, given Kant’s other deeper and larger cognitive and metaphysical commitments’ (Hanna 2013, p. 102). For instance, Kant had to make room for moral philosophy. Thus, in accordance with Hanna’s reading, the class of necessarily rogue objects is the same as the class of persons endowed with transcendental freedom (Hanna 2013, p. 99).

Brady Bowman, in his already mentioned chapter, provides good reasons for a Kantian philosopher being cautious about Hanna’s claims regarding rogue objects. As Bowman points out, if we accept that the general idea of rogue objects of experience is compatible with, even necessary for, the overall Kantian project, then ‘our actual experience could be thoroughly Humean and its seeming intelligibility merely contingent appearance’ (Bowman 2013, p. 110). If I understand properly Bowman’s objection, the issue here is that the acceptance of the possibility of rogue objects would imply the acceptance of the possibility that all objects of human experience could be rogue objects, hence, that any regularity observed so far could have been merely accidental, as is the constant conjunction of objects for Hume. In fact, a rogue object would be that cinnabar ‘now red, now black, now light, now heavy’ that Kant mentions in the A Deduction (CPR, A 100). As a result of such a behavior in the objects of perceptions, ‘even though we had the faculty for associating perceptions, it would still remain in itself entirely undetermined and contingent whether they were also associable’ (CPR, A 121-122). On Kant’s view, if they were not, there would be a definitive threat even to the identity of consciousness (CPR, A 122 and B 133), as it is explained by Tobias Schlicht in his chapter ‘Non-Conceptual Content and the Subjectivity of Consciousness’: ‘this consciousness of being the identical single subject can only arise in the light of a regular combination of representations’ (Schlicht 2013, p. 164).

Hannah Ginsborg, in the last chapter of Kant and Non-Conceptual Content, makes exactly the same point as Bownman regarding ‘the anti-Humean aspect of Kant’s view in the Critique‘ (Ginsborg 2013, p. 212) that would be lost if we accepted Hanna’s claims regarding rogue objects. On the other hand, Ginsborg believes to be necessary to deliver a conceptualist reading of the role of the understanding in the constitution of perceptual experience that, like the non-conceptualist view, respects ‘the primitive character of perception relative to thought and judgment’ (Ginsborg 2013, p. 210). In other words, according to her, the role of understanding in perceptual synthesis cannot consist ‘in the application of antecedently possessed concepts to whatever preconceptual material is presented to us by sensibility’ (Ginsborg 2013, p. 214). Rather, on her account, ‘to say that synthesis involves understanding is simply to say that it involves a consciousness of normativity’ (Ginsborg 2013, p. 214) that amounts to the subject taking ‘herself to be synthesizing as she ought’, without having antecedently grasped any concept, pure or empirical (Ginsborg 2013, p. 214).

To be certain, Hanna also claims that perception involves a consciousness of normativity. Nevertheless, according to him, ‘essentially non-conceptual content is inherently normative’ (Hanna 2013, p. 62). This being so, while Ginsborg considers the normativity in our perceptual experience as the distinctive mark of the understanding, Hanna sustains that the ‘essentially non-conceptual content has its own “lower-level spontaneity”‘ or ‘normativity’ (Hanna 2013, p. 74), the ‘body’s own reasons’ (Hanna 2013, p. 75). That amounts to say that Hanna disconnects the imagination from the understanding when it is merely a matter of explaining the constitution of perceptual experience. Hence, in this perceptual level, it does not seem to me that Hanna admits something like what Godlove, in his chapter, describes as judgments ‘about spatiotemporal somethings cognized independently of the application of concepts’ delivered by sensibility (Godlove 2013, p. 148). According to Hanna, the understanding is required only for the constitution of objectively valid judgments, while the nonconceptual content of perception is pre-discursive and pre-reflective (Hanna 2013, pp. 14-15, 41, 60, 67-78), even though it is still normative and spontaneous.

In favour of Ginsborg’s reading, there are the textual evidence of the Transcendental Deduction. After all, even Hanna is claiming that the Transcendental Deduction depends on a conceptualist view of perception. In favour of Hanna’s reconstruction of the synthesis of the intuition, there may be the possibility of avoiding objections of over-intelectuallization of the mind. Although, Ginsborg intends to preserve the primitive character of perception relative to thought, on her account, the subject cannot perceive something as an apple ‘without conceiving it to be an apple, and hence judging that is is an apple’ (Ginsborg 2013, p. 217). This reading could be vulnerable to a familiar kind of criticism regarding conceptualist accounts of perception: if mere intentionality or object-directedness requires conceptual normativity and if conceptual normativity requires an act of judgment, then animals and infants cannot perceive objects since they lack language tools to judge or to possess concepts. Ginsborg herself calls attention to the fact that, on her account, the association involved in our perceptions differs ‘fundamentally from those of animals’ in that our perceptions carry the consciousness of normativity (Ginsborg 2013, p. 217). Indeed, on Ginsborg’s view, animals and toddlers seem to be incapable of perceptions as mental contents with intentionality and object-directedness, for, after acknowledging that we share with animals ‘natural dispositions to associate representations in one set of ways rather than another’, Ginsborg claims that the fact that ‘our perceptual experience has representational content in the first place is not due to the particular ways that we associate our representations, but rather to the consciousness of normativity in those associations’ thus that the understanding is ‘responsible for these perceptions’ having representational content überhaupt‘ (Ginsborg 2013, p. 218).

Regarding Ginsborg’s reading of Kant, we can point out that Schlicht criticizes Kant for thinking that ‘this unification [of a phenomenal manifold of sensory or representational content] amounts to a conceptual synthesis of the non-conceptual content of intuition’ (Schlicht 2013, p. 197). According to him:

If a mental representation is only something for me if and only if intuitional content is brought under categories via spontaneous synthesis, then we are left with the problem that only adult human beings can have phenomenally conscious states. Non-human animals and human infants are excluded from the range of creatures for whom there is something it is like to experience their mental states since they plausibly lack these conceptual capacities. (Schlicht 2013, pp. 197-198)

Although Schlicht sounds reasonable when he adds that: ‘We would prefer an account according to which phenomenal consciousness is more widespread among the animal kingdom. That is the main reason why Kant’s solution seems unsatisfying’ (Schlich 2013, p. 198), we could ask if there would be no alternative between Hanna’s and Ginsborg’s reading such that the synthesis of intuition would be subjected to the understanding and at the same time would not involve the possession of concepts or the over-intellectualization of the mental content. Grüne seems to be offering this alternative. In a way that reminds us of Hanna’s distinction between concept-deployment and concept-possession, Grüne states that ‘the fact that one can have an intuition without possessing concepts does not have any implications for the question what kind of content the intuition has’ (Grüne 2013, p. 164). Her claim is that categories function as rules for synthesis of the sensible manifold into intuitions, whereas ‘synthesizing does not imply judging’ (Grüne 2013, p. 167). Following Longuenesse (1998), Grüne believes that, according to Kant’s Transcendental Deduction, one needs the possession of ‘clear’ concepts in order to be capable of judgment, but only the deployment of ‘dark’ concepts as rules for synthesis in order to be capable of perceptual experience (Grüne 2013, p. 176, n. 39). On this account, perhaps Kant could avoid both the Humean acceptance of rogue objects and the over-intellectualization of the mind.

In any case, as we saw above, Hanna claims that Kant does not only leave room for rogue objects, but also identifies persons endowed with transcendental freedom and necessarily rogue objects. Regarding Hanna’s conception of persons as rogue objects of experience, Bowman also offers a more orthodox Kantian point of view. According to Bowman, Kant is not looking for a way of qualifying persons as ill-behaved or as rogue objects of experience: ‘Instead, he looks for non-contradictory ways of attributing both natural causal determinism and freedom […] to the same objects’ (Bowman 2013, p. 111). The same line of objection is followed by Stefanie Grüne: ‘we can think of ourselves as free beings only if we regard ourselves as noumena, that is as objects, insofar as they are not objects of sensible intuition’ (Grüne 2013, pp. 165-166). To be fair, one needs to admit that this more orthodox reading presupposes the Kantian commitment to a strong version of the Transcendental Idealism, a commitment that Hanna is not willing to accept (Hanna 2013, p. 90). However, it is hard to see how Hanna could bring transcendental freedom to the empirical realm without destroying the natural determinism that Kant intends to preserve as well.

All things considered, perhaps Robert Hanna’s reading of Kant is a misunderstanding of his major philosophical project. But then, as Bowman has said, it is an ‘extraordinarily productive misunderstanding’ (Bowman 2013, p. 115). Kant and Non-Conceptual Content proves that.

References

GUNTHER, York H. Essays on Nonconceptual Content. Cambridge, MA: MIT Press, 2003.         [ Links ]

KANT, Immanuel. Critique of Pure Reason (CPR). Translated and edited by Paul Guyer and Allen W. Wood. Cambridge: Cambridge University Press, 1998.         [ Links ]

_____. Lectures on Logic (Log). Translated and edited by J. Michael Young. Cambridge: Cambridge University Press, 1992.         [ Links ]

LONGUENESSE, Béatrice. Kant and the Capacity to Judge. Princeton: Princeton University Press, 1998.         [ Links ]

Andrea Faggion – Departamento de Filosofia. Universidade Estadual de Londrina. Rodovia Celso Garcia Cid, km 380. 86057-970. Londrina, PR. BRASIL; Programa de Mestrado em Filosofia, Universidade Estadual de Maringá; andreafaggion@gmail.com

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Kant et les sciences – GRAPOTTE et al (SS)

GRAPOTTE, S.; LEQUAN, M.; RUFFING, M. Kant et les sciences. Paris: Vrin, 2011. Resenha de: BARRA, Eduardo Salles de Oliveira. A ciência e o projeto crítico kantiano. Scientiæ Studia, São Paulo, v.11, n. 4, p. 947-57, 2013.

Permitam-me iniciar esta resenha com um relato autobiográfico. Em 2001, concluí a minha tese de doutorado em filosofia, cujo tema foi o envolvimento de alguns filósofos dos séculos XVII e XVIII com as questões científicas de seu tempo. Entre os filósofos focalizados, estava Immanuel Kant (1724-1804). Uma das grandes dificuldades que enfrentei para levar adiante essa investigação era a quase inexistência de comentários contemporâneos sobre os nexos entre a filosofia kantiana e a ciência do seu tempo. No início da década de 1990, quando iniciei meus estudos, podia-se contar apenas com os dois comentários clássicos sobre o assunto: os livros de Gerd Buchdahl (1988 [1969]) e de Jules Vuillemin (1955). Já naqueles anos, surgiram três novas publicações importantes, o novo livro de Buchdahl (1992), a coletânea de artigos organizada por Robert Butts (1986) e o magnífico trabalho de Michel Friedman (1992), que reputo ser o mais esclarecedor e estimulante estudo sobre o assunto até hoje publicado. Nos anos seguintes à finalização da minha tese, seguiu-se um movimento crescente de interesse pelo tema. Os livros mais recentes de Eric Watkins (2001, 2005) e de Michel Friedman (2013) são efeitos desse movimento.

