History/ Philosophy and Science Teaching: A Personal Story | Michael Matthews

Tomas de Aquino por Bartolome Science Teaching
Tomás de Aquino | Bartolomé Esteban Murillo (1650)

History, Philosophy and Science Teaching: A Personal Story is a captivating academic autobiography, published in 2021, by Michael R. Matthews, Australian philosopher of education, known for his contribution to the advancement of the use of history and philosophy of science to enhance science education. As Matthews chronicles his own intellectual and career trajectory, he ends up outlining the history of the research in History and Philosophy of Science and Science Teaching (HPS&ST). I began my own journey into HPS&ST around 2009, as I moved to Salvador, Bahia, Brazil, to pursue a PhD at the Graduate Program in Teaching, Philosophy and History of Sciences UFBA-UEFS2 – after having already been well trained in the history and philosophy of science at the Federal University of Minas Gerais (UFMG) over ten years. In what follows, I endeavor to outline a personal review of Matthews’ book: History, Philosophy and Science Teaching: A Personal Story.

I had the pleasure of meeting Mathews twice after beginning my journey into HPS&ST. Firstly, in 2010, at a time I was still a novice in HPS&ST research, on the occasion of the 1st Latin American Conference of the International History, Philosophy, and Science Teaching Group, which took place in Maresias, Brazil. A few years later, in 2012, in Boston, USA, when I was a Fulbright visiting scholar at STS MIT, I attended a colloquium at the Boston University’s Center for Philosophy and History of Science, where Matthews gave a talk entitled “HPS&ST: Looking Back and Going Forward”. Leia Mais

Wittgenstein and the Sciences: History and Philosophy of Science and Science Education | Transversal | 2021

Still under the terrible impacts of the pandemic, we have reached the tenth issue of Transversal: International Journal for the Historiography of Science. In this edition, we could honor Ludwig Wittgenstein, the man who was not only one of the greatest philosophers of the twentieth century but, with no fear of being mistaken, one of the greatest philosophers of all time. The 100th anniversary of the publication of Wittgenstein’s first book, the Tractatus Logico-Philosophicus, was our inspiration for the proposal of this special issue. However, most of the articles presented here do not deal specifically with the first philosophy of the Austrian philosopher but mainly with the later Wittgenstein’s work and its possibilities to analyze sciences.

Wittgenstein’s work reaches its centenary, but this obviously does not mean that we have already had the possibility of understanding it completely. An affirmation that becomes more dramatic, when considering the second phase of his thought, not only for being more recent but, above all, for presenting a disconcerting philosophical innovation, thus confronting more than two thousand years of philosophy. Therefore, more than a work of reference, Wittgenstein’s thought constantly offers us new possibilities with each new look that we cast upon it. Leia Mais

Relativism in the Philosophy of Science | Mrtin Kusch

The Rehabilitation of the Uses of Relativism

Relativism in the Philosophy of Science, recently released in the Cambridge Elements series of the Cambridge University Press, offers a consistent and well-structured introduction to the study of the most effective forms of relativism in the last 50 years. However, the book goes beyond the usual expectations of introductions to any subject discussed: most introduction books present simplified and unreflective versions of the topic. Contrary to such reductionist approaches, condensed into the limited space of the 30,000 words allowed for the series’ books, Kusch presents an analysis that goes far beyond the set of addressed bibliography. The author transits through an infinity of titles chosen for his investigation with great competence, combining rigour and exactness when interweaving the different thinkers’ viewpoints, highlighting their due similarities and differences. Therefore, the restricted number of words in the edition and the extensive volume of sources – factors potentially prejudicial to the good progress of any intellectual production –, did not compromise the quality of the results achieved due to the author’s extensive knowledge of the subject. Based on the great intimacy with the object of study, Kusch went through the complex labyrinths of the theme with property and equipped with clear and objective language to facilitate the reader’s understanding of the density of the debate developed. Leia Mais

Bedeviled: A Shadow History of Demons in Science | Jimena Canales

La sabiduría de los antiguos, del barroco y del gótico fue

extirpada de nuestro repertorio de conocimientos

avanzados. Sin embargo, a medida que los filósofos y los

científicos intentan comprender el mundo reduciéndolo

a sus elementos esenciales, acaban recurriendo a

criaturas, categorías y conceptos imaginarios. La

contradicción es cada vez más difícil de ignorar.2

Jimena Canales (2020, p. 316)

Platón transcribió en diálogos los consejos de sus demonios. Siglos más tarde, Descartes, como Fausto, prefirió el soliloquio, que el diablo adora interrumpir. Laplace vislumbró una inteligencia capaz de ver el pasado y el futuro que el presente esconde. Maxwell imaginó un demiurgo que logra mantener los fluidos fuera de equilibrio térmico tras seleccionar la velocidad de sus moléculas. Desde entonces, de la astronomía a la termodinámica, de la selección natural a la bolsa de valores, del nacimiento de la cibernética a la computadora donde se escribe este texto, los demonios de la ciencia se multiplican.

Por fin la historia y filosofía de la ciencia han puesto plena atención a un tema que se mantenía en un letargo inducido. ¿A qué ritual se consagran los científicos cuando hablan de demonios? Quizá el primer tratado sistemático sobre el tema fue el libro The Demons of Science: What They Can and Cannot Tell Us About Our World de 2016. Allí, Friedel Weinert concluye que los demonios de la ciencia son experimentos mentales provocadores que ponen a prueba la coherencia del conocimiento existente. Aunque las peroratas audaces de estos seres imaginarios pueden llegar a abrir el camino a conclusiones alternativas, difícilmente resultan concluyentes, pueden ser engañosos y no aportan al acervo de conocimientos empíricos.

La aproximación al tema que hace Weinert es directa. Primero aclara (con base en la obra de Irving, 1991) la función de los experimentos mentales, luego introduce los demonios. La colección comienza con el famoso argumento de Arquitas sobre la infinitud del universo en el que llegado a los límites del espacio, el explorador podría estirar su mano.

Aunque los humanos carecen de la posibilidad física de explorar los límites del espacio, el viajero espacial de Arquitas –en tanto demonio– no sufre tales limitaciones. Lo que sigue siendo una mera posibilidad lógica para los humanos sin violar las leyes de la naturaleza –caminar sobre el agua, volar sin ayuda por el aire–, se convierte en una posibilidad física para un demonio. El viajero espacial de Arquitas debe ser un demonio. (Weinert, 2016, p. 55)

Después de mencionar los demonios de Freud, Descartes y Mendel, la discusión toma mayor calado a partir de las audaces aseveraciones de los demonios de Laplace, Maxwell y Nietzsche:

El Demonio de Laplace sostiene que el mundo es determinista, lo que parece privarnos de las flechas del tiempo y del libre albedrío. El Demonio de Maxwell muestra que la Segunda Ley de la Termodinámica es probabilística, en lugar de determinista, lo que parece cuestionar la noción de entropía como medida útil de la anisotropía del tiempo. El Demonio de Nietzsche anuncia que el universo es cíclico, condenándonos a una eterna recurrencia de acontecimientos. Los demonios son como jóvenes exaltados, pero una consideración calmada de sus afirmaciones revela puntos de vista más equilibrados con respecto a las flechas del tiempo y la mente humana. Las provocaciones de los demonios son, sin embargo, ejercicios útiles porque – como toda buena filosofía– nos obligan a detenernos y a reconsiderar nuestros supuestos filosóficos. (Weinert, 2016, p. 229)

Del libro de Weinert puede señalarse su novedad y utilidad, pues suma herramientas críticas a la literatura de los experimentos mentales. Aun así, palidece en comparación con la obra de Canales. No solo las referencias de Canales son más robustas y culturalmente enriquecidas, el tratamiento dado permite al libro escapar del trillado estante de la filosofía de la ciencia y colocarse como un tomo de la historia de la tecnología dedicado a la imaginación, un elogio al Homo imaginor. No quisiera dejar de resaltar la tensión, la palabra “tecnología” ni siquiera aparece en el libro de Weinert.

Si bien es claro que la tecnología desencanta al mundo, no es menos claro, paradójicamente, que la tecnología se desarrolla en términos de encantamiento. Situada entre los demonios de la tecnología y la tecnología de los demonios, Canales sabe que debe aclarar su postura, por ello anticipa la introducción con un prefacio literario y redondea las conclusiones de diez largos capítulos con un epílogo filosófico. Curiosamente, es en las notas donde Canales pule su diatriba contra el momento “¡eureka!” y esas otras caricaturas con las que hemos oscurecido la importancia de la imaginación en el conocimiento:

En la furia por entender la ciencia como una actividad que trasciende las artimañas de la ficción, la seducción de la poesía, las vicisitudes de la política, la imprecisión de los sentimientos y la intolerancia de la religión, la mayoría de los académicos han descuidado el estudio del papel de la imaginación en la ciencia. En los escasos casos en que se toma en consideración, se suele considerar que pertenece al “contexto de descubrimiento”, delimitado a esos oscuros (y en gran medida míticos) momentos de inspiración ocasional, en los que las mentes preparadas obtienen de repente la idea correcta, como de la nada. . . . [Así,] [l]a mayoría de los relatos de los estudios sobre ciencia y tecnología (CTS) siguen pensando en la imaginación como una actividad que precede al trabajo científico y que es más evidente en disciplinas ajenas a la ciencia, como la ciencia ficción y la literatura, desde donde se siente su impacto. Un ejemplo de esta postura lo representa el argumento de que “la innovación tecnológica suele seguir los pasos de la ciencia ficción, rezagando la imaginación de los autores por décadas”. Mi enfoque contrasta con ese planteamiento al estudiar el uso de la imaginación en la ciencia de forma concurrente con ella, no antes o fuera de ella, sino simultáneamente y dentro de ella. (Canales, 2020, pp. 325-326)

Muchos de los demonios del mundo se creían reales y ya han sido desmentidos, todos los demonios de la ciencia fueron imaginarios y, sin embargo, algunos ya han sido construidos. Gracias a este sombrío libro, el lector descubre que la mayoría de los momentos de la ciencia más divulgados tuvieron como punto de partida argumentos donde figuraban demonios. Darwin mismo redactó El origen de las especies pensando en demonios. Por su parte, Asimov (1962, p. 79) creyó que había acuñado el término “Demonio de Darwin” en analogía al demonio de Maxwell. No podía estar más errado. Como Canales muestra en detalle, el término se venía extendiendo con fluidez entre físicos y biólogos por igual, en especial, gracias al trabajo de Pittendrigh sobre “El relojero ciego”, que luego Dawkins retomaría (Canales, 2020, p. 257).

