Posts com a Tag ‘Cultura material’
Cuerpos representados. Objetos de ciencia artísticos en España/ siglos XVIII-XX | Alfons Zarzoso e Maribel Morente
Nos encontramos ante un libro tan académicamente interesante como atractivo para un lector no especializado tanto por su temática como por lo cuidado de la edición. Sus catorce autores, excelentes conocedores de la materia tratada por cada cual, así como de las orientaciones más actuales en sus respectivos campos de investigación, ofrecen una panorámica inédita, aunque ya apuntada en obras precedentes, sobre la materia tratada tal como la describe la segunda parte del título de la obra colectiva; pues es el caso que la palabra “cuerpos” debe tomarse en un sentido amplio: la imagen inconsciente de quien lea el título, estimulada además por la ilustración de portada -quizá, también, el prejuicio profesionalista de quien esto escribe- es la de los cuerpos humanos, tal vez incluso animales, y es cierto que sobre todo del cuerpo humano se habla de manera abrumadora, pero no lo es menos que los dos primeros capítulos nos llevan más allá -en cierto sentido más acá- del autodenominado “rey de la creación” y de sus parientes menos arrogantes.
Con todo, el peso de lo antropológico y de lo médico es sobresaliente; y es mérito de los editores, al comienzo de la obra, y del autor del post scriptum, Jesús María Gallech Amilano, al final, la impresión de coherencia que desprende tan sólida compilación, hasta el punto de hacer deseable una nueva incursión en campos cada vez más “macrocósmicos”, si así puede decirse, que nos ayude a ponernos aún más en situación en tanto que habitantes del planeta en un siglo tan turbulento como el actual. Leia Mais
Cultura Material, Arqueologia e Patrimônio | Memória em Rede | 2020
Memória apresenta duas facetas, a individual e a social, interlaçadas, mas diferentes. Em termos individuais (ἴδιος = dele), ou próprios (αὐτός = auto, próprio) a cada um, a lembrança é algo efêmero, seletivo, sujeito a contingências biológicas, além das psicológicas. As enfermidades podem alterar ou mesmo impedir as lembranças, a mostrar a sua base na fisiologia cerebral. Além disso, as recordações estão sujeitas à seletividade psicológica, a impulsos ou afetos, no sentido proposto pelo filósofo Bento de Espinosa (1632-1677) (Ética, 3,3,3,), de modo que qualquer impressão do passado é sempre uma invenção no presente, em constante mutação. Invenção vem de “eu encontro” (inuenio), sempre experiência objetiva e subjetiva, daí descoberta/invenção, a cada momento. A cerimônia de casamento, a primeira experiência no mundo do trabalho ou na escola, são reinventadas, a depender da época e das circunstâncias.
A utilização do mesmo termo, memória, para referir-se à lembrança social parte de uma transposição metafórica do indivíduo para o coletivo (Halbwachs 1950). Convém refletir um pouco sobre o sentido mesmo da palavra: a raiz -men, mente, pensamento, desejo, remete à vontade e, daí, à mente. Lembrança e prazer, parceiros insuspeitos. Se não há memória biológica, à diferença daquela de um indivíduo, como ela se manifesta na sociedade? Outro conceito, desta vez do hebraico, talvez possa jogar luz sobre isso: Zikaron, dispositivo de memória (da mesma raiz de “zakhor” = lembrar), de , zécher = resto. Leia Mais
Cultura Material: objetos, imagens e representações | Domínios da Imagem | 2020
A trajetória que envolve o debate sobre cultura material é extensa, complexa e multidisciplinar. Nos domínios da História, este debate tem como ponto de partida a vida material proposta por Fernand Braudel (1960/70), passando pelos trabalhos de Daniel Roche (1980/90), que procuraram congregar concomitantemente as contribuições da História Social e da História Cultural. Em geral, até o terceiro quartel do século XX, era tema e objeto de pesquisa específicos da Arqueologia e da Antropologia.
No Brasil, destacam-se alguns precursores que se reportaram aos objetos e procuraram, a partir deles, compreender como a materialidade e suas imagens poderiam auxiliar no entendimento do passado. É preciso lembrar que tais autores não tiveram a finalidade de inquirir diretamente a cultura material e, por isso, seus estudos tornaram-se, hoje, fontes de pesquisa ─ inspiradores, pela natureza de seus trabalhos ─, mas não um referencial metodológico. Com perspectivas e recortes temporais diferentes, suas análises estudaram fenômenos de caráter cultural e, em particular, levantaram questões ligadas à vida material, como é o caso de Sérgio Buarque de Holanda em Caminhos e Fronteiras (1957). Quando a historiografia francesa ainda dedicava pouca atenção ao tema, Gilberto Freyre (1933 e 1936) e Alcântara Machado (1929), por exemplo, já estudavam as moradias dos senhores de engenho, os sobrados citadinos, os mucambos, a alimentação, o mobiliário, a vestimenta e a atitude diante da morte. Leia Mais
Descubriendo el Antiguo Oriente. Pioneros y arqueólogos de Mesopotamia y Egipto a finales del S. XIX y principios del S. XX | Rocío da Riva e Jordi Vidal
A fines del siglo XIX y principios del XX, en el contexto de una intensa competencia imperialista –entre un pequeño número de Estados europeos (primero Gran Bretaña y Francia, posteriormente Alemania, Bélgica, Italia, Portugal, España y los Países Bajos) y extraeuroepos (Estados Unidos y Japón)– por la apropiación de gran parte de África y de Asia, la subordinación de sus poblaciones y la constitución de un nuevo orden político y económico, tuvo lugar la progresiva institucionalización formal de los estudios antiguo-orientales dentro de los ámbitos académicos occidentales. En efecto, dicho proceso de constitución tuvo por acontecimientos inaugurales tanto la invasión napoleónica en Egipto en 1798 y de Siria-Palestina en 1799 como las primeras empresas de búsquedas y apropiación de materiales arqueológicos a cargo del cónsul francés Émile Botta y del funcionario inglés Austen Henry Layard en Mosul y Nimrud respectivamente (antiguas capitales asirias). Esas actividades llevaron a intensificar las expediciones y excavaciones de sitios antiguos en Egipto y Medio Oriente. Fue así que individuos procedentes de campos y actividades distintas (soldados, funcionarios, viajeros, mercaderes y eruditos) recorrieron diversos paisajes, mostraron un interés estratégico por las así denominadas “maneras” y “costumbres” de los países islámicos, aprendieron los idiomas de las sociedades que los habitaban, descifraron las lenguas y textos de los pueblos desaparecidos y acumularon innumerables objetos de su cultura material (cerámicas, vasijas, cilindro-sellos, tablillas, relieves, papiros, estelas, frontones, estatuillas y estatuas).
Durante el desenvolvimiento de estas distintas, el saqueo de tumbas y sitios para lucrar con su contenido existió por supuesto, al menos en Egipto, y convivió cómodamente con los intentos más “serios”, organizados y sistemáticos de el imperialismo y la dominación colonial posibilitaron el acceso no sólo a múltiples espacios antes desconocidos o apenas imaginados, sino además a nueva información (proporcionada tanto por los restos arqueológicos como por los informantes locales) a partir de la cual fue posible construir una imagen mucho más aproximada –y sustentada empíricamente– de las antiguas sociedades que poblaron la región. Coetáneo a los nuevos hallazgos y actividades, se produjo la progresiva fragmentación y especialización temática dentro del propio orientalismo antiguo, diferenciándose así ciertas subdisciplinas (Egiptología, Asiriología, Siriología, Anatolística y Estudios Bíblicos), como también dos tareas específicas en la labor investigativa: la del arqueólogo (encargado de organizar las excavaciones y recolectar los nuevos materiales) y la del filólogo (preocupado por desentrañar las lenguas antiguas y sus sistemas de escritura a partir de la traducción del material epigráfico). investigaciones arqueológicas. Aun así, es indudable que las prácticas inauguradas por
Considerando lo anteriormente expuesto, es innegable que esta descripción sintetiza una dinámica mucho más compleja y sinuosa de un campo de estudio que, luego de su afianzamiento, creció y expandió, ampliando horizontes y permitiendo avances investigativos significativos para la posteridad sobre las antiguas culturas y sociedades de Egipto, Mesopotamia, Anatolia y la franja sirio-palestina. El libro que el lector tienen entre sus manos, Descubriendo el Antiguo Oriente. Pioneros y arqueólogos de Mesopotamia y Egipto a finales del S. XIX y principios del S. XX, compilado por Rocío Da Riva y Jordi Vidal, reconocidos profesores españoles y especialistas en arqueología e historia antigua oriental, se ocupa justamente de las historias de algunos de los primeros estudiosos occidentales que trabajaron en la región y que con su multifacética labor contribuyeron al nacimiento de las historiografía y arqueología del Cercano Oriente Antiguo. El volumen compila las intervenciones de la mayoría de los expositores que participaron del workshop llevado a cabo en la Facultad de Geografía e Historia de la Universidad de Barcelona a finales de noviembre de 2013. Dicho evento académico reunió a destacados especialistas en la historia antigua de Egipto y Próximo Oriente y a otros investigadores más preocupados por temas de historiografía con la intención de debatir sobre la formación y evolución de los estudios antiguo-orientales, la definición de subdisciplinas, analizar el accionar de los primeros exploradores y las prácticas científicas de las etapas iniciales con la intención de encontrar afinidades temáticas y establecer futuros proyectos de investigación. El resultado final es una bien lograda compilación de once artículos que más allá de la forma que cada autor escogió para escribirlo y de los enfoques empleados en cada uno de ellos, coinciden en la intención de presentar datos nuevos, informaciones novedosas o revisiones críticas de teorías o ideas ya conocidas.
