En lo metodológico, se destacan dos consideraciones, una inductiva y otra deductiva. Sobre la primera, Jimeno subraya que la compilación de artículos retoma la tradición antropológica de entender los fenómenos sociales a partir de la comprensión que sobre ellos tienen los propios actores sociales. Luego de tamizar estos relatos un investigador haría evidentes las regularidades detectadas. En la deductiva, se identifican algunos trabajos que han procurado relacionar el análisis sobre subjetividad y violencia con los macroprocesos políticos o históricos. En este mismo enfoque se ubican los artículos de la tercera parte, destacando entre ellos uno sobre el partido radical del siglo xix .
No obstante, para quienes hemos leído la producción de Jimeno —más para entender el análisis historiográfico del vigente conflicto armado en Colombia— resultaría tanto o más sugestivo leer el texto en función del balance que ella hace después de un cuarto de siglo. La autora aclara que en realidad empezó en 1993, cuando preguntó por el sentido que las personas de bajos recursos daban a la palabra violencia . Encontró entonces que para estas personas se trataba del uso de la fuerza física y emocional que habían sufrido en cuanto niños o mujeres. Descubrió que para estas personas consistía en lo sufrido en la vida cotidiana o íntima; ello pese a que en ese momento Colombia vivía la intensificación del conflicto interno generada por el narcotráfico, los grupos armados y de autodefensa ilegales.
En seguida, Jimeno subraya en la introducción que, por el contrario, entre las “capas intelectuales” del país la palabra violencia se ha asociado con desigualdad social y “característica de la estructura de la sociedad colombiana” (p. 10). En eso coincidían con las personas de bajos recursos en no referirla a los hechos de intensificación del conflicto. La autora estaría evidenciando así que en el último cuarto de siglo en Colombia el uso de la violencia debe entenderse en dos instancias diferenciadas: la cotidiana y la política; mientras que los intelectuales explicaban sus causas en función de otras razones: la desigualdad y una cultura atávica. Si se considera, además, que hay dos conceptos diferentes —violencia y conflicto—, es claro que el libro sugiere una matriz analítica de ocho opciones para cualquier investigación futura.
De hecho, Jimeno avanzó los primeros cinco años sobre la violencia cotidiana, cuyos artículos ocupan la primera parte del libro. Los siguientes cinco años, asociado a su investigación doctoral y consignado en el siguiente apartado del libro, ahondó sobre la violencia causada por la desigualdad, no tanto la social sino de género. Durante otros diez años, sin abandonar del todo líneas previas, exploró la violencia política donde interactúa con versiones historiográficas, tema de la tercera parte de artículos. Finalmente, la cuarta parte del libro recoge artículos de otro periodo de cinco años que, a nuestro parecer, coadyuvan más a la memoria histórica. Vale reiterar que las partes del libro no siguen una secuencia cronológica sino temática y responden coherentemente al análisis en función del concepto violencia.
Ciertamente los “violentólogos” acentuaron una interpretación sobre la violencia política y tendieron a imbricarla con la violencia cotidiana, tal vez siguiendo a John Galtung sobre el triángulo de la violencia (física, estructural y cultural). De basarnos en los hallazgos de Jimeno, tal imbricación se puede contradecir: desde su visión antropológica, la autora plantea que la violencia política y la cotidiana son dos dinámicas diferenciadas [1] aunque ocurran simultáneamente. Más recientemente, se tendió a referir como sinónimos violencia y conflicto , cuando aquella es solo una manifestación particular de este, así como el uso de la fuerza es una manifestación particular del poder.
Según la autora, también resulta improcedente referir la violencia a una condición atávica de los colombianos. En este sentido, serían contradictorios los análisis sobre el conflicto armado interno en Colombia basados en la maniquea idea de “cultura de la violencia” (p. 29), para lo cual suelen invocarse las guerras civiles del siglo xix . Respecto a estas guerras resulta sugestivo el análisis de Jimeno sobre la ideología del partido radical, donde destaca cómo este se empecinó tanto en bloquear a la oposición política que debilitó el control institucional de la violencia, como en fomentar un discurso contra la autoridad: “sentando así las bases de una narrativa nacional de desconfianza en la autoridad institucional que se prolonga hasta nuestros días, con consecuencias, especialmente, sobre el control de la violencia” (p. 234).
Aquella interpretación intelectual sobre la violencia en Colombia compite en su reiteración con la ofrecida por los medios de comunicación. Lo reiterativo desde tales sectores parece tener una intencionalidad de atribuir la violencia como rasgo de identidad. Jimeno confirma que los intelectuales en esa reiteración contribuyen con fechas, números de víctimas y de hechos violentos, se remontan hasta la llegada de los españoles y desde allí listan una sucesión de actos de desigualdad y represión contra los sectores sociales de menos recursos (p. 60). Entonces cabe inferir que tal reiteración se acercaría a una intencionalidad política no muy diferente de la orientada por el partido radical: bloquear al régimen político vigente en el país.