Entre condes, duques y príncipes del infierno, en Ars Goetia, el popular grimorio anónimo del siglo XVII, se clasifican 72 demonios. En Bedeviled se cuentan más de treinta. La lista la encabezan los demonios de Descartes, Laplace, Maxwell y Darwin. Siguen el demonio de la gravedad exorcizado por Einstein según Eddington (p. 106) y Einstein mismo como demonio según Ehrenfest (p. 120). Después llegan los demonios de Marie Curie (que permiten “obtener diferencias debidas a las leyes de radiación descritas estadísticamente, al igual que los demonios de Maxwell nos permiten obtener diferencias debidas a las consecuencias de los principios de Carnot”, p. 115) y el demonio mecánico de Maxwell de Compton (que mide la energía cinética de distintas moléculas, p. 121). Por otra parte, Henry Adams creyó ver al presidente Roosevelt como el demonio de Maxwell de EUA (p. 140). Grete Hermann habló del asistente del demonio de Laplace (p. 148). También están los demonios brownianos, metaestables y cibernéticos de Weiner (“organismos vivos, como el propio ‘Hombre’, pero también eran elementos no vivos, como ‘enzimas’ y otros ‘catalizadores’ químicos” p. 162). Broullin, por su parte, otorgó una linterna al demonio de Maxwell (“El demonio simplemente no ve las partículas, a menos que lo equipemos con una linterna” p. 166). También están el demonio imperfecto de Maxwell de Gabor (p. 169), el demonio cuántico-causal de Rothstein3 (“que puede ver de una manera completamente diferente y ajena a la de los humanos, pero no físicamente imposible”, p. 173) y el demonio de Bohm (“simplemente capaz de ver las variables ocultas del sistema”, p. 176). En el terreno de la computación se encuentran las series de demonios y sub-demonios de Selfridge (“En lugar de que las computadoras sigan unas reglas establecidas de antemano, los programas con demonios probarían diferentes estrategias y opciones y se ajustarían sobre la marcha, en función del éxito o el fracasso en la realización de la tarea”, p. 188); los demonios basados en microchips de Ehrenberg (“Estos dispositivos son análogos a los hipotéticos artilugios que traducen el movimiento ascendente y descendente de una partícula browniana en un movimiento puramente ascendente, que realizan el viejo truco del demonio de permitir que sólo las moléculas rápidas vayan de izquierda a derecha”, p. 199); los demonios de Charniak (“que enseñan a las computadoras a entender las historias”, p. 202); y los demonios y daemonios de UNIX (p. 239). “Bekenstein conjuró una nueva criatura llamada ‘demonio de Wheeler’. Esta criatura podía hacer desaparecer la entropía creada en un proceso termodinámico dejándola caer en un agujero negro” (p. 216). También está el demonio de Feynman (“una serie de máquinas vivas y no vivas que podían producir trabajo a partir de fluctuaciones casi aleatorias”, p. 233). Una variación distinta es el demonio de la elección de Zureck (“versión inteligente y selectiva del demonio de Maxwell”, p. 244). Según Diersh, el demonio de Maxwell existe, somos nosotros (p. 248). Para Schrödinger, la verdadera morada del demonio de Laplace es la biología (p. 250). “Monod concluyó que las ‘fibras polipeptídicas’, portadoras de información genética, ‘desempeñan el papel que Maxwell asignó a sus demonios hace cien años’” (p. 262). No todos los demonios van sueltos, Eigen concibió sus tres demonios encadenados: “El primero, el demonio de Maxwell, explicaba el sentido unidireccional disipativo de la naturaleza. El segundo, el demonio de Loschmidt, mostraba sus aspectos reversibles. El tercero, el demonio de Monod, creó los efectos aparentemente irreversibles que a menudo se atribuyen a los seres vivos” (p. 265). Por su parte, “Morton describió el ‘trabajo del gerente’ como ‘la innovación de la innovación’” (p. 274). Bourdieu escribió que “El sistema escolar actúa como el demonio de Maxwell. Mantiene el orden preexistente, es decir, la diferencia entre alumnos con cantidades desiguales de capital cultural” (p. 275). La lista sigue con el demonio de la suerte de Maurice Kendall, que actúa en el mercado financiero (p. 280). “Según Georgescu-Roegen, la acción básica que sustenta toda la actividad económica es la ‘clasificación’. Por ello, el Homo economicus podría entenderse como un demonio de Maxwell” (p. 282). Por supuesto, no podía faltar el demonio de Searle (mejor conocido como “el cuarto chino”, que busca minar el programa fuerte de IA, p. 218). Por último, Hofstadter invocó dos demonios, el demonio-S y el demonio-H, uno antropomórfico y el otro no, para mostrar las falencias del argumento de Searle (p. 225). Con todo esto, Canales logra –como en su libro anterior (Canales, 2016)– poner en realce a figuras sustanciales del pensamiento científico, que por distintas razones –nada obvias–, quedaron rezagados a un segundo plano en los recuentos usuales.

Si hay elogio en los párrafos anteriores es porque se trata de un libro bien meditado. Aun así, sus lagunas no son pocas ni poco hondas. Desde la mitad del tratado queda claro que no todos los demonios ni sus artífices reciben un tratamiento igualmente sustancioso. Algunas de las ambiciosas páginas del libro se reducen a un mero anecdotario y simplemente terminan por desviarlo de su leitmotiv. El resultado, un catálogo demasiado corto si se pretendía exhaustivo; demasiado largo, si abocado a su premisa. Aun acordando que el tratado no empiece con Arquitas como hace Weinert, o con Agrippa como podría haber sugerido Borges, ¿dónde están los demonios de Arrenhius4 y de Landsberg (1996), por mencionar únicamente a la cosmología?

En el libro de Weinert el lector no encuentra una genealogía de los demonios ni una discusión sobre lo que la presencia de estos seres pre-modernos implica en la modernidad, aspectos finamente trabajados en la obra de Canales. Lamentablemente esta última tampoco escapa a sus deudas. Canales presenta invocaciones y exorcismos, pero no disecciones. Falta una lección de anatomía que deje expuesto el interior de los demonios.

La insistencia en que la incapacidad de conocer simultáneamente la posición y el momento de las partículas en la mecánica cuántica vuelve promesa vacía al demonio de Laplace, ha robado luz a otros análisis no menos importantes. Más interesante resulta advertir que, cada vez que el demonio de Laplace ha sido puesto en la mesa de operaciones, nuevos amasijos epistémicos han sido revelados. “El famoso rompecabezas de la calculadora de Laplace está lleno de confusiones…”, se lee en una exquisita referencia clásica que Canales no incluye,

“Defiende, de hecho, poco más que la proposición de que en cualquier momento de la existencia del mundo, el futuro del mundo ‘será lo que será’. Pero lo que será no puede predecirlo, porque el mundo mismo está en el Tiempo, en perpetuo crecimiento, produciendo nuevas y frescas combinaciones” (Alexander, 1920, p. 328).

Para el filósofo australiano, el tiempo era tan real y vivo que ni dios mismo podría predecir su propio futuro. Alexander tuvo razón al denunciar, tempranamente además, que el demonio confundía determinismo y predictibilidad, que el determinismo era compatible con la impredictibilidad, y la libertad con la predictibilidad.

Por su parte, Cassirer también auscultó detenidamente a este demonio. La referencia sí se encuentra en el libro, pero Canales le dio un uso muy limitado. Cassirer encuentra que “la fórmula de Laplace es tan capaz de una interpretación científica como de una puramente metafísica, y es precisamente este doble carácter el que explica la fuerte influencia que ejerció” (Cassirer, 1954, p. 5). Ya entrado en la disección, Cassirer se pregunta cómo puede el demonio laplaciano ser susceptible de conocer un instante de todo el universo. Si lo hace de manera mediata –midiendo como nosotros humanos lo hacemos–, entonces sus mediciones portan indefectiblemente el error introducido por los aparatos. De manera que solo le resta hacerlo de manera inmediata. Pero una inteligencia así equipada, no necesita pasar por el cálculo para llegar al futuro, ya que puede acceder intuitivamente a cualquier instante de la realidad. La conclusión inevitable es que el demonio combina dos tendencias heterogéneas e incompatibles. Alexander ya había sentenciado de manera similar esta imposibilidad: “Ya sea, pues, que la mente calculadora infinita de la hipótesis es incapaz de predecir, o es supuesto por una petitio principii que puede saber más de lo que realmente sabe, y toda predicción es innecesaria” (Alexander, 1920, p. 329).

Una aporía distinta es la siguiente. No obstante que el demonio sea ciego a la flecha del tiempo, en tanto predictibilidad no se reduce a determinismo, la equiparación entre retrodicciones y predicciones debe ser asegurada y no supuesta. En otras palabras, en una vivisección se encontrará que el demonio de Laplace no es uno sino la fusión de dos seres distintos: un predictor (oráculo) y un retrodictor (dialabio5 ). Cabe señalar que desde siempre la retrodicción ha permanecido a la sombra de la predicción. Difícilmente se la encuentra en índices enciclopédicos y en dado caso es adentro de paréntesis. De cualquier forma, que la predicción a futuro es esencialmente equivalente a una sobre el pasado, no es sino un fuerte presupuesto heredado del demonio de Laplace, que debiera hacerse al menos explícito, si no exorcizar de una vez por todas.

A todas luces el libro está bien escrito y cuenta con una erudición notable, ello no lo libra de ciertos reparos literarios. Por razones de brevedad, considérese una única y pequeña línea de la página 60: “Maxwell’s demon was small, but milquetoast he was not”. El adjetivo no podría ser más provinciano. Hace referencia cerrada a una caricatura estadounidense cuya fama llevó a Webster, su autor, a la portada de la revista Time el 26 de noviembre de 1945. La nota dice que millones de estadounidenses conocen a Caspar Milquetoast tan bien como conocen a Tom Sawyer y mucho mejor que a figuras mundiales como Don Quijote, porque lo conocen casi tan bien como a sus propias debilidades. Entonces, en un vasto mundo agobiado por las referencias de unos pocos, ¿por qué insistir en más de lo mismo? Qué lejos, en todo caso, queda la directriz de Santayana para escribir con propia mente en lingua franca: “to say plausibly in English as many un-English things as possible” (Santayana, 1940/ 2009, p.7).

No son pocas las preguntas que Canales no responde y no son menos las que ni siquiera formula: ¿Dónde están los demonios de la química? ¿Las conjeturas en matemáticas juegan un lugar análogo a los demonios en la física? La literatura sobre el pasaje de Laplace es legión, ¿por qué no hay ni una sola ilustración del demonio? Ni el demonio de Descartes ni el de Laplace nacieron como demonios, fueron bautizados así más tarde, ¿hay casos de criaturas primeramente llamadas demonio que perdieron luego el apelativo? No obstante, Canales debe ser aplaudida por traer al banquete un plato tan fino como difícil de digerir. Contada desde sus demonios, la historia de la ciencia yace definitivamente más cerca del discurso de sus artífices que de sus comentadores.

Notas

2 Todas las traducciones son del autor.

3 Al parecer, Rothstein consideraba que el lenguaje de los demonios era útil porque obligaba a los físicos a alejarse de la jerga y volver a la sustancia: ‘El uso de demonios puede ser una especie de higiene semántica –dijo–, para evitar que los científicos digan tonterías sin darse cuenta’” (p. 179).

4 Así acuñado por Poincaré (1911/2002, p. 101).

5 La mitología está llena de criaturas que vaticinan el futuro. Asombrosamente parece estar vacía de estos otros monstruos que solo miran el pasado, situación por la cual me permito introducirlos: Tras penosas marchas uno puede encontrar un Dialabio, el gran retrodictor, y entonces confiarle un objeto desconocido, algún resto de algo que no es más. El Dialabio tendrá un rapto, no sabremos si intuye, rememora o calcula, pero al final escupirá la historia perdida, haya o no memoria para comprobarlo.

Referencias

ALEXANDER, S. (1920). Space, time and deity: The Gifford lectures at Glasgow, 1916-1918 (Vol. II). London: Macmillan & Company.

ASIMOV, I. (1962). Science: The modern demonology. Magazine of Fantasy and Science Fiction. (January), 73–83.

CANALES, J. (2015). The physicist & the philosopher: Einstein, Bergson, and the debate that changed our understanding of time. Princeton University Press.

CASSIRER, E. (1954). Determinism and indeterminism in modern physics; historical and systematic studies of the problem of causality. Yale University Press.

IRVINE, A. D. (1991). Thought experiments in scientific reasoning. En T. Horowitz & G. Massey (Eds.), Thought experiments in science and philosophy (pp. 149–166). Lanham: Rowman & Littlefield.

POINCARÉ, H. (2002). Le Demon d’Arrhenius. En H. Poincaré, L. Rollet (Ed.), & L. Rougier (comp.) Scientific opportunism – L’Opportunisme scientifique: an anthology (pp. 101– 4). Birkhäuser. (Obra original de 1911)

LANDSBERG. P. T. (1996). Irreversibility and time’s arrow. Dialectica, 50(4), 247–258. https://www.jstor.org/stable/42970694

SANTAYANA, G. (2009). A general confession. En The essential Santayana: Selected writings (pp. 4–22). Indiana University Press. (Obra original de 1940)

WEINERT, F. (2016). The demons of science: What they can and cannot tell us about our world. Springer.


