Es perfectamente lícito insertar conjeturas en el decurso de una historia con el fin de rellenar las lagunas informativas, pues lo antecedente — en tanto que causa remota— y lo consecuente —como efecto— pueden suministrar una guía bastante segura para el descubrimiento de las causas intermedias, haciéndose así comprensible la transición entre unas cosas y otras. Ahora bien, hacer que una historia resulte única y exclusivamente a partir de suposiciones, no parece distinguirse mucho del proyectar una novela. Ni siquiera podría ostentar el título de historia probable, correspondiéndole más bien el de simple fábula. No obstante, lo que no cabe aventurar en el desarrollo de la historia de las acciones humanas, puede muy bien ensayarse mediante suposiciones respecto de su inicio, siempre que lo establezca la Naturaleza. Tal inicio no tiene por qué ser inventado, ya que puede ser reconstruido por la experiencia, suponiendo que ésta no haya variado sustancialmente desde entonces hasta ahora: un presupuesto conforme con la analogía de la Naturaleza y que no conlleva osadía alguna. Una historia del primer despliegue de la libertad a partir de su disposición originaria en la naturaleza del hombre no tiene, por lo tanto, nada que ver con la historia de la libertad en su desarrollo, que —ésta sí— sólo puede basarse en informes.
Con todo, dado que las suposiciones no pueden elevar demasiado sus pretensiones de asentimiento, teniendo que anunciarse únicamente como una maniobra consentida a la imaginación —siempre que vaya acompañada por la razón— para recreo y solaz del ánimo, mas en ningún caso como algo serio, tampoco pueden rivalizar con esa historia que se ofrece sobre el mismo suceso y se toma como información genuina, cuya verificación se basa en fundamentos bien distintos a los de la mera filosofía natural. Justamente por ello, y puesto que emprendo aquí un simple viaje de placer, espero que me sea permitida la licencia de utilizar un texto sagrado a guisa de plano e imaginar que mi expedición (llevada a cabo con las alas de la [109-110] imaginación, aunque no sin un hilo conductor anudado a la experiencia por medio de la razón) encuentra exactamente la misma ruta que describe aquel testimonio histórico. El lector consultará los pasajes pertinentes de aquel documento (Génesis, II-IV)[170], comprobando paso a paso si el camino que toma la filosofía con arreglo a conceptos coincide con el que refiere la historia.
Si no queremos dejar vagar nuestra fantasía entre suposiciones, habremos de fijar el principio en aquello que no pueda ser deducido mediante la razón a partir de causas precedentes, por tanto, tendremos que comenzar con la existencia del hombre y, ciertamente, del hombre adulto —pues ha de prescindir del cuidado materno— y emparejado, para poder procrear su especie; asimismo ha de tratarse de una única pareja, para que no se origine de inmediato la guerra —lo que suele suceder cuando los hombres están muy próximos unos a otros siendo extraños entre sí— o también para que no se le reproche a la Naturaleza el haber regateado esfuerzos mediante la diversidad del origen en la organización más apropiada para la sociabilidad, en tanto que objetivo principal del destino humano, puesto que la unidad de esa familia —de la que habrían de descender todos los hombres— era sin duda la mejor disposición en orden a conseguir ese objetivo. Sitúo a esta pareja en un lugar a salvo del ataque de las fieras y bien provisto por la Naturaleza con todo tipo de alimentos, esto es, en una especie de jardín que goza de un clima siempre moderado. Y, además, sólo la considero después de que ha dado un paso gigantesco en la habilidad para servirse de sus propias fuerzas, por lo que no comienzo con el carácter enteramente tosco de su naturaleza. Pues bien, si yo pretendiera llenar esa laguna —que presumiblemente comprende un largo período de tiempo— a buen seguro que se darían demasiadas suposiciones y muy pocas probabilidades para el gusto del lector. Así pues, el primer hombre podía mantenerse erguido y andar, podía hablar (Génesis, II, 20)*[171] y hasta discurrir, es decir, hablar concatenando conceptos (Génesis, II, 23), por consiguiente, pensar. Habilidades que el hombre hubo de adquirir íntegramente por sí solo (pues de haber sido innatas, también serían hereditarias y esto es algo que contradice [110-111] la experiencia); pero ahora le supongo ya provisto de tales habilidades, con el fin de tomar en consideración simplemente el desarrollo de lo moral en sus acciones, lo cual presupone necesariamente esa habilidad.
El instinto, esa voz de Dios que obedecen todos los animales, era lo único que guiaba inicialmente al hombre inexperto. Este instinto le permitía alimentarse con algunas cosas, prohibiéndole otras (Génesis, III, 2-3). Pero no es necesario suponer un instinto especial —hoy ya perdido— para tal fin; pudo muy bien tratarse del sentido del olfato y de su afinidad con el órgano del gusto —es conocida la simpatía de este último con los órganos de la digestión, observándose todavía hoy la capacidad de presentir si una comida será o no agradable para el gusto. Es más, no hay porqué suponer que este sentido estaba más agudizado en la primera pareja de lo que lo está hoy en día, pues es de sobra conocida la diferencia existente en la capacidad de percibir entre aquellos hombres que sólo se ocupan de sus sentidos y los que, al mismo tiempo, lo hacen de sus pensamientos, apartándose por ello de sus sensaciones.