El libro abre con una acertada introducción sobre el concepto de historiografía y los actuales debates alrededor de esta especialidad a cargo de Jordi Cortadella. Para este autor, el historiador es un profesional que recopila hechos del pasado humano conforme a criterios que suponen una elección de valores y categorías, pero para hacerlo precisa de la intermediación de los testimonios que aquel debe interpretar. En consecuencia, la labor del historiador consiste en la escritura de una Historia no sólo desde su propia perspectiva, sino también a partir de la mirada de otros intérpretes que lo precedieron. Para Cortadella, entonces, la historia de la historiografía se ocupa de definir qué tipos de hechos son los que preocupan a un historiador determinado y cuál es la motivación específica de aquel historiador por estudiar tales hechos en un momento determinado. En otras palabras, se trata de un campo cuya principal premisa pasa por mostrar que cualquier problema histórico posee per se su propia historia. Seguidamente, en una segunda introducción general sobre la historiografía del Próximo Oriente, Jordi Vidal identifica los motivos del escaso interés que han suscitado los estudios de corte historiográfico en el campo del Orientalismo Antiguo así como también algunas tendencias generales que resultan evidentes en los materiales publicados hasta el momento sobre la temática, como por ejemplo la preponderancia de los estudios biográficos, los análisis de casos nacionales y el predominio anglosajón en este tipo de investigaciones. No obstante, el historiador catalán indica que esta última tendencia si bien no puede discutirse, debe ser matizada en la medida que prestigiosos investigadores de otros países –como Alemania, Francia e, incluso, España– han comenzado a incursionar en diversas cuestiones y dimensiones relativas al cultivo y desarrollo de los estudios antiguo-orientales en sus historiografías nacionales.
La sección del libro dedicada a Egipto y Norte de África se inicia con el artículo de Roser Marsal (Universitat Autónoma de Barcelona), el cual expone la historia de los primeros exploradores que recorrieron el Desierto Occidental egipcio a finales del siglo XIX. La historiadora plantea que, en los inicios de las investigaciones egiptológicas, el desierto del Sáhara no constituyó un objeto de interés debido a que las duras condiciones climáticas lo volvían un supuesto terreno inhóspito para el desarrollo de la vida humana. Sin embargo, conforme se iban acumulando nuevas evidencias arqueológicas con cada nueva exploración (como los sedimentos lacustres, algunos restos de cultura material y las pinturas rupestres halladas en Jebel Uweinat, Gilf Kebir, Wadi Sura o la Cueva de los Nadadores), el noreste africano comenzó a suscitar mayor interés entre los estudiosos, ampliando el espectro temporal de sus investigaciones y, consecuentemente, llevándolos a incursionar en las etapas neolíticas. La autora concluye mostrando que tales estudios no sólo gozan de buena salud en la actualidad, sino que también contribuyen a poner de relieve los aportes culturales africanos en la formación de la civilización egipcia. Por su parte, Josep Cervelló (Universitat Autónoma de Barcelona) reconstruye con su estudio las bases de una “historiografía de los orígenes de Egipto” a partir del aporte de Jacques De Morgan, William E. Petrie, James E. Quibell, Frederick W. Green y Émile Amélineau, deteniéndose en las excavaciones que emprendieron en el Alto Egipto a lo largo de la década 1893-1903. A partir de la minuciosa revisión de la labor de estos pioneros de la arqueología egiptológica, Cervelló expone que los materiales exhumados de los sitios de Hieracómpolis, Nagada y Abidos permitieron reconstruir las primeras dinastías faraónicas y sus cementerios, bosquejar un primer panorama histórico y producir una primera cronología de los orígenes prehistóricos de la cultura egipcia.
En su artículo, Juan Carlos Moreno García (CNRS, Université Paris-Sorbonne París IV) analiza la formación y consolidación, en la producción de los egiptólogos de finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX, de la imagen de un Egipto antiguo como una civilización “excepcional”, diferente de las otras sociedades del mundo antiguo y transmisora de un importante legado de valores culturales. Se trata de un mito historiográfico que se revelaría sumamente tenaz dentro de los estudios orientales, con prolongaciones hasta nuestros días, cuyas raíces pueden escudriñarse –según el autor– en la crisis de la cultura occidental a finales del siglo XIX. Moreno García señala que el Egipto de los faraones se transformó en una suerte de “paraíso perdido” sobre el cual las distintas burguesías europeas proyectaron sus miedos sociales y ansiedades culturales, agravadas por el auge de los viajes a Oriente, por el desenvolvimiento de una arqueología que oscilaba entre la práctica científica, la aventura romántica y la caza de tesoros y, finalmente, por la creación de una particular versión de la Egiptología por parte de unos profesionales con formación bíblica y unos valores políticos precisos. El estudio de Francisco Gracia Alonso (Universitat de Barcelona) sigue el accionar de algunos de los más destacados representantes de la arqueología británica de la Segunda Guerra Mundial –como Mortimer Wheeler, Leonard Woolley, John Bryan Ward-Parkins y Geoffrey S. Kirk– que, en el marco de los combates entre las tropas del Eje y el Octavo Ejército Británico entre 1940 y 1943, participaron de las tareas de protección del patrimonio arqueológico de Egipto, Libia y Túnez puesto en peligro por las operaciones militares. El autor indica que el servicio que prestó este elenco de arqueólogos, helenistas e historiadores de la Antigüedad en las filas del Ejército Británico durante las campañas del Egeo y el norte de África implicó dos dimensiones: por un lado, la protección y salvamento de los yacimientos arqueológicos y, en segundo lugar, su utilización como arma propagandística de las destrucciones ocasionadas por la guerra.
La sección dedicada a Oriente Próximo se abre con el trabajo de Juan José Ibánez (CSIC) y Jesús Emilio González Urquijo (Universidad de Cantabria) alrededor de la figura del sacerdote cántabro González Echegaray, precursor en los estudios de la etapa neolítica del Cercano Oriente dentro del ámbito ibérico. Los autores examinan las excavaciones del yacimiento de El Khiam (Desierto de Judea, Palestina) que este pionero dirigió en 1962 y resaltan su contribución teórica a la comprensión de la transición hacia el Neolítico en el Levante Mediterráneo a través de la definición del denominado “periodo Khiamiense”. En el segundo trabajo de esta sección, Juan Muñiz y Valentín Álvarez (Misión Arqueológica Española de Jebel Mutawwaq) se ocupan de identificar las primeras referencias a los monumentos megalíticos en Transjordania que aparecían desperdigadas en las páginas de diversas obras, diarios de exploración o trabajo de campo etnográfico de viajeros y eruditos del siglo XIX que se desplazaban a Tierra Santa seducidos por los relatos románticos de peregrinaciones, innumerables ruinas de grandes civilizaciones abandonadas, tesoros ocultos, etc. Seguidamente, Jordi Vidal (Universitat Autónoma de Barcelona) considera la manera tradicional de relatar el hallazgo de la antigua ciudad de Ugarit (actual Ras Shamra). El investigador plantea que dicho relato “canónico” se encuentra atravesado por una perspectiva marcadamente eurocéntrica, manifiesta en la subvaloración u omisión tanto de las contribuciones locales al hallazgo del yacimiento como de la participación otomana en dicho acontecimiento, ocurrida mucho antes del arribo de los arqueólogos franceses al sitio.