Resenhista

Alan Heiblum Robles – Investigador independiente. E-mail: mulbieh@gmail.com  Orcid 0000-0003-1678-9686


Referências desta Resenha

CANALES, Jimena. Bedeviled: A Shadow History of Demons in Science. Princeton University Press, 2020. Resenha de: HEIBLUM ROBLES, Alan. Epistemología e Historia de la Ciencia. Córdoba, v.5, n.2, p.105-111, 2021. Acessar publicação original [DR]

Ensaios de filosofia da ciência | Pierre Duhem

La presente traducción portuguesa de una colección de textos del físico, filósofo e historiador de la ciencia Pierre Duhem se compone de ocho textos dispuestos en orden cronológico, de los cuales los cinco primeros corresponden a textos publicados en la Revue des questions scientifiques entre 1892 y 1896, mientras que los restantes aparecieron originalmente en Annales de philosophie chrétienne (1905), la Revue générale des sciences pures et appliquées (1908) y la Revue des deux mondes (1915). Cuenta, además, con un prefacio, un amplio y bien documentado estudio introductorio, una cronología, una bibliografía y sus respectivos índices de nombres y materias.

Si bien Duhem ha sido considerado un filósofo fundamental para la reflexión sobre las ciencias, a pesar de que él consideraba que sus contribuciones solo competían al ámbito de la física teórica, el conocimiento de su obra se limita por lo general a su libro La théorie physique, son objet et sa structure (1906). Sin embargo, esta obra capital fue traducida tardíamente en nuestro idioma (Duhem, 2003) mientras que la versión portuguesa apareció once años más tarde (Duhem, 2014); solo la versión castellana, además, se hizo a partir de la segunda edición de 1914, que añade como apéndice dos ensayos (“Physique du croyant” y “La valeur de la théorie physique: A propos de la publication d’un libre récent”) producto de su respuesta a los estudios de Abel Rey sobre su filosofía de la ciencia y sobre el rumbo de la física teórica a inicios del siglo XX (Rey, 1907). Por esta razón, la presente edición representa una aportación importante para adentrarse en el conocimiento de la obra del pensador francés entre el público de habla portuguesa y castellana. Leia Mais

Methods and Cognitive Modelling in the History and Philosophy of Science–&–Education | Transversal | 2018

In order to inquire into the foundations of the History and Philosophy of Science & its connection to Education, more specifically, teaching science-NoS, the Inter-Divisional Teaching Commission (IDTC)3 reached high-level researchers to share their most recent works and findings in methods and cognitive modelling as the IDTC Special Issue on HPS-&- Education. By combining approaches of natural sciences & humanities in the investigation of the topics and promoting the cooperation between teaching educators, historians of science, historians and philosophers of science and specialist, the following articles offer an interesting influence on the actual debate from scientific, educationally and culturally standpoints.

In the context of nowadays constraints and technological progress regarding the teaching of physical and mathematical sciences, the investigation of the relevant scientificeducational questions is becoming more and more emergent. As such, and since science is synonymous with modernity and progress, research has to be evolving with its time as well as Nature of Science, Scientific Mediation, Popularization of Science and Technique, and Teaching methods and contents. Moreover, physics (Pisano 2009; Pisano and Capecchi 2015), mathematics (Dhombres 1992) and science education (Pisano and Bussotti 2015a, 2015c) are also a complex social phenomenon (Pisano 2016) since they are influenced by the labour market and the elementary knowledge of sciences required by anyone in the social-economic daily life. Leia Mais

Pierre Duhem’s Philosophy and History of Science | Transversal | 2017

We are pleased to present in this issue a tribute to the thought of Pierre Duhem, on the occasion of the centenary of his death that occurred in 2016. Among articles and book reviews, the dossier contains 14 contributions of scholars from different places across the world, from Europe (Belgium, Greece, Italy, Portugal and Sweden) to the Americas (Brazil, Canada, Mexico and the United States). And this is something that attests to the increasing scope of influence exerted by the French physicist, philosopher and historian.

It is quite true that since his passing, Duhem has been remembered in the writings of many of those who knew him directly. However, with very few exceptions (Manville et al. 1927), the comments devoted to him exhibited clear biographical and hagiographic characteristics of a generalist nature (see Jordan 1917; Picard 1921; Mentré 1922a; 1922b; Humbert 1932; Pierre-Duhem 1936; Ocagne et al. 1937). From the 1950s onwards, when the studies on his philosophical work resumed, the thought of the Professor from Bordeaux acquired an irrevocable importance, so that references to La théorie physique: Son objet et sa structure became a common place in the literature of the area. As we know, this recovery was a consequence of the prominence attributed, firstly, to the notorious Duhem-Quine thesis in the Englishspeaking world, and secondly to the sparse and biased comments made by Popper that generated an avalanche of revaluations of the Popperian “instrumentalist interpretation”. The constant references Duhem received from Philipp Frank, translator of L’évolution de la mécanique into German as early as 1912, certainly cannot be disregarded (see Duhem 1912 [1903]). As it happened, the reception of Duhem’s ideas conditioned the subsequent debate on the prevailing preferences in the English-speaking world, namely, the thesis of underdetermination of theories by data, the merely representative value of theories, the criticism of the inductive method, and, especially, the holism and criticism of the crucial experiment, culminating in the volume edited by Sandra Harding (1976). Leia Mais

Siendo continuación de un estudio anterior (A Tale of Seven Elements), encontramos en este trabajo un libro ameno y de ágil lectura. En él se reflejan no solo la genuina humildad que caracteriza al erudito, sino la curiosidad, que es el germen de la indagación filosófica.

Apto tanto para el lector diletante o desprevenido como para el estudioso experto, este texto posee múltiples niveles de complejidad que lo convierten en una lectura grata y edificante a la vez. Leia Mais

Global philosophy: What philosophy ought to be? – MAXWELL (ARF)

MAXWELL, N. Global philosophy: What philosophy ought to be? Exeter. UK: Imprint Academic, Societas – Essays in Political & Cultural Criticism, 2014. Resenha de: CHOKR, Nader N. Aufklärung – Revista de Filosofia, João Pessoa, v.2, n.1, p. 175­-186, jan./jun., 2016.

In his recent book, Nicholas Maxwell revisits for the most part ideas, arguments, and positions he has been defending quite forcefully for the past 40 years or so. These include his conceptions of what philosophy ought to be, about the nature of science and its progress­making features, how to best construe empiricism and rationality, his take on the history and philosophy of science, on philosophy and the history of philosophy, the nature of (academic) inquiry, and finally, his position about the role of education and the university more generally in view of his rather pessimistic yet compellingly realistic diagnosis of the problems and challenges confronting our world at this point in our history.

And the question that comes immediately to mind is this: Why is Maxwell repeating himself over and over, in a desperate attempt to convey what he deems to be an urgent message, given the alarming and worrisome state of affairs currently prevailing in the world as we know it today? The obvious answer is, as he himself laments occasionally in his work, that he has so far failed to get the attention of the academic and philosophical community that he believes his work deserves. It behooves us therefore to inquire in a more focused manner into the possible reasons for such a failure in getting the recognition and support of the academic community. Are his ideas and proposals wrong or untenable and must therefore be rejected? Are they unoriginal and uncontroversial, and therefore not deserving of further attention? Or is the philosophical and academic community at fault in some ways for failing to recognize the validity and relevance of his ideas and proposals?

More generally, why do the ideas and proposals of some philosophers fail to gather the expected focus and attention in a timely manner, even though they are right and valid in so many respects? Does philosophy (in its institutional incarnation in the modern era) always come late to the party, so to speak? If the Owl of Minerva (philosophy) only takes its flight at dusk, as many philosophers have come to believe after Hegel, what are we to make of a new philosophy that claims instead that the Owl of Minerva must take its flight at dawn?

From the start, I must confess that when I first looked into Maxwell’s work, I was inclined (possibly like some of his readers) to think that his ideas may be more accepted and widespread than he seems to be realizing. Perhaps even part of conventional wisdom and common­sense. Progressively however, I began to see the qualitatively distinctive features of his proposal. He sets out, it now seems to me, an early­rising and forward­looking proposal about how humans can best save themselves from themselves, encapsulated in his call for a paradigm­shift in (academic) inquiry from knowledge to wisdom (1984, 2007). I hope merely to convey this reading to some extent in the brief compass of this review. Establishing its correctness in a definitive and conclusive manner is obviously beyond the present scope.

The five essays collected in the present volume are intended (once more) as an invitation to abandon our established and entrenched conceptions and transform our institutions of learning from primary school to university so that they devote themselves to helping us all create and bring about a better and wiser world. Because they have all been published previously in different contexts, they inevitably and unfortunately contain far too many repetitions which can be distracting and even appear annoyingly preachy. For this reason, and by virtue of my application of the principle of charity to interpretation (Davidson), my review proceeds in a slightly different way than usual conventions require. I single out a crucial thread in Maxwell’s work which enables me to give a fair and accurate account of the main point in each essay (even if at times short), while hopefully laying the ground through and through for an overall critical evaluation of his work, especially with regards to the question raised earlier.

In due course, I consider a number of objections that could be made against Maxwell having to do with (1) his idealism, (2) his scientism, (3) the ‘disciplinary matrix’ of his work, and (4) the form and style of his writings, the idiosyncrasies of his philosophical temperament, as opposed to the content and substance of the work. I also examine (5) the apparently unfashionable characteristics of his project, and (6) the clash or dissonance between its politically radical dimension prima facie and its more sober or analytical formulation, as further possible hypotheses. Finally, I consider briefly (7) the often posthumous character of philosophical vindication, and (8) the possibly paradoxical nature of Maxwell’s project.

Though Maxwell discusses a broad and diverse range of issues and topics, there is, he claims in the preface, one common underlying theme, and that is education (vii). For Maxwell, ‘education ought to be devoted, much more than it is, to the exploration of real­life, open problems; it ought not to be restricted to learning up solutions to already solved problems – especially if nothing is said about the problems that provoked the solutions in the first place’ (vii). [This is consistent, as we shall see, withhis main argument about inquiry].

Given the widely acknowledged and growing yawning­gap between education,as it is currently dispensed (for the most part), and the real­world, it is hard to see howone could object to such a view. Maxwell is urging a reduction or an elimination of thisgap. Furthermore, he is recommending that greater emphasis be placed as early aspossible on learning how to engage in cooperatively rational and imaginativeexplorations of such real­life, open problems.

In Chapter 1, he points out that ‘even five­year olds could begin to learn how todo this’ (vii) through appropriately designed and tailored philosophy seminars in whichthe use of ‘play’ as an effective pedagogical device is demonstrated. Maxwell iscertainly not the first or only philosopher to make a case for the pedagogical use of‘play’ in education or even in ‘philosophy for children’ (see Lipman’s project, Institutefor the Advancement of Philosophy for Children, 1974). But perhaps taken in thecontext of his wider claim about academic inquiry, it becomes qualitatively distinctive.He writes:

[A]cademic inquiry ought to be the outcome of all our efforts to discover what isof value in existence and toshare our discoveries with others. At its mostimportant and fundamental, inquiry is the thinking we engage inas we live,as we strive to realize what is of value to us in our life. All of us ought both tocontribute to andlearn from interpersonal public inquiry. This two­waytraffic of teaching and learning ought to start at theoutset, when we firstattend school (2).

What is often not appreciated enough, in his view, is ‘the central and unifyingrole of philosophy in all of education’ (3). Pursued as the cooperative, imaginative andrational exploration of fundamental problems of living, it could much more readilyserve to ‘bridge the gulf between science and art, science and the humanities’ (3).

One may be tempted to object at this point that hardly anyone in academia or inthe humanities would reject such a call to build bridges between disciplines, or even hisview about the central and unifying role of philosophy. This objection would bepremature however, and possibly unsustainable given that he puts forward as we shallsee a different conception of science, philosophy, and inquiry more generally.

In Chapter 2, Maxwell turns to what is perhaps one of his most important andlongstanding contentions: the fundamental failure of academic philosophy to properlyconceive its main task. According to him:

The proper task of philosophy is to keep alive awareness of what our mostfundamental, important, urgentproblems are, what our best attempts are at solvingthem and, if possible, what needs to be done to improvethese attempts (11).