Creio que o mesmo se possa dizer de Kant e as ciências (Kant et les sciences), publicação de 2011, organizada por Sophie Grapotte, Mai Lequan e Margit Ruffing. O livro reúne os trabalhos apresentados na nona edição do Congresso Internacional da Sociedade de Estudos Kantianos de Língua Francesa (SEKLF), ocorrido em setembro de 2009 na Universidade de Lyon III – Jean Moulin, cujo tema central foi o “estatuto da ciência e das ciências na filosofia de Kant” (p. 11). O primeiro aspecto que chama a atenção no projeto editorial de Kant e as ciências é aquele que não deve ter passado despercebido ao leitor atento no próprio enunciado do tema central do congresso, qual seja, a singularidade versus a pluralidade com respeito à ciência (ou seria “às ciências”?). Nisso consistirá grande parte do meu comentário a seguir. Mas, antes dele, devo prosseguir com mais alguns detalhes desse projeto editoral, entre cujas motivações certamente também encontraremos as incursões pioneiras de Buchdahl e Vuillemin e, ainda antes deles, Adickes (1924) nesse campo de estudo.

Para fins da publicação dos seus anais, o tema geral do congresso foi dividido em três eixos: (1) a teoria crítica e transcendental kantiana do conhecimento geral, (2) a articulação entre a primeira Crítica e os Prolegômenos com a pluralidade de ciências particulares e (3) “os saberes científicos que Kant mobiliza e para cujo progresso, eventualmente, contribui, ao realizar seja uma fundamentação seja uma crítica…” (p. 12) Os trabalhos relativos aos dois primeiros eixos foram, então, publicados no primeiro volume dos anais, volume esse intitulado Kant e a ciência (Kant et la science). O segundo volume, justamente este aqui resenhado, intitulado Kant e as ciências (Kant et les sciences), reúne os artigos incluídos no terceiro e último eixo temático.

Sobre os trabalhos reunidos nesse volume, os editores esclarecem que se trata de estudos consagrados às diversas ciências que Kant pretende considerar, [percorrendo esse conjunto] não à exaustão, mas na sua maior completude possível, incluindo metafísica, lógica, matemática, teologia, ciências da natureza (física, química, biologia, geografia física, história natural, cosmologia, astronomia) e ciências do homem e do espírito (antropologia, psicologia, moral, direito) (p. 12).

Um projeto que, em linhas gerais, verifica-se integralmente realizado à simples inspeção do índice dos capítulos e seções em que se dividem as 388 páginas da publicação. Há, ao menos, um capítulo destinado à análise do envolvimento de Kant com cada uma das ciências acima nomeadas. O espaço destinado a cada uma delas é, entretanto, desigual. Questões sobre a lógica e a matemática ocupam quase um terço do livro. As ciências da natureza ocupam outro um terço. O terço seguinte fica dividido entre dois blocos mais ou menos coesos, as ciências da vida (sciences du vivant) e a estética (enquanto se relaciona à teleologia da natureza), de um lado, as ciências do homem, de outro lado. As eventuais desigualdades de espaço destinadas a cada uma dessas grandes áreas são plenamente compreensíveis, na medida em que refletem os interesses desiguais do próprio Kant acerca de cada uma delas. Tomadas conjuntamente com as ciências da vida e teleologia natural, as ciências da natureza ocupam mais da metade da publicação, cerca de 190 páginas. Isso, naturalmente, reflete o estado de amadurecimento que essas disciplinas científicas encontravam-se à época de Kant e, assim, o quanto elas lhe chamaram a atenção em vista dos seus interesses específicos.

Mesmo admitindo que as desigualdades de tratamento reflitam as desigualdades de interesse do próprio filósofo, algo parece ainda desconcertante nessa desproporcionalidade, se a encaramos de um ponto de vista mais conceitual. O aspecto conceitual a que me refiro é relativo ao fato de o tratamento que Kant dispensou às várias ciências não se destinar apenas a reconhecê-las e explorá-las como um dedicado homem das Luzes o faria. Como os próprios autores lembram (p. 12), Kant reprova certas consequências que D’Alembert retira do “mapa mundi das ciências” construído na Encyclopédie em 1751. Longe de Kant, portanto, reduzir o seu interesse pelas ciências a um motivo meramente “enciclopédico”. Suas pretensões vão bem além disso. Ele parece querer mesmo regular o que pode haver de propriamente científico em seja lá qual for o tipo de crença pretensamente justificada e verdadeira. Aqui, as desigualdades deixam de ser de grau ou intensidade e passam a ser de gênero ou de natureza. Certas crenças ou saberes serão científicos não apenas de fato, mas também de direito. Outros talvez o sejam de fato, mas jamais o serão de direito. Essas desigualdades entre as ciências oferecerão à crítica uma oportunidade única para mostrar toda a sua força normativa e terapêutica, fazendo-nos ver, a uma só vez, por que certas crenças não são ciência e por que inevitavelmente nos iludimos a respeito do seu estatuto cognitivo. O caso mais exemplar dessa dupla aplicação da crítica é o da metafísica tradicional. Mas haverá outros. A psicologia e a química são outros dois exemplos que, de um certo modo, deveriam ser tão notórios quanto o da metafísica.

Mas, antes de explicar por que, a exemplo da metafísica, a psicologia e a química deveriam ser (parcialmente) excluídas do âmbito da ciência, vale a pena explorar mais o fato de a força terapêutica e normativa da crítica kantiana ser relegada a um segundo plano diante da expectativa de abertura para “as ciências” e o tratamento isonômico a elas dispensado. A “república das ciências” parece erguer-se à imagem e semelhança da “república das letras”, “que não teme a pluralidade de crenças” (Almeida, 2011, p. 120). O enciclopedismo incidental de Kant pode ter sido a fonte da generalização desse ponto de vista. Ocorre que, embora presente, não é o único ponto de vista sobre a ciência eleito por Kant. Ele pretende também apontar as distâncias que determinadas crenças estão de uma ciência digna desse nome. E seus argumentos não são baseados em contingências factuais. Há razões conceituais para que ele recuse o estatuto de ciência a determinados saberes, tais como a metafisica (da tradição), a psicologia e a química, para ficar apenas com os casos mais notórios. Para que as consequências desse fato possam adiante tornarem-se mais evidentes, façamos aqui uma breve divagação sobre esse último ponto.

Num artigo intitulado “A invenção da crise”, Ribeiro de Moura considera que “se Kant apresentava a razão como origem de ilusões, o que estava em questão ali era apenas o ‘uso especulativo’ da razão, e não a razão ela mesma, que se comportava muito bem no domínio da física e da matemática, ciências que por si sós nunca teriam suscitado o projeto crítico” (Moura, 2001, p. 185). Não é raro encontrar quem pense como Ribeiro de Moura. Não tenciono de modo algum contestar esse juízo sobre a maneira como a razão se comportara, segundo a ótica kantiana, na física e na matemática. Tomo-o pelo seu valor de face com o intuito de explorar a consequência tirada desse fato por Ribeiro de Moura e muitos outros comentadores. A consequência a que me refiro é a que a física e a matemática, por si sós, jamais teriam dado ensejo ao projeto crítico. Suspeito que essa seja a fonte mais imediata de uma visão distorcida sobre o significado do envolvimento de Kant com os temas e as questões colocadas pela ciência de seu tempo.

Tomemos o opúsculo Princípios metafísicos da ciência da natureza, que Kant preparou e publicou no intervalo entre as duas edições da primeira Crítica, mais precisamente em 1786. A título de um argumento inicial, vale dizer que o esquecimento a que essa obra foi submetida nos estudos kantianos – até ao menos meados das últimas décadas do século xx – é certamente um dos efeitos da visão de que as palavras de Ribeiro de Moura servem como uma expressão bem acabada. O esquecimento dos Princípios metafísicos decorre em grande parte da ampla aceitação da imagem de que Kant concebera a ciência e a metafísica como empreendimentos teóricos radicalmente distintos, a ponto de que a ciência por si só jamais teria suscitado o projeto crítico, cujo alvo exclusivo é apenas o “uso especulativo” da razão perpetrado pela malfadada metafísica dos modernos.

Creio que há, no mínimo, dois tipos de objeções que se podem levantar sobre tal enfoque interpretativo do projeto crítico kantiano. O primeiro é histórico-genético e consiste em investigar se, de fato, as questões colocadas pelas práticas científicas em curso à época de Kant não foram responsáveis pelo desencadeamento do projeto crítico. Não me servirei desse tipo de objeção. Minhas preocupações e meus motivos ficarão óbvios a seguir. Um segundo tipo de dúvidas, que eu chamaria aqui precariamente de analítico-conceitual, consiste em analisar os conceitos e os argumentos mobilizados por Kant para a consecução do seu projeto crítico e avaliar se, enfim, eles se destinam apenas a disciplinar o “uso especulativo” da razão ou se eles são, além disso, de alguma serventia para a ciência, sobretudo a física e a matemática.

Em princípio, ambos os tipos de objeções são complementares e mutuamente dependentes, nem que o sejam por razões heurísticas. A situação é semelhante àquela descrita pela famosa fórmula de Hanson – “a história da ciência sem a filosofia da ciência é cega… A filosofia da ciência sem a história da ciência é vazia” (Hanson, 1962, p. 580), que, conforme se sabe, é uma paráfrase de outra fórmula ainda mais famosa proferida pelo próprio Kant na primeira Crítica ao defender o uso solidário de conceitos e intuições. Talvez todas as minhas restrições ao projeto de Kant e as ciências possa ser resumido à sua “cegueira” no sentido de Hanson, justamente por privilegiar a abordagem genético-histórica em detrimento de um tratamento conceitual-analítico. Mas a cegueira em questão não decorre da ausência de uma filosofia da ciência qualquer. Decorre, sobretudo, da atitude de fechar os olhos para uma filosofia da ciência elaborada pelo próprio Kant, particularmente nos Princípios metafísicos de 1786. Afinal, não se pode dizer que a ausência dessa filosofia da ciência específica não seja ela própria o efeito de uma outra filosofia da ciência de uma matriz específica – de modo geral, daquela matriz que pulveriza a semântica do termo “ciência” em fragmentos tão atomizados que o único sentido possível do termo se refugia no seu uso plural, isto é, em “ciências”.

Para saber o que há de tão particularmente determinante em considerar a filosofia da ciência contida nos Princípios metafísicos, basta considerar que ali estão os critérios que Kant elegera para qualquer doutrina que se pretenda como “ciência”. Os critérios kantianos podem ser reduzidos a três: (i) seus conceitos devem ser suscetíveis de uma construção na intuição pura; (ii) seus princípios devem possuir o caráter de autênticas leis da natureza conhecidas a priori; (iii) seus diversos juízos, inclusive aqueles conhecidos apenas mediante a experiência, devem constituir um sistema e não uma mera rapsódia ou agregado doutrinário. O conjunto completo desses critérios está exemplarmente realizado em uma única doutrina, que é justamente aquela cujos conceitos, princípios e sistema teórico realizam mais precisamente a “metafísica especial da natureza material” a cuja exposição os Princípios metafísicos são destinados. Essa doutrina é a física newtoniana, com os seus conceitos de matéria, movimento e força, seus princípios de inércia e de ação e reação e, finalmente, seu “sistema de mundo” sustentado na ideia de uma gravitação universal.