En su artículo, María Eugenia Aubet (Universitat Pompeu Fabra de Barcelona) examina el proceso de “redescubrimiento” arqueológico de la cultura fenicia y el papel que la monumental obra de Ernest Renan, Mission de Phénicie (1864-1874), tuvo respecto al respecto. La arqueóloga señala que este particular escrito motivó las primeras exploraciones en las regiones de Libia y Siria luego de la Primera Guerra Mundial con la intención de recuperar un importante cúmulo de artefactos hoy desaparecidos (como esculturas, monumentos funerarios y epígrafes procedentes de Biblos, Saïda y Oum el-Awamid, cerca de Tiro), pero de los que tenemos conocimiento en la actualidad debido a los excelentes grabados y planimetrías que pueblan las páginas del informe que compuso este polémico intelectual francés durante su célebre expedición a Fenicia en 1960 y 1961. A su turno, Rocío Da Riva (Universitat de Barcelona) incursiona en la vida y obra del arqueólogo alemán Robert Koldewey. Enmarcando su trabajo en un estudio del rol de la arqueología en el Imperio Alemán durante el siglo XIX, la investigadora madrileña reseña los diferentes trabajos que el renombrado Koldewey realizó en Babilonia y detalla con minuciosidad sus aportes empíricos e innovaciones metodológicas al campo de la asiriología –aún en formación– y a la arqueología de la arquitectura, así como la incidencia de su labor en la prensa española contemporánea.
Como cierre del libro, Carles Buenacasa (Universitat de Barcelona) nos lega un artículo en el que ensaya un conjunto de argumentos y reflexiones a propósito de los 200 años del “redescubrimiento” de la ciudad de Petra –capital del antiguo pueblo ismaelita (localizada a 80 km al sudeste del mar Muerto)– por el suizo Jean Louis Burckhardt, un profundo conocedor de la lengua árabe y de la religión islámica que, haciéndose pasar por un mercader árabe, viajó por el Oriente Próximo y Nubia. El pormenorizado examen del autor le permite identificar en el relato oficial de este episodio de la arqueología de principios del siglo XX –y su celebración bicentenaria– una suerte de memoria historiográfica del “hallazgo” pensada desde y para Occidente, orientada a remarcar la figura del explorador europeo como único responsable y, en paralelo, a invisibilizar la colaboración que algunos pobladores locales brindaron al explorador europeo, oficiando las veces de guías debido al detallado conocimiento que poseían del terreno. Como pone de manifiesto Buenacasa a lo largo del texto, se trata de una percepción historiográfica eurocéntrica que además desconoce, tanto en el pasado como en el presente, el hecho de que la antigua capital de los nabateos, esa ciudad de época clásica tan original y poco convencional nunca estuvo “extraviada” para los jordanos.
Al finalizar la lectura de los distintos artículos que integran la compilación, el lector habrá comprobado que ha accedido a diversos y singulares modos de configurar enfoques, metodologías e interpretaciones acerca del primer momento historiográfico de los estudios antiguo orientales que con gran éxito han logrado conjugar los compiladores en un solo volumen. No dudamos al aseverar que dicha característica es, quizás, una de las virtudes más significativas del libro. Sin embargo, no queremos dejar de destacar otras dos características sobresalientes. En primer lugar, la compilación muestra que las prácticas “científicas” que marcaron la génesis de los estudios históricos sobre las culturas antiguas del Próximo Oriente no pueden separarse de la situación geopolítica, los intereses económicos y los imaginarios culturales en un mundo integrado (y fragmentado) por el mercado capitalista y la expansión imperialista, en el cual diferentes agentes, motivaciones e intereses recuperan un lugar que la historiografía nacida en el mismo del siglo XIX invisibilizó con las biografías de los grandes precursores y la épica del progreso de la ciencia. Y en segundo lugar, se trata de una obra intrépida, en tanto deja al desnudo que mientras las sociedades antiguas del Cercano Oriente fueron “redescubiertas” y retratadas, desde un tamiz ontológico eurocéntrico, colonialista y racista impuesto por la dominación imperialista, como parte de un pasado exótico, maravilloso y monumental, a los pueblos que habitaban dichas regiones se les reservó el indulgente lugar de la degradación o inexistencia contemporánea.
En efecto, en una época en que las teorías racistas estaban al orden del día, los exploradores y colonizadores europeos no reconocieron a los diversos grupos étnicos con los que entraron en contacto como herederos de las prósperas civilizaciones de Oriente, considerando que se trataba de poblaciones “salvajes” y “bárbaras” sin historia, ajenas a dichas tradiciones culturales, incapaces de imitar en inteligencia y refinamiento a los creadores de antaño y, por tanto, de reconocer la riqueza de los grandes descubrimientos arqueológicos. Ello nos recuerda un dato bastante infeliz: que no sólo infinidad de objetos hicieron un viaje sin retorno a Europa a partir de la idea de que Occidente tenía la misión insoslayable de salvar esos tesoros de la supuesta ignorancia y vandalismo de los beduinos, sino que además esta misión de rescate pasó a justificar las innumerables usurpaciones, saqueos y robos cometidos, el despojo de tierras de los grupos locales, su sumisión, explotación y, en casos extremos, pero demasiado frecuentes, su exterminio; todos actos cometidos en nombre de la conservación de un patrimonio del cual las sociedades occidentales se sentían únicas y legítimas herederas. Se trata de un aspecto que, como latinoamericanos, haríamos mal en subestimar, pues ese mismo tipo de representación específica del pasado –de carácter más mítico y preconcebido antes que histórico y documentado–, que provee los parámetros ontológicos y epistemológicos para la comprensión del mundo desde una matriz occidentocéntrica, es la misma forma de percepción de la cultura histórica que, desde fines del siglo XIX, incidió precisamente en la invención de nuestras tradiciones historiográficas nacionales. Y, en tal dirección, la compilación se presenta como una necesaria y saludable invitación para que, desde nuestras periferias científicas, reflexionemos sobre los agentes, paradigmas y contextos locales que animaron el surgimiento y expansión de los equipos y/o centros de investigación dedicados al estudio de las culturas preclásicas del Cercano Oriente en Brasil, Argentina y otros países de América Latina.
Horacio Miguel Hernán Zapata – Docente-Investigador. Universidad Nacional del Chaco Austral (UNCAus)/Universidad Nacional del Nordeste (UNNE)/Instituto de Investigaciones en Ciencias Sociales (ICSOH)-Consejo de Investigaciones de la Universidad Nacional de Salta (CIUNSa), Argentina. Correo electrónico: horazapatajotinsky@hotmail.com.
DA RIVA, Rocío y VIDAL, Jordi (Eds.). Descubriendo el Antiguo Oriente. Pioneros y arqueólogos de Mesopotamia y Egipto a finales del S. XIX y principios del S. XX. Barcelona: Ediciones Bellaterra, 2015. 318 p. Resenha de: ZAPATA, Horacio Miguel Hernán. Egregios, práticas “científicas” y cultura material en la institucionalización de los estúdios de Antiguo Oriente a fines del siglo XIX y princípios del XX. Revista Ágora. Vitória, n.28, p.260-266, 2018. Acessar publicação original [IF].
Philosophy of experimental Biology – WEBER (SS)
WEBER, Marcel. Philosophy of experimental Biology. Cambridge: University Press Cambridge, 2005. Resenha de: ESPOSITO, Maurizio. Marcel Weber y la filosofía de la biología experimental: la cultura material de las ciencias entre pasado y futuro. Scientiæ Studia, São Paulo, v.15, n. 2, p. 489-498, 2017.
En principio no era la palabra, sino la acción, sostenía el Fausto en la famosa obra de Goethe. No hay mejor referencia para introducir este nuevo enfoque que, a partir de los años 1980, caracteriza la historia y filosofía de las ciencias (cf. Knorr-Cetina, 1981; Pickering, 1992). Es decir, la idea que la actividad experimental no se sigue simplemente de la necesidad de poner a prueba hipótesis bien formuladas, sino tiene una vida autónoma e independiente de la especulación teórica. Hacer experimentos no significa solo acertar teorías, sino también aprender a contener errores en la intervención sobre artefactos y entidades naturales y, al mismo tiempo, generar protocolos aptos a producir y controlar nuevos fenómenos. Además, la introducción de nuevas tecnologías, nuevas técnicas experimentales y nuevas herramientas, hacen posible el desarrollo de nuevos conceptos, teorías e hipótesis. En este sentido, la actividad experimental toma una importancia primordial en la generación y modificación del conocimiento científico. Si la acción puede ser anterior a la palabra, a la teoría o al razonamiento formal, la reflexión filosófica sobre la actividad experimental debe desprenderse de muchos de los análisis clásicos en filosofía de la ciencia, los cuales se han concentrado en los aspectos lógicos o conceptuales de la empresa científica.