In his view, academic philosophy has failed disastrously to even conceive of itstask in these terms. And the consequence is that it has not made any serious attempt toensure that universities are devoted to tackling ‘global’ problems –in the double senseof the term i.e., ‘global’ intellectually, and ‘global’ in the sense of concerning the futureof Earth and humanity.

Maxwell also claims that academic philosophy has failed to focus as it should onour most fundamental problem of all, encompassing all others:

How can our human world – and the world of sentient life more generally –imbued with the experiential, consciousness, free will, meaning, and value,exist and best flourish embedded as it is in the physical universe? (13, 41, 48, 157-­8).

This is, according to Maxwell, both our fundamental intellectual problem andour fundamental problem of living.

In Chapter 3, he goes to show how one could begin to address this problem, in asimulation­letter to an applicant for a new Liberal Studies Course. The fundamentalcharacter of the open, unsolved problem provides the opportunity to examine andexplore a broad range of issues and related problems:

What does physics tell us about the universe and ourselves? How do we accountfor everything physics leaves out? How can living brains be conscious? Ifeverything occurs in accordance with physical law, what becomes of free will?How does Darwin’s theory of evolution contribute to the solution of thefundamental problem? What is the history of thought about this problem? What isof most value associated with human life? What kind of civilized world shouldwe seek to help create? Why is the fundamental problem not a part of standardeducation in schools and universities? What are the most serious global problemsconfronting humanity? Can humanity learn to make progress towards as good aworld as possible? (47-­48).

The course as conceived would be run as a seminar, driven for the most part bystudents’ questions and proposals, with the teacher in the role of a facilitator or mentor.It would invite a sustained questioning of our current conceptions of education and itsgoals, science and its aim, as well as empiricism and rationality.

If, by philosophy, one means either (a) exploration and investigation offundamental problems or (b) explorations or investigations of the aims, methods, tools,and techniques of diverse worthwhile but problematic or unconventional endeavors – aswell as the philosophy of these endeavors, then in some real sense, students would bedoing philosophy, and not just talking about philosophy and past philosophers, andinterpreting the commentaries of commentaries, or commenting the interpretations ofinterpretations (64). But, according to Maxwell, academic philosophy today, on thewhole, neglects scandalously to do either of these things, (a) or (b), in a clear andstraightforward manner.

Suppose, to paint a picture in broad strokes, one could categorize some of themain proposals about the main task of philosophy as defending either one of thefollowing positions: (1) Philosophy consists essentially in ‘creating new concepts andconceptual persona’ [French continental philosophy, e.g., Deleuze & Guattari (1994)].(2) Philosophy consists essentially in the ‘analysis of concepts’ [Anglo­Americananalytic philosophy]. Then one could argue that Maxwell’s conception does not fall ineither category: neither (1) nor (2) is strictly speaking and effectively doing either (a) or(b), even though Maxwell can’t obviously avoid creating and analyzing concepts, as hepursues (a) and (b), and his primary focus on solving real­life, open problems.Obviously, proponents of both (1) and (2) could object that they too are interested in theend in bringing to bear their respective approach on the solutions of problems. Butunlike Maxwell, they arguably seem to subordinate the latter to something else, deemedmore important. In contrast Maxwell considers the latter as the primary task of philosophy.

Besides, while analytic philosophy is increasingly specialized and dominated byesoteric and arcane discussions of technical puzzles and language games (not just inWittgenstein’s sense) accessible to the initiated few, continental philosophyis, for itspart, far too prone to speculative flights, jargon­filled obscurantism and mystification,anti­rationalism, anti­scientific or anti­scientistic proclivities. In some sense, one could argue that they are both ‘forms of anti­philosophy’ (64). What the theoretical andspeculative approaches to philosophy often neglect are the vital, existential, andpractical dimensions of living.

In fact, if Maxwell’s conception has any affinities, it seems to be with the branchof contemporary philosophy that in recent decades has come to be known as ‘appliedphilosophy’ (in some of its incarnations). Such an approach is primarily concerned withbringing to bear on a wide range of contemporary problems and issues all the tools andinsights of philosophy broadly conceived in a non­doctrinaire fashion. After an initialbad reputation, such a field of inquiry has now come to be recognized and accepted forits contributions. It may have even contributed to the rehabilitation of the practicalrelevance of philosophy in the world today.

Concerning Maxwell’s formulation of what he deems to be the single mostfundamental problem confronting us, as self­conscious, evolved creatures in a physicaluniverse, what could one possibly object? Unless one is more receptive to theological,metaphysical or pataphysical speculations about ‘who and what we are’, and whatconstitutes our predicament as humans­in­the­world, one must concur. In fact he is notthe only philosopher to have discussed it (Whitehead), or who thinks so (far too manyto list here). As for its being fundamental, from which a slew of other problems can bederived, it should be obvious, especially if we situate ourselves, as I presume Maxwelldoes, within the current scientific, biological­evolutionary framework that is ours today.Such a framework is admittedly defeasible and subject to possible corrections, and evenoutright subversions, but it is arguably the best we have so far. His originality, if any,lies perhaps in the claim that it ought to be placed at the center of (academic)philosophy’s preoccupations.

In Chapter 4, he considers what he believes went wrong with the History andPhilosophy of Science (HPS) as well as Science and Technology Studies (STS), underthe misguided influences of various postmodernist trends, represented among others bythe ‘Strong Programme’ and ‘Social Constructivism’. Countering the often excessiveand untenable relativistic, subjectivist and anti­rational interpretations and conclusionsof proponents laboring under these trends, Maxwell seeks to correct the widespreadmisrepresentations of science and its basic aim (i.e., truthper se, factual truth andappeal to evidence, according to the standard conception of empiricism) and to promotea broader and richer conception of science and its basic aim (i.e., truth presupposed tobe unified or explanatory), one that puts in practice an aims­oriented empiricism andrationality, that is at once more objective and capable of making progress in itsapprehension of the real world (or parts thereof). He even seeks to find a way togeneralize over the progress­making features of science (its aims, methods, tools, andtechniques) to the entire social field and human world.

Under his conception, as I understand it, science (no differently than philosophy)would more readily be prepared to acknowledge, disclose, and critically evaluate theassumptions that it may be making implicitly or explicitly (e.g., metaphysical,epistemological, social, cultural, and even political assumptions) about its aims andmethods. In addition, it would be committed to applying consistently what he calls the‘four elementary rules of reason’:

(1) Articulate, and try to improve the articulation of, the basic problem to besolved.

(2) Propose and critically assess possible solutions.

(3) If the basic problem we are trying to solve proves to be especially difficult tosolve, specialize. Break the problem up into subordinate problems. Tackle analogous,easier to solve problems in an attempt to work gradually towards the solution to the basic problem.

(4) But if do specialize in this way, make sure specialized and basic problemsolving stay in touch with one another, so each influences the other (99­101).Furthermore, such a conception of science would arguably make adistinction between ‘constitutive and progress­making features’ and‘contextual and possibly obstacle­generating factors.’First, one must getclear on the progress­making features of science (aims and methods). Second, one mustcorrectly generalize these features so that they are potentially applicable to anyworthwhile, problematic human endeavor. Third, the correctly generalized progress­making features must be extended to the entire social and human world.

In Maxwell’s view, in order to get to step one, one needs to adopt an aim­oriented empiricism (AOE), and in order to get to step two, we need to generalize AOEso that it can be applicable in a potentially fruitful way to any problematic, yetworthwhile human endeavor, and not just science. In this way, we would also endorse arationality that helps to improve aims especially when they are problematic. Thisiswhat he calls aims­oriented rationality (AOR). Finally, in order to get to stepthree, weneed to apply AOR, arrived at by generalizing AOE, i.e., the progress­making featuresof science, to all other worthwhile, problematic human endeavors, besides science (104­5, 120­124, 164­175).

All of these features would enable inquiry (into the natural or social & humanworld) to acquire a self­corrective mechanism, a kind of positive feedback loop,through which obstacles and contextual factors can be identified and neutralized,failures can be turned into successes and successes into even greater achievements, andthereby achieve in the long run relative yet substantial progress.

It is in this context that one could perhaps best understand Maxwell’s call for aparadigm shift in inquiry –namely, from the established and dominant knowledge­inquiry pervasive in Universities around the world since the 18thcentury to a new andmore enlightened wisdom­inquiry. Obviously, such a shift has yet to take root andspread widely in the academic world, even though there are here and there hopefulclusters with such a focus (see for example Sternberg, 2001; Ferrari and Potworowski,2008 ̧ Mengel, 2010; Wisdom Initiative at University College London, Maxwell’s owninstitutional affiliation). Maxwell’s proposal could have benefitted over the years fromacknowledgement of and interaction with the works of like­minded scholars around theacademic world, and beyond.

While we may all readily grasp what is meant by knowledge­inquiry, this maynot be so with regards to wisdom­inquiry. Here is how Maxwell characterizes the contrast:

Knowledge­inquiry has two quite distinct fundamental aims: the intellectual aimof knowledge, and the social or humanitarian aim of helping to promote humanwelfare. There is a sense in which wisdom­inquiry fuses these together in the onebasic aim of seeking and promoting wisdom – wisdom being the capacity, andperhaps the active desire, to realize what is of value in life, for oneself and forothers; wisdom thus including knowledge and technological know­how but muchelse besides (103).

It might also help to know how Maxwell defined ‘wisdom’ when he firstintroduced his ‘great idea’ (118) in 1984:

[Wisdom is] is the desire, the active endeavor, and the capacity to discover andachieve what is desirable and of value in life, both for oneself and for others.Wisdom includes knowledge and understanding but goes beyond them in also including: the desire, and active striving for what is of value, the ability to seewhat is of value, actually and potentially, in the circumstances of life, the abilityto experience value, the capacity to use and develop knowledge, technology andunderstanding as needed for the realization of value. Wisdom, like knowledge,can be conceived of, not only in personal terms, but also in institutional or socialterms. We can thus interpret [wisdom­inquiry] as asserting: the basic task ofrational inquiry is to help us develop wiser ways of living, wiser institutions,customs and social relations, a wiser world (118, 1984: 66; 2007: 79).

One may think, as I have initially, that the use of the term ‘wisdom’ tocharacterize what should be of primary concern in inquiry in his view diminishessomehow the novelty, or radical nature of his proposal as it evokes readily varioustraditional conceptions and connotations associated with the term itself. It is perhapsbest to take his construal as a re­definition of the term for our times.

In order to motivate and justify his call, Maxwell revisits a crucial turning­pointin the history of Modern Philosophy, and that is, the so­called Enlightenment in the 18thcentury, especially the French variety. According to Maxwell,les philosopheshad amagnificent and correct idea: it should be possible to learn from the progress­makingfeatures of science and acquire actionable knowledge about how to make socialprogress and bring about a better and more enlightened world. However, they made aserious and consequential mistake in the implication they drew from their brilliant idea.Rather than ascertaining and confirming the progress­making features (aims, methods& methodologies, protocols, tools, and techniques) of science and seeking to generalizethem over the entire social field and human world, they mistakenly assumed that thetask incumbent upon them was ‘to develop the social sciences alongside the naturalsciences’. And of course, it is this assumption which has been institutionalizedandentrenched within a knowledge­inquiry paradigm throughout the 19thand 20th centuries, up until the present.

A properly construed genealogical history of this period could probably providethe grey­on­grey, fine­grained details and multifactorial reconstruction of how arguablythis process unfolded. And admittedly, there may be room here for competing and evenclashing perspectives. But it seems plausible to assume, as Maxwell does, that anopportunity was crucially missed by the Enlightenment philosophers, that we must seekto re­capture now more than ever, and that is, the opportunity to embrace wisdom­inquiry – instead of knowledge­inquiry as we have done for the past couple ofcenturies. One in which ‘our capacity and active desire to seek and promote what is ofvalue in (or to) life, for oneself and others’ (103) becomes the main driving­force ofinquiry, now conceived very broadly as social inquiry, in that ‘it is intellectually morefundamental than natural science itself’ (102).