Para Jimeno lo trascendente de tal versión interpretativa es que ha conducido a “inhibir la búsqueda de respuestas colectivas frente a los actores violentos y subestimar la participación ciudadana” (p. 61). En nuestra lectura esa versión sobre el origen atávico de la violencia sería atribuible a una intención política de origen ideológico o de una historiografía partidista. Ideológica en cuanto se nutrió de paradigmas militantes que sustentaron la producción intelectual y docente durante el largo período de la Guerra Fría. Partidista en cuanto se ancló a una interpretación de la historia colombiana legada por los partidos tradicionales, a la que la corriente de la Nueva Historia solo adicionó la de los partidos populares y movimientos sociales. [2] En este orden, por ejemplo, tal historiografía ha preferido reiterar que durante el siglo xix Colombia sufrió varias guerras civiles. Sobre estas los aportes de España y Palencia (2003), González (2014), Ortiz (2003, 2010), Sánchez (1991, 2003), Uribe y López (2006), entre otros, aun siendo investigaciones sistemáticas, difícilmente superan lo que Jimeno llama dicotomía sobre la violencia en Colombia, en donde lo cultural y subjetivo va separado de los macroprocesos políticos o históricos (p. 24). Pero, en perspectiva historiográfica, debería dis cutirse que hubiera un macroproceso de guerras civiles, cuando estas no fueron tan generalizadas ni recurrentes como han pretendido los intelectuales, políticos y medios de comunicación.
Esos mismos estudios sobre las guerras civiles aceptan que durante el siglo xix su desarrollo se concentró en algunas zonas de la región andina, ocasionalmente en las costas marítimas, y fueron marginales, entre otras, en las actuales regiones de Amazonia y Orinoquia. Tampoco se ha avanzado en cuantificar realmente las consecuencias de cada guerra respecto a víctimas, costos bélicos, impacto en la economía y menos en su duración o frecuencia. Por ejemplo, aun admitiendo que hubo siete grandes guerras (las de 1839, 1851, 1860, 1876, 1885, 1895 y 1899), al sumar su duración en meses sobre el resto del siglo quedan ¡setenta años en paz! [3] En síntesis, más que una compilación de su obra, el libro de Jimeno propone otros enfoques sobre el conflicto armado interno en Colombia. Primero, para el diálogo interdisciplinario, de lo antropológico con lo político, lo historiográfico y lo mediático, propone que la violencia política no debe imbricarse con la violencia cotidiana para que se superen aquellas interpretaciones donde ambas violencias tienden a retroalimentarse (p. 29). Segundo, en el proceso investigativo, confirma que las comunidades han encontrado sus propias soluciones a las violencias que les aquejan, como expone la autora en el ejemplo de Timbío (Cauca) y que denominó “comunidad emocional”. Es, pues, un libro que propone repensar cómo algunas de esas soluciones de las comunidades podrían coadyuvar a restaurar en Colombia el control institucional de la violencia.
Notas.
1. Aunque más arriba se sugiere, Jimeno incluye como “violencia cotidiana” la ocurrida en los ámbitos doméstico y personal, como castigo, maltratos y conflictos intrafamiliares; mientras en la “violencia política” incluye la instrumentalizada en el marco del conflicto armado interno por los grupos armados ilegales, también azuzada por el narcotráfico (pp. 65-67).
2. Esta dicotomía puede evidenciarse en la interpretación tradicional de Academia Colombiana de Historia, Historia Extensa de Colombia , vol. 41 (Bogotá: Lerner, 1964); y contrastarse con el nuevo enfoque de Jaime Jaramillo, comp. Manual de Historia de Colombia , vol. 3 (Bogotá: Colcultura, 1982).
3. Este balance sobre las guerras civiles se expuso en 2010 en nuestra tesis doctoral y se ha reiterado desde entonces en diversos medios. Ver Ricardo Esquivel, “Cinco tesis de la nueva historia militar de Colombia”, Revista Fuerzas Armadas 236 (2016): 33-42.
Resenhista
Ricardo Esquivel Triana – Doctorado en Historia. Universidad Nacional de Colombia. Bogotá, Colombia. E-mail: resquivelt@unal.edu.co.
Referências desta resenha
JIMENO, Myriam. Cultura y violencia: hacia una ética social del reconocimiento. Bogotá: Universidad Nacional de Colombia, 2019. 436p. Resenha de: ESQUIVEL TRIANA, Ricardo. Anuario Colombiano de Historia Social y de la Cultura. Bogotá, v.48, n.1, ene./jun. 2021. Acessar publicação original [IF].
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