Um dos pontos cegos no projeto de Kant e as ciências já salta aos olhos nessa altura. A obra praticamente ignora os Princípios metafísicos como um dos mais importantes e decisivos momentos do diálogo filosófico de Kant com “a pluralidade dos saberes”. Apenas um único e exíguo capítulo de Henry Blomme sobre a pretensão à cientificidade da química tem essa obra como seu assunto central, muito embora eles sejam mobilizados mais em virtude dos problemas da química do que propriamente daqueles da física. No prefácio aos Princípios metafísicos, Kant contesta a cientificidade da química por essa não cumprir as condições contidas nos critérios (i) e (ii) acima, ou seja, não possuir uma “parte pura”, requisito indispensável para que uma doutrina possa conter leis da natureza genuínas, isto é, “o conceito da necessidade de todas as determinações de uma coisa, inerentes à sua existência” (Kant, 1990 [1786], p. 6). Em uma palavra, a química não pode ser ciência, pois nela não se pode aplicar a matemática, tomada aqui como uma extensão das condições transcendentais da objetividade, “uma pura teoria da natureza acerca de coisas naturais determinadas (doutrina dos corpos e doutrina da alma) só é possível por meio da matemática; e visto que em toda a teoria da natureza se encontra apenas tanta ciência genuína quanto conhecimento a priori com que aí se depare, assim, a teoria da natureza conterá unicamente tanta ciência genuína quanta matemática que nela se pode aplicar” (Kant, 1990 [1786], p. 10). Sendo assim, nada mais coerente que a física newtoniana seja a única a cumprir regiamente esse desideratum. A química pré-lavoisieriana – isto é, a química do flogístico de Becher, Stahl e, finalmente, Priestley –, segundo Kant, estava fadada a permanecer como uma “arte sistemática ou uma teoria experimental”, em virtude de a inteligibilidade das ações químicas não se mostrar por meio de conceitos “que se possa construir”, limitando-se a conceitos que “não tornam minimamente inteligíveis os princípios dos fenômenos químicos segundo sua possibilidade, porque são incapazes da aplicação da matemática” (Kant, 1990 [1786], p. 10).

Tudo isso está muito bem discutido no capítulo de Kant e as ciências assinado por Henry Blomme. Ele não se limita a analisar as palavras acima de Kant retiradas do prefácio dos Princípios metafísicos, tal como se tornou lugar comum, estendendo suas análises às partes internas do livro e, assim, enfrentando o desafio de esclarecer o diagnóstico negativo com respeito à cientificidade da química em contraponto ao diagnóstico positivo para o caso da física. Blomme elege o princípio da “foronomia” como o mais decisivo para esse efeito. O princípio da foronomia estabelece o movimento como sendo o único conceito pelo qual se pode construir a determinação pura da matéria como algo que ocupa um espaço.

O artigo de Blomme ainda se estende ao capítulo seguinte, dos Princípios metafísicos, sobre a dinâmica, mas sua análise declina em vigor e profundidade, deixando inconcluso o modo como deve ser compreendido o veredicto negativo de Kant na transição de um tratamento meramente mecanicista – fundado no conceito de movimento – para um tratamento decididamente dinamista – fundado no conceito de “forças essenciais da matéria” ou as condições sob as quais a matéria não apenas ocupa um espaço, mas também o preenche. Para Blomme,

a química não poderá se tornar uma verdadeira ciência da natureza enquanto as reações químicas não puderem ser representadas a priori como movimentos: o modo exclusivo pelo qual as matemáticas podem ser a ela aplicadas e os seus princípios empíricos podem ser substituídos por uma parte pura na qual seria fundamentada a necessidade das verdadeiras leis químicas” (p. 167),

e termina de modo lacônico com a seguinte hipótese: “talvez se possa chegar assim a uma determinação da matéria apta a apreender a priori a necessidade das reações químicas” (p. 168).

As pequenas – mas marcantes – deficiências da análise de Blomme refletem a pouca atenção dispensada à realização exemplar do modelo de ciência sustentado pelos Princípios metafísicos. Uma cuidadosa consideração da física mostraria, entre outra coisas, que as condições transcendentais para os objetos da natureza material estabelecidas pela dinâmica tampouco se realizam plenamente nessa ciência. O problema, de maneira muito resumida, seria o fato de as “forças essenciais da matéria” serem refratárias a uma construção na intuição pura, comprometendo assim a incorporação do conceito dessas forças em uma autêntica metafísica da natureza e, consequentemente, em uma ciência genuína da natureza material. A simples consideração desse fato, no mínimo, conferiria um caráter contrafatual à hipótese final de Blomme.

Nem por isso, entretanto, Kant recua em sua escolha da física como sendo a ciência da natureza por excelência. É por essa decisão que se sabe, entre outras coisas, que a psicologia não pode ser uma ciência propriamente dita, tal como ocorre com a química. No caso da psicologia, o problema é a impossibilidade de uma “metafísica especial” que fizesse dos objetos do sentido interno, isto é, da psicologia, a contraparte dos objetos do sentido externo, isto é, da física, cuja possibilidade repousa justamente na certeza da necessidade de uma metafísica especial da natureza material ou dos objetos dos sentidos externos. Dito isso, Kant retira esta conclusão acerca da psicologia ou da “doutrina empírica da alma” cujos desdobramentos terão consequências ainda mais amplas:

[a psicologia] nunca pode ser outra coisa exceto uma teoria natural histórica do sentido interno, e, como tal, tão sistemática quanto possível, isto é, uma descrição natural da alma, mas não uma ciência da alma, nem sequer uma doutrina experimental psicológica; eis também a razão por que é que a esta obra (…) demos o título geral de ciência da natureza, porque tal designação convém-lhe em sentido próprio e, por conseguinte, nenhuma ambiguidade assim se origina (Kant, 1990 [1786], p. 17).

Em Kant et les sciencies, que reserva toda uma seção para o tema da antropologia e da psicologia, apenas uma única vez a restrição à cientificidade da psicologia é mencionada . No seu artigo, “L’antropologie du point de vue pragmatique est-elle une psychologie?”, Gilles Blanc-Brude refere-se às palavras de Kant no Prefácio dos Princípios metafísicos acerca da psicologia e delas conclui que “uma teoria natural histórica do sentido interno” aplicada à psicologia deve ser compreendida como uma afirmação do seu caráter sistemático. Vejam que a sistematicidade consta como o terceiro dos três critérios elencados acima para uma ciência genuína da natureza. Por isso, talvez BlancBrude seja tão enfático ao afirmar que

essa questão do lugar sistemático compromete o destino da psicologia como ciência. Situá-la no interior do sistema crítico significa mantê-la sob a dependência de uma metafísica e de um saber. Situá-la no exterior significa justificar de antemão o desenvolvimento de uma disciplina positiva, mas indiferente aos fins (p. 323).

As palavras de Blanc-Brude, nessa altura, assumem um caráter muito enigmático. Mas é possível que o comentador queira nos fazer crer que a sistematicidade – à qual o destino da cientificidade da psicologia parece estar tão estreitamente ligado – significa tão somente a sua inserção no interior do sistema da filosofia crítica kantiano. Nesse caso, a psicologia aproximar-se-ia da metafísica e afastar-se-ia das demais “disciplinas positivas”. Ora, se for isso, nada mais contrário às intenções de Kant. Para ele, o movimento de aproximação e afastamento seria justamente o inverso, quanto mais sistemático, tanto mais científico.

Se essa inversão da equação de Blanc-Brude estiver correta, mesmo contrariando a passagem acima dos Princípios metafísicos, é inegável que destacar o seu caráter sistemático representa um ganho expressivo para o enquadramento da psicologia no conjunto das ciências. Sendo assim, não seria de todo equívoco reunir tanto a psicologia quanto a química sob o título de “ciências”, mesmo reconhecendo que esse título tem aplicação inequívoca apenas a um único caso, a física, por ser a única a cumprir (quase) integralmente as três condições para uma ciência da natureza. Isso também significa admitir um cumprimento parcial das três condições ou, dito de outro modo, que a sistematicidade possa ser suficiente para, ao menos, colocar um tipo de doutrina no “caminho das ciências”. Mas, conforme é amplamente conhecido, os pensamentos de Kant sofreram grandes alterações ao término da segunda edição da primeira Crítica em 1787, sobretudo quando ele passou a cogitar que as determinações do entendimento não deveriam esgotar os componentes constitutivos apriorísticos do nosso conhecimento empírico. Os resultados dessa mudança aparecem na terceira Crítica em 1790, na qual Kant introduz a faculdade do juízo teleológico como responsável pelo fechamento das determinações do entendimento e, assim, pela promoção da máxima unidade sistemática da experiência. A sistematicidade ganha, então, um lugar de destaque no pensamento kantiano, com reflexos na sua concepção da ciência da natureza.

O mais bem estruturado e orientado capítulo de Kant e as ciências trata justamente de uma ciência que ganha lugar de destaque com os novos interesses de Kant nas condições da promoção da máxima unidade sistemática da experiência. Esse capítulo, cujo título é “La place de l’analytique de la biologie dans la philosophie transcendentale”, é de autoria de Philippe Huneman. O autor havia publicado em 2008 um estudo rigoroso sobre as fontes biológicas mobilizadas pela terceira Crítica, com ênfase no conceito de organismo (cf. Huneman, 2008). No seu artigo, Huneman situa o conceito de organismo no centro do esclarecimento do nosso padrão de cientificidade que emerge em torno da exigência de sistematicidade. Mas não é apenas a originalidade da análise de Huneman que merece destaque. Também o merece o cuidado com o qual ele articula suas análises a parcelas mais amplas do corpus kantiano. Para introduzir o novo significado que a sistematicidade adquire para Kant, ele observa que esse conceito tem sua origem na diferença entre

a natureza – isto é, o conjunto de coisas subsumidas a leis, segundo os Princípios metafísicos da ciência da natureza, os quais remetem precisamente aos princípios transcendentais da experiência possível – e a ordem da natureza, segundo a qual as diferentes leis empíricas se combinam em um todo coerente, isto é, a sistematicidade. A própria natureza ergue-se do entendimento (via os princípios do juízo sintético a priori); ela não implica qualquer finalidade e pode-se ter uma natureza sem ordem da natureza. Entretanto, o interesse da razão é precisamente a sistematicidade, sem a qual nenhuma metodologia seria possível (…). Em outros termos, as diferentes exigências de sistematicidade não definem os métodos, mas são o transcendental de toda metodologia. O outro nome da sistematicidade é a finalidade, pois ela significa que a natureza aparece como se estivesse à mercê da nossa faculdade de conhecer. Nesse sentido, essa finalidade é estritamente sinônimo da exigência de sistematicidade da ciência (p. 255-6).

A distinção entre natureza e ordem da natureza vem justamente nos lembrar o quanto as determinações da primeira – basicamente, aquelas decorrentes da aplicações dos critérios (i) e (ii) acima – são insuficientes para uma analítica completa da natureza – sobretudo, daquela que inclui os seres vivos entre os seus objetos potenciais. Isso assegura que pode – e deve – haver uma sistematicidade irredutível à natureza, ela mesma. Para essa sistematicidade de segunda ordem – aquela que conferirá uma unidade orgânica às leis retiradas da experiência –, será preciso mobilizar outras fontes que não apenas a razão pura e os seus princípios a priori. Requer-se para isso a finalidade ou o interesse da razão. O conceito de organismo é, por exemplo, irredutível apenas às determinações do entendimento e não poderia ser, então, construído em uma intuição pura. Para a sua experiência completa, os organismos requerem outras fontes para a sistematicidade, uma vez que não se podem compreendê-los manipulando apenas categorias do entendimento, entre as quais se destaca a causalidade mecânica. Em outras palavras, requer-se uma causalidade teleológica, de tal modo que “mecanismo e teleologia são, então, articulados no juízo biológico completo” (p. 262).