El libro de Weber se debe situar en esta tradición que, durante más de tres décadas, produce trabajos que analizan las relaciones entre manos y mentes, técnicas e ideas, materias y formas. El autor decide juntar dos temas raramente relacionados por los filósofos de la ciencia: el experimentalismo y la filosofía de la biología. Si la última, como sub-disciplina de la filosofía de la ciencia, ha sido ampliamente dominada por temas conceptuales (principalmente ligados a la teoría evolutiva), el autor extiende considerablemente su alcance. En lugar de enfocarse en discusiones sobre niveles de selección, leyes evolutivas, genes egoístas o cooperativos, el autor se mueve entre el análisis del descubrimiento del ciclo de Krebs a la teoría de la fosforilación oxidativa y otros casos relativos a la genética molecular, neurobiología y biología del desarrollo. El análisis detallado de casos específicos, sostiene Weber, consiste en explorar diferentes dimensiones pragmáticas de la formulación de conceptos y teorías y, al mismo tiempo, permite mostrar cómo enfocarse en la cultura experimental puede tener un impacto relevante sobre algunos temas tradicionales de la filosofía de la ciencia (desde el reduccionismo a la naturaleza de la explicación).
Ahora, más que una reseña crítica del libro, el presente texto tiene también otra ambición; al reflexionar sobre algunos temas que Weber introduce en el libro, se pretende presentar algunas tareas pendientes, que, en mi opinión, son importante para el desarrollo de una nueva filosofía de la cultura experimental. De hecho, para entender una ciencia como la biología, cada vez más dependiente de las tecnologías, y estrechamente relacionada con artefactos de laboratorio, es necesario revisar detenidamente muchos de los asuntos inherentes a la filosofía de la ciencia tradicional. Más allá de la crítica convencional, ahora rutinaria y en mi opinión largamente descarriada, del empirismo lógico y racionalismo crítico, se requiere una reflexión seria sobre qué significa generar y justificar conocimiento derivado directamente de la actividad experimental y el trabajo de Weber nos lleva en esta dirección. En general, podemos dividir el libro en dos partes. Una parte más tradicional y una parte que enfrenta temas que solo recientemente han generado un cierto interés en la comunidad de los filósofos de la ciencia. Por un tema de espacio e interés me concentraré principalmente en la segunda parte, aunque mencionaré brevemente, por razones de claridad, el contenido de la primera.
Weber empieza su discusión analizando algunos temas clásicos en filosofía de la ciencia: reduccionismo, la naturaleza de la explicación, y la relación entre teoría y evidencia. La discusión toma sus primeros cinco capítulos, los cuales mezclan descripciones de casos históricos en las ciencias biológicas con sofisticados análisis filosóficos. Me parece que hay por lo menos tres conclusiones muy relevantes que mencionar: primero que en las ciencias experimentales en biología, el enfoque reduccionista es preponderante. Sin embargo, el reduccionismo de los experimentalistas no tiene mucho que ver con la teoría nageliana de la reducción inter-teórica, sino con la aplicación de teorías y leyes físico-químicas a sistemas muy específicos y bien delimitados. La tarea del científico experimental no es, por lo tanto, reducir una teoría de nivel superior a una teoría de un nivel más básico, sino entender las relaciones causales en un sistema a través de un análisis manipulativo de sus elementos básicos (p. 49). Otra conclusión que me parece notable es la idea que la justificación de una hipótesis en el contexto de la biología experimental no toma la forma inductiva clásica de añadir evidencia relevante a través de modelos bayesianos (o no bayesianos), sino de controlar posibles errores adentro de un mismo sistema experimental, a saber, eliminar ambigüedades y posibles artefactos, así como reducir las explicaciones posibles respecto a un fenómeno dado (p. 122-3). Finalmente, la tercera conclusión que quiero señalar es la idea que no existe una lógica única para la generación de nuevas teorías en biología experimental. No hay un algoritmo racional que pueda guiar al investigador en la formulación de hipótesis fundamentadas, sino que cada disciplina provee sus propias reglas y sus propios procedimientos experimentales y conceptuales de validación. Esto, por supuesto, reduce las ambiciones racionalistas de ciertas filosofías, sin embargo, no excluye la posibilidad que haya racionalidades intrínsecas a cada disciplina que busquen obtener resultados rigurosamente probados. No hay racionalidad universal pero tampoco arbitrariedad general. La primera y segunda conclusiones me parecen originales y heurísticamente abiertas a nuevas discusiones. La tercera conclusión concuerda perfectamente con lo que han mostrado los historiadores de la ciencia en las últimas décadas.
A partir del capítulo 5 del libro, Weber introduce algunos de los temas principales del llamado “nuevo experimentalismo”. Aquí entramos en el terreno de los estudios más recientes en historia y filosofía de las ciencias. Aunque algunos lectores pueden encontrar ciertas dificultades para conectar la primera parte con la segunda, la idea general del autor, me parece, es que la nueva filosofía de la ciencia, más historicista y menos interesada a los procesos lógicos de justificación teórica, se pueda complementar con la visión anterior, más tradicional. En otras palabras, no hay una contradicción necesaria entre un enfoque analítico e historicista, sino una relación virtuosa. Los mayores interlocutores que Weber elige en su discusión son Ian Hacking, Robert Kohler y Hans-Jorg Rheinberger. La crítica que Weber instaura en contra de estos autores me parece muy instructiva y útil para entender algunos de las implicancias de una nueva filosofía experimental de las ciencias naturales. Es decir, el estatus de las entidades teóricas involucradas en la actividad experimental (Hacking), las metáforas empleadas para describir la misma actividad experimental y sus objetos de investigación (Kohler) y la contingencia, presumida o real, de los sistemas experimentales y, por lo tanto, de los conocimientos teóricos ligados a esos últimos (Rheinberger). Por un motivo de orden argumentativo, empezaré con Kohler y terminaré con Hacking, aun cuando este no sea el orden de Weber.
En su libro clásico, Lord of the fly, Drosophila genetics and the experimental life (1994), Kohler propone una interpretación sociológica de la actividad experimental en biología. Si hay un paradigma ideal de la biología experimental moderna, ese es el laboratorio de Thomas Hunt Morgan y su organismo modelo: la Drosophila. Kohler usa conceptos económicos y tecnológicos no solo para describir las acciones experimentales, sino para definir la misma Drosophila, la cual se ve como una herramienta ideal capaz de producir miles de secuencias genéticas. El “organismo-herramienta”, para cumplir su función de manera eficiente, es meticulosamente moldeado y producido a través de múltiples cruces. Ahora, precisamente porque la Drosophila de Morgan no se encuentra en su estado natural, sino que es un producto artificial de laboratorio (un artefacto), el organismo puede ser definido como una tecnología productiva de conocimiento. Sin embargo, Weber encuentra que las metáforas económicas y tecnológicas kohlerianas tienen límites importantes. Los organismos no se pueden ver o definir como herramientas porque, (a) no son construcciones propiamente humanas, sino el resultado de su intervención y, (b) a diferencia de un instrumento de medición, son ellos mismo los objetos de investigación (p. 170). Por lo tanto, las metáforas de Kohler no nos pueden iluminar realmente sobre el papel epistémico de los organismos experimentales. Mejor hablar, Weber sugiere, de “experimentación preparativa”; es decir, la preparación del material de investigación (lo cual puede incluir células, organismos, proteínas) y los conocimientos para manipular estos objetos (p. 174). En otras palabras, el conjunto de técnicas, entidades y herramientas, las cuales prevén un tiempo de aprendizaje y elaboración, se puede definir como “experimentación preparativa”. Estos recursos o acciones son la condición para que la investigación propiamente tal (producción de teorías y justificación de nuevas hipótesis) pueda desplegarse. En este sentido, la generación de Drosophilas aptas a exigencias experimentales específicas no se debe ver en términos de producción de herramientas de investigación, sino como un momento dentro de un proceso de “experimentación preparativa”.
Lo que encuentro problemático en la propuesta de Weber es, primero, su a-historicidad y, segundo, su definición muy estricta de “herramienta”, vista simplemente como un objeto inorgánico creado por los seres humanos con funciones muy específicas (sextantes, detectores de ondas gravitacionales, microscopios o computadores). Sin embargo, ¿Por qué no considerar que la Drosophila es, al mismo tiempo, un objeto y una herramienta de investigación? Es un objeto que, como organismo, conserva un cierto grado de autonomía. Pero también una herramienta, visto el alto grado de intervención humana que esta entidad contiene y su lugar estratégico y pragmático adentro de un sistema productivo de conocimiento. Esta no es simplemente una discusión escolástica sobre el estatus ontológico de un objeto de laboratorio. La discusión cruza un tema tremendamente relevante para la cultura experimental moderna; a saber, la relación co-productiva entre artefacto y objeto natural y, más en general, entre naturaleza y artificio. Si Abraham Trembley o Lazzaro Spallanzani hacían experimentos sobre organismos que no eran seleccionados previamente, los organismos modelos del siglo xx son entidades altamente intervenidas. Debido a lo anterior, pienso que las metáforas de Kohler son heurísticamente interesantes, dado que evidencian una novedad histórica sustancial. Es decir, el objeto de experimentación en el siglo xx es, él mismo, un artificio (o casi). De aquí se origina una tarea de investigación novedosa y relevante: ¿Cuál es y cómo cambia la frontera entre artefacto y hecho natural en el contexto del experimentalismo? ¿Cómo y en qué medida los científicos establecen y negocian estos límites? ¿En qué sentido un lugar extremadamente artificial como un laboratorio, puede producir hechos naturales? En relación a esto, creo que hay una pregunta filosófica más difícil y profunda: ¿Cómo podemos creer en la independencia de los hechos naturales cuando estos últimos solo emergen a partir del uso interactivo y continuado de herramientas artificiales? En suma, me parece que mientras la solución de Weber es una descripción a-histórica de la actividad experimental que no permite apreciar las novedades de las prácticas experimentales del siglo xx, la propuesta de Kohler abre una serie de preguntas relevantes sobre la unicidad del experimentalismo contemporáneo.
