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La espiritualidad del subdesarrollo: trabajo/ trabajadores y ocio en la prensa católica colombiana (1958-1981) | Andrés Felipe Manosalva Correa
La lectura de este interesante y sugestivo libro no solo me permite decir cosas, sino también remojar la memoria. De adolescente conocí el semanario El Campesino, que se vendía los domingos en la plaza de mercado que quedaba justo al frente de la imponente iglesia de Corinto, Cauca. Era un mercado fabuloso, generoso, grandioso, esplendoroso, que cubría la vastedad toda de la plaza. Era colorido también. De abajo subían los negros con su bulla y sus productos, y de arriba bajaban los indios con sus cosechas a cuestas de cebolla larga, zanahoria, remolacha, y tanta cositería comestible de tierra fría y alta. Del mercado corinteño se surtía todo el sur del próspero y pujante Valle del Cauca. Era una mezcla dominguera de razas que le daban al pueblo un aire de cosmopolitismo nacional. Era la vida misma puesta en escena. Al pueblo llegaban todos los periódicos que en domingo seducían por sus ediciones enormes y coloridas: El Tiempo, El Espectador, la Voz Proletaria y El Campesino. Mi padre compraba El Espectador y Voz Proletaria. Yo, al escondido, compraba El Campesino. Me gustaba el formato, la dimensión de sus fotografías y lo elemental de sus mensajes. Era un periódico para gente simple, apenas para los que supieran leer, pero bien diseñado. Se notaba la buena financiación con la que contaba. Llegaba a la parroquia y de allí se voceaba en la plaza compitiendo con los culebreros que nunca faltaban, con los vendedores de menjurjes, de telas y tanta cosa rara de un mercado que parecía del medioevo. Eran los tiempos de Pablo VI, el papa del progreso de los pueblos, que había estado en Colombia o estaba por llegar. Páginas enteras lo promocionaban. Corría el final de la intrépida década de 1960 y el general Rojas asustaba amenazando regresar al poder. Su prensa, pequeña pero pegajosa e insidiosa emulaba con El Campesino y le peleaba la feligresía en plazas liberales.