O artigo de Huneman é um exemplo bem acabado do quanto se ganha na compreensão do envolvimento de Kant com a “pluralidade de saberes” encarando-o também do ponto de vista da filosofia da ciência kantiana. Todavia, dado o escopo do seu artigo, ele não pôde prolongar a explicação do que seria a ciência assentada sobre um conceito robusto de natureza – a física. A lamentar, então, que o livro não ofereça em nenhum de seus outros artigos considerações mais detalhadas sobre a física. Sem essas considerações, o leitor menos informado sobre o assunto permanecerá ignorante do único modelo de ciência que oferece um esquema completo para o princípio do mecanicismo. Conforme tentei mostrar acima, não se trata de uma simples omissão de um entre tantos outros possíveis candidatos à “pluralidade dos saberes” aos quais Kant dedicou sua atenção. A omissão da física significa a omissão dos próprios critérios de cientificidade, sem os quais toda “pluralidade de saberes” degenera-se em pura rapsódia sem nenhuma unidade possível – sobretudo sem a unidade sistemática que é uma exigência para toda e qualquer ciência em particular, mas também para todas elas tomadas como uma totalidade. Sem a ideia dessa unidade, a ciência torna-se uma atividade irremediavelmente cega, senão gratuita e destituída de qualquer interesse para o projeto crítico kantiano.

Mas resta saber por que os organizadores de Kant e as ciências não teriam se dado conta dessa desastrosa omissão. Arrisco dizer que, retomando a divisão que sugeri acima, eles produziram um projeto editorial baseado num enfoque histórico-genético e descuidaram acintosamente da sua contraparte analítico-conceitual. Essa escolha, apesar de seus objetivos declarados, é fortemente inspirada pela concepção de que a física e a matemática são “ciências que por si sós nunca teriam suscitado o projeto crítico” (Moura, 2001, p. 185). Paradoxalmente, isso explica por que nenhuma atenção se dá à física (e, em parte, à própria matemática) em Kant e as ciências. Um livro inteiramente dedicado ao diálogo de Kant com as ciências, mas que omite justamente aquela parte do diálogo que poderia nos conduzir ao âmago do projeto crítico e, assim, interferir decisivamente no modo de compreender esse projeto e suas relações de dependência mútua com a “pluralidade de saberes”. Submeter o diálogo a uma reconstrução meramente histórico-genética pode ser ilustrativo, mas não será nada esclarecedor, se não for também reconstruído de modo analítico-conceitual. Valem aqui as palavras do próprio Kant após considerar o projeto enciclopedista de D’Alembert, na seção 4 da Introdução da Lógica: “há de se tornar merecedor da História como um gênio quem a compreender sob ideias capazes de permanecerem para sempre” (Kant, 1992 [1800], p. 61).

Nesse aspecto particular, Kant e as ciências diverge acentuadamente de outras publicações sobre o mesmo tema surgidas nos últimos anos. No prefácio da sua obra mais recente, Friedman, por exemplo, defende que seja atribuído um papel central aos Princípios metafísicos dentro do período crítico da filosofia kantiana. “Estou convencido, em particular, de que não é possível compreender adequadamente esse período crítico sem dedicar uma atenção detalhada e intensiva ao comprometimento de Kant com a ciência newtoniana” (Friedman, 2013, p. xi). Enunciando de modo afirmativo a relação defendida por Friedman, podemos dizer que uma análise do comprometimento de Kant com a ciência newtoniana permite uma melhor compreensão da filosofia crítica kantiana. E isso, pelo que defendi até aqui, justifica-se não apenas pelo que a ciência newtoniana tem em comum com as demais ciências inclusas na pluralidade dos saberes que despertaram o interesse de Kant. Mas, ao contrário, pelo que ela tem de particular, que são, em última análise, os nexos que prendem o interesse de Kant pelas ciências ao restante do edifício crítico.

Referências

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ALMEIDA, M. C. O elogio da tolerância em Pierre Bayle. Cadernos Espinosanos, 24, p. 115-39, 2011.

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BUTTS, R. E. (Ed.). Kant’s philosophy of physical science. Dordrecht: D. Reidel, 1986.

FRIEDMAN, M. Kant and the exact sciences. Cambridge, MA: Harvard University Press, 1992.

_____. Kant’s construction of nature: a reading of the metaphysical foundations of natural science. Cambridge: Cambridge University Press, 2013.

HANSON, N. R. The irrelevance of history of science to philosophy of science. The Journal of Philosophy, 59, p. 574-86, 1962.

HUNEMAN, P. Métaphysique et biologie: Kant et la constitution du concept d’organisme. Paris: Kimé, 2008.

KANT, I. Princípios metafísicos da ciência da natureza. Tradução A. Morão. Lisboa: Edições 70, 1990 [1786].

_____. Lógica. Tradução G. A. de Almeida. Rio de Janeiro: Tempo Brasileiro, 1992 [1800].

MOURA, C. A. R. de. A invenção da crise. In:_____. Racionalidade e crise. São Paulo/Curitiba: Discurso Editorial/Editora UFPR, 2001. p. 185-205.

VUILLEMIN, J. Physique et métaphysique kantiennes. Paris: PUF, 1955.

WATKINS, E. Kant and the sciences. Oxford: Oxford University Press, 2001.

_____. Kant and the metaphysics of causality. Cambridge: Cambridge University Press, 2005.

Eduardo Salles de Oliveira Barra – Departamento de Filosofia. Universidade Federal do Paraná, Brasil. E-mail: eduardosobarra@gmail.com

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[DR]

 

Oeuvres Complètes – TRACY (C-FA)

TRACY, Destutt de. Oeuvres Complètes. Ed. Claude Jolly. Volume I Premiers écrits. Sur l’éducation publique. Paris: Vrin, 2011. Volume III Élements d’idéologie, 1L’idéologie proprement dite. Paris: Vrin, 2012. Resenha de: PIMENTA, Pedro Paulo. Os antípodas franceses de Kant. Cadernos de Filosofia Alemã, São Paulo, n.19 Jan./Jun., 2012.

A publicação na França pela editora Vrin dos primeiros volumes de uma edição das obras completas de Destutt de Tracy 1, promete preencher uma lacuna importante nos estudos de história da filosofia moderna, ao tornar acessível a obra do principal representante da corrente filosófica autodenominada “Ideologia”, que vicejou durante os turbulentos anos da Revolução Francesa e prosperou sob a égide das instituições republicanas – primeiro a Escola Normal, posterior mente o Instituto – que substituíram as antigas academias e escolas reais. Entre 1794 e 1815 a Ideologia (“ciência das ideias”, ou da “análise das ideias”) dominou inconteste a paisagem intelectual francesa, que logo a seguir seria conquistada por outra espécie de ideologia – a dos alemães. A hostilidade do Idealismo (e do Materialismo) frente à escola francesa pode ser medida pela condenação da Ideologia por Engels: a exemplo do Iluminismo, a nova filosofia burguesa apenas reifica, ao querer criticá-la, a realidade 2. Em que medida uma afirmação como essa se aplicaria, por exemplo, a uma obra como o monumental Tratado de economia política (1804), de Jean-Baptiste Say, ligado à Ideologia, responsável pela libertação do pensamento econômico francês em relação aos dogmas dos fisiocratas, não nos cabe aqui examinar 3. Certo é que o ataque de Engels passa ao largo do mais importante, pois o grande legado na Ideologia não é teórico, mas institucional. Graças ao empenho dos idéologistes (que Napoleão jocosamente apelidará de idéologues ), o projeto de uma educação nacional pública e universal, formulado pelos deputados da Convenção (divisado por Condorcet), começa a se tornar realidade na época do Diretório (sob os auspícios de Garat e Lakanal); e sem o empenho dos Ideólogos não teríamos visto a “reorganização institucional da medicina” 4 que marca a França do período revolucionário e define as feições modernas da clínica.

O projeto de uma ciência analítica das ideias não chega a ser original. Como reconhecem os seus principais adeptos (Tracy, Cabanis), a nova filosofia é inaugurada por Condillac, que, a partir de 1746, com a publicação do Ensaio sobre as origens do conhecimento humano, se projetara, nas palavras de Voltaire, como “o grande metafísico” da França do século XVIII. A essa obra inicial, Condillac acrescentaria, notadamente, o Tratado das sensações (1754), a Lógica (1780) e, por fim, A língua dos cálculos, que, publicada postumamente em 1798, representa a suma dos esforços do filósofo para forjar uma liga entre a ciência dos signos (gramática geral) e a ciência das ideias (lógica geral). A enorme influência de Condillac se faz sentir já nos artigos sobre linguagem e gramática que Dumarsais, e, posteriormente, Beauzée, redigem para a Encyclopédie, e torna-se decisiva quando, em 1794, após o golpe do Termidor, a Convenção institui em Paris a École Normale, academia de ensino destinada à formação de professores para os liceus nas províncias. Os pilares da educação pública são o ensino da língua francesa (em detrimento dos dialetos locais) e o da matemática (geometria, álgebra). Programa perfeitamente conveniente à filosofia de Condillac, que concebe a análise e a invenção como os métodos (complementares) de todo pensamento como forma, que se constitui, articula-se e se expande por meio do recurso a signos – sejam eles verbais, sejam algébricos. Na base dessa ciência dos signos encontra-se uma crítica da metafísica e do conhecimento em geral, que, como mostra Condillac ( Tratado dos sistemas, 1742), muitas vezes não passa de uma deturpação metódica, mas falsa, dessa espécie de instinto natural dos homens que os leva, no conhecimento das coisas, do mais simples ao mais complexo. Educar nada mais é do que reconstituir os passos que os homens dão quando seguem a natureza – o que está ao alcance de todos, desde que devidamente orientados pelo filósofo (que conhece os caminhos que conduzem, no interior da cultura, ao encontro da natureza).

No curtíssimo período de sua existência (janeiro a maio de 1795), a Escola Normal, situada em Paris, mais exatamente no Jardin des plantes (no prédio que atualmente abriga a Galeria da Evolução), ofereceu cursos de matemática, física, química, história natural, geografia, história, moral, economia política, literatura, arte de falar e análise do entendimento, alguns deles ministrados por grandes nomes, como Laplace, Monge ou Daubenton. Transcritos por inspetores nomeados pela Convenção, tais cursos foram parcialmente publicados no século XIX, e, a partir desse material, encontram-se atualmente disponíveis em cuidadosas edições críticas 5. A partir deles, podemos ter uma ideia da efervescência intelectual da França revolucionária. Embora a presença da filosofia de Condillac se encontre inequivocamente em outros cursos, em especial nos de geometria (Laplace), história (Volney) e economia política (Vandermonde), é nas classes de arte da fala (Sicard) e de análise do entendimento (Garat) que o seu legado é mais presente.

O paralelismo entre arte da fala e gramática, de um lado, análise do entendimento e lógica, de outro, simplifica um arranjo na verdade mais interessante. Como explica Garat em sua segunda lição, “à teoria das ideias está unida, de maneira imediata e íntima, a teoria da linguagem ou das línguas”, que examina “os meios de exprimir as nossas ideias”, ou seja, que determina o modo como o pensamento se articula, adquire precisão e acabamento 6. Já Sicard, desde a primeira lição de seu curso, adverte que

Falar é uma arte, mas nem todos os povos, mesmo os civilizados, falam com a mesma pureza, com a mesma exatidão, com a mesma riqueza de expressões e de formas de frases. Os que mais avançaram nas artes são também os mais ricos em nomenclatura; os que desenvolveram mais o entendimento e tiveram oportunidade de receber mais impressões, e têm, por conseguinte, mais ideias, têm também mais signos para exprimi-las e mais variedade na maneira de expô-las e de comunicá-las 7.