Muchas de estas preguntas atraviesan directamente el trabajo de Rheinberger sobre los sistemas experimentales del siglo xx. Sin embargo, el foco de interés de Rheinberger no es el famoso laboratorio de Morgan, sino el laboratorio de Paul Zamecnik al Massachusetts General Hospital en Boston (ver Toward a history of epistemic things de 1997). El análisis detenido de la investigación sobre la síntesis in vitro de las proteínas lleva a Rheinberger a considerar la distinción entre teoría y práctica como una abstracción innecesaria. En realidad, cuando observamos el trabajo de uno o más científicos en un laboratorio, la práctica y teoría se compenetran y confunden constantemente en un movimiento dialéctico constante. La actividad experimental no está necesariamente guiada por hipótesis formuladas de antemano, sino de un conjunto de ideas y acciones que, en interacción con las tecnologías disponibles, producen resultados inesperados. La investigación científica, en este sentido, no se ve simplemente como un conjunto de preguntas bien formuladas que un sistema experimental permitiría contestar. Investigar científicamente significa explorar un espacio abierto de manipulaciones posibles dentro de un sistema experimental dado. En otras palabras, resultados, ideas, y teorías están directamente relacionadas con las posibilidades abiertas por los sistemas experimentales. Estos últimos, por lo tanto, permiten el surgir de determinados conocimientos. Nuevas prácticas, nuevas tecnologías, herramientas e incluso nuevos organismos modelos, producen las condiciones históricas y cognitivas para que se puedan formular nuevas preguntas, representaciones y modelos. Una de las consecuencias poco digerible para muchos epistemólogos en búsqueda de fundamentaciones más sólidas, es la relación directa entre la contingencia de los sistemas experimentales y los conocimientos que derivan de aquellos. Si miramos o interactuamos con el mundo solo a través de un sistema experimental, lo cual es el producto de un conjunto de contingencias históricas ¿Cómo podemos saber que estamos interactuando con las mismas entidades al cambiar sistemas experimentales? Después de todo, se podría sostener que por cada sistema experimental haya diferentes entidades detectadas o producidas. Entonces ¿Cómo podemos salvaguardar la objetividad científica? Antes de explorar esta última pregunta, revisaré algunos otros problemas que Weber encuentra en la propuesta de Rheinberger.
Weber identifica 4 defectos generales: (1) el análisis de Rheinberger no nos permite entender cómo las controversias se cierran; (2) no nos indica en qué sentido podemos decir que un sistema experimental es un buen sistema (eficiente y fiable); (3) no especifica cómo se establece la existencia de las entidades teóricas y (4) y no aclara cómo se originan realmente los conceptos y teorías (p. 148). Para obviar estas dificultades, Weber propone integrar la propuesta de Rheinberger apelando a una discusión metodológica que revise las normas epistémicas que están detrás de muchas decisiones prácticas y conceptuales de los científicos. Sin embargo, el origen de las normas epistémicas – las cuales deberían guiar y establecer cuándo y cómo un sistema experimental sea fiable, cuándo y cómo un resultado sea válido y definitivo, y bajo cuáles criterios se puede atribuir existencia a una entidad teórica – no es algo que los filósofos puedan decidir de antemano (a priori), sino que requiere de un trabajo empírico parecido a la misma metodología científica. Es decir, en línea con una tradición filosófica consolidada que va desde Neurath y Quine hasta nuestros días, Weber propone naturalizar las normas epistémicas. La pregunta que surge a partir de la propuesta de Weber es si un trabajo de “naturalización” de las diversas normas epistémicas permitiría realmente solucionar los 4 problemas mencionados anteriormente. De hecho, creo que aquí surge una tensión relevante entre un enfoque (o ambición) historicista-descriptivo y un enfoque normativo-analítico (aunque con tendencias naturalistas). Una tensión que a mi parecer no encuentra una solución en el texto de Weber.
Ahora, para Rheinberger no existe ciencia sin lugar y el conjunto de elementos (históricos, materiales, sociales etc.) que constituyen este lugar están directamente conectados con el tipo de conocimiento que se produce. Esta perspectiva historicista tiene sus consecuencias: no hay leyes sobre el origen de las teorías científicas, así como no hay leyes sobre el origen de los estados-nación o sobre la producción de novelas biográficas. No hay manera de saber, de antemano, cómo una controversia se cierra, así como no hay reglas a priori que nos hubieran permitido saber, de antemano, si Federico el grande iba a ganar la batalla de Leuthen en contra del más poderoso ejército austriaco. No hay meta-reglas que nos puedan indicar, de manera inequívoca, cuando un sistema experimental es fiable o eficiente porque esto depende de las expectativas contextuales de lo que se debe entender con fiabilidad, eficiencia y precisión (el reloj marítimo H4 de John Harrison, alguna vez considerado muy eficiente y preciso, sería considerado poco fiable en los tiempos del GPS). No hay reglas generales para establecer, de manera incontrovertible, cuándo tenemos buenas razones para creer que una entidad teórica realmente existe, porque esto depende de las técnicas y tecnologías disponibles para detectar esas entidades. Empero, si los científicos no poseen meta-reglas incontrovertibles, sí poseen un conjunto de heurísticas falibles y revisables que los guíen en la producción de conocimiento fundamentado. Sin embargo, estas heurísticas, son históricamente determinadas y formuladas (explícita o implícitamente) para solucionar los desafíos experimentales contingentes, y considerados relevantes en un dado momento. Ahora, aunque no podamos formular meta-reglas generales, esto tampoco implica la convicción que todo vale, según una abusada máxima relativista. Los sistemas experimentales, así como los instrumentos tecnológicos, son “máquinas” tremendamente sofisticadas que nos permiten interactuar de manera muy exitosa con el mundo. Y estas “máquinas” funcionan solo en circunstancias dadas y según los objetivos (logrados en mayor o menor medida) de una determinada comunidad científica. No todo vale para construir un interferómetro, así como no todo vale para desarrollar las herramientas y capacidades para sintetizar proteínas en vitro. La contingencia histórica, entonces, no es ni sinónimo de irracionalidad ni de relativismo. La contingencia se debe relacionar al conjunto de circunstancias no necesarias (pero suficientes) que hacen posible la emergencia de determinados tipos de conocimientos. El trabajo filosófico e histórico consiste entonces en señalar cómo y cuándo estas circunstancias se generan y sus conexiones con las creencias y prácticas científicas de una época. Esta no es una novedad ni un límite de las propuestas historicistas. Es el punto central de la tradición francesa de la epistemología histórica así como varias de las versiones de sociologías del conocimiento, las cuales, en cierto sentido, tienen mucha afinidad con una perspectiva naturalista: es decir, observar cómo los seres humanos producen y justifican conocimiento (aunque, por supuesto, con un enfoque más cercano a las ciencias humanas que a las ciencias naturales).
Si los problemas o límites que Weber examina en la propuesta de Rheinberger son, en realidad, consecuencias de la misma epistemología histórica, el problema filosófico del realismo científico es de un orden diferente. Quiero abordar el problema a través de la pregunta anteriormente mencionada: ¿cómo salvaguardar la objetividad en la investigación científica? Después de todo, detrás de los sistemas experimentales, de las actividades prácticas y teóricas, detrás de las herramientas y de las creencias, detrás de las normas epistémicas hay algo que se resiste a nuestras solicitudes. Algo que emerge a través de nuestras pruebas y manipulaciones. En otras palabras, hay cosas. Objetos con características específicas (genes, moléculas, electrones etc.) que dejan huellas, señales, datos. Este es el tema que se relaciona directamente con la propuesta de Hacking. En los años 80, en un texto ahora clásico titulado Representar e intervenir (1983), Hacking observó que la cultura experimental tiene vida autónoma de la actividad teórica. Sin embargo, las entidades teóricas que los experimentalistas emplean adquieren realidad en virtud de su uso exitoso dentro de un sistema experimental: “si puedes rociar electrones, entonces ellos son reales” es el refrán condensado que expresa bien la idea de Hacking, quien defiende una postura anti-realista hacia las teorías, aunque se profese realista en relación a las entidades teóricas (como un electrón). La propuesta de Hacking ha sido ampliamente criticada y Weber se sitúa exitosamente en esta corriente escéptica. Como justamente él hace notar, si analizamos bien el argumento de Hacking, es difícil no llegar a la conclusión que el argumento experimentalista es una nueva versión del bien conocido argumento realista del “no-milagro”. Es decir, sería un milagro si teorías exitosas que proveen predicciones extremadamente precisas no tuvieron alguna correspondencia efectiva con la realidad. Entonces, reformulando el argumento de Hacking, se puede sostener que sería un milagro que, si podemos usar los electrones exitosamente en diferentes contextos experimentales, estos no existieran. Sin embargo, el argumento del no-milagro ha sido ampliamente rechazado, puesto que la historia de la ciencia está llena de ejemplos de teorías predictivas que han sido sucesivamente refutadas.