Mientras el hombre inexperto obedeció esa llamada de la Naturaleza, se encontró a gusto con ello. Pero en seguida la razón comenzó a despertarse dentro de él y, mediante la comparación de lo ya saboreado con aquello que otro sentido no tan ligado al instinto —cual es el de la vista— le presentaba como similar a lo ya degustado, el hombre trató de ampliar su conocimiento sobre los medios de nutrición más allá de los límites del instinto (Génesis, IV)[172]. Este intento habría podido salir bastante bien, aunque no lo dispusiera el instinto; bastaba con no contradecirlo. Sin embargo, una propiedad característica de la razón es que puede fingir deseos con ayuda de la imaginación, no sólo sin contar con un impulso natural encaminado a ello, sino incluso en contra de tal impulso; tales deseos reciben en un principio el nombre de concupiscencia, pero en virtud de ellos se fue tramando poco a poco todo un enjambre de inclinaciones superfluas y hasta antinaturales que son conocidas bajo la etiqueta de voluptuosidad. El motivo para renegar de los impulsos naturales pudo ser una insignificancia, pero el éxito de este primer intento, es decir, el tomar conciencia de [111-112] su razón como una facultad que puede sobrepasar los límites donde se detienen todos los animales fue algo muy importante y decisivo para el modus vivendi del hombre. Aun cuando sólo se tratara de un fruto cuyo aspecto —dada su semejanza con otros frutos admitidos que se habían probado antes— incitaba al intento, si a esto se añade el ejemplo de un animal a cuya naturaleza esa degustación le era tan apropiada como, por el contrario, le resultaba perjudicial al hombre —en quien existía un instinto natural contrario a tal ensayo que se oponía con fuerza al mismo—, todo ello pudo proporcionar a la razón la primera ocasión de poner trabas a la voz de la Naturaleza (Génesis, III, 1) y, pese a su contradicción, llevar a cabo el primer ensayo de una elección libre que, al ser la primera, probablemente no colmó las expectativas depositadas en ella. Si bien el daño pudo resultar tan insignificante como se quiera, el caso es que gracias a él se le abrieron los ojos al hombre (Génesis, III, 7). Este descubrió dentro de sí una capacidad para elegir por sí mismo su propia manera de vivir y no estar sujeto a una sola forma de vida como el resto de los animales. A la satisfacción momentánea que pudo provocarle el advertir ese privilegio, debieron seguir de inmediato el miedo y la angustia: cómo debía proceder con su recién descubierta capacidad quien todavía no conocía nada respecto a sus cualidades ocultas y sus efectos remotos. Se encontró, por decirlo así, al borde de un abismo, pues entre los objetos particulares de sus deseos —que hasta entonces le había consignado el instinto— se abría ante él una nueva infinitud de deseos cuya elección le sumía en la más absoluta perplejidad; sin embargo, una vez que había saboreado el estado de la libertad, ya le fue imposible regresar al de la servidumbre (bajo el dominio del instinto).
Junto al instinto de nutrición —en virtud del cual la Naturaleza conserva al individuo— se destaca el instinto sexual—mediante el que vela por la conservación de la especie. La razón, una vez despierta, no tardó en probar también su influjo a este instinto. Pronto descubrió el hombre que la excitación sexual —que en los animales depende únicamente de un estímulo fugaz y por lo general periódico— era susceptible en él de ser prolongada e incluso acrecentada gracias a la imaginación, que ciertamente desempeña su cometido con mayor moderación, pero asimismo con mayor duración y regularidad, cuanto más sustraído a los sentidos se halle el objeto, evitándose así el tedio que conlleva la satisfacción de un mero [112-113] deseo animal. La hoja de parra (Génesis, III, 7) fue, por lo tanto, el producto de una manifestación de la razón mucho mayor que la evidenciada en la primera etapa de su desarrollo, pues al hacer de una inclinación algo más profundo y duradero, sustrayendo su objeto a los sentidos, muestra ya la conciencia de un dominio de la razón sobre los impulsos y no —como en su primer paso— una mera capacidad de prestar a éstos un servicio de mayor o menor alcance. La abstención fue el ardid empleado para pasar de los estímulos meramente sentidos a los ideales, pasándose así paulatinamente del mero deseo animal al amor y, con éste, del sentimiento de lo meramente agradable al gusto por la belleza, apreciada sólo en los hombres al principio, pero también en la Naturaleza más tarde. La decencia, una inclinación a infundir en los otros un respeto hacia nosotros gracias al decoro (u ocultación de lo que podría incitar al menosprecio), en tanto que verdadero fundamento de toda auténtica sociabilidad, proporcionó además la primera señal para la formación del hombre como criatura moral. Un comienzo nimio, pero que hace época al conferir una orientación completamente nueva a la manera de pensar, siendo más importante que toda la interminable serie de logros culturales dados posteriormente.