O repertório de ideias enriquece a língua, que, por meio de analogias, forma termos e aumenta o vocabulário e as maneiras de expressão, tornando-se apta para abarcar cada vez mais fenômenos. Sem os signos, como advertira Condillac, não há progresso do conhecimento.

O curso de Sicard tem, porém, uma peculiaridade, que o destaca daquele de Garat, que é bastante convencional quanto à abordagem da questão. Para ensinar a arte da fala, ele ministra aulas dedicadas à formação de uma língua dos surdos-mudos. Maneira engenhosa de ensinar uma ciência que, por definição, parece estar ligada ao signo verbal, emitido pela voz (assim compreendem a gramática os grandes acadêmicos dos séculos XVII e XVIII). Para Sicard, na esteira de Condillac e dos gramáticos da Encyclopédie, o essencial da arte de falar não é a voz, mas os signos e o modo como eles ordenam e exprimem o pensamento 8. Constitui-se, ao longo de suas lições (preservadas quase que integralmente), uma doutrina original, de caráter pragmático e finalidade republicana, cujo intuito é a educação dos surdos-mudos, visando a inclusão destes na esfera política ou na vida pública nacional francesa. Ao mesmo tempo, Sicard toma posição num debate que agita os estudiosos da linguagem na virada do século. Trata-se de saber se uma possível língua dos surdos-mudos seria feita a partir das línguas faladas ou se teria uma gramática própria 9. Ora, para Condillac e os seus, uma língua nada mais é que um sistema de signos; que ela seja falada ou não, é uma contingência, que não tem força suficiente para alterar o encadeamento necessário dos signos, encontre-se ele nas línguas verbais ou na língua dos cálculos.

O ambicioso projeto a que tais doutrinas estavam vinculadas foi abortado com o fechamento da Escola Normal após poucos meses de atividade. Com a criação do Instituto Nacional, que funciona entre 1796 e 1803 (quando é dissolvido pelo Consulado), a tarefa da filosofia é outra, menos pragmática, trata-se agora de produzir “trabalhos científicos e literários que tenham por objetivo a utilidade geral e a glória da república” 10. Apesar da mudança, permanece a marca da nova filosofia, que reclama para si a herança de Condillac ao mesmo tempo em que se vincula a instituições republicanas. No Instituto, encontraremos em atividade Sicard, Garat e Volney, ao lado de Destutt de Tracy e Cabanis, que se conheceram no salão de madame Helvétius (que atravessa incólume a Revolução), e aos quais caberá renovar o pensamento de Condillac e reinventar a ciência dos signos como “Ideologia propriamente dita”. A denominação – ausente em Garat ou em Sicard – representa uma virada importante, como explica Laurent Clauzade em seu estudo magistral, L’idéologie ou la révolution de l’analyse :

A palavra Ideologia, por implicar uma oposição à metafísica e postular uma identidade entre pensamento e percepção, inscreve diretamente a ciência que ela designa no paradigma inaugurado por Condillac. No entanto, contrariamente ao que acontece com Garat, esse enquadramento não representa uma restrição. Além das modificações significativas que Tracy introduzirá na concepção de análise de Condillac, a Ideologia dará a essa doutrina um sentido radicalmente diferente, ao abrir um horizonte de pesquisa que não se limita à análise racional. (…) A Ideologia pretende realizar a doutrina de Condillac. Isso significa que ela não é mais, como em Garat, uma ciência cujo único fim é estabelecer um método universal (a análise), mas deve também se inscrever, segundo as palavras de Cabanis, numa “ciência do homem”, numa “antropologia” 11. O que se entende em Paris, no ano IV da República, por “antropologia” ou “ciência do homem” é algo bem diferente do que Hume chamara de “ciência da natureza humana” e não tem nada a ver com o que Kant chama de “antropologia”. Para Cabanis como para Tracy, o homem é, antes de tudo, um ser natural, que age por instinto antes de ter o conhecimento de regras. Condillac, Garat e Sicard haviam dito o mesmo, sem, contudo, dar o passo seguinte. Mantendo-se prudentemente dentro das fronteiras da filosofia como discurso que versa a condição de possibilidade do conhecimento, Condillac jamais ousara afirmar a pertença integral do homem ao mundo natural a ponto de considerar, como faz Cabanis, que o estudo do homem é um ramo da filosofia experimental (ligado ao tronco da fisiologia), ou, como Tracy, de concluir que a Ideologia é “uma parte da zoologia”. Essa última afirmação, feita no “Extrato ponderado dos Elementos de ideologia ” (1804), prenuncia a Philosophie zoologique de Lamarck (1809)

O engate da Ideologia na zoologia nos põe bem distantes da semiótica projetada por Condillac a partir das indicações de Locke na conclusão do Ensaio sobre o entendimento humano. Com efeito, em Tracy a ciência dos signos é subordinada a uma teoria da sensação, em que o pensamento, que Condillac deduzira da sensação mesma, desponta agora como potencialidade independente da afecção sensível, e que se exerce, portanto, em algum grau, anteriormente à aquisição de signos (dado que esta resulta da interação entre imaginação e sensação) 12. Uma tese similar a essa fora sugerida por Condillac no Tratado das sensações, mas não fora desenvolvida nas obras que se seguiram. Na versão proposta por Tracy, encontra-se o germe de certo dualismo, que o filósofo se empenhará em resolver nos Elementos e que está na origem do espiritualismo de antigos adeptos da Ideologia, em especial Degérando e Maine de Biran. Ora, como mostra Élisabeth Schwarz em estudo definitivo a respeito 13, esse aparente retrocesso no campo da teoria dos signos consagra, ao mesmo tempo, o fim da gramática geral, de que Condillac fora o derradeiro representante, e anuncia uma ruptura com o saber clássico, ou mais precisamente com uma de suas vertentes, o empirismo, que, desde Locke, andava de mãos dadas com uma ciência dos signos. A elaborada reflexão de Tracy, nos Elementos de ideologia, sobre a natureza dos signos e da linguagem, está ancorada não numa teoria da sensação, mas sim no postulado – esboçado por Condillac – de que toda atividade humana se explica, em última instância, pelo “feitio” ( organisation ) natural do homem. A afecção de objetos exteriores não incita a utilização de signos; esta decorre de capacidades fisiológicas, de uma configuração natural que o homem amplia e desenvolve, num movimento do qual nasce o mundo da cultura.

A tese de que haveria uma ruptura entre Ideologia e saber clássico não é, porém, consensual entre os estudiosos. Foucault, numa das poucas passagens de As palavras e as coisas que está ao abrigo da pecha de imprecisão histórica, traçou um vivo painel do contraste entre “a última das filosofias clássicas” e a filosofia que inaugura a modernidade:

A coexistência, no final do século XVIII, da Ideologia e da Filosofia Crítica – de Destutt de Tracy e de Kant – partilha, sob a forma de dois pensamentos exteriores um ao outro mas simultâneos, o que as reflexões científicas mantêm numa unidade destinada a dissociar-se dentro em breve. Em Tracy ou Degérando, a Ideologia se apresenta ao mesmo tempo como a única forma racional e científica que a filosofia possa revestir e como o único fundamento filosófico que possa ser proposto às ciências em geral e a cada domínio singular do conhecimento. Ciência das ideias, a Ideologia deve ser um conhecimento do mesmo tipo que aqueles que se dão por objeto os seres da natureza, ou as palavras da linguagem, ou as leis da sociedade. Mas, na medida mesma em que tem por objeto as ideias, a maneira de exprimi-las em palavras e de ligá-las em raciocínios, ela vale como gramática e lógica de toda ciência possível. A Ideologia não interroga o fundamento, os limites ou a raiz da representação; percorre o domínio das representações em geral; fixa as sucessões necessárias que aí aparecem; define os liames que aí se travam; manifesta as leis de composição e decomposição que aí podem reinar. Aloja todo o saber no espaço das representações e, percorrendo esse espaço, formula o saber das leis que o organizam. É, em certo sentido, o saber de todos os saberes. (…) A análise da representação, no momento em que atinge sua maior extensão, toca, em sua orla mais exterior, um domínio que seria mais ou menos – ou antes, que será, pois não existe ainda – o de uma ciência natural do homem. Por diferentes que sejam pela forma, pelo estilo e pelo intento, a questão kantiana e a dos ideólogos têm o mesmo ponto de aplicação: a relação das representações entre si. Mas essa relação – o que a funda e a justifica –, Kant não a requer ao nível da representação, interroga-a na direção do que a torna possível em geral.

Ao invés de fundar o liame entre as representações por uma escavação interna que o esvaziasse pouco a pouco até a pura impressão, estabelece-o sobre as condições que definem a sua forma universalmente válida. Dirigindo assim sua questão, Kant contorna a representação e o que nela é dado, para endereçar-se àquilo mesmo a partir do qual toda representação, seja qual for, pode ser dada 14.

Concorde-se ou não com a tese geral defendida por Foucault nessa passagem, permanece válido o contraste proposto entre Ideologia e Crítica. Além de instrutivo, o quadro desenhado fornece o programa de uma investigação, de cunho histórico-filosófico, sobre eventuais documentos que pudessem atestar, de fato, a rivalidade entre os dois projetos filosóficos que rivalizam no ocaso do Século das Luzes. Pois, em certa medida, é da herança das Luzes que se trata em ambos. Infelizmente, Kant nunca disse palavra acerca dos idéologues, nem mesmo de Condillac (muito lido na Alemanha de seu tempo).

Em compensação, a crescente reputação do filósofo alemão não tardou a chegar a Paris, onde a Crítica foi examinada justamente por aqueles que mais razão tinham de recear a sua influência.

O fato de a Alemanha ser um país periférico no mapa das Luzes talvez explique porque os franceses não tenham se dado ao trabalho de ler Kant no original. Com pouquíssimas exceções, contentaram-se com exposições de segunda mão. Será preciso esperar por Madame de Stäel para advertir os franceses de que Kant, por ser um grande estilista da língua alemã, só pode ser compreendido adequadamente pelos conhecedores desse idioma 15. Para os idéologues, porém, o ato da leitura não deixa de ser um embaraço. Como diz Tracy, “os signos, por mais vantajosos que sejam, têm inconvenientes”, o principal deles sendo a opacidade desses meios de representação, que não têm nada em comum com as ideias 16. Mais vale, portanto, na leitura de uma obra de filosofia, guiar-se por certo tino conceitual do que se deter na forma da exposição. Um abregée competente da Crítica da razão pura pode valer mais do que a obra mesma, principalmente se o objetivo de quem o lê for não refutar uma doutrina e sim marcar posição em relação a ela. Por isso, Tracy, autor de um “Extrait raisonée” dos Elementos de ideologia (a título de “tableau analytique” da obra) não hesita em recorrer, em sua comunicação “De la métaphysique de Kant” (1802), ao livro de J. Kinker, “Essai d’une exposition succinte de la Critique de la raison pure ” (Amsterdam, 1801) 17, em busca de um tableau analytique que Kant não ofereceu (os Prolegômenos são outro livro, não um apanhado da Crítica da razão pura ).