Hay, por supuesto, otros matices problemáticos del argumento de Hacking que no voy a mencionar detenidamente por razones de espacio. Weber, por ejemplo, nota que usar exitosamente los electrones en contextos experimentales requiere más manejo teórico de lo que Hacking estaría dispuesto a conceder. Pero, más allá de la lista de las fallas argumentativas del argumento hackiano, quiero llamar la atención sobre un punto que me parece muy importante para el experimentalismo en general, es decir, una filosofía de las ciencias experimentales es intrínsecamente realista y materialista, pero en un sentido muy específico. De hecho, la falla principal del argumento hackiano es pretender fundamentar el realismo científico respecto a las entidades manipuladas cuando, en realidad, el ejercicio experimental ya presupone la convicción que las entidades involucradas en nuestras intervenciones existan. Me parece que deducir una postura realista del experimentalismo es equivalente a la pretensión de inferir el principio de uniformidad de la naturaleza de la práctica inductiva. Así como la inducción presupone la creencia que la naturaleza es, en cierto sentido, uniforme, el experimentalismo supone la existencia de las entidades que se manejan, aunque se ignore los detalles de lo que se está manejando. Ni la inducción ni el experimentalismo pueden probar que hay un mundo externo uniforme y equivalente a nuestras descripciones. El ejercicio de la inducción y el experimento solo pueden justificar el asentimiento epistémico para creer que fumar produce cáncer al pulmón o que los electrones existen. En suma, para que haya manipulación en un sentido literal (manipulus del latín se puede entender como “lo que uno puede abarcar con la mano”) se debe presuponer la existencia de un objeto intervenido, aun cuando este objeto no esté exhaustivamente definido. Un experimentalista anti-realista, respecto a las entidades que manipula, se aproxima peligrosamente a un oxímoron. ¿Qué significa dudar de la existencia de las ondas electromagnéticas mientras estamos construyendo un interferómetro?
Volviendo al tema de la objetividad en relación a los sistemas experimentales, ¿Cómo podemos saber que estas entidades teóricas que manejamos tan exitosamente no son, en realidad, artefactos producidos por los mismos instrumentos de detección? La respuesta es que nunca podemos estar seguros. Sin embargo, una de las características principales de los sistemas experimentales es de poseer protocolos o estrategias aptas a contener errores y detectar, en la medida de lo posible, artefactos. No hay nada de mejor y, probablemente, nuestra inquietud a buscar una mejor fundamentación se debe a una excesiva expectativa filosófica. Pienso que si nos deshacemos de la idea inconsistente de epistemología sin sujeto y, al mismo tiempo, si eliminamos de nuestro vocabulario filosófico nociones teológicas como la de “Verdad”, podemos aceptar la idea que los resultados experimentales son consecuencia de acciones y decisiones que responden, antes de todo, a criterios de funcionalidad y eficiencia. De hecho, la ventaja que nos ofrece una filosofía de la ciencia experimental es la posibilidad de pensar en un realismo de tipo pragmático que evita fácilmente lo que Sellars llamaba el mito de lo dado y, al mismo tiempo, prescinde de la obsesión filosófica tradicional según la cual la actitud científica principal es representar, de manera real o aproximada, un mundo independiente. Una filosofía atenta a las actividades experimentales puede mostrar que conocer “científicamente” no significa simplemente representar un mundo autónomo de nuestras actividades cognitivas, sino transformar o producir el objeto bajo investigación y, por lo tanto, dominarlo y sujetarlo. Conocer experimentalmente significa teorizar a través de la práctica y actuar a través de la especulación. Entonces, una filosofía que observe detenidamente los movimientos de un técnico en su laboratorio puede mostrar que la epistemología no es simplemente una disciplina que justifica determinadas creencias o actos cognitivos, sino un conjunto de reflexiones filosóficas que pertenecen a la historia de la labor humana; al ensamble de interacciones, esfuerzos y trabajos que han llevado a la domesticación progresiva de largas porciones del mundo natural. Como observaba Bacon, la ciencia no pertenece ni a las hormigas ni a las arañas (empiristas y racionalistas), sino a las abejas, las cuales transforman y destilan los materiales que recogen de las flores. Conocer, para Bacon, así como para los experimentalistas, implica un momento esencial de transformación material del mundo. En consecuencia, el anti-realismo no es algo que pueda inquietar mucho a los experimentalistas. Esto es un tema que solo puede agitar a los filósofos que piensan que el papel único de la ciencia es entregar representaciones “verdaderas” de la realidad. Los experimentalistas son realistas por defecto.
Entonces, a través de un análisis detenido de lo que significa conocer manipulando, podemos desarrollar una epistemología que al mismo tiempo sea realista, materialista, instrumental, falibilista y sensible a los contextos de producción de conocimiento. Conocemos el mundo a través de nuestras manipulaciones e intervenciones, potenciadas con herramientas tecnológicas relacionadas con nuestros intereses y objetivos contingentes. Por supuesto, no podemos excluir del todo que nuestras actividades experimentales produzcan artefactos. Sin embargo, podemos reducir el grado de escepticismo a través de múltiples ciclos experimentales que involucran sistemas experimentales distintos, como Weber mismo reconoce. En suma, el libro de Weber, como uno de los pocos trabajos que recientemente han tomado en serio la actividad experimental, abre la reflexión a una serie de preguntas filosóficas y epistemológicas muy relevantes que se enfocan sobre la conexión entre hacer y conocer, y no entre conjeturar y refutar.
Referências
HACKING, I. Representing and intervening. Cambridge: Cambridge University Press, 1983.
KNORR-CETINA, K. The manufacture of knowledge. New York: Pergamon, 1981.
KOHLER, R. The lord of the fly, Drosophila genetics and the experimental life. Chicago: Chicago University Press, 1994.
PICKERING A. (Ed.). Science as practice and culture. Chicago: Chicago University Press, 1992.
RHEINBERGER H. Toward a history of epistemic things. Stanford: Stanford University Press, 1977.
WEBER, M. Philosophy of experimental Biology. Cambridge: Cambridge University Press, 2005.
Maurizio Esposito – Departamento de Filosofía, Universidad de Santiago de Chile. E-mail: maurizio.esposito@usach.cl
[DR]Cultura material no universo dos Impérios europeus modernos / Anais do Museu Paulista / 2017
Render-se ao óbvio
Os eventos da história podem significar para o pesquisador um encontro com as formas materiais que deles são parte. Essas podem, para quem lhes é sensível, funcionar como um choque sensorial. [2] Nessa agressão aos sentidos do investigador pode fundamentar-se a força da leitura dos artefatos de modo a compreendê-los. Dependendo da sensibilidade do pesquisador (e de suas escolhas) a compreensão dessas estruturas materiais leva-o a vê-las como coisas do homem e, mais ainda, partes do humano. Às vezes, as percebe como componentes indistintos das opções do homem, de suas ações, de seus atos, enfim, dos fatos históricos. Os fatos do homem social incorporam indivisivelmente seus artefatos.
Pensar sobre os elementos materiais da cultura e tê-los como fonte de compreensão do mundo dos homens é o que fazem os autores que apresentam interpretações do mundo neste dossiê. Mundo de vários tempos; temporalidades que buscam uma certa unidade desigual. Embora marcadas, pelos organizadores do dossiê, como “o universo dos impérios europeus modernos”, são complexas e díspares as temporalidades próprias deste universo. Os tempos marcam os objetos tanto quanto os objetos marcam o tempo. Os elementos materiais dos “impérios europeus modernos” têm a diversidade dos mesmos impérios na modernidade. Vastos impérios! Tempos diversos! Artefatos amplos! Sacros, de consumo, simbólicos, significativos e de técnicas, não importa, são as coisas materiais dos gestos do homem.
Os objetos dão-nos a compreensão de nós e dos outros. Identificam culturas e nos evidenciam a “marcha do tempo”. Do tempo dos homens. Do homem no tempo.