El tercer paso de la razón —tras haberse entremezclado con las necesidades primarias sentidas de un modo inmediato— fue la reflexiva expectativa de futuro. Esta capacidad de gozar no sólo del momento actual, sino también del venidero, esta capacidad de hacerse presente un tiempo por venir, a menudo muy remoto, es el rasgo decisivo del privilegio humano, aquello que le permite trabajar en pro de los fines más remotos con arreglo a su destino —pero al mismo tiempo es asimismo una fuente inagotable de preocupaciones y aflicciones que suscita el futuro incierto, cuitas de las que se hallan exentos todos los animales (Génesis, III, 13-19). El hombre, que había de alimentarse a sí mismo, junto a su mujer y sus futuros hijos, comprobó la fatiga siempre en aumento de su trabajo; la mujer presumió las cargas a las que la Naturaleza había sometido a su sexo y aquellas que por añadidura le imponía el varón, más fuerte que ella. Ambos anticiparon con temor, como telón de fondo para una vida tan fatigosa, algo que sin duda también afecta inevitablemente a todos los animales, pero no les preocupa en absoluto: la muerte; por todo ello, les pareció que habían de proscribir y considerar delictivo ese uso de la razón que les había ocasionado todos esos males. Pervivir en su posteridad —imaginando que le irán mejor las cosas— o mitigar sus penas en tanto que [113-114] miembro de una familia, quizá fue la única perspectiva consoladora que les alentaba (Génesis, V, 16-20).
El cuarto y último paso dado por la razón eleva al hombre muy por encima de la sociedad con los animales, al comprender éste (si bien de un modo bastante confuso) que él constituye en realidad el fin de la Naturaleza y nada de lo que vive sobre la tierra podría representar una competencia en tal sentido. La primera vez que le dijo a la oveja: la piel que te cubre no te ha sido dada por la Naturaleza para ti, sino para mí, arrebatándosela y revistiéndose con ella (Génesis, V, 21), el hombre tomó conciencia de un privilegio que concedía a su naturaleza dominio sobre los animales, a los que ya no consideró como compañeros en la creación, sino como medios e instrumentos para la consecución de sus propósitos arbitrarios. Tal concepción implicaba (aunque oscuramente) la reflexión contraria, esto es, que no le era lícito tratar así a hombre alguno, sino que había de considerar a todos ellos como copartícipes iguales en los dones de la Naturaleza; una remota preparación para las limitaciones que en el futuro debía imponer la razón a la voluntad en la consideración de sus semejantes, lo cual es mucho más necesario para el establecimiento de la sociedad que el afecto y el amor.
Y así se colocó el hombre en pie de igualdad con todos los seres racionales, cualquiera que sea su rango (Génesis, III, 22), en lo tocante a la pretensión de ser un fin en sí mismo, de ser valorado como tal por los demás y no ser utilizado meramente como medio para otros fines. En esto, y no en la razón considerada como mero instrumento para la satisfacción de las distintas inclinaciones, está enraizado el fundamento de la absoluta igualdad de los hombres incluso con seres superiores que les aventajen de modo incomparable en materia de disposiciones naturales, pues esta circunstancia no le concede a ninguno de ellos el derecho de mandar caprichosamente sobre los seres humanos. Este paso se halla vinculado a su vez con la emancipación por parte del hombre del seno materno de la Naturaleza; una transformación ciertamente venerable, pero cuajada al mismo tiempo de peligros, puesto que le expulsó del estado candido y seguro de la infancia, cual de un jardín donde se abastecía sin esfuerzo alguno (Génesis, V, 23), arrojándole al vasto mundo, en donde le esperan tantas preocupaciones, fatigas y males desconocidos. Más adelante la dureza de la vida le insuflará cada vez con más frecuencia el anhelo de un paraíso, fruto de su imaginación, en el que pudiera pasar su existencia soñando y retozando [114-115] en una tranquila ociosidad y una paz duradera. Pero entre él y esa imaginaria morada del deleite se interpone la perpleja razón, impulsora irresistible del desarrollo de las capacidades en él depositadas, no consintiendo ésta que el hombre regrese al estado de tosquedad y simpleza del que ella lo había sacado (Génesis, V, 24). La razón le incita a aceptar pacientemente la fatiga que detesta, a perseguir el oropel que menosprecia y a olvidar la propia muerte, que tanto le horroriza, superponiendo todas aquellas menudencias cuya pérdida teme todavía más.
Referências
KANT, IMMANUEL. Probable inicio de la Historia Humana. In: Ideas para una historia universal en clave cosmopolita y otros escritos sobre filosofía de la historia. (Spanish Edition) (p. 49-56). Edição do Kindle.
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