In Chapter 5, titled ‘Arguing for Wisdom in the University’, Maxwell undertakes‘an intellectual autobiography’ (108) in which he seeks to tell the story of how he cameto argue for ‘such a vast, wildly ambitious intellectual revolution’ (108), namely, thatwe urgently need to bring about a revolution in academia so that the basic task ofinquiry becomes to seek and promote wisdom, rather than knowledge.

I have always found such an exercise to be very tricky and treacherous, indeed:how could or should one talk about oneself, in what language, and to what degree ofintimate disclosure? How self­conscious could or should one be? How self­critical ornot? How self­aggrandizing could or should one be? How much self­deprecating humorto engage in or not? How could or should one strike a balance between all suchconsiderations? Etc.

Regardless of his success or failure in these regards, I have found his reconstruction of his intellectual odyssey (from ‘genius child’ to ‘emeritus professor’)as he sees it from his current vantage point to be illuminating in many respects, if onlyas a window into the mind of a philosopher (peering into himself) assiduously andstubbornly pursuing his quest and inquiry into the human predicament. I cannevertheless understand those who might feel irked or bothered for some reason by hisnarcissistic and self­aggrandizing tendencies tempered by self­deprecating humor.Maxwell concludes his account by stating what he finally realized:

Every branch and aspect of academic inquiry needs to change () if it is to be whatit is supposed to be: rationally organized and devoted to helping humanity achievewhat is of value in life. I was then confronted by five revolutions (that needed tohappen before my program could become a reality). First, a revolution in thephilosophy of science, from standard to aim­oriented empiricism. Second, arevolution in science itself, so that it comes to put aim­oriented empiricismexplicitly into scientific practice. Third, a revolution in social inquiry and thehumanities, so that they come to give intellectual priority to problems of living,themselves put aim­oriented rationality into practice and take, as a basic, long­term task, to help humanity feed aim­oriented rationality into the social world.Fourth, a revolution in academia as a whole, so that it takes up its proper task ofhelping humanity realize what is of value in life. And fifth, the revolution thatreally matters: transforming the human world so that it puts cooperative problem­solving rationality and aim­oriented rationality into practice in life, so that wemay all realize what is of value as we live insofar as this is possible (171­2, additions in parentheses).

Needless to say, Maxwell’s proposal is wildly ambitious and idealistic, ashe ishimself ready to admit. It is hard enough bringing about one revolution, let alone five(comprising disciplinary, institutional, social and political revolutions). Besides, apartfrom specifying some of the necessary conditions for such revolutions, he does not fullyarticulate the practical guidelines we could follow to make them happen. As a result,one may fail to see how Maxwell believes that they can be achieved in practice andwhat we should actually do in order to facilitate their realization. In short, Maxwelldoes not seem to give us much advice about how these revolutions can actually beachieved in real life and how we should go about restructuring the university andresearch in order to accomplish his objectives. Perhaps the best place to look for suchdetails would be the Wisdom Initiative implemented under his leadership at UniversityCollege London, his alma mater.

But that a program is idealistic and ambitious (and even still highly unspecified)does not entail that it is not desirable and to be desired, does it? In fact, it may wellbebased on very cogent and compelling analyses and solid arguments, which make it notonly tenable and desirable but correct and relevant.

What philosophical program, worthits salt, is not more or less idealistic, seeking to bring about what should be, ratherthanperpetuating what is? It is more often than not a multi­generational, collective andcollaborative effort that is required to bridge or close the gap between the latter and theformer.What other possible objection could one readily make to Maxwell’s proposal?Obviously, one could argue that Maxwell is somehow committed to some kind of‘scientism’ (i.e., the assumption or belief that science and only science (and itsprogress­making features, properly identified, assessed and generalized) can provide uswith the best possible explanations and problem­solving tools required to bring about abetter world. Maxwell would, I believe, bite the bullet in this regard, and admit to someform of scientism, as long as it is understood that his proposal countenances a much broader and corrected conception of science than the one commonly held. It is, let’srecall, underwritten by aims­oriented empiricism and rationality, properly inscribedwithin wisdom­inquiry, in which there would not be much of a distinction left betweenscience and philosophy (as in the ‘natural philosophy’ of yesteryears), and naturalscience is itself subsumed under a broader and much more encompassing social inquiry.

Maxwell is not however committed to a naïve form of scientism. He recognizesthat most if not all of our global problems have come about in large part because wehave been able through the extensive application of science and technology over thepast couple of centuries to pursue goals with great success that seem highly desirable inthe short term, but quite disastrous in the long term. It is for this reason that he thinks‘we urgently need to learn how to improve our aims and methods in life, at personal,social, institutional, and global levels’ (61­2). And for that, he argues, we need a newconception of rationality – aims­oriented rationality – specifically designed tofacilitatethe improvement of problematic aims and the progressive resolution of problemsassociated with partly good, partly bad aims at all levels, in all human endeavors(62).

Suppose that one believes, as Simon Critchley recently put it in an essay with acatchy title “There is no Theory of Everything” (2015) that there is a fundamental andirreducible gap between nature and society, that while the former lends itself toexplanations, the latter may not, and may only require descriptions, clarifications, orelucidations, and furthermore that the mistake, for which “scientism” is the name, is thebelief that the gap can or should be filled. He also characterizes it as a risk, i.e., thebelief that natural science can explain everything, right down to the detail of oursubjective and social lives. All we would need then is a better form of science, amorecomplete theory, a theory of everything. He concludes however that there is no theoryof everything, nor should there be. Critchley adds that one huge problem with scientismis that it invites, as an almost allergic reaction, the total rejection of science, and oftenleads to obscurantism (e.g., among climate change deniers, flat­earthers, and religiousfundamentalists). We need not however run into the arms of scientism in order toconfront the challenge of obscurantism, he argues. Yet surprisingly, he seems to viewthe task of philosophy as merely consisting in “scratching our itches,” over and overagain, to paraphrase Wittgenstein. “Philosophy, he writes, scratches at the various itcheswe have, not in order that we might find some cure for what ails us, but in order toscratch in the right place and begin to understand why we engage in such apparentlyirritating activity.” Further, he adds: “What we need are multifarious descriptions ofmany things, further descriptions of phenomena that change the aspect under whichthey are seen, that light them up and let us see them anew.”

It should be clear by now that Maxwell would take issue vehemently with such aconception of philosophy and its primary task, not to mention the dubious and certainlyquestionable assumptions made by Critchley in his tirade against a particular (straw­man) construal of scientism, beginning obviously with the underlying conception of‘science’ at work in his remarks which is radically different from Maxwell’s. It is alsoworth pointing out that the irreducible gap discussed by Critchley is one big assumptionfor which more argumentation is required, and that Maxwell, as a matter of fact,discusses at length (in reference to “our single most fundamental problem”). In Maxwell’s conception, ‘science’ could yield explanations (causal or probabilistic, andotherwise, say, functional, teleological explanations) as well as descriptions,clarifications, and elucidations, and thereby lead to different forms and degrees ofvalidation or rather falsification. Furthermore it would be subsumed along withphilosophy, as mentioned earlier, under a broader and richer conception of inquiry, i.e., wisdom-­inquiry. It need not however be a complete theory, a theory of everything, asCritchley presumes. Those who reject science totally, rather than constructively andcritically on specific problems and issues, do so at their own risks and perils,obscurantism being the least of them of all. Those who embrace science in any formblindly, irrationally, and uncritically also do so at their own risks and perils, scientismbeing the least of them.

What other reasons could one possibly give or consider for why Maxwell’sviews and proposals has so far failed to get the attention and recognition they deserve?Suppose for the sake of argument that one can draw meaningfully a distinction betweenform and content, i.e., between (1) the manner in which Maxwell presents his ideas anddefends his views, his writing style and rhetorical flourishes, and all thoseidiosyncrasies having to do with the ‘philosophical temperament’ of the author and (2)the actual substance of his statements and arguments, i.e., the proposals he is actuallyputting forth and defending. Can we make the case that one or the other is to be blamedfor the relative of lack of attention and recognition of his work?

So, for example, can we plausibly argue, as some of his critics have done onoccasions, that his narcissistic and self­centered tendencies, albeit tempered by hints ofself­deprecating humor (Chapter 5), or his disposition to make absolutist andcategorical judgments, especially when criticizing and dismissing other philosophers’views (Chapters 3, 4 & 5) help to explain why his work did not have the “explosiveimpact” he had hoped and expected in the philosophical and academic community atlarge? I doubt it. First of all, it is our job to be able to sort out the wheat from the chaff,and to disregard or put aside those elements that may distract and prevent us fromgrasping and appreciating the core­substance of the work. Besides, these tendencies anddispositions seem to have characterized more or less acutely the so­called philosophicaltemperament over the ages. What philosopher of any weight and importance does notseem to think that his or her work constitutes a crucial hinge in the history of thought,delineating thereby a before and after?

I am more inclined to consider a number of other hypotheses, focusing on thecontent, his ideas and proposals, as to why his work has so far not met with the kind ofreception and recognition it deserves. Given the radical and unfashionablecharacteristics of Maxwell’s propositions and views, it is not surprising that they haverun against various trends and fashions in philosophy (dominant schools of thought andmovements, as well as institutional elevations of some approaches over others inphilosophy). In this case, they have run counter to the established Anglo­Americananalytic approach, whose focus on the arcane, esoteric and technical analysis ofconcepts has all but rendered it useless in the eyes of Maxwell. They have also runcounter to the establisheddoxain history and philosophy of Science, to thepostmodernist trends which had come to dominate the field of Science & TechnologyStudies, as well as the various approaches in Continental (French) philosophy whichhad taken certain quarters of academia by storm (e.g., Phenomenology, Hermeneutics,Structuralism, Post­structuralism, Deconstructionism, Archeology of Knowledge,Genealogy of Power/Knowledge, Critical Theory, Neo­Marxism, Speculative Realism,Dialectical Materialism, Hedonism, etc.).

In this context, could a more likely explanation for the relative neglect ofMaxwell’s work be due to the institutional inertia and entrenched (disciplinary)conservatism of the academic world and the philosophical community in particular? Is it possible that too many bad habits of thought and entrenched prejudices prevent mostacademics and philosophers from escaping the very coordinates of the frameworks andsets of assumptions under which they labor, making it difficult for them to appreciate the bold and innovative character of his proposals? Is it possible that, before we canlearn how to do what Maxwell proposes, we may have to engage first and as aprecondition in some fair amount of unlearning, so as to throw off our conceptual and theoretical shackles, so to speak? If this were to be case, then his proposal wouldcertainly qualify as original and controversial. The readers would have to decide forthemselves on these questions.

Could the ‘disciplinary matrix’ within which Maxwell’s articulated anddeveloped his views and proposals also serve to explain at least in part why his workhas so far failed to get across? As we know, his views and proposals are squarelysituated within the History and Philosophy of Science at the intersection with Science &Technologies Studies. Both of these fields are characterized by a specialized technicaljargon in addition to the already challenging philosophical one. This may arguablymake Maxwell’s views difficult to access and perhaps impenetrable, or in any case helpto explain his failure to reach a larger audience or readership –even within the fieldofphilosophy. But such considerations are hardly convincing given that his writings arefor the most part straightforward and clear, rigorous and pedagogical when need be.They should therefore be accessible to anyone (moderately educated and literate) whowishes to read through them and ponder their merits for themselves.

Perhaps a more compelling explanation can be found in the clash or dissonancebetween the politically radical dimension of his proposals and their more sober andanalytical formulations due to his original ‘disciplinary matrix.’ Can this factorcondemn his work to a posthumous recognition, as is unfortunately often the case in philosophy? Ideas may be recognized as true and valid, relevant and worthwhile, butacting on them (to turn them into reality) is beyond what can be countenanced by thecurrent system in place. Perhaps we are here confronted with a paradox in that hisfailure may be due to his success: his ideas and proposals are in fact more widelyaccepted (at least in principle, theoretically) than he seems to realize. Are we more Maxwellian than we think we are?