Alguns diagnosticam os objetos como a parte “não humana” da vida. Ora, é preciso desumanizar a vivência humana para perceber o material como humano e ver a vida social como a indivisibilidade entre o humano e o material. Em exercício de contraponto é necessário humanizar o artefato. O conjunto de objetos de uma vivência, a chamada “cultura material”, é mais que o trabalho do homem, o seu produto, o consumo do homem, a técnica e a tecnologia que ele cria, o saber que ele inventa, o progresso da sociedade humana, a simbologia ou a filosofia do homem. O objeto é o homem; é a extensão do seu gesto. É o próprio gesto.
O gesto é artifício, é expressão, é movimento corporal que une o corpo e a materialidade própria do organismo humano. O artefato, materialidade que estende o gesto ao seu mundo, é instrumento das intenções, opções e sentimentos do homem.
Como lê o objeto o historiador, o antropólogo, o sociólogo, o filósofo? Como reflexo, representação, apropriação? Deveria lê-lo como indistinguível do humano! O artefato é legível como mercadoria, consumo, convivialidade, celebração, urbanidade, ruralidade, produto, trabalho? Os textos que se seguem respondem a esses questionamentos e levantam questões novas para se pensar o homem social e a cultura material que ele constrói.
A “cultura material” indefinida e indefinível não existe mais para o cientista social. Ela tornou-se definível com claridade ao conjugar-se com a dinâmica do homem social e com as leituras das várias disciplinas sociais.[3] Teorias e perspectivas distintas têm contribuído para enriquecer as análises da materialidade das vivências históricas, a despeito de ser comum, ainda, lermos e ouvirmos discursos que clamam por maiores definições do que seja “cultura material” e por metodologias que permitam seu uso como fonte de compreensão da história dos homens.
Há, entretanto, uma dinâmica tradição nas ciências humanas em tomar o campo da cultura material para se compreender as vivências históricas. Essa dinâmica, como é próprio às tradições, se apresenta em ritmos de manutenção de perspectivas e de questionamentos a formas de análises e de leitura dos artefatos. Uma nova antropologia do consumo, por exemplo, crítica à perspectiva semiótica – que trata a materialidade como algo inanimado ou simples instrumento da representação social – impõe ao objeto a condição de constituinte do homem.[4] Aí o artefato material é gerador de sentidos para a compreensão das sociedades, não apenas para a representação delas. O simbólico e o material são, assim, analisados como unidade.
Para Daniel Miller, os trecos materiais “têm uma capacidade notável de se desvanecer diante de nossos olhos, tornam-se naturalizados, aceitos como pontos pacíficos, cenário ou moldura de nossos comportamentos.”[5] A solução para Miller seria, então, colocar nossas abstrações teóricas “de volta na algazarra da vida cotidiana e na gloriosa confusão de contradição e ambivalência que ali se encontram”.[6]
De modo geral, a historiografia, com honrosas exceções que não enumeraremos aqui para não cometermos injustiças, costuma dar um tratamento analítico restrito à chamada “cultura material”, tratando-a como reflexo da construção social e não como um repertório de manifestações e de elementos da cultura integrados em sua constituição histórica. Assim, os artefatos, os objetos, as materialidades são vistos como produtos, como consumos, como instrumentos técnicos do homem em sociedade, quando deveriam ser analisados como documentos do viver, das experiências de vida.
Não se deve ler os objetos deslocados do seu uso, dos seus sentidos sociais. Um garfo, por exemplo, tem sentido tanto como instrumento, quanto gesto humano; tanto como artefato, quanto fato. Um garfo é detentor de sentidos sociais. O garfo é um fato sócio-histórico.
A despeito da crítica acima, é grande a contribuição dos estudos de cultura material na área de história. Como vem acontecendo em sua tradição, ela possibilita aos historiadores compreender dimensões importantes da sociedade ao aquilatar a produção de riquezas, as construções técnicas e tecnológicas, as especificidades de categorias sociais, as distinções de ritos da vida, as representações sociais e simbólicas etc. Contribuição maior esses estudos dão quando dimensionam junto com tudo isso as experiências humanas, as vivências. Os objetos, afinal, são parte do conjunto complexo e dinâmico do viver.
De tão presentes, comuns, banais [7] e importantes para a vida, tendemos a naturalizar os objetos, desumanizá-los. Esquecemos que são construções do homem; são cultura. Repetimos a forma dicotômica de tratar o humano opondo as tríades mente / pensamento / linguagem à corpo / prática / matéria. Ao naturalizar os artefatos determinamos a eles a condição de obviedade de clareza axiomática, evidência intuitiva. É preciso valorizar o que parece óbvio; pensar as obviedades com curiosidade cognitiva. Necessário, enfim, deixar de opor o material ao simbólico, como temos deixado de opor o natural ao cultural.
Os textos que aqui se apresentam rendem-se à riqueza do que é óbvio. Eles impõem aos artefatos da vida a historicidade da qual são parte.
Notas
2. Farge (2015, p. 7).
3. Rede (2012), Appadurai (1986).
4. Miller (1987, 1998, 2013).
5. Miller (2013, p. 228).
6. Miller (2013, p. 230).
7. Roche (2000), Garcia (2011).
Referências
APPADURAI, Arjun. (org.). The social life of things. Cambbridge: Cambridge University Press, 1986.
FARGE, Arlette. Le peuple et les choses. Paris au XVIIIe siècle. Montrouge: Bayard, 2015. GARCIA, Tristan. Forme et objet. Un traité des choses. Paris: PUF, 2011.
MILLER, Daniel. Material culture and mass consumption. Oxford: Blackwell, 1987.
MILLER, Daniel. (org.) Material cultures: Why some things matter. Chicago: The University of Chicago Press, 1998.
MILLER, Daniel. Trecos, Troços e Coisas. Estudos antropológicos sobre a cultura material. Rio de Janeiro: Zahar, 2013.
REDE, Marcelo. História e cultura material. In: CARDOSO, Ciro F.; VAINFAS, Ronaldo. (orgs.). Novos domínios da História. Rio de Janeiro: Campus / ELSEVIER, 2012, p. 133-150.
ROCHE, Daniel. História das coisas banais. Nascimento do consumo. Séc. XVII-XIX. Rio de Janeiro: Rocco, 2000.
José Newton Coelho Meneses – Docente do Departamento de História – FAFICH-UFMG.
MENESES, José Newton Coelho. Introdução – Cultura material no universo dos Impérios europeus modernos. Anais do Museu Paulista. São Paulo n. Sérv., v.25, n.1, p.9-12, jan./abr., 2017. Acessar publicação original [DR].
Casas importadoras de Santos e seus agentes. Comércio e cultura material (1870-1900) | Carina Marcondes Ferreira Pedro
Madame Pommery, personagem controversa de Hilário Tácito, começa no mundo dos negócios ilícitos da prostituição com sua chegada ao porto de Santos, nos primeiros anos do século XX.[1] O autor faz dela uma negociante esperta, de nacionalidade duvidosa, filha de um domador circense e de uma noviça espanhola. Como muitos outros imigrantes do período, inspiradores dessa personagem da literatura paulista, ela veio “fazer a América”, tentar a sorte numa nova terra cheia de oportunidades de negócios. A cidade de Santos era então a porta de entrada para um mundo rico, que vivia das exportações de café e das importações de mercadorias de luxo, que abasteciam São Paulo. É justamente a formação e consolidação de Santos como o local de negócios relacionados ao café, durante a Belle Époque, o tema da pesquisa, agora transformada em livro, da historiadora, Carina Marcondes Ferreira Pedro Casas importadoras de Santos e seus agentes. Comércio e cultura material (1870-1900).
Carina Marcondes Ferreira Pedro busca compreender a transformação de Santos no principal local de negócios de São Paulo no fim do século XIX, porto que exportava café e importava uma série de mercadorias, de objetos de consumo doméstico a materiais para construção. A chave para a análise dessas transformações passou pela construção da ferrovia que ligava o porto à cidade no alto da Serra. Inaugurada em 16 de fevereiro de 1867, a São Paulo Railway Company dinamizou as relações comerciais da província. A tão aguardada ligação da cidade de São Paulo com o mar não apenas possibilitou o escoamento das safras de café dos fazendeiros paulistas, e seu consequente enriquecimento, mas transformou a vida cotidiana e a sociabilidade de ambas as cidades. Além do dinheiro decorrente das exportações de café, novos hábitos também vinham no rastro da ferrovia e ligavam a então capital da província, vista como atrasada e caipira, ao resto do mundo.
A construção da ferrovia dinamizou o comércio de Santos, que já era um porto importante, mas se tornou fundamental com o trem, e ainda criou uma demanda por uma série de modificações urbanas tanto nas docas, como na própria cidade. A autora mostra em sua pesquisa como uma série de casas comerciais abriram as portas para negócios que envolviam somas consideráveis ao redor do mundo, eram os “agentes importadores” ou também chamados de “casas de importação”, que compravam mercadorias de outros países e exportavam principalmente café vindo do Oeste Paulista.