Tracy, endereçando-se aos “cidadãos da república” (estamos no sétimo floreal do ano 10 da Revolução), começa elogiando as virtudes de Kant, que além de “célebre por um grande número de obras, justamente estimadas, de muitos gêneros”, contribuiu “para o progresso das luzes e para a propagação de ideias saudáveis e liberais”. Os alemães, contudo, parecem não ter compreendido esse espírito, pois “professam a doutrina de Kant como se estivessem professando a doutrina teoló gica de Jesus, de Maomé ou de Brama”. Confundem assim a qualidade do pensamento com a “autoridade do homem”, e na virada do século estão na mesma situação que os franceses de outrora, embasbacados com o pensamento de Descartes, cegos para a ciência de Newton 18.

Por essa mesma razão, os alemães condenam em bloco os franceses como “discípulos de Condillac”, ignorando, todavia, que “não são as decisões de Condillac que nós respeitamos, é o seu método que mais nos importa (…), por mostrar, melhor que qualquer outro, no que consistem a clareza das ideias e a justeza do raciocínio”. Essas considerações justificam que se submeta, como fará Tracy ao longo de sua conferência, “o sistema alemão” ao crivo do “método francês” 19.

O exame da filosofia de Kant empreendido por Tracy é marcado por numerosas imprecisões e erros, que poderiam ter sido facilmente evitados com a leitura, mesmo que superficial, da Crítica da razão pura (que Tracy alega ter consultado, na versão em latim). O mais flagrante é a declaração de que Kant nada diz acerca da faculdade que Tracy considera a mais importante na formação dos conhecimentos: o juízo 20.

Mesmo supondo que Tracy tivesse lido a “Analítica dos princípios”, não encontraria ali motivos para rever substancialmente essa posição, dado que aquilo que Kant chama de juízo não é bem “a faculdade elementar e radical (…) de sentir a conveniência ou inconveniência ou, numa palavra, as relações entre uma representação e outra” 21. Em vista de um “erro” tão acertado como esse, não surpreende encontrar, no cerne da conferência de Tracy, uma afirmação que mostra, de maneira incontestável, que o filósofo francês estava perfeitamente ciente do que opõe a Ideologia à Crítica. Foucault está certo: a rivalidade entre esses dois projetos filosóficos é explicada pela aspiração, compartilhada por ambos, de se elevar à condição de árbitro supremo nas decisões referentes à natureza, à origem e aos limites do conhecimento humano. Tracy reconhece que Kant faz contribuições valiosas para a filosofia. Não é o conteúdo da Crítica que o incomoda; é a pretensão de examinar o conhecimento a partir de uma instância exterior à experiência.

O que se entende por esse conhecimento puro que possuímos em nós mesmos antes que a experiência tenha ativado a nossa faculdade de conhecer ? Seria o conhecimento dessa faculdade em si mesma, tomada no exame de seus próprios atos? Mas então seria o resultado da ação de nossas faculdades intelectuais, empregadas na descoberta de seus procedimentos, de suas leis, de seus limites, por meio do estudo de seus efeitos. Esse conhecimento pretensamente puro constituiria, e na verdade constitui, a ciência ideológica. Pode-se, se assim se preferir, classificar sob o nome de conhecimentos de experiência todas as outras partes da física, vale dizer, o conhecimento de todos os seres que afetam a nossa inteligência. Mas o primeiro desses conhecimentos é um conhecimento experimental, uma ciência de fatos, assim como o segundo: e, portanto, a crítica (ou exame) da razão pura é um tratado de ideologia, e isso, efetivamente, é o que ela deve ser 22.

É óbvio que Tracy reduz assim a Crítica da razão pura a um livro de epistemologia, ou melhor, a uma lógica dos princípios do conhecimento, ignorando por completo a importância da Dialética transcendental na arquitetura da obra. Sem mencionar a banalização do significado do termo crítica, que Tracy emprega em acepção cartesiana de exame, que não é senão uma das significações inscritas no uso de Kant, muito mais sofisticado. Não se deve esquecer, porém, que Tracy, além de escrever no calor da hora, utiliza uma fonte de segunda mão – atenuantes que não podem ser alegados em defesa dos inúmeros comentadores de Kant que, muitos anos depois, e até os dias de hoje, cometeram equívocos muito similares, sem, no entanto, apresentar, como contraparte, um sistema filosófico coerente e original. Em todo caso, a redução da Crítica da razão pura a um “tratado de ideologia” é muito astuciosa: esvazia a obra de suas pretensões hegemônicas, ao desautorizar a instauração da instância transcendental.

A perspicácia de Tracy se mostra ainda na compreensão – que escapa a muitos comentadores de Kant – da importância da “Estética transcendental” para a constituição de uma “teoria da experiência” (e, consequentemente, para uma crítica da metafísica clássica). É aqui, no plano de uma investigação sobre a natureza da afecção sensível, que deve se decidir o embate entre Ideologia e Crítica. Não por acaso, nesse mesmo ano de 1802, Degérando, ainda perfilado à Ideologia, dedica um capítulo inteiro de seu tratado De la génération des connaissances humaines a uma crítica da doutrina exposta por Kant na “Estética transcendental”, intitulado “Exame do sistema de Kant sobre a geração das ideias” (e não da intuição sensível, como prefere Kant) 23. Para Tracy e Degérando, o equívoco de Kant e dos seus discípulos é ignorar “a maneira como formamos as ideias de extensão e de duração, e por conseguinte, também aquelas, mais compostas, de espaço e de tempo, que se formam a partir delas”. Bastaria, para “desfazer esse embaraço, decompor essas ideias gerais, examinar as ideias elementares de que elas são extraídas, e chegar aos primeiros fatos, às percepções simples, às sensações de que elas emanam”, ou então, na falta disso, “suspender o juízo e renunciar à explicação de algo que não se pode conhecer claramente” 24. Para Tracy, termos como “forma”, “puro” e “transcendental” não significam nada, são “abstrações”, ou puro jargão, que os alemães utilizam movidos por um preconceito contra “o método simples” da análise. A acusação não é nova. Fora feita por Condillac, em 1746, contra Wolff. Embora compartilhe com este a concepção de que os signos são essenciais ao pensamento, Condillac o censura pelo método sintético com que demonstrar essa doutrina, que exigiria, ao contrário, para ser confirmada, uma paciente gênese das faculdades do pensamento a partir da sensação 25. Vem de longe, portanto, a incompatibilidade entre os dois grandes projetos filosóficos que aspiram à hegemonia no ocaso do Século das Luzes.

No mesmo ano em que Tracy pronuncia a sua conferência e Degérando publica o seu tratado, Charles de Villiers se apresenta como adepto da filosofia kantiana, em La philosophie de Kant. Resenhando esse compêndio poucos meses após a sua aparição, Friedrich Schlegel dirá – não sem alguma ironia – que A oposição [entre Crítica e Ideologia] não existe (…). É óbvio que na Ideologia francesa dificilmente se encontra algo que o idealismo não possa aceitar, especialmente quando é tratado com a precisão e o espírito verdadeiramente científico que se observam no Projeto de Elementos de ideologia, de Destutt de Tracy (…) A Ideologia seria, na verdade, uma excelente introdução aos princípios da filosofia transcendental, tarefa que os autores alemães negligenciaram 26.

A ideia um pouco inusitada de que um sistema de filosofia pudesse ser introdução a outro vai muito além do ecletismo (a Ideologia prepararia o leitor para a Crítica). Schlegel se refere, entretanto, ao projeto de Tracy, não ao livro mesmo, Elementos de ideologia, obra volumosa que, na concepção do autor, teria nove ou dez partes (cinco foram escritas, e publicadas entre 1801 e 1815).

No judicioso plano das obras completas de Tracy, organizadas e editadas por Claude Jolly, os Elementos ocupam os volumes 03 (“A ideologia propriamente dita”), 04 (“Gramática”), 05 (“Lógica”) e 06 (“Economia”, “Moral”). O volume 01 contém os primeiros escritos (incluindo uma resposta a Burke) e o relatório sobre a educação e a instrução pública, o volume 02 reunirá os ensaios (dentre eles o discurso sobre a metafísica de Kant), o volume 07 trará o comentário sobre o Espírito das leis de Montesquieu, e o volume 08 será dedicado à correspondência. Como não há, no primeiro volume, uma exposição do plano geral da edição, ficamos sem saber se terão ou não lugar, nessa edição que se autodenomina “completa”, importantes documen

Notas

1.DESTUTT de TRACY.Oeuvres complètes. Ed. Claude Jolly. Volume I: Premiers écrits; Sur l’éducation publique. Paris: Vrin, 2011; Volume III: Élements d’idéologie,.L’idéologie proprement dite. Paris: Vrin, 2012.

2.Ver EAGLETON, T. Ideologia. Trad. Luis Carlos Borges e Silvana Vieira. São Paulo: Boitempo/Unesp, 1997, pp. 66 – 69. Desnecessário acrescentar que Eagleton toma o partido de Engels

3.O leitor pode decidir por si mesmo, consultando a impecável tradução do tratado realizada por Balthazar Barbosa Filho em SAY, J.-B.Tratado de economia política, São Paulo: Abril Cultural, 1983.

4.As palavras são de FOUCAULT, M. Naissance de la clinique, cap. 04. Paris: PUF, 1963

5.Publicadas a partir da década de 1990, em quatro grossos volumes, pelas edições Rue d’Ulm, ligadas à atual École Normale Supérieure.

6.GARAT, D. J. Leçons de l’analyse de l’entendement, 2ª lição, ed. Gérard Gengembre: L’école normale de l’an III. Leçons d’analyse de l’entendement, art de la parole, littérature, morale. Paris: Éditions rue d’Ulm, 1999, p. 86

7.SICARD, R.-A. C. “Leçons d’art de la parole”, 1ª. lição. In: DHOMBRES, J.et DIDIER, B. Leçons d’art de la parole, 1ª lição, ed. Élisabeth Schwarz. L’école normale de l’an III. Leçons d’analyse de l’entendement, art de la parole, littérature, morale.Paris: Éditions rue d’Ulm, 1999, p. 235.

8.Ver a respeito AUROUX, S.La sémiotique des encyclopédistes. Paris: Payot, 1979.

  1. Para os desdobramentos da discussão na Alemanha, ver o estudo de FORMIGARI, L. La sémiotique empiriste face au kantisme. Liège: Mardaga, 1994
  2. Ver JOLLY, C. Introdução a Destutt de Tracy, “Élements d’idéologie”. In: Oeuvres complètes III, p. 09
  3. CLAUZADE, L. L’idéologie ou la révolution de l’analyse. Paris: Gallimard, 1998, pp. 28 – 29.
  4. Ver CLAUZADE, L. L’idéologie ou la révolution de l’analyse, pp. 143 ss

13 SCHWARZ, E. Les Idéologues et la fin de la grammaire générale. Lille: Service de réproduction de thèses, 1978

14.FOUCAULT, M. As palavras e as coisas, “Os limites da representação”. Trad.

Salma Tanus Muchail. São Paulo: Martins Fontes, 1990, pp. 256 – 57.

15.STÄEL, M. de. De l’allemagne, cap. XIX: “Kant”. Paris: Gallimard Poche, 1990.

16.DESTUTT de TRACY, “Elementos de ideologia”, I. In: Oeuvres completes, III, p. 260

17.Kinker é um dentre os muitos estudiosos da filosofia de Kant na Holanda à época; ver a respeito Le ROY, A.Jean Kinker. Sa vie et ses travaux. Paris: 1867.