Whatever the case may be in the final analysis, Maxwell’s latest book as wellasin his work for the past 40 years (see detailed bibliography, 180­4) are certainly relevantto our efforts in successfully confronting and solving some of the major(global/glocal/local) problems afflicting our world. And philosophy, properly re­construed and re­constructed, has a crucial role to play in bringing about the necessarychanges in the university, in education more generally, in society, and in the world atlarge.

Referências

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Nader N. Chokr

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[DR]

Leyes sin causa y causas sin ley – CAPONI (SS)

CAPONI, Gustavo. Leyes sin causa y causas sin ley. Bogotá: Universidad Nacional de Colombia, 2014. BARAVALLE, Lorenzo. O mosaico causal do mundo orgânico. Scientiæ Studia, São Paulo, v.13, n. 3, p. 685-94, 2015.

No princípio – como muitas vezes acontece na filosofia da ciência – era Hume. E, aos olhos dele, o mundo natural era apenas uma coleção de fenômenos. O ser humano, uma criatura dirigida por uma série de hábitos profundamente arraigados, enxerga necessidade onde nada mais há que uma repetição de eventos contingentes similares, espacialmente próximos e temporalmente ordenados, e chama essa repetição de relação causal. Esta não está lá fora, no mundo, como imaginavam os metafísicos da época, mas em nós, nos observadores, e, por isso, nada nos assegura que, amanhã, das mesmas causas seguir-se-ão os mesmo efeitos.

Por quanto impecável do ponto de vista de um empirismo radical como o de Hume, sua caracterização da relação causal possuía algumas implicações indesejáveis para quem, como os empiristas posteriores a ele, pretendiam distinguir entre certas causas “autênticas” – como aquelas postuladas pelas teorias físicas – e outras meramente aparentes. Se qualquer sequência regular com as características acima descritas pode ser considerada como causal, como Hume parece admitir, então muitos eventos que intuitivamente não são tidos como causalmente relacionados, porque meramente correlacionados, passam a sê-lo. Como impedir a proliferação dessas pseudocausas? A solução do problema, geralmente atribuída a Hempel, embora sua paternidade, como mostra Caponi (cf. p. 15), seja disputada por Popper, consiste em dizer que apenas os eventos subsumidos sob uma lei científica podem ser considerados como causalmente relacionados. Em suma, que sem leis não há causas.

As leis científicas são consideradas, nessa tradição de pensamento, como generalizações universais irrestritas, isto é, enunciados válidos em qualquer porção de espaço-tempo e independentemente da existência, contingente, de objetos que as instanciam. Elas jogam um papel fundamental na explicação científica. Para Hempel, como é sabido, a explicação científica é uma inferência que permite derivar um explanandum (o enunciado que expressa o fato a ser explicado) a partir de um explanans (um conjunto de enunciados que constituem as premissas da inferência). Embora Hempel tivesse proposto vários modelos de explicação científica, o primeiro e mais conhecido é aquele chamado de “dedutivo nomológico particular”, no qual o explanandum, constituído por um enunciado que expressa um fato específico, é deduzido a partir de um explanans que, por sua vez, é constituído por outros enunciados de fatos particulares e por, pelo menos, uma lei. É justamente nisso que reside o caráter “nomológico” do modelo hempeliano, pois a presença de leis na explicação garante a validade da relação explicativa entre explanans e explanandum e, em última instancia, sua cientificidade. Embora nem todas as leis expressem relações causais (um ponto sobre o qual, como veremos em breve, Caponi justamente insiste), uma consequência implicitamente aceita do modelo hempeliano é que a possibilidade de falar de relações causais entre os fenômenos estudados por uma disciplina científica está subordinada à possibilidade de produzir, nessa mesma disciplina, generalizações nomológicas. Isto é, só há causas onde há leis.

A simplicidade e a elegância do modelo explicativo hempeliano escondem, na verdade, um sem fim de problemas epistêmicos mais ou menos graves (cf. Salmon, 1989). Notoriamente, ele colocou por um longo tempo os filósofos da biologia em uma situação bastante embaraçosa. Como observaram, entre outros, Smart (1963) e Beatty (1995), na biologia, é extremamente difícil, se não impossível, encontrar leis no sentido requerido por Hempel (isto é, generalizações universais irrestritas). Entretanto, conforme o modelo dedutivo nomológico, não pode haver explicação científica sem leis e, pelo que acabamos de dizer, parece não haver maneira de identificar relações causais se não por meio de explicações científicas, de modo que não parece possível falar de relações causais propriamente ditas na biologia. Mas, se isso for realmente assim, então a biologia seria uma disciplina de alguma maneira subordinada a disciplinas, tais como a física ou a química, cujo caráter nomológico é inegável.

É aqui que Gustavo Caponi entra em cena com seu novo livro, trazendo ar fresco a um debate que por várias décadas dividiu quem parecia estar disposto a abandonar a biologia a seu destino de ciência sem leis e, portanto, “sem causas” próprias, e quem insistia em encontrar um modelo explicativo ou uma definição de lei menos estritos e, portanto, mais adaptáveis às exigências das ciências especiais. Para Caponi, não é preciso abandonar a noção de lei tradicional para constatar que no domínio da biologia há tanto leis como causas. Se outros filósofos, no passado, pensaram diversamente é porque estabeleceram uma infértil e artificial equação entre essas duas noções. Uma equação que, uma vez dissolvida, permite mostrar o pleno potencial da biologia e reconhecer seu lugar entre as outras ciências explicativas. Para esse fim, Caponi, com sua característica prosa agradável e de clareza exemplar, limpa o caminho de uma serie de confusões conceituais sobre o tema e, articulando ativamente a chamada “concepção experimentalista” da causalidade (cf. Gasking, 1955; Von Wright, 1971; Woodward, 2003), retrata uma imagem da estrutura explicativa das ciências da vida original e fiel à prática epistêmica do biólogo. O livro de Caponi é composto por 4 capítulos, que definem o argumento principal, e um Anexo final sobre a explicação teleológica e a noção de desenho na biologia evolutiva. Tendo em conta o espaço a disposição, e com a finalidade de apresentar com a devida profundidade os elementos mais importantes da concepção defendida por Caponi, limitar-me-ei a discutir a primeira parte do texto, convidando o leitor a descobrir por si próprio como o Anexo completa tal concepção.

1 DO CARÁTER NOMOLÓGICO À INVARIÂNCIA

Nos últimos 20 anos, o pessimismo de Smart e Beatty com respeito à possibilidade de individuar regularidades nomológicas em biologia foi deixando o passo àqueles que, como Brandon (1990), Sober (1984) e muitos outros, argumentam que algo do tipo do princípio da seleção natural, segundo o qual “se a é melhor adaptado que b em um ambiente E, então (provavelmente) a terá um maior sucesso reprodutivo que b em E” (Brandon, 1990, p. 11) ou, de modo mais geral, do tipo das fórmulas da genética de populações são, efetivamente, leis oriundas da biologia. Compartilhando apenas parcialmente o entusiasmo desses filósofos, o problema que Caponi levanta no primeiro capítulo de seu livro é o de saber se é suficiente afirmar o caráter nomológico de tais enunciados para certificar-se da existência de explicações causais autênticas no âmbito da biologia? A resposta de Caponi é negativa, mas é justamente a partir desse desanimador começo que, como veremos, ele pode alcançar uma concepção da estrutura teórica da biologia mais madura e sofisticada. Não apenas o caráter nomológico não é suficiente para definir a causalidade, mas tampouco é necessário.

Mesmo Hempel (1965) admitia que nem todas as leis científicas são leis causais, dado que algumas delas expressam apenas uma relação matemática entre variáveis. Muitas leis não causais – as que Caponi (p. 45 ss.), adotando a terminologia de Sober (1984), chama de “leis consequenciais” – sugerem apenas que, entre certas classes de fenômenos, está ocorrendo alguma relação causal, mas não revelam em que consiste, efetivamente, tal relação. Embora também as leis consequenciais sejam informativas, alguns críticos do modelo dedutivo nomológico (cf. Salmon, 1997) argumentaram que somente as leis causais permitem formular explicações totalmente satisfatórias.

Se tomamos em consideração a física, é fácil ver que as leis físicas em sua maioria, e, portanto, as explicações nelas baseadas, são causais porque “dão conta da origem, da fonte, da constituição, de uma força ou agente de mudanças, e elas também nos indicam a intensidade que essa força ou agente de mudanças deverá ter” (p. 46). É assim também na biologia? Consideremos um exemplo clássico de lei na genética populacional (p. 37):

dp/dt = p (wA – W)/W. (1)

Ela nos diz que a frequência de um fenótipo em uma certa população aumenta na medida em que o valor seletivo (wA) de tal fenótipo supera o valor seletivo pro-médio dos outros fenótipos presentes na mesma população. A noção de “valor seletivo” (ou outras equivalentes, como “sucesso reprodutivo”) é meramente quantitativa, isto é, ela não indica por que a frequência do fenótipo em questão aumenta, já que não especifica as características ecológicas que fazem com que tal fenótipo possua, efetivamente, esse valor seletivo, mas apenas como esse valor influirá nas frequências dos outros fenótipos e, definitivamente, na composição da população. Em outras palavras, ele não indica as causas que estão operando na distribuição dos fenótipos na população. Portanto, (1) é uma lei consequencial. Assim como quase todas as leis da biologia, argumenta Caponi, ela é incapaz de ir para além de uma representação a posteriori de como certos efeitos estão inter-relacionados e, como consequência disso, não pode proporcionar explicações causais.

Há, também na biologia, pelo menos um exemplo de lei causal, a saber, a lei de Fisher sobre a proporção de gêneros (cf. Sober, 1984, p. 51 ss.). Estabelecendo que o fenótipo correspondente ao gênero menos difuso em uma população será aquele com maior valor seletivo, a lei de Fisher explicita, de fato, o que em (1) é deixado sem especificar, isto é, a natureza da característica ecológica que, no contexto em exame, causará uma variação na frequência do fenótipo em questão. Caso fosse possível encontrar outras leis análogas, capazes de determinar, com certo grau de universalidade, quais fenótipos possuirão um maior valor seletivo em uma população dadas certas condições ambientais, então o problema de encontrar explicações causais autênticas na biologia estaria virtualmente resolvido. Porém, Caponi (p. 64-8) argumenta, em minha opinião convincentemente, que elas, embora não impossíveis de encontrar, são extremamente raras, devido ao fato de que, dadas certas condições ambientais, as maneiras pelas quais uma população tem de adaptar-se a elas são muitas e potencialmente imprevisíveis. A lei de Fisher seria, então, a clássica “exceção que confirma a regra”: ela funciona bem como lei causal porque, nas espécies sexuadas, os gêneros são variáveis binárias. Todavia, não podemos esperar que ela funcione como modelo para outras leis, já que essa situação é muito pouco frequente no mundo orgânico.

Talvez, e essa é a grande aposta de Caponi – como ele mesmo sugere no segundo capítulo de seu livro –, não é no caráter nomológico que deveríamos procurar o caráter causal da explicação biológica. Opondo-se à tradição neo-humeana, conforme a qual – como lembrei no começo desta resenha – o caráter nomológico é condição necessária para atribuir causalidade, Caponi propõe reconhecer uma prioridade e independência conceitual à noção de causa com respeito à de lei (p. 69 ss.). Adota, ao fazer isso, a que é conhecida como perspectiva experimental ou manipulativa da causalidade (cf. Gasking, 1955; Von Wright, 1971) e, em particular, a proposta de James Woodward (2003). Conforme esta última proposta, “as atribuições causais (…) são feitas (…) com base na ideia de que a causa de um fenômeno é sempre outro fenômeno cujo controle permitiria, ou nos teria permitido, controlar a ocorrência daquele que chamamos seu efeito” (p. 72). Em outras palavras, a causalidade está relacionada com um fazer, mais do que com um saber: é uma noção, em certa medida, pré-teórica e anterior a nossas atribuições nomológicas.