Outra chave essencial para o trabalho de Carina é entender o mundo do consumo no século XIX. Pouco estudado pela historiografia, o consumo de mercadorias importadas esteve sempre ligado à dinâmica do mundo capitalista no oitocentos. Para a antropóloga americana Mary Douglas, em seu livro clássico O mundo dos bens, a produção de mercadorias foi o que se estabeleceu como parâmetro para os estudos de economia.[2] O consumo seria relegado a uma segunda categoria de estudos, algo menor ou sem importância. Para antropóloga americana, tanto consumo como produção fariam parte de um todo, seriam dois lados de uma mesma moeda – o estabelecimento da revolução industrial e a expansão do capitalismo.
Ligado a esse novo mundo do consumo, Carina mostra como esses agentes estabeleciam contato com as casas exportadores de países produtores de mercadorias, como a Inglaterra, a Alemanha ou a França. Diz a autora: “A própria formação de um modo de vida burguês relacionado ao intenso consumo de produtos industrializados estrangeiros que foram introduzidos no país no século XIX e início do XX tem sido problemática tratada por poucos autores. No caso da região paulista, a lacuna se torna mais pronunciada em vista da própria importância que ela adquire nos processos de comércio internacional nesse período” (p. 13).
Tentar entender e fazer uma história do consumo não é fácil, já que a utilização de fontes ditas como estritamente econômicas não dá conta da complexidade do tema. Assim, o trabalho utiliza várias outras fontes para o embasamento da pesquisa. Foram analisados almanaques do período, jornais, anúncios, memórias de viajantes, legislação, correspondência diplomática, manuais de comércio e obras de propaganda governamental.
Os Almanaques são tratados de maneira especial pela autora e aparecem em quase todos os três capítulos do livro. Para a história do consumo, a utilização de almanaques como fontes de pesquisa é preciosa. Com eles, principalmente a partir das três últimas décadas do século XIX, vêm as primeiras propagandas de produtos e os primeiros anúncios. É possível assim, ver as casas importadoras, as chegadas e partidas dos navios, quem eram os negociantes de importação e exportação. Eles funcionam também como uma espécie de guia para a cidade, relevando endereços de médicos, empresários, pessoas importantes ou mesmo de lojas, escolas, hospitais.
O livro está dividido em três capítulos. O primeiro, “Santos e o comércio de importação”, dá conta das transformações urbanas pelas quais passou a cidade de Santos no período. O crescimento da cidade é visto dentro do contexto das mudanças econômicas no mundo nas três últimas décadas do século XIX. A historiadora mostra como a região do Valongo foi se valorizando com a construção da ferrovia e atraindo negociantes, alterando significativamente o tecido urbano. Assim, na mesma época, muitas ruas se dessacralizaram, ou seja, mudaram seus nomes relacionados a santidades e ao catolicismo para nomes de personalidades brasileiras ou da região.
O segundo capítulo, “As casas importadoras e suas trajetórias empresariais”, aborda as casas de importação inglesas, como a Edward Johnston & C, considerada a segunda maior firma de exportação britânica do período – ela era também a representante da companhia hamburguesa de navegação Hamburg-Süd, que tem uma extensa atividade até os dias de hoje. São analisadas casas comerciais alemãs, francesas e portuguesas. As empresas se caracterizavam pela diversidade de artigos. Assim, as firmas alemãs, como a Zerrenner, Bulow & C., traziam para o Brasil um amplo leque de bens, como ferro, aço, lubrificantes, dinamite, carbureto de cálcio, bicicletas, vinhos, biscoitos finos, queijos. A francesa Karl Valis & C. acabou por se especializar em artigos alimentares de luxo e também no comércio atacado de materiais vidrados usados para obras de água e esgoto – evidenciado a necessidade de urbanização de São Paulo na época. Já as portuguesas, como a Ferreira & C., traziam ferro e outros materiais para construção e contavam com a facilidade da língua nos seus vendedores caixeiros-ambulantes.
Finalmente, o terceiro e último capítulo trata da infinidade dos objetos importados no período. Carina Pedro retoma a ideia do historiador francês Daniel Roche, autor de História das coisas banais, para mostrar que a cidade no século XIX pode ser entendida como o centro de uma organização econômica cujo comerciante é um dos principais agentes.[3] Para Daniel Roche, “A história das atitudes em relação ao objeto e à mercadoria em nossa sociedade é aqui capital; ela postula que uma história do consumo é uma maneira de reconciliar o sujeito com o objeto, a interioridade com a exterioridade”.[4] Assim, a introdução e distribuição das mais variadas mercadorias foi uma das marcas das transformações que ocorrem a partir da década de 1870 no país e que Florestan Fernandes vai chamar de Revolução Burguesa.[5]
Para o sociólogo um dos principais agentes transformadores da sociedade no período seria o negociante. Assim, o burguês teria surgido no Brasil como uma “entidade especializada, seja na figura do agente artesanal inserido na rede de mercantilização da produção interna, seja como negociante (não importando muito seu gênero de negócios: se vendia mercadorias importadas, especulava com valores ou com seu próprio dinheiro; as gradações possuíam significação apenas para o código de honra e para a etiqueta das relações sociais e nada impedia que o usurário, embora malquisto e tido como encarnação nefasta do burguês mesquinho, fosse um mal terrivelmente necessário)”.6 Em seu estudo, ainda que circunscrito à cidade de Santos, Carina Pedro consegue recuperar a figura do negociante nas décadas finais do século XIX, inserindo-o numa rede complexa de negócios estrangeiros voltados para o mercado local, dando vida e materialidade a esse personagem complexo e fundamental.
Notas
1. TÁCITO, Hilário. Madame Pommery. Campinas: Editora da Unicamp, 1996.
2. DOUGLAS, Mary e ISHERWWOD, Baron. O mundo dos bens: para uma antropologia do consumo. Rio de Janeiro: Editora da UFMG, 2014.
3. ROCHE, Daniel. História das coisas banais: nascimento do consumo, séculos XVIII-XIX. Rio de Janeiro: Rocco, 2000.
4. Idem, p. 26.
5. FERNANDES, Florestan. A revolução burguesa no Brasil. Rio de Janeiro: Jorge Zahar Editores, 1974.
6. Idem, p. 18.
Joana Monteleone – Universidade Federal de São Paulo (UNIFESP).
PEDRO, Carina Marcondes Ferreira. Casas importadoras de Santos e seus agentes. Comércio e cultura material (1870-1900). São Paulo: Ateliê, 2015. Resenha de: MONTELEONE, Joana. Um mundo de mercadorias na Belle Époque de Santos. Almanack, Guarulhos, n.11, p.868-870, set./dez., 2015.
Trecos, Troços e Coisas: Estudos antropológicos sobre a Cultura Material. | Daniel Miller
Nascido no ano de 1954, Daniel Miller é um notável antropólogo e arqueólogo britânico dedicado ao estudo dos vários gêneros de “trecos” que integram o cotidiano sócio- cultural dos indivíduos. Formado pela Universidade de Cambridge, Miller passou grande parte de sua vida profissional no departamento de Antropologia da University College London, onde é professor atualmente. Esta instituição é centro de destaque no que se refere à pesquisa e ao estudo da Cultura Material.
Grande nome da pesquisa deste campo, Miller mostra em suas obras uma constante preocupação em transcender a habitual opinião acerca da interação entre sujeito e objeto, dando atenção ao processo de construção das relações sociais por meio do exercício do consumo e às conseqüências que consumir pode trazer para as sociedades. Leia Mais
Museu Paulista | USP | 1993
Anais do Museu Paulista (São Paulo, 1993-) vem sendo publicado desde 1922. A partir de 1993, o periódico passou a circular em nova série, com o subtítulo História e Cultura Material. Trata-se de revista acadêmica que traz à discussão temas afeitos à cultura material como mediadora de práticas sociais, bem como abordagens inovadoras sobre processos históricos e museológicos.
Em 2018, o periódico passou a operar no sistema de publicação contínua, em um único volume anual, com submissão de manuscritos tramitada exclusivamente no sistema informatizado para recebimento e gestão de manuscritos do Portal de Revistas da Universidade de São Paulo (USP).
Periodicidade anual.
Acesso livre
ISSN 0101-
ISSN 1982-0267 (Online)
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Arqueologia – FUNARI (RBH)
FUNARI, Pedro Paulo Abreu. Arqueologia. São Paulo: Ática, 1988. Resenha de: LÓPEZ, Marcelo Castro. Ampliando os Estudos Clássicos. Revista Brasileira de História, São Paulo, v.9, n.18, n.15, p.259-263, ago.1988/set.1989.
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