  1. DESTUTT de TRACY. Mémoire sur la faculte de penser/De la métaphysique de Kant, ed. Anne e Henry Deneys. Paris: Fayard, 1978, pp. 244-45; 247-48.

19.Idem, pp. 246-47.

20.Idem, pp. 257-58.

21.Idem, p. 257.

22.Idem, p. 263.

23.Ver a respeito AZOUVI, F. e BOUREL, D. De Königsberg a Paris. La réception de Kant en France. Paris: Vrin, 1991.

24.DESTUTT de TRACY. Mémoire sur la faculté de penser/De la métaphysique de Kant, pp. 270 – 71.

25.CONDILLAC, E. B. Condillac, Essai sur l’origine des connaissances humaines, I, 04, 02, parágrafo 27. Paris: Galilée, 1973.

26.Citado por AARSLEFF, H.From Locke to Saussure. Essays on the study of language and intellectual history. Minneapolis: University of Minnesota Press, 1971, p.351

Pedro Paulo Pimenta – Professor de Filosofia Moderna na USP.

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Kant-Index – DELFOSSE; HINSKE et al (C-FA)

DELFOSSE, Henrich P; HINSKE, Norbert; BORDONI, Gialuca Sadum (Eds). Kant-Index, Band 30: Stellenindex und Konkordanz zum “Naturrechet Peyrabend”. Teilband 1: Einleitung des “Naturrechets Feyrerabend., frommann-halzboog. Stuttgart: Bad Camstatt, 2010. Resenha de: MOLEDO, Fernando. Cadernos de Filosofia Alemã, São Paulo, n.17, Jan./Jun., 2011.

Se acaba de publicar la primera parte del volumen nº 30 del Kant – Index. Este volumen está dedicado a la lección Naturrecht Feyerabend y su primera parte – que reseñamos aquí – se ocupa específicamente de indexar los términos correspondientes al texto de la introducción a la lección.

El Kant– Index es un vasto proyecto editorial dirigido por Norbert Hinske y Lothar Kreimendhal. Su objetivo es indexar la obra de Kant y de otros autores de la filosofía de la ilustración alemana (Wolff, Meier, Lambert, etc.). Cada volumen se compone esencialmente de un gran índice de los términos empleados en una obra determinada y reproduce dichos términos en el contexto textual de la obra en el que aparecen. Además, al trabajo de indexación de los términos se suma el cálculo de la frecuencia relativa de su aparición en la obra. Esta frecuencia se establece teniendo en cuenta los radicales de cada uno de los términos (lemas), no las formas declinadas.

El Kant – Index permite conocer de ese modo, por ejemplo, la evolución de un concepto determinado en la obra de Kant y establecer en base a ello cuándo comienza a ser utilizado, cuando se acentúa su uso, y cuando éste por fin decae.

Kant dictó lecciones sobre filosofía del derecho desde 1767 hasta 1788. De ellas, la única lección que se conserva en la actualidad es la lección del semestre de verano de 1784, conocida como Naturre cht Feyerabend. La lección fue editada originalmente por Gerhard Leh mann en 1979 en la Akademie Ausgabe (donde fue incluida como anexo al tomo 27, correspondiente a lecciones sobre filosofía moral). A ella está dedicado el volumen nº 30 del Kant – Index. La primera parte de este volumen, recientemente publicada, cuenta con un índice principal del texto de la Einleitung ; reproduce los términos en el contexto textu al de la obra en el que estos términos aparecen e indica la frecuencia relativa de su aparición. Pero el dato más significativo de esta entrega del Kant – Index no es tanto la valiosa presencia de los índices, como el hecho de que traiga una edición integralmente nueva del texto mismo de la Einleitung. Esta valiosísima edición corrige y amplía (en base al trabajo con las fuentes manuscritas originales) la versión de Lehmann, contenida en la Akademie – Ausgabe.

De acuerdo a lo que señalan los editores del volumen (Heinrich P. Delfosse, Norbert Hinske y Gianluca Sadun Bordoni), la decisión de reeditar de manera integral el texto de la Introducción se debió a que la edición de Lehmann plantea más problemas de los que se pue den resolver con una lista de erratas y enmiendas (p. ix); se registran inclusive algunos casos en los cuales el texto de la Akademie Ausgabe omite directamente oraciones enteras de la lección (cfr. xi n.). Pero además del valor que de por sí supone contar con una nueva edición mejorada de un texto kantiano, la nueva edición de la Einleitung es en sí misma un llamado de atención sobre la enorme importancia cientí fica que tiene esta fuente – relativamente poco conocida en el con texto de la investigación kantiana – para la comprensión de la filoso fía práctica de Kant. En efecto, contra lo que sería esperable debido a la temática de la lección, la Einleitung no está orientada a la filosofía del derecho, sino precisamente a temáticas propias de la fundamen tación crítica de la moralidad. Este no es un dato menor y su impor tancia queda clara cuando se presta atención al año en el que Kant sostiene la lección, 1784, porque a la luz de esta fecha se advierte que la lección pertenece al contexto temporal en el que tiene lugar la re dacción de la Fundamentación de la metafísica de las costumbres ( GMS ). Los editores tienen razón, pues, cuando afirman que la Einleitung constituye uno de los elementos fundamentales a los que cabe recurrir a la hora de establecer el cuadro completo del estado de las investigaciones de Kant en el campo de la fundamentación de la moral para el año 1784 (junto con la Moral – Mrongovius II y la misma GMS ). Reseñemos (muy brevemente) algunos de los aspectos en los que esto se hace visible.

El primer aporte del texto de la Einleitung respecto de la GMS es de índole sistemático. Tanto la Einleitung como la GMS están dedicadas a la filosofía práctica y provienen de un contexto temporal similar; sin embargo, mientras que la GMS comienza tematizando la noción de una buena voluntad (AA 4: 393), la introducción a la lección gira entorno a la determinación kantiana del Hombre como un fin en sí mismo (cfr. ix). La determinación del Hombre como un fin en sí mis mo tiene un rol argumental destacado en la GMS : Kant se sirve de esta determinación para dar la conocida fórmula del imperativo categórico en la que se afirma el deber de tratar a la humanidad en la persona siempre como un fin y nunca sólo como un medio (AA 4: 429). Sin embargo, a pesar de la importancia que le otorga a la determinación del Hombre como un fin en sí mismo, Kant no ofrece en la GMS ninguna explicación clara que permita entender con exactitud qué es aquello que hace que se deba considerar al Hombre de ese modo. La Einleitung enmienda este punto oscuro.

El hombre, como un ser racional, es un fin en sí mismo – sostiene Kant en la Einleitung al igual que en la GMS –. Ahora bien el Hom bre no es un fin en sí mismo porque sea un ser racional. El texto de la Einleitung es muy claro al respecto (y desmiente de ese modo el punto de vista de algunos intérpretes que pasan por alto esta fuente).

El Hombre es un fin en sí mismo, sí; pero lo es debido expresa y úni camente a la libertad de la voluntad: “Si únicamente seres racionales pueden ser [un] fin en sí mismo, no es que puedan esto porque tengan razón, sino libertad”. ( Naturrecht Feyerabend p. 8). De acuerdo con el texto de la Einleitung, poseer una voluntad libre es lo que hace que el Hombre nunca pueda estar enteramente sometido al poder de una voluntad ajena y a ello se debe que no se lo pueda considerar sola mente como un medio y que se lo deba tratar por eso siempre, al mismo tiempo, como un fin (Cfr.

Naturrecht Feyerabend p. 7). Así queda aclarada la cuestión del fundamento de la determinación del Hombre como un fin en sí mismo que no se encontraba suficientemente expli cada en la GMS.

Otro aspecto del contenido de la Einleitung que vale la pena re saltar en relación con la comprensión del estadio de las investigacio nes de Kant sobre filosofía práctica para 1784 tiene que ver con el análisis histórico – evolutivo del pensamiento kantiano. Se trata, concretamente, de la posibilidad de detectar en el texto de la Einleitung el vínculo entre el concepto de un fin en sí mismo y el concepto del fin de la creación, un vínculo que no se encuentra desarrollado en la GMS y que le sirve a Kant en la introducción a la lección para determinar al Hombre como el fin de la creación por medio de un argumento al que recurrirá nuevamente, seis años después, en la Crítica del Juicio ( KU ).

De acuerdo con el texto de la Einleitung, cuando la razón se dirige a la naturaleza y la considera como una serie de medios y fines, debe representarse a su vez algo como un fin incondicionado – un fin en sí mismo – que permita poner término a la serie de los medios y los fines. En ello – explica Kant a sus alumnos – ocurre algo similar a lo que sucede cuando la razón considera la naturaleza como una serie de causas y efectos y debe poner al comienzo de la serie una primera causa incondicionada. La necesidad de la representación de un fin en sí mismo como término en la serie de los medios y los fines tiene, según las palabras de Kant en la Einleitung, el mismo origen que la necesidad de la representación de una causa primera: la exigencia de la razón de conectar toda serie de condiciones con lo incondicionado en una totalidad.

Del texto de la Einleitung se sigue, pues, que la representación de un fin en sí mismo es una necesidad originada en la razón y que dicha representación es al mismo tiempo la representación de un fin último al cual todo, en la serie de los medios y los fines, se encuentra subor dinado. Ahora bien, dado que el Hombre, en virtud de la libertad, es un fin en sí mismo, la conclusión que se sigue de todo esto es que el Hombre no sólo debe ser considerado un fin en sí mismo, sino tam bién, precisamente por el hecho de ser un fin en sí mismo, como el fin para el cual existen todas las cosas i. e.como el fin de la creación misma: “el Hombre es, así pues, el fin de la creación; puede ser usado a su vez como medio por otro ser racional, pero nunca es sólo un medio; sino siempre al mismo tiempo fin”. ( Naturrecht Feyerabend p. 5).

Con este argumento la Einleitung ofrece un importante testimonio sobre la evolución del pensamiento kantiano, pues se trata del mismo argumento que será recogido seis años más tarde en el parágrafo 84 de la Crítica de la facultad de juzgar ( KU ). En efecto, en este parágrafo el Hombre es definido como el fin final ( Endzweck ) de la creación en virtud de que se lo deba considerar (debido a su determinación moral i.e. a su libertad) como un fin en sí mismo ( KU AA 5: 435 s.). La Ein leitung permite concluir que dicho argumento, a pesar de no estar presente en la GMS, se encontraba formulado al menos desde el se mestre de verano de 1784.

Además de las consideraciones de naturaleza sistemática relativas a la determinación del Hombre como un fin en sí mismo y de las consideraciones de índole histórico – evolutivas sobre la determina ción del Hombre como el fin de la creación, la primera parte del volumen del Kant – Index dedicado a la Naturrecht Feyerabend aporta también elementos de naturaleza filológica, relevantes para el estudio del contexto en el que tiene lugar la redacción de la GMS. El más impor tante es probablemente la constatación de que Kant no utiliza en la Einleitung el término Grundlegung que da título a la GMS ni se refiere en ninguna oportunidad a una fundamentación de la moralidad. Dado que tampoco lo hace en la Moral – Mrongovius II y que en la GMS el térmi no Grundlegung aparece únicamente en el título de la obra y en el prólogo, los editores del volumen nº 30 del Kant – Index llegaron a la conclusión de que Kant debió haber encontrado el título de la GMS “sólo en el último minuto, después de haber sopesado una serie de otras posibilidades primero” (p. xi.) Por último, además del índice general, entre los diversos recursos que componen el índice de la Einleitung, cabe señalar la presencia de índices especiales (de terminología en latín, de nombres de personas, de nombres mitológicos, de nombres tomados de la literatura, y de nombres topográficos), un catálogo de lugares paralelos relativos a la GMS, una sección dedicada a aclaraciones y lugares paralelos en ge neral, un registro comparado de la terminología de la Einleitung, la GMS y la Moral Mrongovius II y reproducciones facsimilares de dos manus critos de la Introducción indexada.