Para esclarecer essa noção, Caponi introduz um dos exemplos mais recorrentes do livro: a da “rádio calchaquí”, uma rádio pequena e velha, perdida no meio dos vales Calchaquis na Argentina, que, devido à ação do tempo, apresenta um funcionamento anômalo (p. 77 ss.). O dispositivo que regula o volume é invertido. Isto é, movendo-o em sentido horário o volume desce e, movendo-o em sentido anti-horário, sobe. Embora sem conhecimento de uma hipotética lei que regeria o comportamento de nossa rádio, depois de um pouco de prática, reconheceríamos sem problemas que há uma relação causal entre o movimento do potenciômetro e as oscilações do volume. Mas como se justifica tal conhecimento se, de fato, não deriva do conhecimento prévio de uma regularidade nomológica? A resposta de Caponi é que ele é determinado pelo fato mesmo de estarmos “em condições de controlar o estado de uma variável X em virtude de nossa manipulação de outra variável Y” (p. 80). Mais especificamente, embora não saibamos explicar por que a rádio se comporta assim, “temos ao menos o começo de uma explicação quando identificamos fatores ou condições cuja manipulação ou mudança produzirá mudanças no resultado que está sendo explicado” (Woodward, 2003, p. 10).

O funcionamento da rádio calchaquí exibe o que Woodward chama uma “invariância”, isto é, uma regularidade local que, embora sem possuir a universalidade própria de uma lei causal (já que, bem ao contrário, é válida até onde sabemos para um só caso), é suficientemente sólida para suportar condicionais contrafactuais. Woodward (2003, p. 133-45), e com ele Caponi (embora não explicitamente), seguem David Lewis (1993 [1973]) na ideia de que é a capacidade de suportar contrafactuais – e não sua nomicidade, a qual seria, eventualmente, uma consequência de tal capacidade – que revela o conteúdo causal de um enunciado. Porém, em lugar de fundar, como Lewis, essa capacidade em uma particular ontologia dos mundos possíveis, Woodward e Caponi identificam essa capacidade – mais prosaicamente, mas também mais eficazmente – com a propriedade, característica de uma invariante, de manter-se estável em certa quantidade de intervenções.1 No nosso exemplo, observando que a oscilação do volume depende da manipulação do potenciômetro, estamos na posição de estabelecer o valor de verdade de séries de contrafactuais e, consequentemente, certificar a relação causal entre os dois fenômenos. Na medida em que uma invariância suporta um maior número de intervenções, ela é mais abrangente e pode ser considerada, eventualmente, uma lei causal. Todavia, o ponto importante para manter em vista é que “Woodward (…) conseguiu colocar em evidência que a efetividade do vínculo causal estabelecido por um invariante não é diretamente proporcional a sua universalidade, mas a sua estabilidade sob intervenções, ainda quando esta última se cumpra apenas dentro de uma esfera muito restrita” (p. 99), a saber, que o caráter nomológico derive da possibilidade de individuar relações causais e não vice-versa.

2 A EXPLICAÇÃO BIOLÓGICA EM UM MUNDO FÍSICO

Até aqui tudo bem. Mas como a concepção experimental nos ajuda, exatamente, a explicitar, na explicação biológica, aquelas relações causais que ficavam ocultas em suas leis consequenciais? Quando se trata de processos evolutivos não possuímos, na maioria dos casos, a mesma capacidade material de manipular variáveis como no caso de nossa velha rádio calchaquí. Podemos, porém, figurar-nos intervenções hipotéticas a partir de outras factualmente possíveis. Não entraremos aqui nos detalhes sobre este ponto mas, com relação a isso, é interessante lembrar que, na formulação de sua teoria, Darwin inspirou-se – entre outras coisas – na seleção artificial dos pombos domésticos, isto é, uma atividade propriamente manipulativa, extrapolando depois as características fundamentais de tal processo a um outro apenas hipoteticamente manipulável, a seleção natural (cf. p. 83-5). Dada essa possível extensão da noção de manipulabilidade, Caponi propõe considerar, no terceiro capítulo de seu livro, as distintas pressões seletivas, tão diferentes entre si – devido às potencialmente infinitas circunstâncias morfológicas, fisiológicas e comportamentais que jogam um papel na evolução de uma determinada população – como invariantes particulares.

Mais uma vez, Caponi (p. 106 ss.) esclarece sua estratégia com um exemplo. Uma das mais conhecidas ilustrações da ação da seleção natural é, sem dúvida, o fenômeno do melanismo industrial em Biston betularia. Devido a certas características ecológicas – a presença de aves predadoras e a coloração das superfícies de pouso, constituídas por árvores obscurecidas pela ação poluente do fumo das fábricas da região –, nas populações dessa espécie de mariposa onde estão presentes uma variante mais clara e outra mais escura, a variante com a coloração mais escura tende a um maior sucesso reprodutivo. A frequência dos fenótipos, nessas populações, corresponde àquela prevista por (1). Não há, todavia, uma lei causal – universal – que explique por que, nessas populações, acontece essa distribuição. Significa isso que não podemos explicar causalmente o fenômeno? Tal conclusão seria completamente insatisfatória, se levássemos em conta que, do ponto de vista de um biólogo evolutivo, é justamente esse tipo de explicação aquela desejada em casos análogos a esse.

Afortunadamente, alinhados com a análise realizada anteriormente, não precisamos de uma lei causal para obter tal explicação. No caso do melanismo industrial, a relação entre a coloração das mariposas e das superfícies de pouso é estável sob várias intervenções. Isto é, manipulando experimentalmente o segundo fator – obrigando, por exemplo, as fábricas a usar filtros que reduzam a poluição –, é possível controlar o primeiro – a cor das mariposas. Por meio de tal manipulação podemos, em última instância, determinar o fenótipo que será mais adaptativo intervindo em sua ecologia. Estamos, em outras palavras, em presença do que Caponi chama de um “invariante seletivo” da forma.

Se, em populações de insetos de ecologia análoga a essas de Biston betularia, nas quais aconteceu o melanismo industrial, ocorrem colorações alternativas tais que uma seja mais contrastante com as superfícies de pouso que as outras, então, nessas populações, as colorações menos contrastantes serão as ecologicamente mais aptas (p. 116).

Tal invariante admite, como é fácil ver, um sem fim de exceções, já que é virtualmente impossível estabelecer todos os fatores ecologicamente relevante em um caso concreto, mas é suficientemente sólido para servir de base a uma série de contrafactuais. E isso é tudo o que ele tem que fazer. Conforme o enfoque experimental, onde há invariância, há apoio de contrafactuais; onde há apoio de contrafactuais, há relação causal; e onde há relação causal, é possível, ao menos em princípio, fornecer uma explicação causal.

A biologia (em particular a biologia evolutiva – que foi a única a ser tratada explicitamente nesta resenha –, mas não somente) constitui-se, explicativamente, sobre um “mosaico de invariantes” – cito Caponi por inteiro – “sempre locais e caducáveis, que, como a mortalha tecida e destecida por Penélope, está em permanente estado de reconfiguração” (p. 120). Nisso, a biologia distingue-se da física. Embora ambas possuam leis consequenciais as quais proporcionam uma unidade teórica bem característica, apenas a física pode contar com leis causais universais. A biologia – ainda que, como vimos, existam exceções como a lei de Fisher – produz explicações causais a partir de invariantes locais e mutáveis.

A imagem do mosaico não satisfaria aquele que, como o próprio Hempel, considera que, em última instância, deve existir uma base causal subjacente, comum a todas as ciências, com uma forma nomológica: uma estrutura oculta de leis eternas e imutáveis (cf. Woodward, 2003, p. 159 ss.). De acordo com essa perspectiva, as ciências como a biologia estariam em um constante estado de heteronomia nomológica, isto é, forneceriam explicações apoiando-se em leis do domínio da física ou da química.

Para elucidar a relação entre propriedades biológicas e mundo físico – e assim reafirmar a autonomia da explicação biológica –, Caponi defende, no último capítulo de seu livro, uma versão clássica de fisicalismo (cf. Stoljar, 2015), que combina superveniência com múltipla possibilidade de realização. Nessa perspectiva, uma propriedade não física é necessariamente instanciada por uma propriedade física, mas não necessariamente pela mesma propriedade física em todas suas instâncias. Isso implica, diz Caponi, seguindo Sober (2010, p. 226), que “não pode haver diferença biológica sem diferença física, mas pode sim haver semelhança biológica sem semelhança física” (p. 151 ss.).

A originalidade de Caponi é que, em lugar de simplesmente contentar-se com essa posição de compromisso entre reducionismo e autonomia explicativa, articula um critério que pode ajudar-nos a entender, em domínios específicos da biologia, quais são os fenômenos que podem ser proveitosamente explicados em termos físico-químicos e quais, ao contrário, deveriam manter a própria autonomia. Tal critério depende da noção de “grau de superveniência” (p. 154 ss.): “dados dois sistemas ou objetos, quanto menos delimitado ou especificado esteja o conjunto de predicados físicos dos quais depende a correta atribuição, a ambos, de um predicado biológico, mais superveniente será esse predicado” (p. 159). Um predicado concernente à atribuição de um determinado traço anatômico-funcional em fisiologia, embora seja multiplamente realizável, está especificado por um conjunto menor de predicados físicos do que um predicado concernente à atribuição genérica de um traço adaptativo em ecologia evolucionária. Isto é, há menos maneiras de realizar fisicamente, por exemplo, um olho, do que uma complexa propriedade ecológica. Segundo Caponi, embora ambas as propriedades sejam dependentes de uma base física, é mais promissor procurar explicações reducionistas no primeiro caso do que no segundo.

Quanto maior é o grau de superveniência das propriedades estudadas, mais liberdade temos para não nos comprometer em tentativas de explicar os fenômenos a elas associadas que obedeçam a uma perspectiva reducionista, e mais incertos são os lucros cognitivos desse compromisso (p. 160).

Esse enfoque não viola, em nenhum caso, a clausura causal da física (cf. p. 162 ss.), já que não nega que exista uma ontologia básica fisicalista, mas coloca em dúvida que usar os óculos das ciências mais básicas seja sempre a melhor maneira para entender os fenômenos naturais.

3 FINAS MANIPULAÇÕES E MARTELADAS

As vantagens do enfoque experimental sobre o hempeliano, e qualquer outro modelo nomológico (cf. Woodward, 2003, cap. 4), são demasiado importantes para que possam ser ignoradas por qualquer filósofo da ciência. Parafraseando Caponi (p. 161), o qual, por sua vez, inspira-se em Suppe, ele tem todas as vantagens das finas manipulações no software sobre as “marteladas” no hardware. Dentre os que estão atualmente disponíveis, nenhum outro modelo, além do modelo de Woodward é, em minha opinião, capaz de oferecer uma análise epistemológica da causalidade e da explicação causal tão acurada. Ele oferece a possibilidade de levar a análise da explicação científica a um grau de detalhe impensável para o modelo hempeliano, o qual, por suas ambições de universalidade, mal se adapta às exigências das ciências especiais. O grande mérito de Caponi é de ter sido capaz de derivar, esclarecer, organizar e desenvolver todas as principais consequências do modelo de Woodward de uma maneira accessível e “pronta para o uso” dos filósofos da biologia de fala espanhola e portuguesa. Seu livro é rico de estímulos e, com certeza, será o ponto de partida de muitos debates futuros.

Notas

1 De Lewis, é importante lembrá-lo, Woodward e Caponi distanciam-se também pelo caráter não redutivo da análise da noção de causa. Isto é, Woodward e Caponi não pretendem definir o conceito de causa a partir do conceito, supostamente mais elementar e primitivo, de manipulação, mas apenas mostrar como este último, que é também essencialmente causal, é elucidativo com respeito a certas relações causais concretas.

Referências

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Lorenzo Baravalle – Centro de Ciências Humanas e Naturais. Universidade Federal do ABC, Santo André, Brasil. E-mail:  lorenzo_baravalle@yahoo.it

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[DR]

 

Elegance and enigma. The quantum interviews – SCHLOSSHAUER (SS)

SCHLOSSHAUER, M. (Org). Elegance and enigma. The quantum interviews. Organização de M. Schlosshauer. Berlin: Springer, 2011. Resenha de: JÚNIOR, Olival Freire. Filosofia da ciência e controvérsia científica: um leque de concepções físicas e interpretações filosóficas da física quântica. Scientiæ Studia, São Paulo, v.11, n. 4, p. 959-62, 2013.