Por todo lo dicho, la edición de este nuevo volumen del Kant – Index es una excelente noticia para todo investigador de la filosofía kantiana

Fernando Moledo – Doutor em Filosofia pela Universidade de Buenos Aires.

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Sobre ética: Aristóteles, Kant e Levinas – NODARI (C)

NODARI, Paulo César. Sobre ética: Aristóteles, Kant e Levinas. Caxias do Sul: Educs, 2010. Resenha de: CROCOLI, Daniel José. Conjectura, Caxias do Sul, v. 16, n. 1, Jan/Abr, 2011.

A obra Sobre ética apresenta as diferentes formas de se pensar a dimensão ética, fazendo referência ao olhar teleológico, ao deontológico e ao da alteridade. A primeira parte do texto, organizada no primeiro capítulo, descreve, a partir de Aristóteles, o entendimento teleológico da ética. A segunda parte, constituída de três capítulos, coloca a visão deontológica de Kant. O quinto capítulo se configura a partir dos estudos de Levinas e a alteridade como pano de fundo para se pensar a problematização das questões éticas. O texto é uma leitura acessível do ponto de vista argumentativo, passando pelos principais conceitos referentes ao entendimento ético dos autores em discussão. A riqueza do texto também se confirma pela vasta bibliografia consultada pelo autor ao escrever essa obra. Nas notas de rodapé, o autor nos possibilita um contato direto com os originais referidos no texto, abrindo um importante espaço para esclarecimento de conceitos.

Na abordagem aristotélica, o autor retoma a pergunta de Aristóteles: “Qual o bem supremo do homem e o fim a que tendem todas as coisas?” (p. 9) e retoma o conceito de felicidade como sendo o bem supremo a que se dirige o ser humano pela atividade racional que esteja de acordo com a virtude. O autor destaca que “Aristóteles interpreta a ação humana segundo a categoria de meio e fim”. (p. 16). E, nessa relação, há a necessidade de se pensar um limite para essa sequência. Se todas as coisas tendem a um fim, a um bem, esse bem não é unívoco, pois há uma multiplicidade de fins a que cada ser se dirige. Essa multiplicidade de bens, ou de fins, é organizada em categorias o que faz pensar em um bem supremo. “Aristóteles acredita que a felicidade é este bem soberano, porque é algo final e autossuficiente.” (p. 18). Mas como entender a felicidade no sentido universal sem cair na concepção subjetiva de que cada um possui um conceito próprio de felicidade e, ao mesmo tempo, se distanciar de Platão e manter o caráter imanente do bem soberano? A resposta surge com a ideia de natureza racional do homem, ou seja, “se nós somos seres racionais, por nossa forma natural, então, fica claro que o fim natural será agir segundo a razão”. (p. 20). A felicidade só é alcançada na medida em que o homem se orienta pela razão: “Portanto, para ser feliz, o homem deve viver pela inteligência e segundo a inteligência.” (p. 21). O homem chega à felicidade somente pelo uso da razão em conformidade com a virtude. Essa proximidade entre razão e virtude permite afirmar que o homem feliz é aquele que pensa e age a partir da virtude, e a sabedoria é virtude por excelência.

A virtude está associada à atividade da alma, própria do homem, que se divide em três partes: duas irracionais, presentes em todos os seres vivos, e uma racional, própria do homem. “Então, a parte da alma especificamente humana, que consiste em dominar as tendências e os impulsos, que são por si desmedidos, Aristóteles chama virtude ética.” (p. 25). As virtudes éticas não estão dadas por natureza, mas se desenvolvem com a prática, pelo hábito. É somente realizando ações justas que o homem se torna justo. O autor reforça que, para Aristóteles, o hábito, a ação virtuosa, é que consolida a verdadeira virtude, pois nenhum homem se torna virtuoso da noite para o dia, mas pelo conjunto de suas ações. A virtude se caracteriza não pela falta, nem pelo excesso, mas pela equidade, pelo equilíbrio.

O texto apresenta a divisão feita por Aristóteles entre as virtudes éticas e dianoéticas, ou seja, enquanto as virtudes éticas estão ligadas ao hábito, à ação, as dianoéticas estão ligadas à parte mais elevada da alma e se relacionam com a phronesis [prudência] e com a sabedoria. A phrónesi: “consiste em saber dirigir corretamente a vida do homem”. (p. 29).

Nessa primeira parte do texto, fica claro o entendimento global da abordagem aristotélica sobre a ética, de aproximar a razão, o conhecimento e a prática. A felicidade somente é alcançada a partir de uma vida virtuosa, orientada pela razão. A ética e a política estão próximas em Aristóteles, de forma que as ações concretas, realizadas de acordo com a sabedoria prática, possibilitam que o homem chegue à sua finalidade, ao seu bem, que se identifica com a felicidade e com a visão teleológica da ética.

O capítulo segundo dá início à segunda parte do texto, que se prolonga juntamente com os capítulos terceiro e quarto e faz referência à filosofia de Kant voltada ao estudo da ética. A proposta dessa parte é pensar a chamada revolução copernicana levanta para o entendimento da ética kantiana. Assim como a revolução copernicana traz a possibilidade de pensar que o conhecimento não se regula a partir do objeto, mas do sujeito que conhece, “a intuição dos objetos não deve se regular pela natureza dos objetos, mas, antes, pela natureza da nossa faculdade de intuição”. (p. 54). Assim também o fundamento da ética deve ser buscado na própria razão. A ética nos sentidos universal e racional não pode depender de fundamentos externos (como é o caso de uma fundamentação metafísica), ou pela tradição. Nesse caso, a razão deve ser entendida como autônoma e capaz de dar-se a si mesma uma vontade e uma vontade boa em si mesma. “Kant revoluciona a ética com a ideia da autonomia moral da razão, capaz de determinar a ação.” (p. 61). A autonomia nada mais é do que a possibilidade de pensar o homem com a capacidade de dar-se a própria lei no sentido universal. “O bem não deve mais ser pressuposto ou se constituir em fundamento da lei moral, mas deve, antes, ser deduzido dela.” (p. 62). Para Kant, acentua o autor, a lei moral leva à constituição do bem, ao passo que na metafísica a ideia de bem-trazida pela tradição – determina a lei moral. A parte final desse segundo capítulo reforça a ideia de que a virtude é a capacidade do homem de guiar-se pela razão, é uma conquista de si próprio como ser moral.

O capítulo terceiro apresenta o texto da Fundamentação da metafísica dos costumes para mostrar que os conceitos de lei moral e liberdade não tornam contraditória a argumentação sobre a autonomia e de que a razão se impõe uma lei justamente para se distanciar das determinações da natureza sensível. O imperativo categórico representa um acréscimo ao sujeito na medida em que esse não é somente razão, mas influenciado pelos sentidos. O caráter imperativo do “dever ser” dá condições à vontade de se manter guiada por proposições sintéticas a priori, de caráter universal e que superam as inclinações sensíveis, “de modo que aquilo para o qual as inclinações e os apetites o estimulam em nada pode lesar as leis de seu querer como inteligência”. (p. 97). Dessa forma, o imperativo categórico é uma determinação da vontade que tem como pressuposto a liberdade. É justamente por ser a vontade livre, que essa se lhe apresenta o dever-ser, fortalecendo a ideia de autonomia e de não determinação externa a si mesma. O entendimento de que é a razão, que determina os objetos no campo da ciência pelas condições de possibilidade de todo o conhecimento é a mesma razão, que no campo da ética, torna-se o fundamento de toda lei moral. Assim, se abre a noção de revolução copernicana para o entendimento da ética kantiana tendo a razão no seu aspecto normativo como fundamento da ética.

No capítulo quarto, o autor apresenta o conceito de “sumo bem”, de Kant, argumentando que a moralidade e a felicidade são os dois elementos que o compõem. Acrescenta que a felicidade e a moralidade não podem ser os princípios da vontade, pois essa deve ter seu fundamento em princípios formais o que reforça a necessidade de que a vontade tenha em si a causa de suas ações. (p. 117). Desse modo, a felicidade e a virtude se tornam consequência da lei moral e não o contrário. “O conceito de sumo bem é usado, portanto, para ligar especialmente natureza e liberdade, felicidade e moralidade”. (p. 125-126). O texto faz distinção entre saber e acreditar, mostrando a não contradição entre esses dois termos na medida em que o primeiro se refere ao mundo fenomênico, e o segundo aos elementos que estão além da experiência como é o caso dos postulados da razão (Deus, imortalidade e liberdade).

Para esse estudioso, a existência de Deus é necessária na argumentação kantiana, pois a razão coloca Deus como condição de se pensar a natureza como causada, e a felicidade como elemento subordinado à moralidade.

O sumo bem representa a totalidade dos fins morais, e essa ordenação racional exige um fim do qual decorre toda derivação, por isso a exigência de admitir a existência de Deus. A felicidade torna-se um conceito racional que indica a capacidade de autodeterminação da vontade, sendo o segundo elemento do sumo bem. A capacidade da razão de dar-se a própria lei pela determinação da vontade caracteriza a visão deontológica da ética.

A terceira parte da obra se concentra no quinto capítulo e aborda a visão de Levinas sobre a ética. Destaca o autor, já no título do capítulo, a importância do conceito de rosto como apelo à responsabilidade e à justiça. “O rosto do outro ser humano é a sua forma de apresentar-se, não de ser representado, diante do eu que o olha e o toca, mas sem objetivá-lo.” (p. 175). Pelo rosto, do encontro face a face, Levinas entende que ocorre a superação da visão ontológica do ser, pois essa aprisiona e neutraliza o outro na medida em que o reconhece a partir do eu. A descoberta do outro é a descoberta do totalmente outro, ou seja, que não se opõe ao eu, mas se apresenta como diferente. “O outro não é o que eu sou. Não é um alter ego, mas um alter do ego.” (p. 174). Significa dizer que o outro faz uma exigência ao eu, de ser reconhecido como diferente, que não se aprisiona. Na relação face a face, o outro é o fundamento da ética. “O rosto do outro é um mandamento, […] exige justiça.” (p. 177).

O eu perde seu lugar, torna-se vulnerável e é exigido a ele ser responsável e justo. Para o autor, Levinas, ao se distanciar da ontologia, permite que se pense a dimensão ética como um movimento que é anterior à própria consciência, referindo-se ao conceito de proximidade. “Bem antes da consciência da escolha, o homem aproxima-se do homem. É tecido de responsabilidade.” (p. 183). O outro, que está próximo, possibilita a criação de sentido para a subjetividade e, dessa forma, o eu se torna responsável originariamente pelo outro. A alteridade é a “relação sem relação”, originária da responsabilidade e da justiça.

Daniel José Crocoli – Mestrando no Programa de Pós-Graduação em Educação da Universidade de Caxias do Sul (UCS). E-mail: djcroco@hotmail.com

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