Esse livro tem como objetivo fazer uma apresentação do estado da arte das pesquisas sobre o tema dos fundamentos e interpretações da teoria quântica. Como sabemos, este é um tema que mescla a prática da ciência, tanto teórica quanto experimental, com a investigação filosófica. Ademais, é um tema que tem sido objeto de intensa e prolongada controvérsia; de fato, trata-se de uma controvérsia que tem início com a própria criação dessa teoria científica, durando, portanto, mais de 80 anos. Um livro com a pretensão de um balanço atualizado de um tema de pesquisa é prática corriqueira no mundo acadêmico. Nas ciências da natureza, muitas vezes isso é feito na forma de longos artigos de revisão. A singularidade desse livro reside, entretanto, na sua concepção editorial. Ao invés de uma monografia autoral, o livro reúne dezessete entrevistas distribuídas ao longo de dezessete capítulos, mais introdução, apresentação dos entrevistados, epílogo e glossário. Não se trata, contudo, de uma coletânea de artigos escritos por cada um dos entrevistados. Schlosshauer organizou tematicamente as entrevistas, escolheu os entrevistados e escreveu introduções a cada um dos temas sobre os quais os inquiriu. Pode-se, desse modo, inferir opiniões próprias do editor ao longo do texto, tema ao qual retornaremos. Importante, contudo, é notar que a decisão do editor, ao deixar de lado a escrita de um livro texto sobre o tema, foi uma opção adotada considerando que ela era uma “maneira singularmente efetiva de apresentar o campo de fundamentos quânticos como ele se apresenta hoje” (p. IX). O editor observa que tal apresentação constituiu-se em uma lacuna editorial desde os livros de Max Jammer, The philosophy of quantum mechanics, de 1974, e de Bernard d’Espagnat, Conceptual foundations of quantum mechanics, de 1976. A aposta do editor, portanto, reside na superioridade dessa opção face ao que teria sido a solução tradicional de um texto monoautoral. De fato, o ganho mais importante é a possibilidade única de acesso, em um mesmo lugar e ao mesmo tempo, às diversas e conflitantes perspectivas sobre o tema, enquanto a perda deriva do fato de que o livro não pode ser considerado uma introdução ao tema, sendo antes um livro adequado e útil a leitores já com certa familiaridade com o assunto. As introduções em cada capítulo, feitas por Schlosshauer, apresentam de modo mais introdutório os temas que são tratados de modo mais técnico pelos entrevistados.

Os dezessete entrevistados, autores de direito e de fato, são os físicos Caslav Brukner, Anton Zeilinger, Christopher Fuchs, Gian Carlo Ghirardi, Shelly Goldstein, Daniel Greenbeger, Lucien Hardy, Anthony Leggett, David Mermin, Antony Valentini, Lee Smolin, Wojciech Zurek, os filósofos Guido Bacciagaluppi, Tim Maudlin e Arthur Fine, e alguns que comparecem na dupla condição, de físico e filósofo, como David Wallace e Jeffrey Bub. A lista de questões inclui as seguintes: Quais são os problemas mais prementes hoje em fundamentos da teoria quântica? Qual programa interpretativo traz mais sentido à mecânica quântica, e por quê? O que são os estados quânticos? A mecânica quântica implica uma aleatoriedade irredutível na natureza? O problema da medição quântica: sério obstáculo ou pseudoproblema passível de dissolução? O que violações das desigualdades de Bell, observadas experimentalmente, nos dizem sobre a natureza? Qual noção de informação poderia servir como uma base rigorosa para o progresso em fundamentos? Se você pudesse escolher um experimento, independente de sua viabilidade técnica atual, para ajudar a resolver uma questão de fundamentos, qual seria esse experimento? Como crenças e valores pessoais influenciam a escolha de uma interpretação? Qual o papel da filosofia em avançar nosso entendimento dos fundamentos da mecânica quântica? Que perspectivas para os fundamentos da mecânica quântica podem advir da interface entre teoria quântica e gravitação?

Os entrevistados são cientistas e filósofos de gerações e formações bastante distintas e, ainda que se possa discutir diferentes inclusões e exclusões, não resta dúvida de que estamos diante de uma amostra bem representativa da diversidade de opiniões existentes entre pesquisadores de fundamentos da teoria quântica. Essa diversidade reaparece em cada uma das questões, o que pode ser exemplificado na pergunta sobre a interpretação favorita da teoria quântica. Zeilinger e Greenberger defendem a “velha interpretação de Copenhague”, mas por razões levemente diferentes. O segundo vê nessa interpretação fecundidade em termos de interpretação e desenho de novos experimentos, e o primeiro acrescenta que essa interpretação deve ser desenvolvida tendo em conta a centralidade do conceito de informação. Brukner e Bub, com argumentos distintos, privilegiam a relação do problema da interpretação com o conceito de informação, enquanto Fuchs defende uma visão epistêmica dos estados quânticos, mobilizando a visão bayesiana das probabilidades. Goldstein e Valentini inserem-se na tradição que remonta a Louis de Broglie e David Bohm, com a introdução de variáveis adicionais às já adotadas pela teoria quântica. Os dois autores, contudo, têm perspectivas muito distintas quanto ao desenvolvimento dessa tradição, com Valentini prometendo uma diferenciação empírica entre essa abordagem e a teoria quântica. De modo análogo, Wallace e Zurek inserem-se na tradição que remonta a Hugh Everett, mas encontram-se hoje em perspectivas muito distintas, com Wallace defendendo literalmente a ideia de “muitos mundos” e Zurek criticando-a e defendendo a visão everettiana em termos de “estados relativos”. Ghirardi defende sua visão de que a equação de Schrödinger deve ser modificada de modo a explicar a redução do estado quântico em situações de medições. Outro exemplo da diversidade de opiniões pode ser encontrado no capítulo 8, dedicado a saber o que os resultados dos experimentos sobre as desigualdades de Bell nos dizem sobre a natureza. Os entrevistados divergem largamente, incluindo aqueles que concentram as consequências no abandono da localidade e outros que põem em questão formas de realismo.

Tal espectro diverso ilustra bem porque Max Jammer comparou, ainda em 1974, a controvérsia dos quanta com aquela, também na história da física, que contrapôs cartesianos e newtonianos nos albores da ciência moderna. Essa comparação com a disputa entre cartesianos e newtonianos parece-me oportuna para trazer à tona o que me parece ser uma debilidade nas apresentações dos diversos temas e capítulos. O louvável bom humor com que os temas são introduzidos não vem acompanhado de uma reflexão filosófica mais profunda sobre os mesmos. Na introdução do capítulo 3, por exemplo, o editor clama pela excepcionalidade na história da física da necessidade de interpretações para uma dada teoria física. Afirma que a mecânica clássica “parece livre de problemas neste aspecto”. Ora, quando Jammer lembrou da comparação com a disputa entre cartesianos e newtonianos certamente ele tinha em mente que a gravitação requeria ser interpretada em termos do mecanicismo, e essa era uma das razões da recusa dos cartesianos à gravitação newtoniana. Prevaleceu historicamente uma interpretação da gravitação centrada na sua eficácia preditiva. O que não é tão diferente do êxito da atual teoria quântica e seu pendant interpretativo associado a Bohr e Heisenberg. Um pouco de história da ciência e da filosofia traria à tona que as resistências persistiram de modo mais sofisticado na obra de Ernst Mach no século XIX, e que essa obra contribuiu para a abertura de horizontes epistemológicos ao criador da teoria da relatividade. Outros exemplos poderiam ser aventados para mostrar a persistência de problemas de interpretação e de fundamentos na história da física. A controvérsia sobre a fundamentação da segunda lei da termodinâmica e do conceito de entropia tem atravessado os séculos XIX, XX e adentra o XXI em boa forma. No caso da controvérsia dos quanta, o que demanda explicação, extrapolando o domínio da filosofia e adentrando o terreno da sociologia da ciência, seria a dimensão que a controvérsia tem adquirido, mas esse problema não é tratado pelo editor.

Ao longo das mesmas linhas, o editor encerra a introdução desse capítulo perguntando-se se a “floresta de interpretações concorrentes será desbastada com o passar do tempo” (p. 63), mas não oferece uma resposta significativa ao problema. Novamente, uma mobilização maior da filosofia poderia nos sugerir, com a tese da subdeterminação das teorias pelos dados empíricos, que tais situações de rivalidades entre teorias ou interpretações podem ser fenômenos duradouros e inerentes à prática da boa ciência. O editor retoma a questão no capítulo 11, inquirindo os entrevistados pelo experimento dos seus sonhos, que poderia levar a uma drástica redução dessa controvérsia. Pierre Duhem, se vivo estivesse, reagiria com ceticismo a tal perspectiva, porque o experimento ideal é um parente próximo dos experimentos cruciais e estes não existem em ciência porque as hipóteses e as teorias não comparecem ao tribunal da experiência isoladamente, mas sim sempre em conjunto. Também Willard Van Orman Quine, se pudesse acompanhar tal debate, agregaria argumentos lógicos sólidos em apoio à posição de Duhem. Concluindo, embora o livro em tela tenha lidado explicitamente com a dimensão filosófica do debate sobre os fundamentos da teoria quântica, as contribuições que a filosofia da ciência pode trazer a esse debate são ainda maiores e mais profundas que o que foi expresso nesse livro.

Olival Freire Júnior – Instituto de Física. Universidade Federal da Bahia, Brasil. E-mail: olival.freire@gmail.com

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Filosofia da ciência – OLIVA (C)

OLIVA, Alberto. Filosofia da ciência. Rio de Janeiro: J. Zahar, 2003 1. Resenha de: CAMPOS, Paulo Tiago Cardoso. Conjectura, Caxias do Sul, v. 16, n. 3, Set/dez, 2011.

A obra Filosofia da ciência, de Oliva, procura mostrar um panorama geral sobre ciência, o que a distingue em termos de conhecimento e de fundamentação, dentre outros temas, conforme se explana nos parágrafos a seguir sobre o conteúdo das suas nove seções. Essas são seguidas de referências e fontes comentadas (a maior parte em inglês) e de uma bibliografia complementar para leitura. É um livro adequado para dar apoio às disciplinas “Epistemologia” e “Seminário de Pesquisa”, por ter linguagem acessível sem, no entanto, se afastar do rigor acadêmico e da riqueza das análises. Apresenta várias teses a respeito dos temas e subtemas que discute no livro, ao mesmo tempo que exibe a própria posição quanto a alguns deles. Isso é muito importante ao leitor, especialmente para os alunos de graduação das disciplinas acima apontadas, uma vez que lhes permite distinguir as várias correntes e teses, seus pontos fortes e fracos, além de seus seguidores e contendores e, com isso, elaborar uma síntese pessoal.

Na primeira seção de Filosofia da ciência, intitulada “Primeiro motor do conhecimento”, o autor esclarece que a busca de conhecimento por parte do homem reflete uma resposta desse aos perigos e problemas que o mundo lhe oferece. Saberes aplicados, no pós-pensamento mágico, elaborados a partir da apreensão da racionalidade dos fenômenos, permitiram exercer controle e poder sobre eles. Isso é deliberadamente o que apregou Francis Bacon no início da modernidade. Oliva afirma que as explicações científicas permitem transformar o mundo, mais do que compreendê-lo, e que elas diferem da filosofia e da arte. Enquanto o “valor” de uma obra de arte é aferido pela sua capacidade de se perpetuar no tempo, o do produto da atividade científica (teorias) é diferente. Ao fim dessa seção, o autor examina, de forma introdutória no texto, os critérios epistemológicos de cientificidade (no caso, numa explicação da linha popperiana, declara ao leitor que uma teoria científica só é aceita quando não há evidência empírica capaz de solapá-la) e aprofunda esse exame na sexta seção. Leia Mais